Dado que estaremos fora alguns dias e para não deixar os nossos amigos visitadores em jejum, tomamos a liberdade de vos sugerir de ler cada dia algum ponto dos capítulos da Obra Iota Unum de R0mano Amerio que a seguir apresentamos :boa leitura , calma, e até breve.
41. RECHAZO DEL CONCILIO PREPARADO. LA RUPTURA DE LA LEGALIDAD CONCILIAR
Como ya hemos dicho, es característico del Vaticano II su resultado paradó-jico, según el cual todo el trabajo preparatorio (que suele conducir los debates, dar impronta a las orientaciones y prefigurar los resultados de un Concilio) resultó nulo y fue rechazado desde la primera sesión, sustituyéndose una inspiración por otra y una tendencia por otra .
Ahora bien, tal desviación de la concepción original no tuvo lugar por una resolución interna del mismo Concilio en el desenvolvimiento de su regularidad le-gal, sino por una ruptura de la legalidad conciliar poco citada en las narraciones de los hechos, pero conocida hoy en su rasgos más evidentes.
Estando en discusión en la XXIII congregación el esquema de fontibus Re-velationis preparado por la comisión preparatoria y ya cribado por muchas consul-tas de obispos y de peritos, la doctrina expuesta suscitó una viva polémica. Los Pa-dres más aferrados a la fórmula del Concilio de Trento, según la cual la Revelación se contiene in abris scriptis et sine scripto traditionibus (sesión IV) tomadas como dos fuentes, se encontraron en desacuerdo con los más partidarios de exponer la doc-trina católica en términos menos hostiles a los hermanos separados, que rechazan la Tradición.
La vivísima contienda entre las dos partes condujo a la propuesta avanzada el 21 de noviembre de truncar la discusión y rehacer totalmente el esquema . Una vez recogidos los votos, se encontró que la propuesta de suspensión no disponía de la mayoría cualificada de dos tercios exigida por el Reglamento del Concilio para todas las cuestiones de procedimiento. El secretario general hizo ver entonces: «Los resultados de la votación han sido tales que el examen de los capítulos individuales del esquema en discusión se proseguirá en los próximos días».
Pero al día siguiente, al inicio de la congregación XXIV, se anunció en cua-tro lenguas aparte de en latín que, por considerarse la discusión más laboriosa y prolongada de lo previsto, el Santo Padre había decidido que una nueva comisión refundiese el esquema para hacerlo más breve y resaltar mejor los principios gene-rales definidos por Trento y el Vaticano I.
Con esta intervención, que reformaba de un plumazo la decisión del Conci-lio y anulaba el Reglamento de la asamblea, se realizaba una ruptura de la legalidad y se pasaba del régimen colegial al régimen monárquico. La ruptura de la legalidad significó también un nuevo cursus, si no doctrinal, sí al menos de orientación doc-trinal. Los postcenia de la transformación repentina de la intención papal son hoy conocidos , pero tienen bastante menos importancia que el elemento de fuerza que vino a sobreponerse a la legalidad conciliar.
El resultado de la votación podría haber sido invalidado por el Papa si hubiese resultado en un vicio de ley o si hubiese precedido al voto una reforma de la ley (como la que siguió de facto con Pablo VI, que retornó al sistema de mayoría simple). Pero en los términos en los que ocurrió, la intervención papal constituye una típica sobre posición del Papa al Concilio, tanto más notable cuanto que el Pa-pa fue presentado entonces como tutor de la libertad del Concilio.
Esta sobre posición no es un motus propius, sino consecutiva a reclamacio-nes y solicitudes que consideraban la mayoría cualificada exigida por el Concilio como una «ficción jurídica», y pasaban por encima de ella para que el Papa recono-ciese el principio de la mayoría simple.
42. MÁS SOBRE LA RUPTURA DE LA LEGALIDAD CONCILIAR.
Por otro lado, la preeminente voluntad modernizadora de la asamblea ecu-ménica, que rechazó todo el trabajo preparatorio de tres años conducido bajo la presidencia de Juan XXIII, había aparecido ya desde la primera congregación con el incidente del 13 de octubre. La asamblea habría debido elegir aquel día a los miem-bros de su competencia (dieciséis sobre veinticuatro) de las diez comisiones desti-nadas a examinar los esquemas redactados por la Comisión preparatoria. La secre-taría del Concilio había distribuido las diez papeletas, cada una con espacios en blanco donde escribir los nombres elegidos.
Había también procedido a dar a conocer la lista de los componentes de las comisiones preconciliares de las cuales habían surgido los esquemas. Este procedi-miento estaba destinado obviamente a mantener una continuidad orgánica entre la fase de los borradores y la fase de la redacción definitiva. Esto resulta conforme al método tradicional. Responde también casi a una necesidad, pues la presentación de un documento no puede ser mejor hecha por nadie que por quien lo ha estudia-do, cribado, y redactado. Finalmente, no prejuzgaba la libertad de los electores, quienes tenían la facultad de prescindir enteramente de las comisiones preconcilia-res al constituir las conciliares.
La única objeción que podía aducirse era que, tratándose del tercer día desde la apertura del Sínodo y no conociéndose entre sí los miembros de la plural y heterogénea asamblea, la elección podía resultar viciada por precipitación y no estar lo bastante meditada.
El procedimiento les pareció sin embargo a una conspicua parte de los Pa-dres una tentativa de coacción, y suscitó un vivo resentimiento. En la apertura de la congregación, el Card. Liénart, uno de los nueve presidentes de la Asamblea, se convirtió en su intérprete. Habiendo pedido el uso de la palabra al presidente Card. Tisserant y habiéndole sido denegada (conforme al Reglamento, ya que la congrega-ción había sido convocada para votar, y no para decidir si votar o no), el prelado francés, rompiendo la legalidad aunque entre aplausos unánimes, agarró el micró-fono y leyó una declaración: era imposible llegar a la votación sin previa información sobre las cualidades de los candidatos, sin previo concierto entre los electores y sin previa consulta a las conferencias nacionales.
La votación no tuvo lugar, la congregación fue disuelta y las comisiones fueron después formadas con una amplia inclusión de elementos extraños a los tra-bajos preconciliares.
El gesto del Card. Liénart fue contemplado por la prensa como un golpe de fuerza con el cual el obispo de Lille «desviaba la marcha del Concilio y entraba en la historia» .
Pero todos los observadores reconocieron en él un momento auténticamente discriminante en los caminos del Sínodo ecuménico, uno de esos puntos en los que en un instante la historia se contrae para ir desenvolviéndose después.
Finalmente el mismo Liénart, consciente (al menos a posteriori) de los efec-tos de aquella intervención suya y preocupado por excluir que fuese premeditada y concertada, lo interpreta en las citadas memorias como una inspiración carismáti-ca: «Yo hablé solamente porque me encontré constreñido a hacerlo por una fuerza su-perior, en la cual debo reconocer la del Espíritu Santo».
De este modo el Concilio habría sido ordenado por Juan XXIII (según su propio testimonio) merced a una sugestión del Espíritu, y el Concilio preparado por él habría sufrido pronto un vuelco brusco a causa de una moción otorgada por el mismo Espíritu al cardenal francés.
Sobre el repudio de la orientación del Concilio preparado tenemos también en ICI, n. 577, p. 41 (15 agosto 1982) una abierta confesión del P Chenu, uno de los exponentes de la corriente modernizante. El eminente dominico y su compañero de orden el P Congar quedaron desconcertados por la lectura de los textos de la Comi-sión preparatoria, que les parecían abstractos, anticuados, y extraños a las aspira-ciones de la humanidad contemporánea; entonces promovieron una acción que hiciese salir al Concilio de ese coto cerrado y lo abriese a las exigencias del mundo, induciendo a la Asamblea a manifestar la nueva inspiración en un mensaje a la humanidad.
