–¿Y usted cree que una Iglesia que en su conjunto se ha torcido a un lado, supongamos, al lado izquierdo, podrá recuperar la verticalidad de la verdad católica?
–Por supuesto que sí. Y lo confieso con la fe de la Iglesia: creo «en el Espíritu Santo… y en la Iglesia una, santa, católica y apostólica».
Pero tanto en Israel como en la Iglesia, así lo comprobamos en su historia, solamente se producen las verdaderas reformas necesarias cuando, por obra del Espíritu Santo, se dan al mismo tiempo varias condiciones fundamentales.
1.– El reconocimiento de los males. Los falsos profetas y los Pastores sagrados que van con ellos no reconocen los errores y desviaciones del pueblo, o los subestiman en su gravedad, en buena parte porque ellos son, por acción u omisión, los responsables principales de esos males. Por eso dicen con aparente piedad: «vamos bien; paz, paz, confianza en el Señor; calamidades como las actuales, o peores, siempre las ha habido». Éstos no se asustan por nada: ni por la difusión de gravísimos errores contra la fe, ni por la falta extrema de vocaciones, ni por el absentismo masivo en la Misa dominical, ni por la difusión generalizada de la anticoncepción, etc. Y así se tienen por «hombres de esperanza».
Pero los Pastores y profetas verdaderos ven las cosas de otro modo: «Vamos mal, y es urgente la conversión y la reforma. De otro modo, se arruinará el Templo de Dios y su Pueblo se dispersará entre los infieles» (véase Is 3; Jeremías 7; Oseas 2;8;14; Joel 2; San Gregorio Magno, San Carlos Borromeo, San Pío V, San Pío X…) A estos Pastores, profetas y creyentes, que permanecen fieles, se refiere el Señor cuando le ordena a su ángel: «recorre la ciudad [de Dios] y pon por señal una tau en la frente de los que gimen afligidos por las abominaciones que en ella se cometen» (Ez 9,4).
2.– El reconocimiento de las propias culpas, que han traído todos esos males, es igualmente necesario para la reforma. «Eres justo, Señor, en cuanto has hecho con nosotros, porque hemos pecado y cometido iniquidad en todo, apartándonos en todo de tus preceptos… Nos entregaste por eso en poder de enemigos injustos e incircuncisos apóstatas…» (cf. Dan 3,26-45). No tiene posible reforma una Iglesia local mientras no reconoce que sus pecados son la causa de todos los males que le afligen. Atribuir a la secularización creciente del mundo la apostasía creciente del pueblo cristiano viene a ser como si la luz echara a las tinieblas la culpa de la oscuridad reinante en un lugar. Un lugar se queda a oscuras cuando disminuye o se apaga la luz. Evidente.
3.– Los males que nos abruman son castigos medicinales. «Todas las cosas colaboran al bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28). Estos males tan grandes que Dios permite en el mundo y también, en otro grado, en su Iglesia deberían ser aún mayores si estuvieran exactamente proporcionados a la gravedad de nuestras culpas. Pero la Providencia divina suaviza la justicia con la misericordia, a causa del amor inmenso que Dios tiene a su Iglesia. «No nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas» (Sal 102,10). Los males que nos afligen son, pues, medicinales, humillantes, motivos fuertes para la conversión y la reforma.
4.– No hay remedio humano para nuestros males. Ésta es una convicción de fe absolutamente necesaria para la reforma. Por eso aquellos Pastores, profetas y fieles que no reconocen la gravedad de las miserias que abruman al pueblo, ni su raíz diabólica, aunque alcancen a verlas en alguna medida, y que no asumen tampoco la gravedad de sus propias culpas, mantienen –si es que la mantienen– la «esperanza», una falsa esperanza de superar los males con remedios humanos, con sus propias fuerzas, sin reafirmación de las verdades negadas o silenciadas, sin verdadera conversión, penitencia y expiación, sin cambiar sus pensamientos y caminos, sin entender tampoco la absoluta necesidad de la oración de súplica, que pida al Señor una salvación en modo alguno merecida. Y así van de mal en peor.
«Son necios, no ven» (Jer 4,22). «Pretenden curar el mal de mi pueblo como cosa leve, y dicen ¡paz, paz!, cuando no ha de haber paz. Serán confundidos por haber obrado abominablemente» (6,14-15; cf. 8,11). «Maldito el hombre que en el hombre pone su confianza, y de la carne hace su apoyo, y aleja su corazón de Yavé» (17,5).
La verdadera reforma, por el contrario, es suscitada por aquellos que nada esperan de nuevas fórmulas catequéticas, pastorales, teológicas, litúrgicas, organizativas, de presunta eficacia mágica; aunque sepan reconocer en medio de esa efervescencia de iniciativas todo lo que en ellas haya de bueno, positivo y bienintencionado, que no es poco. En todo caso, los que piden-procuran-esperan las reformas necesarias tienen muy claro que nuestros males tienen raíz diabólica y que no son sanables por remedios humanos. «Levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio?… El auxilio me vendrá del Señor, que hizo el cielo y la tierra» (Sal 120,1-2).