El mensaje (dice el P Chenu) «suponía una crítica severa del contenido y del espíritu del trabajo de la Comisión central preparatoria».
El texto propuesto al Concilio fue aprobado por Juan XXIII y por los carde-nales Liénart, Garrone, Frings, Dópfner, Alfrink, Montini y Léger.
Desarrollaba los temas siguientes: el mundo moderno aspira al Evangelio; todas las civilizaciones contienen una virtualidad que las impulsa hacia Cristo; el género humano es una unidad fraterna más allá de las fronteras, los regímenes y las religiones; y la Iglesia lucha por la paz, el desarrollo y la dignidad de los hom-bres. El texto fue confiado al card. Liénart y después modificado en algunas partes sin quitarle su originario carácter antropocéntrico y mundano, pero las modi-ficaciones dejaron insatisfechos a sus promotores.
Fue votado el 20 de octubre por dos mil quinientos Padres. En cuanto al efecto de esta acción, es relevante la declaración del P Chenu: «El mensaje sobreco-gió eficazmente a la opinión pública a causa de su misma existencia. Los caminos abiertos fueron seguidos casi siempre por las deliberaciones y las orientaciones del Concilio».
43. CONSECUENCIAS DE LA RUPTURA DE LA LEGALIDAD. SOBRE SI HUBO O NO CONSPIRACION
Los acontecimientos originados por los incidentes del 13 de octubre y del 22 de noviembre tuvieron efectos imponentes: la recomposición de las diez Comisio-nes conciliares y la eliminación de todo el trabajo preparatorio, por lo que de veinte esquemas sólo pasó el de la Liturgia. Se cambió la inspiración general de los textos e incluso el género estilístico de los documentos, que abandonaron la estructura clásica en la que a la parte doctrinal seguía el decreto disciplinar. El Concilio se hacía en cierto modo autogenético, atípico, e improvisado.
En este punto se pregunta el estudioso si esta inopinada inflexión del curso del Concilio fue debida a una conspiración pre y extraconciliar, o bien fue efecto del natural dinamismo de la asamblea. La primera opinión es sostenida por los partida-rios de la concepción tradicional y curial. Estos llegan incluso a reevocar el latroci-mum de Efeso: que se hubiera confeccionado el Concilio después de negada su pro-pedéutica sólo parecía explicable mediante un concierto bien preparado de volunta-des vigorosas.
La conspiración parecería también demostrada por cuanto narra Jean Guit-ton, miembro de la Academia Francesa , por confidencia del card. Tisserant. El decano del Sacro Colegio, mostrándole un cuadro al que sirvió de modelo una foto-grafía y que representaba seis purpurados rodeando al mismo Tisserant, dijo: «Este cuadro es histórico, o más bien simbólico. Representa la reunión que habíamos mantenido antes de la apertura del Concilio, y en la que decidimos bloquear la pri-mera sesión rechazando las reglas tiránicas establecidas por Juan XX111». El órga-no principal de la conspiración de los modernizantes, tejida por alemanes, france-ses, y canadienses, habría sido la alianza de los Padres de esas regiones eclesiásti-cas; el órgano antagonista fue el Coetus internationalis Patrum, donde prevalecían Padres de la órbita latina.
Es oportuno interrogarse si no se está confundiendo una conspiración en sentido político, con ese natural ponerse de acuerdo en las asambleas los miembros que convergen entre sí por concordancias sobre la doctrina, por homogeneidad de interpretaciones históricas, o por la consecuente identidad de pretensiones. Sin du-da no puede negarse que cualquier cuerpo de personas reunidas bajo un mismo título para cumplir un objeto social está sujeto a influencias. Sin ellas no puede constituirse como verdadero cuerpo activo ni pasar del estado de multitud atomísti-ca al de asamblea orgánica. Tales influencias se ejercitaron siempre sobre los Conci-lios y no son algo accidental ni un vicio, sino que forman parte de la estructura con-ciliar. No es cuestión de decidir ahora si todas ellas han sido siempre conformes a la naturaleza de la asamblea conciliar, o si algunas provenían de fuera del Concilio en forma de usurpación del poder político.
Es sabido de cuánto poder gozaron en el Concilio de Trento el Emperador y los príncipes, y cuán eficaz fue el ascendiente papal, por lo que Sarpi decía con amargo menosprecio que «el Espíritu Santo venía de Roma en carroza». También en el Vaticano I ejercitó Pío IX un influjo potente y obligado, dado que como jefe vicarial de la Iglesia es también jefe vicarial del Concilio.
Es la idea misma de asamblea, cualquiera que ésta sea, la que impone no sólo la licitud de las influencias, sino su necesidad. En efecto, el ser de la asamblea nace, en cuanto tal, cuando los individuos que la van a formar se funden en una unidad. Ahora bien, ¿qué es lo que opera tal fusión, si no la acción de los influjos recíprocos?
Ciertamente se dan en la historia algunos que son violentos; e incluso, se-gún una teoría que rechazamos, son sólo los violentos (no propiamente los influjos, sino las rupturas) los que fuerzan el curso de los acontecimientos. Pero sin entrar a juzgar esta cuestión, tengamos por cierto que solamente gracias a la conspiración un número de hombres reunidos en asamblea puede trascender del estado atomís-tico y ser informado por un pensamiento.
Una asamblea conciliar (estamento de hombres eminentes por virtud, doc-trina y desinterés) tiene ciertamente un dinamismo distinto del de la masa popular, denominada por Manzoni (Los novios, cap. XIII) «corpachón», en la cual se introdu-cen sucesivamente ánimos opuestos para moverla hacia acciones de injusticia y de sangre, o hacia los consejos opuestos de justicia y de piedad.
Pero nos parece una verdad psicológica e histórica que toda asamblea se convierte en un organismo solamente si interviene esa conspiración que diferencia y organiza la pluralidad. Y esta verdad es tan patente que el Reglamento interno del Concilio recomendaba en el S 3 del artículo 57 que los Padres concordantes en con-cepciones teológicas y pastorales se asociasen en Grupos para sostenerlas en el Concilio o hacerlas sostener por sus representantes.
Lo que sí constituye una verdad, tanto para la historia como para la teodi-cea (puede buscarse donde hemos tratado de ella aplicándola a un acontecimiento histórico famoso), es que existen momentos destacados y privilegiados en la deter-minación de un completo curso de acontecimientos, en los cuales está virtualmente contenido el futuro, como fueron los actos del card. Liénart el 13 de octubre y la ruptura de la legalidad el 22 de noviembre de 1962.
44. LA ACTUACIÓN DEL PAPA EN EL VATICANO 11. LA «NOTA PRAEVIA»
Con Juan XXIII la autoridad papal se manifestó solamente como abandono del Concilio que había sido preparado (con el efecto radical que ello supuso) y como condescendencia con el movimiento que el Concilio, rota la continuidad con su pre-paración, quiso darse a sí mismo. Los decretos adoptados por Juan XXIII sin parti-ciparlos a la asamblea se caracterizan por ser casos particulares. Tal es la inserción de San José en el canon de la Misa, en el cual desde San Gregorio Magno no se había introducido ninguna novedad. Dicha inclusión fue pronto vivamente rechaza-da, sea por sus previsibles efectos antiecuménicos, sea por obedecer aparentemente a una pura preferencia personal del Pontífice (aunque en realidad estuviese apoyada por amplias capas de la Iglesia). Sólo tuvo una duración efímera, precipitándose también en el Erebo del olvido como otras cosas de aquel Papa que desagradaron al consensus conciliar.
Aunque secundó en general el movimiento del Concilio en el sentido mo-dernizante anunciado en la alocución inaugural, en algunos puntos polémicos Pablo VI creyó su deber separarse de sus sentimientos predominantes y hacer uso de su autónoma autoridad.
El primer punto es el principio de la colegialidad, hasta entonces implícito en la eclesiología católica y que el Papa creyó que debía explicarse, convirtiéndose después en uno de los principales criterios de la reforma de la Iglesia. Ya fuese por la novedad de tal explicación, por lo sorpresivo del argumento (silenciado en la Co-misión preparatoria), o por la delicadeza de la relación entre el primado de Pedro y la mencionada solidaridad colegial, el caso es que el texto conciliar resultó incom-pleto. Entonces Pablo VI quiso que cuanto sobre la colegialidad había dicho la Cons-titución Lumen Gentium fuese clarificado y determinado en una Nota praevia de la Comisión teológica.
Los términos de la clarificación fueron tales que el principio católico del primado didáctico y de gobierno del Papa sobre toda la Iglesia y sobre todos sus miembros singillatim [uno a uno] resultó sartum tectum y no cuestionable.
Como había establecido el Vaticano I, las definiciones papales concernien-tes a las cosas de fe y de moral son irreformables ex sese, non autem ex consensu Ecclesiae y por tanto, ni siquiera ex consensu de los obispos constituídos en colegio. La Nota praevia rechaza la interpretación clásica de la colegialidad, según la cual el sujeto de la suprema potestad en la Iglesia es solamente el Papa, quien la condivide cuando quiere con la universalidad de los obispos llamados por él a Concilio. La suprema potestad es colegial sólo por comunicación ad nutum del Papa.
La Nota praevia rechaza también la doctrina modernista, según la cual el sujeto de la suprema potestad en la Iglesia es el colegio unido con el Papa (aunque no sin el Papa, que es su cabeza): pero de modo tal que cuando el Papa ejercita la suprema potestad, incluso en solitario, la ejercita en cuanto cabeza del colegio y como representante del colegio, al que tiene la obligación de consultar para expresar su pensamiento. Es una teoría calcada sobre la del origen popular de la autoridad, difícilmente compatible con la constitución divina de la Iglesia.
Rechazando estas dos teorías, la Nota praevia afirma que la potestad su-prema reside en el colegio de los obispos unido a su Cabeza: pero pudiendo ejerci-tarlo ésta independientemente del Colegio, mientras que el Colegio no puede hacerlo independientemente de la Cabeza.
No se sabe si la inclinación del Vaticano II a desligarse de una estrecha continuidad con la tradición y a crear formas, modalidades y procedimientos atípi-cos, debe atribuirse al espíritu modernizante que lo caracterizó y dirigió, o bien a la mente y a la índole de Pablo VI. Probablemente la inclinación debe distribuirse pro rata entre el Concilio y el Papa. El resultado fue una renovación, o mejor dicho, una innovación del ser de la Iglesia, que afectó a las estructuras, los ritos, el lenguaje, la disciplina, las conductas, las aspiraciones: en definitiva, al rostro de la Iglesia, des-tinado a presentarse ante el mundo como algo nuevo.
Por otra parte, no vamos a preterir aquí la singularidad, incluso formal, de la Nota praevia. En primer lugar, no hay ejemplo en la historia de los Concilios de una glosa de tal cariz añadida a una Constitución dogmática como es la Lumen Gentium, y ligada orgánicamente a ella. En segundo lugar, parece inexplicable que el Concilio, en el mismo acto de promulgación de un documento doctrinal (después de tantas consultas, enmiendas, cribas, aceptaciones y rechazos de modi) alumbre un documento tan imperfecto que deba ser acompañado por una cláusula explicati-va.
En fin, en tercer lugar, una curiosa singularidad de esta Nota praevia: se debería leer antes de la Constitución a la que está ligada, y sin embargo se edita después de ella.
45. MAS SOBRE LA ACTUACIóN PAPAL EN EL VATICANO II. INTERVENCIONES SOBRE LA DOCTRINA MARIOLÓGICA, LAS MISIONES, Y LA MORAL CONYUGAL
La segunda intervención papal se refiere al culto mariano. Como peculiarí-simo de la religión católica, el culto mariano tenía que ser tratado de pasada por un Concilio que había hecho preponderar la causa unionis sobre todas las demás: bas-taría un capítulo sobre la Virgen, y no un esquema propio, como había previsto la comisión preparatoria. Desde sus inicios el Sínodo se había encontrado bajo la in-fluencia de la escuela teológica alemana, influida a su vez por la mariología protes-tante, a la cual no se quería contradecir.
Ésta, como por otra parte el Islam, reserva a la Virgen una observancia de pura veneración, pero rechaza el culto verdadero y propio prestado por la Iglesia en grado especialísimo a la Madre de Jesús.
De entre los muchos tratamientos con que la piedad católica ha adornado a la Virgen, algunos (más bien la mayoría) proceden de la fantasía poética y del vívido sentimiento afectivo de los pueblos cristianos; otros, al contrario, suponen o produ-cen una tesis teológica. Por ejemplo, la Coronación de la Virgen ha formado parte de magníficas creaciones artísticas, pero permaneciendo fuera de la teología, mientras que la Asunción pertenece tanto a ésta como a las figuraciones del arte, siendo fi-nalmente proclamada dogma por Pío XII en 1950: las razones del dogma de la Asunción se encuentran en las profundas conexiones ontológicas entre la persona de la Madre y el individuo teándrico.
De entre tantos títulos, quería Pablo VI que el de Madre de la Iglesia fuese consagrado en el esquema sobre la Santísima Virgen, o por los menos en el capítulo del esquema de Ecclesia a que aquél fue reducido. Pero la asamblea no lo deseaba. Dicha dignidad se funda sobre razones teológicas y antropológicas: siendo María verdadera madre de Cristo, y siendo Cristo cabeza de la Iglesia e Iglesia «comprimi-da» (como la Iglesia, si nos es lícito adoptar el lenguaje de Nicolás de Cusa, es Cristo «expandido»), el paso de Madre de Cristo a Madre de la Iglesia es irreprensible. Pero la mayoría conciliar sostuvo que ese título no era esencialmente distinto de otros que, o basculan entre lo poético y lo especulativo, o son de incierto significado, o carecen de base teológica, obstaculizando así la causa unionis, por lo cual se opuso a su proclamación. Entonces el Santo Padre, con un acto de autónoma autoridad, procedió a su proclamación solemne en el discurso de clausura de la tercera sesión, el 21 de noviembre de 1964, siendo acogido en silencio por una asamblea que en tantos otros momentos se mostró fácil para el aplauso.
Puesto que el título había sido expulsado del esquema por la Comisión teo-lógica (pese a una imponente recogida de sufragios en su favor), y el obispo de Cuernavaca la había impugnado en el aula, el acto del Papa suscitó vivos rechazos. En ese hecho se traslucen las disensiones internas del Concilio y el espíritu antipa-pal de la fracción modernizante.
Y no se puede, contra la evidencia de los hechos, aceptar la posterior decla-ración del Card. Bea. El tenía razón al afirmar que habiendo faltado un voto explíci-to de la asamblea sobre la atribución o no de ese tratamiento a la Virgen, no era legítimo contraponer la voluntad no manifestada del Concilio a la voluntad del Papa expresada por modo de autoridad.