5.– Hay remedios divinos sobreabundantes. Las reformas no se dan, por urgentes que sean, cuando en Pastores y fieles falta la verdadera esperanza en el amor y en el poder de Dios. Lo dan entonces todo por perdido, ven el proceso de la descristianización siempre creciente como una dinámica histórica irreversible, sin que a ellos, por lo demás, les importe gran cosa. Se resignan –ellos creen que piadosamente–, a que la Iglesia sea entre los pueblos un conjunto insignificante de comunidades mínimas, sin fuerza real alguna para iluminar el pensamiento, las instituciones, el arte, las leyes, la cultura, las costumbres del mundo de su tiempo. Citan, pobrecitos, el Evangelio de Cristo: pusillux grex (pequeño rebaño, Lc 12,32), y se quedan tan tranquilos. Habrá que decirles: «Estáis en un error, y no conocéis las Escrituras ni el poder de Dios» (Mt 22,29).
Los sagrados Concilios de reforma, lo mismo que los santos especialmente movidos por Dios para realizar ciertas reformas, nunca se han amilanado ante la gravedad de los males del mundo y de la Iglesia de su tiempo, por muy difundidos que estuvieran, o aunque parecieran insuperables al estar tan arraigados. Siempre han tenido una fe y una esperanza firmes en el poder del amor de Señor para purificar a su Iglesia de los males que le afligen, por grandes que sean.
Pongo un ejemplo histórico. La simonía, la compra de altos cargos eclesiásticos, puede en una cierta época y región de la Iglesia estar tan extendida y arraigada, que muchos la ven como algo normal en la vida eclesial, y otros, que alcanzan a conocer su maldad gravísima, la consideran sin embargo como un mal irremediable. Unos y otros no intentan la reforma. Y no la consiguen, por supuesto. Con lo que se ven confirmados en su convicción inicial: «no hay nada que hacer». Y así es como males muy graves, gracias a moderados y deformadores, «hombres de poca fe» (Mt 6,30), pueden durar largamente en una Iglesia. Por el contrario, todo movimiento reformista parte de una fe firmísima en el poder del amor de Dios para sacar de las piedras hijos de Abraham (Mt 3,9), para transformar la roca en un manantial de agua viva (Núm 20), para hacer florecer los más áridos desiertos (Is 35,1), para hacer abundar su gracia donde abundó el pecado (Rm 5,20).
Los que ignoran el amor del Señor por su Esposa, los que desconocen el poder del Salvador para salvar, no creen posibles las reformas necesarias de la Iglesia, tampoco creen posible que se difunda en el mundo el Reino de Cristo por el apostolado y las misiones, y estiman irreversible el acrecentamiento continuo de la apostasía. Lo dan todo por perdido. Pero a ellos ese proceso siniestro no les importa gran cosa, y no faltan tampoco algunos locos que lo consideran un progreso histórico.
En fin, es una gran vergüenza que tantos Pastores, religiosos y laicos vean hoy en la Iglesia como insuperable una multiplicación desbordante de errores doctrinales y de abusos morales, litúrgicos y disciplinares, y en consecuencia limiten sus aspiraciones apostólicas al cuidado de unos pequeños grupos y movimientos, en los que osan estimar a veces «la esperanza de la Iglesia» (sic). Esos grupos y movimientos serán de verdad la esperanza de la Iglesia solo si se empeñan en su verdadera reforma, bien unidos a los Pastores y fieles, convencidos de que «para los hombres es imposible, pero para Dios todo es posible» (Mt 19,26).
6.– La oración de súplica es el medio principal para las reformas de la Iglesia, y nace de la fe en el poder de Dios y en el gran amor fiel que tiene a la Esposa de Cristo. «Levántate, Señor, no tardes, extiende tu brazo poderoso, acuérdate de nosotros, no nos desampares, no nos dejes sujetos al poder de tus enemigos, no permitas que tu gloria sea burlada y blasfemada, ten piedad de nosotros»… Está muy bien que se promuevan concentraciones multitudinarias, que se fomenten en favor de graves causas numerosas campañas en grupos laicales y religiosos, que se muevan los movimientos, que se acuda incluso a la elocuencia de los medios publicitarios, en vallas, camisetas, diarios y mochilas, pancartas y globitos.
Todo eso está muy bien y, en su medida, es necesario, pues quiere Dios servirse de esas modestas mediaciones –«cinco panes y dos peces» (Mt 14,17)– para realizar sus obras de salvación. Pero todos los empeñados en esas santas empresas apostólicas deben saber con toda certeza que la oración de súplica ha de ir siempre por delante, como la proa de un barco. «Ora et labora», pero el ora por delante. Sí, es cierto, «a Dios rogando y con el mazo dando»; pero a Dios rogando por delante. (Puede verse mi escrito Oraciones de la Iglesia en tiempos de aflicción). Solo intentan y consiguen reformas en la Iglesia aquellos que creen en la promesa de Cristo: «pedid y recibiréis» (Jn 16,24).
José María Iraburu, sacerdote
fonte:reforma o apostasía