Sin embargo, saliéndose del argumento, el cardenal intentaba establecer un consenso entre el Papa y el Concilio arguyendo que toda la doctrina mariológica desarrollada en la Constitución contenía implícitamente el título de Mater Ecclesia.
Ahora bien, una doctrina implícita es una doctrina en potencia, y quien no quiere explicitarla (llevarla a acto) disiente ciertamente de quien pide su explicita-ción. La declaración del Card. Bea (que estaba entre quienes se oponían) es sólo una forma de obsequio y de reparación ante el Papa.
Descansa sobre una argumentación sofista que compara lo implícito y lo explícito, e intenta quitarle significado a los hechos. Quien rechaza explicitar una proposición implícita no tiene el mismo sentimiento que quien la quiere explicitada, pues no queriendo explicitarla, en realidad no la quiere.
También evidenció las disensiones entre el cuerpo y la cabeza del Concilio la intervención papal del 6 de noviembre de 1964 recomendando una rápida acepta-ción del documento sobre las misiones, al que se oponían principalmente los obis-pos de África y los Superiores de las congregaciones misioneras. El esquema fue rechazado, debió ser reescrito, y retornó en la IV sesión.
Más firme y más grave fue la intervención de Pablo VI sobre la doctrina del matrimonio. Habiéndose pronunciado en el aula, incluso por bocas cardenalicias (Léger y Suenens), nuevas teorías que rebajaban el fin procreador del matrimonio y abrían paso a su frustración (mientras elevaban a pari o a maiori su fin unitivo y de donación personal), Pablo VI hizo llegar a la comisión cuatro enmiendas con orden de insertarlas en el esquema.
Se debía enseñar expresamente la ilicitud de los métodos anticonceptivos antinaturales. Se debía declarar igualmente que la procreación no es un fin del ma-trimonio accesorio o equiparable a la expresión del amor conyugal, sino necesario y primario. Todas las enmiendas se apoyaban en textos de la Casti connubii de Pío XI, que habrían debido insertarse. Las enmiendas fueron admitidas, pero no así los tex-tos de Pío XI.
Mientras tanto la cuestión de los anticonceptivos era consultada a una co-misión papal, y fue después decidida con la encíclica Humanae vitae de 1968, de la que hablaremos en §§ 62-63. La comisión conciliar excluyó los textos de Pío XI, pero Pablo VI obligó a que fuesen añadidos en el esquema aprobado después por el Con-cilio en la IV sesión.
46. SÍNTESIS DEL CONCILIO EN EL DISCURSO DE CLAUSURA DE LA CUARTA SESIÓN. COMPARACIÓN CON SAN PÍO X. IGLESIA Y MUNDO
El discurso de clausura del Concilio es en realidad el pronunciado por Pa-blo VI el 7 de diciembre de 1965 al término de la IV sesión, porque el del 8 de di-ciembre es solamente una alocución ceremonial y de saludo. El espíritu que había prevalecido apareció más claro que en las concretas manifestaciones intermedias del Papa. Más se aprende en él sobre el interior de la mente de Pablo VI de cuanto pueda conocerse a través de los mismos textos conciliares.
El documento tiene una carácter optimista que lo relaciona con la alocución inaugural de Juan XXIII: la concordia entre los Padres es maravillosa, el momento de la conclusión es magnífico. En esta coloración general' que podríamos llamar eutímica (el Concilio «ha sido muy a conciencia optimista», n. 9) se confunden las partes individuales de la síntesis que realiza el Papa. Las partes oscuras, que sin embargo se imponen a la observación del Papa y no resultan silenciadas, están in-vestidas por reflejos de dicho optimismo. De este modo el diagnóstico del estado ac-tual del mundo es, en última instancia y abiertamente, positivo. El Papa reconoce la general dislocación de la concepción católica de la vida y ve, «aun en las grandes religiones étnicas del mundo, perturbaciones y decadencias jamás experimentadas» (n. 4).
En esta perícopa debía tal vez hacerse al menos la excepción del Islam, que conoce en este siglo un nuevo crecimiento y elevación. Pero en el discurso aparece manifiesto el reconocimiento de la tendencia general del hombre moderno a la cite-rioridad (Diesseitigkeit) y al progresivo rechazo de toda ulterioridad y trascendencia (Jenseitigkeit). Pero hecho este exacto diagnóstico de las vacilaciones modernas, el Papa lo mantiene en el ámbito puramente descriptivo y no reconoce a la crisis el carácter de una oposición principal a la axiología católica de la ulterioridad.
También San Pío X había reconocido en la encíclica Supremi pontificatus, con diagnóstico idéntico al de Pablo VI, que el espíritu del hombre moderno es un espíritu de independencia que orienta hacia sí mismo todo lo creado y mira a su propio endiosamiento.
Pero el Papa Sarto había reconocido del mismo modo el carácter fundamen-tal de esta mundanidad y por tanto había señalado claramente el antagonismo (se entiende que objetivo, prescindiendo de las ilusiones y las intencionalidades subje-tivas) por el cual viene necesariamente a chocar con el principio católico: éste lo di-rige todo de Dios hacia Dios, aquél por el contrario del hombre hacia el hombre.
Hacen por consiguiente los dos Papas un idéntico diagnóstico del estado del mundo, pero divergen en el juicio de valor. Así como San Pío X, citando a San Pablo (II Tes. 2, 4), veía al hombre moderno hacerse dios y pretender ser adorado, así Pa-blo VI dice expresamente que «la religión del Dios que se ha hecho hombre, se ha en-contrado con la religión (porque tal es) del hombre que se hace Dios» (n. 8).
Y sin embargo, obviando el carácter fundamental del enfrentamiento, pien-sa que gracias al Concilio el enfrentamiento no ha producido un choque, ni una lu-cha, ni un anatema, sino una simpatía inmensa: una atención nueva de la Iglesia a las necesidades del hombre. Y contra la objeción de que plegándose al mundo y casi corriendo hacia él, la Iglesia abdicaría de su propio camino teotrópico y entraría en la vía antropológica, el Papa opone que actuando así la Iglesia no se desvía en el mundo, sino que se vuelve hacia él.
Aquí viene al caso preguntarse: ¿se vuelve para unirse a él o para atraerlo hacia sí? Ciertamente, el oficio de veracidad propio de la Iglesia desciende de su ofi-cio de caridad hacia el género humano. Incluso la crudeza de la corrección doctrinal tal como fue ejercitada en tiempos resulta monstruosa si se la separa de la caridad, pues tanto existe la caritas severitatis como la caritas suavitatis.
Pero la dificultad consiste en no traicionar a la verdad a causa de la cari-dad, y en acercarse a la humanidad moderna (inserta en un movimiento antropo-trópico) no para secundar su movimiento, sino para invertirlo. No se dan dos cen-tros de la realidad, sino un solo centro y sus epígonos. Y no estoy seguro de que en este discurso Pablo VI haya precisado suficientemente el carácter meramente me-diador del humanismo cristiano, ya que la caridad no puede hacer aceptar como fin último, ni siquiera perfunctoriamente, el propio de la visión antropológica: el triunfo y endiosamiento del hombre.
La imprecisión del discurso es patente también en la adopción, de dos fór-mulas contrarias: «para conocer al hombre es necesario conocer a Dios» y «para co-nocer a Dios es necesario conocer al hombre» (n. 16). Según la doctrina católica, hay un conocimiento de Dios accesible por vía natural a todos los hombres, y un cono-cimiento de Dios sólo revelado sobrenaturalmente. Y del mismo modo, hay dos co-nocimientos del hombre. Pero decir sin distinción que para conocer al hombre es necesario conocer a Dios y, viceversa, para conocer a Dios es necesario conocer al hombre, constituye no ya el círculo sólido reconocible (dada aquella distinción) en la fórmula católica, sino un círculo vicioso que impediría al espíritu encontrar un ver-dadero principio de movimiento para conocer al hombre y para conocer a Dios.
Todo el discurso en torno al hombre y a Dios puede después extenderse desde el conocimiento hasta el amor. De hecho el Papa dice que para amar a Dios hace falta amar a los hombres, pero no menciona que es Dios quien hace amable al hombre, y que el motivo del deber de amar al hombre es el deber de amar a Dios.
En conclusión, la esencia del discurso final es la nueva relación de la Igle-sia con el mundo. Bajo este aspecto, el discurso final del Concilio es un documento de extrema importancia para quien quiera indagar las variaciones del Concilio y su sustancia oculta y potencial, que los desarrollos postconciliares irían actuando y descubriendo. Estos desarrollos están mezclados con los de las opuestas y coexis-tentes tendencias que operaban en el Concilio. Las iremos ahora rebuscando en el complejo, turbado y ambiguo desarrollo de la Iglesia postconciliar.
CAPITULO V
EL POSTCONCILIO
47. LA SUPERACIÓN DEL CONCILIO. EL ESPÍRITU DEL CONCILIO
Como hemos visto, el Concilio rompió con toda su preparación y se des-arrolló mediante una superación del Concilio tal como había sido preparado. Pero después de la clausura, el período postconciliar, que habría debido suponer la reali-zación del Concilio, supuso sin embargo también la superación de éste. Este hecho se deplora con frecuencia incluso en los discursos del Papa, quien lo dijo expresa-mente, por ejemplo, el 31 de enero de 1972, refiriéndose a “pequeñas minorías, pero audaces y fuertemente disolventes”.
También queda demostrado por las no pocas voces que, considerando in-suficientes las novedades conciliares, piden un VATICANO III para impulsar a la Iglesia a dar el paso adelántela al cual se resistió o vaciló dar en el primer encuen-tro.
Los excesos son particularmente palpables en el orden litúrgico, donde la Misa se encontró transmutada de arriba abajo; en el orden institucional, que fue investido de un espíritu democrático de consulta universal y de perpetuo referen-dum; y más aún en el orden de la mentalidad, abierta a componerse con doctrinas alejadas del principio católico.
La superación tuvo lugar bajo el lema de una causa compleja, anfibológi-ca, diversa y confusa, que se denominó espíritu del Concilio. Y así como éste superó su propia preparación, o más bien la dejó de lado, su espíritu superó al mismo Con-cilio.
La idea de espíritu del Concilio no es una idea clara y distinta, sino una metáfora: significa propiamente su inspiración. Reconducida al terreno de la lógica, está ligada a la idea de aquello que es principal en un hombre y le mueve en todas sus operaciones.
La Biblia habla del espíritu de Moisés y narra que Dios tomó el espíritu de Moisés y lo llevó a los setenta ancianos (Núm. 11, 25). El espíritu de Elías entró en su discípulo Eliseo (IV Rey. 2, 15). Cien veces más menciona el espíritu del Se-ñor. En todos estos pasajes, el espíritu es lo que en un hombre precede a todo acto y preside todos sus actos como primum movens.
Los setenta ancianos que empiezan a profetizar cuando Dios les lleva el espíritu de Moisés tienen por ideal y por motor supremo el mismo que Moisés. El espíritu de Elías en Eliseo es el pensamiento de Elías, que se hace propio de Eliseo. El espíritu del Señor es el Señor mismo, convertido en razón y motivo de operación en todos los que tienen el espíritu del Señor. Del mismo modo, el espíritu del Conci-lio es el principio ideal que motiva y da vida a sus operaciones, y, por decirlo a la manera estoica, [lo hegemónico] en él.
Pero dicho esto, queda claro que si bien el espíritu del Concilio (lo que subyace en el fondo de sus decretos y viene a ser su a priori) no se identifica cier-tamente con su letra, tampoco es independiente de ella. ¿En qué cosas se expresa un cuerpo deliberante, sino en sus disposiciones y en sus deliberaciones? La apela-ción al espíritu del Concilio, y sobre todo por parte de quienes pretenden superarlo, es un argumento equívoco y casi un pretexto para poder introducir en él su propio espíritu de innovación.
Puede observarse aquí que siendo el espíritu de aquella magna asamblea nada menos que su principio informante, admitir en él una multiplicidad de espíri-tus equivaldría a plantear una multiplicidad de Concilios, considerada por algunos autores como algo enriquecedor. La suposición de que el espíritu del Concilio sea múltiple puede surgir solamente de la incertidumbre y de la confusión que vician ciertos documentos conciliares y dan lugar a la teoría de la superación de éstos por obra de aquel espíritu.
48. LA SUPERACIÓN DEL CONCILIO. CARÁCTER ANFIBOLÓGICO DE LOS TEXTOS CONCILIARES
En realidad, el rebasamiento del Concilio apelando a su espíritu se debe unas veces a una franca superación de su letra, y otras a la amplitud y negligencia de los términos. Es una franca superación cada vez que el postconcilio ha desarro-llado como conciliares cuestiones que no encuentran apoyo en los textos, y de los cuales éstos ni siquiera conocen la expresión. Por ejemplo, la palabra pluralismo no se encuentra más que tres veces, y siempre referida a la sociedad civil.
Del mismo modo, la idea de autenticidad como valor moral y religioso de la conducta humana no aparece en ningún documento, ya que si bien la voz aut-henticus aparece ocho veces, su sentido es siempre el filológico y canónico referido a las Escrituras auténticas, al magisterio auténtico, o a las tradiciones auténticas, y jamás el de ese carácter de inmediatez psicológica celebrado hoy como indicio cierto de valor religioso.
En fin, el vocablo democracia con sus derivados no se encuentra en nin-gún punto del Concilio, aunque se encuentre en los índices de ediciones aprobadas de los textos conciliares. Pese a ello, la modernización de la Iglesia postconciliar re-sulta en gran parte un proceso de democratización.
Existe también una abierta superación cuando, descuidando la letra del Concilio, se desarrollan las reformas en sentido opuesto a su voluntad legislativa. El ejemplo más conspicuo es el de la universal eliminación de la lengua latina en los ritos latinos, cuando según el artículo 36 de la Constitución sobre la liturgia debería conservarse en el rito romano; de facto fue proscrita, celebrándose en todas partes la Misa en lengua vulgar, tanto en la parte didáctica como en la parte sacrificial. Ver §§ 277-283.
Sin embargo, prevalece sobre la superación abierta la que tiene lugar ape-lando al espíritu del Concilio e introduciendo el uso de nuevos vocablos destinados a llevar consigo como mensaje una idea concreta, aprovechándose para este fin de la ambigüedad misma de los enunciados conciliares .
A este propósito es sumamente importante el hecho de que habiendo de-jado el Concilio tras de sí, según es costumbre, una comisión para la interpretación auténtica de sus decretos, ésta no haya dado jamás explicaciones auténticas y no sea citada nunca. De este modo, el tiempo postconciliar, más que de ejecución, fue de interpretación del Concilio.
Faltando una interpretación auténtica, se abandonó a la disputa de los teólogos la definición de los puntos en los que la mente del Concilio se mostró in-cierta y cuestionable, con ese grave perjuicio para la unidad de la Iglesia que Pablo VI deploró en el discurso del 7 de diciembre de 1969. Vér 4 7.
El carácter anfibológico de los textos conciliares proporciona así fun-damento tanto a la interpretación modernista como a la tradicional, dando lugar a todo un arte hermenéutico tan importante que no es posible eludir aquí una breve referencia.
49. HERMENÉUTICA DEL CONCILIO EN LOS INNOVADORES. VARIACIONES SEMÁNTICAS. LA PALABRA “DIALOGO”
La profundidad de la variación operada en la Iglesia en el período post-conciliar se deduce también de los imponentes cambios producidos en el lenguaje. Ya no entro en la desaparición en el uso eclesiástico de algunos términos como in-fierno, paraíso, o predestinación, significativos de doctrinas que no se tratan ni si-quiera una vez en las enseñanzas conciliares: puesto que la palabra sigue a la idea, su desaparición implica desaparición, o cuando menos eclipse, de esos conceptos, en un tiempo relevantes en el sistema católico.
También la transposición semántica es un gran vehículo de novedad: lla-mar operador pastoral al párroco, Cena a la Misa, servicio a la autoridad o a cual-quier otra función, autenticidad a la naturaleza (incluso aunque sea deshonesta), etc., arguye una novedad en las cosas a las que antes se hacía referencia con los segundos vocablos.
El neologismo, por lo demás filológicamente monstruoso, está destinado algunas veces a significar ideas nuevas (por ejemplo, concienciar); pero más a me-nudo nace del deseo de novedades, como es patente en la utilización de presbítero en vez de sacerdote, diaconía en vez de servicio, o eucaristía en vez de Misa. En esta sustitución de los términos antiguos por neologismos se oculta siempre una varia-ción de conceptos, o por lo menos una coloración distinta. Algunas palabras que no habían sido frecuentadas nunca en los documentos papales y estaban relegadas a casos concretos, han conquistado en el corto período de pocos años una difusión prodigiosa.
El más notable es el vocablo diálogo, hasta entonces desconocido en la Iglesia. Sin embargo, el Vaticano II lo adoptó veintiocho (25) veces y acuñó la frase celebérrima que indica el eje y la intención primaria del Concilio: “diálogo con el mundo” (Gaudium et Spes 43) y “mutuo diálogo” entre Iglesia y mundo . La pala-bra se convirtió en una categoría universal de la realidad, sobrepasando los ámbitos de la lógica y la retórica, a los que en principio estaba circunscrita.
Todo tenía estructura dialéctica. Se llegó hasta configurar una estructura dialéctica del ser divino (no ya en cuanto trino, sino en cuanto uno), de la Iglesia, de la religión, de la familia, de la paz, de la verdad, etc. Todo se convierte en diálogo y la verdad in facto esse se diluye en su propio fieri como diálogo. Ver más adelante §§ 151-156 .
50. MÁS SOBRE LA HERMENÉUTICA INNOVADORA DEL CONCILIO. CIRCITE-RISMOS. USO DE LAS PARTICULAS ADVERSATIVAS “PERO” Y “SINO”. LA “PROFUNDIZACIÓN”
Un procedimiento común en la argumentación de los innovadores es el circiterismo: consiste en referirse a un término indistinto y confuso como si fuese algo sólido e incuestionable, y extraer o excluir de él el elemento que interesa extra-er o excluir. Tal es por ejemplo el término espíritu del Concilio o incluso el de Conci-lio. Recuerdo cómo hasta en la praxis pastoral los sacerdotes innovadores, que vio-laban las normas más firmes y que ni siquiera después de su celebración habían cambiado, respondían a los fieles, sorprendidos por sus arbitrariedades, apelando al Concilio.
Por supuesto no se me escapa que dadas, por un lado, la limitación de la intentio humana (incapaz de contemplar simultáneamente todos los aspectos de un objeto complejo), y por otro la existencia de un ejercicio libre del pensamiento, el cognoscente no puede sino dirigirse sucesivamente a las diversas partes del comple-jo. Pero afirmo que esa natural operación intelectiva no puede confundirse con el intencionado apartamiento que la voluntad puede imprimir al acto intelectivo a fin de que (como se dice en el texto evangélico) mirando no vea, y escuchando no en-tienda (Mat. 13, 13).
La primera operación se encuentra también en la búsqueda legítima (la cual por su naturaleza es progresiva pedetentim), mientras a la segunda conviene un nombre distinto al de “búsqueda”: de hecho, más que a las cosas, concede valor a un quid nacido de la propensión subjetiva de cada cual.
Se suele también hablar de mensaje, y de código con el que se lee y se descifra el mensaje. La noción de lectura ha suplantado a la de conocimiento de la cosa, sustituyendo la fuerza constrictiva de la cognición unívoca por una posible pluralidad de lecturas. Un idéntico mensaje puede ser leído (dicen) en claves distin-tas: si es ortodoxo puede descifrarse en clave heterodoxa, y si es heterodoxo en clave ortodoxa.
Tal método olvida que el texto tiene su sentido primitivo, inherente, obvio y literal; éste debe ser comprendido antes de cualquier interpretación, y tal vez no admite el código con el que será leído y descifrado en la segunda lectura. Los textos del Concilio tienen, como cualquier otro texto, e independientemente de la exégesis que se haga de ellos, una legibilidad obvia y unívoca, un sentido literal que es el fundamento de todos los demás. La perfección de la hermenéutica consiste en redu-cir la segunda lectura a la primera, que proporciona el sentido verdadero del texto. La Iglesia no ha procedido jamás de otra manera.
El método practicado por los innovadores en el período postconciliar con-siste en iluminar u obscurecer partes concretas de un texto o de una verdad. No es sino un abuso de la abstracción que la mente hace por necesidad cuando examina un complejo cualquiera. Tal es en realidad la condición del conocimiento discursivo (que tiene lugar en el tiempo, a diferencia de la intuición angélica).
A esto se añade otro método, propio del error, consistente en esconder una verdad detrás de otra para después proceder como si la verdad oculta no sólo estuviese oculta, sino como si simpliciter no existiese.
Por ejemplo, cuando se define la Iglesia como pueblo de Dios en marcha, se esconde la verdad de que la Iglesia comprende también la parte ya in termino de los beatos (su fracción más importante, por otra parte, al ser aquélla en la que el fin de la Iglesia y del universo está cumplido). En un paso ulterior, lo que aún se in-cluía en el mensaje, aunque epocado, acabará por ser expulsado de él, rechazándo-se el culto a los Santos.
El procedimiento que hemos descrito se realiza frecuentemente según un esquema caracterizado por el uso de las partículas adversativas pero y sino. Basta conocer el sentido completo de las palabras para reconocer inmediatamente la in-tención oculta de los hermeneutas. Para atacar el principio de la vida religiosa se escribe que “no se pone en cuestión el fundamento de la vida religiosa, sino su estilo de realización”.
Para eludir el dogma de la virginidad de la Virgen in partu se dice que es lícito dudar, “no de la creencia en sí misma, sino de su objeto exacto, del que no se tendría la seguridad de que comprenda el milagro del alumbramiento sin lesión cor-poral” (Y para disminuir la clausura de las monjas se afirma que “debe mantener-se la clausura, pero adaptándola a las condiciones de tiempo y lugar”
Se sabe que la partícula mas (sinónima de pero) equivale a niagis [más], de la cual proviene, y por tanto con la apariencia de mantener en su lugar la virgi-nidad de la Virgen, la vida religiosa o la clausura, se dice en realidad que más que el principio lo importante son los modos de realizarlo según tiempos y lugares.
Ahora bien, ¿qué queda de un principio si está por debajo, y no por en-cima de su realización? ¿Y cómo no ver que existen estilos de realización que en vez de ser expresión del fundamento, lo destruyen? Según esto, se podría decir que no se pone en discusión el fundamento del gótico, sino su modo de realización, y pres-cindir entonces del arco ojival.
Esta fórmula del pero/sino se encuentra a menudo en intervenciones de Padres conciliares, los cuales introducen en el aserto principal alguna cosa que es después destruida con el pero/sino de la afirmación secundaria, de modo que ésta última se convierte en la verdadera afirmación principal.
Aún en el Sínodo de Obispos de 1980, el Grupo B de lengua francesa afirma: “El Grupo se adhiere sin reservas a la Humanae vitae, pero haría falta super-ar la dicotomía entre la rigidez de la ley y la ductilidad pastoral”. La adhesión a la encíclica se convierte así en puramente vocal, porque más que ella lo que importa es plegarse a la ley de la humana debilidad (OR, 15 octubre de 1980). Más abierta es la fórmula de quien pide la admisión de los divorciados a la eucaristía: “No se trata de renunciar a la exigencia evangélica, sino de conceder a todos la posibilidad de ser reintegrados a la comunión eclesial” (ICI, n. 555, 13 de octubre de 1980, p. 12).
Y todavía en el Sínodo de 1980 sobre la familia apareció en los grupos in-novadores el uso del vocablo profundización. Mientras se persigue el abandono de la doctrina enseñada por la Humanae vitae, se le profesa una completa adhesión, pero pidiendo que la doctrina sea profundizada: es decir, no confirmada con nuevos ar-gumentos, sino transmutada en otra. La profundización consistiría en buscar y buscar hasta llegar a la tesis opuesta.
Aún más relevante resulta que el método del circiterismo haya sido adop-tado alguna vez en la redacción misma de los documentos conciliares. El circiteris-mo fue impuesto entonces intencionadamente para que posteriormente la herme-néutica postconciliar pudiese resaltar o negligir las ideas que le interesase. “Lo ex-presamos de una forma diplomática, pero después del Concilio extraeremos las con-clusiones implícitas” . Se trata de un estilo diplomático (etimológicamente, doble) en el cual la palabra es elegida con vistas a la hermenéutica, invirtiendo el orden natural del pensamiento y de la escritura.
51. CARACTERES DEL POSTCONCILIO. LA UNIVERSALIDAD DEL CAMBIO
La primera característica del período postconciliar es el cambio generali-zadísimo que revistió todas las realidades de la Iglesia, tanto ad intra como ad extra.
Bajo este aspecto el Vaticano II supuso una fuerza espiritual tan impo-nente que obliga a colocarlo en un puesto singular en la lista de los Concilios.
Esta universalidad de la variación introducida plantea además la siguien-te cuestión: ano se trata quizá de una mutación sustancial, como dijimos en §§ 33-35, análoga a la que en biología se denomina modificación del idiotipo?
La incógnita planteada consiste en saber si no se estará produciendo el paso de una religión a otra, como no se recatan en proclamar muchos clérigos y lai-cos. Si así fuese, el nacimiento de lo nuevo supondría la muerte de lo viejo, como sucede en biología y en metafísica. El siglo del Vaticano 11 sería entonces un mag-nus articulus temporurn la cima de uno de los giros que el espíritu humano viene haciendo en su perpetuo revolverse sobre sí mismo.
El problema puede también plantearse en otros términos: ¿no sería quizá el siglo del Vaticano II la demostración de la pura historicidad de la religión católica, o lo que es lo mismo, de su no-divinidad?
Puede decirse que la amplitud de la variación es casi exhaustiva . De las tres clases de actitudes en las cuales se compendia la religión (las cosas que creer, las cosas que esperar, y las cosas que amar), no hay ninguna que no haya sido al-canzada y transformada tendenciosamente. En el orden gnoseológico, la noción de fe pasa de ser un acto del intelecto a serlo de la persona, y de adhesión a verdades reveladas se transforma en tensión vital, pasando así a formar parte de la esfera de la esperanza (§ 164).
La esperanza deprecia su objeto propio, convirtiéndose en aspiración y expectativa de una liberación y transformación terrenales (§ 168). La caridad, que como la fe y la esperanza tiene un objeto formalmente sobrenatural (§ 169), rebaja del mismo modo su término volviéndose hacia el hombre, y ya vimos cómo el dis-curso de clausura del Concilio proclamó al hombre condición del amor a Dios.
Pero no sólo han sido alcanzados por la novedad estas tres clases de acti-tudes humanas concernientes a la mente, sino también los órganos sensoriales del hombre religioso y creyente. Para el sentido de la vista han cambiado las formas de los vestidos, los ornamentos sacros, los altares, la arquitectura, las luces, los ges-tos.
Para el sentido del tacto la gran novedad ha sido poder tocar aquello que la reverencia hacia lo Sagrado hacía intocable. Al sentido del gusto le ha sido con-cedido beber del cáliz.
Al olfato, por el contrario, le resultan casi vetados los olorosos incensarios que santificaban a los vivos y a los muertos en los ritos sagrados. Finalmente, el sentido del oído ha conocido la más grande y extensa novedad jamás operada en cuestión de lenguaje sobre la faz de la tierra, habiendo sido cambiado por la reforma litúrgica el lenguaje de quinientos millones de personas; la música ha pasado ade-más de melódica a percusiva, y se ha expulsado de los templos el canto gregoriano, que desde hacía siglos suavizaba a los hombres la edad del enmudecimiento de los cánticos (cfr. Ecl. 12, 1-4) y rendía los corazones.
Y no anticipo aquí lo que se verá más adelante sobre las novedades en las estructuras de la Iglesia, las instituciones canónicas, los nombres de las cosas, la filosofía y la teología, la coexistencia con la sociedad civil, la concepción del matri-monio: en fin, en las relaciones de la religión con la civilización en general.
Se plantea entonces el difícil discurso de la relación entre la esencia y las partes contingentes de una cosa, entre la esencia de la Iglesia y sus accidentes. ¿Acaso no pueden todas esas cosas y géneros de cosas ser reformadas en la Iglesia, y permanecer la Iglesia idéntica?
Sí, pero conviene observar tres cosas.
Primero: también existen lo que los escolásticos llamaban accidentes ab-solutos, aquéllos que no se identifican con la sustancia de la cosa, pero sin los cua-les tal cosa no puede existir. Tales son la cantidad en la sustancia corpórea, o la fe en la Iglesia.
Segundo: aunque en la vida de la Iglesia haya partes contingentes, no to-dos los accidentes pueden ser asumidos o excluidos indiferentemente por ella, ya que así como toda cosa posee unos accidentes determinados y no otros (una nave de cien estadios, decía Aristóteles, ya no es una nave), y así corno, por ejemplo, el cuerpo tiene extensión y no tiene conciencia, así la Iglesia se caracteriza por ciertos accidentes y no por otros, y los hay que no son compatibles con su esencia y la des-truyen.
El perpetuo combate histórico de la Iglesia consistió en rechazar las for-mas contingentes que se le insinuaban desde dentro o se le imponían desde fuera, y que habrían destruido su esencia. Por ejemplo, ¿no era acaso el monofisismo un modo contingente de entender la divinidad de Cristo? Y el espíritu privado de Lute-ro, ¿no era acaso un modo accidental de entender la acción del Espíritu Santo?
Tercero: aunque las cosas y los géneros de cosas afectados por el cambio postconciliar son accidentes en la vida de la Iglesia, éstos no se deben considerar indiferentes, como si pudieran ser o no ser, ser de un modo o ser de otro, sin que resultase cambiada la esencia de la Iglesia. No es ciertamente éste el lugar para in-troducir la metafísica y aludir al De ente et essentia de Santo Tomás. Sin embargo es necesario recordar que la sustancia de la Iglesia no subsiste más que en los acci-dentes de la Iglesia, y que una sustancia inexpresada, es decir, sin accidentes, es una sustancia nula (un no-ser).
Por otra parte, toda la existencia histórica de un individuo se resume en sus actos intelectivos y volitivos: ahora bien, ¿qué son intelecciones y voliciones sino realidades accidentales que accidunt vienen y van, aparecen y desaparecen? Y sin embargo el destino moral de salvación o de condenación depende precisamente de ellas.
Por consiguiente, toda la vida histórica de la Iglesia es su vida en sus ac-cidentes y contingencias. ¿Cómo no reconocerlos como relevantes y, si se piensa, como sustancialmente relevantes? Y los cambios que ocurren en las formas contin-gentes ¿no son cambios, accidentales e históricos, de la inmutable esencia de la Iglesia? Y allí donde todos los accidentes cambiasen, ¿cómo podríamos reconocer que no ha cambiado la sustancia misma de la Iglesia?
¿Qué queda de la persona humana cuando todo su revestimiento contin-gente e histórico resulta cambiado? ¿Qué queda de Sócrates sin el éxtasis de Poti-dea, sin los coloquios del ágora, sin el Senado de los Quinientos y sin la cicuta?
¿Qué queda de Campanella sin las cinco torturas, sin la conspiración de Calabria, sin las traiciones y los sufrimientos?
¿Qué queda de Napoleón sin el Consulado, sin Austerlitz y Waterloo? Y sin embargo todas estas cosas son accidentales en el hombre. Los Platónicos, que aíslan la esencia de la historia, la reencontrarán en el hiperuranio. Pero nosotros, ¿dónde la encontraremos?
52. MÁS SOBRE EL POSTCONCILIO. EL HOMBRE NUEVO. GAUDIUM ET SPES 30. PROFUNDIDAD DEI. CAMBIO
Si se estudian los movimientos progresivos o regresivos que han agitado la Iglesia a lo largo de los siglos, se encuentra que abundaron los catastróficos: los que pretenden cambiar ab inus la Iglesia, y por medio de ella a la humanidad ente-ra. Son efecto del espíritu de independencia, que pretende disolver los lazos con el pasado para lanzarse hacia adelante sin contemplaciones (en sentido etimológico).
No se trata de una reforma dentro de los límites de la naturaleza misma de la Iglesia, ni llevada a cabo por medio de ciertas instituciones recibidas como primordiales, sino un movimiento palingenésico que reinventa la esencia de la Igle-sia y del hombre dándoles otra base y otros límites. No se trata ya de lo nuevo en las instituciones, sino de nuevas instituciones; ni de la independencia relativa de un desarrollo que germine orgánicamente en dependencia con el pasado, dependiente a su vez de un fundamento otorgado semel pro semper, sino de la independencia pura y simple, o como se dice hoy, creativa.
Hay precedentes de tal intento. Por no alejarme demasiado en las alega-ciones yendo a buscarlas en la herética escatología terrena de la Tercera Era (la del Espíritu Santo), me bastará recordar el cariz que la renovación católica tomaba el siglo pasado en el encendido pensamiento de Lamennais, recogido en las cartas inéditas publicadas por Périn.
Según el sacerdote bretón, era imposible que la Iglesia se resistiese a su-frir grandes reformas y profundas transformaciones, las cuales eran tan certísimas como imprevisibles en sus contornos: instaba en cualquier caso a un nuevo estado de la Iglesia, a una nueva era cuyo fundamento sería puesto por Dios mismo me-diante una nueva manifestación.
Y tampoco me alargaré demostrando que esta creación de un hombre nuevo, propia de la Revolución moderna, coincide exactamente con la profesada en forma esotérica por el nazismo hitleriano. Según Hitler, el ciclo solar del hombre llega a su término, y ya se anuncia un hombre nuevo que pisoteará la humanidad antigua, resurgiendo con una esencia nueva.
Gaudium et Spes 30 aporta uno de los textos más extraordinarios a este propósito. El oficio moral que debe prevalecer en el hombre de hoy (dice) es la soli-daridad social cultivada mediante el ejercicio y la difusión de la virtud, “ut vere novi homines et artifices novae humanitatis exsistant cum necessario auxilio divinae gra-tiae”
El vocablo novus se encuentra doscientas doce (212) veces en el Vaticano II, con frecuencia desproporcionadamente mayor que en cualquier otro Concilio. Dentro de este gran número, novus aparece a menudo en el sentido obvio de nove-dad relativa que afecta a las cualidades o las categorías accidentales de las cosas.
Así se habla (es obvio) de Nuevo Testamento, de nuevos medios de comu-nicación, de nuevos impedimentos a la práctica de la fe, de nuevas situaciones, de nuevos problemas, etc. Pero en el texto citado (y quizá también en Gaudium et Spes 1 “nova exsurgit humanitatis condicio”) el vocablo se torna en un sentido más estrecho y riguroso.
Es una novedad en virtud de la cual no surge en el hombre una cualidad o perfección nueva, sino que resulta mutada su misma base y se tiene una nueva criatura en sentido estrictísimo. Pablo VI ha proclamado repetidamente lo novedoso del pensamiento conciliar: “Las palabras más importantes del Concilio son no-vedad y puesta al día. La palabra novedad nos ha sido dada como una or-den, como un programa” (OR, 3 julio 1974).
Conviene aquí resaltar que la teología católica (o más bien la fe católica) no conoce más que tres novedades radicales capaces de renovar la humanidad y casi transnaturalizarla.
La primera es defectiva, y es aquélla por la cual a causa del pecado ori-ginal el hombre cayó del estado de integridad y sobrenaturalidad.
La segunda es restauradora y perfectiva, y es aquélla por la cual la gra-cia de Cristo repara el estado original y lo lleva más allá de la constitución origina-ria.
La tercera es la que completa todo el orden, y merced a la cual al fi-nal de los siglos el hombre en gracia es beatificado y glorificado en una supre-ma asimilación de la criatura al Creador (asimilación que tanto in vía Thomae como in via Scoti es el fin mismo del universo).
No es por eso posible imaginar una humanidad nueva que permaneciendo en el orden actual del mundo sobrepase la condición de novedad a la que ha sido transferido el hombre por la gracia de Cristo. Tal superación pertenece al orden de la esperanza y está destinada a realizarse en un momento novísimo para todas las criaturas: cuando haya una tierra nueva y un cielo nuevo.
La Escritura adopta para la gracia el verbo crear en un sentido muy con-veniente, porque el hombre no recibe por la gracia un poder o una cualidad nueva, sino una nueva existencia y algo que concierne a su esencia. Así como la creación es el paso del no-ser al ser natural, la gracia es el paso del no-ser al ser sobrenatu-ral, discontinuo respecto al primero y completamente original, de tal manera que constituye una nueva criatura (II Car. 5, 17) y un hombre nuevo (Ef. 4, 24) .
Esta novedad, injertada durante la vida terrena en la esencia del alma, in-forma toda la vida mental e informará también la vida corporal en la metamorfosis final del mundo. Pero fuera de esta novedad que confiere al hombre una nueva exis-tencia no sólo moral, sino ontológica (por un algo divino real que se inserta en el Yo del hombre), la religión católica no conoce ni innovación, ni regeneración, ni adición de ser. Por tanto puede concluirse que los novi homines del Concilio no deben en-tenderse en el sentido fuerte de un cambio de esencia, sino en el sentido débil de una gran restauración de vida en el cuerpo de la Iglesia y de la sociedad humana. Sin embargo, dicha expresión ha sido a menudo entendida en ese estricto e inadmi-sible sentido, y ha alentado sobre el postconcilio un aura de anfibología y utopía.