sexta-feira, 11 de dezembro de 2009

Decálogo para las reformas de la Iglesia

–¡Increíble!… Aplicando el Decálogo 1-6, se ha enderezado la imagen de la Iglesia.
–No, señor. Aplicando el Decálogo 1-10.

7.– El ejercicio de la Autoridad apostólica es condición imprescindible para las reformas de la Iglesia. Y ese ejercicio se realiza de dos modos:

1.– Por el ejercicio de la autoridad personal de los Pastores apostólicos. Fácilmente se comprende, pues, que si se debilita el ejercicio de la Autoridad apostólica, por influjos culturales de origen protestante y liberal –y por temor a la Cruz–, se multiplican indefinidamente en la Iglesia los errores doctrinales y los abusos morales, litúrgicos y disciplinares. «Herido el pastor», o al menos debilitado, «se dispersan las ovejas del rebaño» (Zac 13,7; Mt 26, 31). Las reformas necesarias de la Iglesia requieren hoy sin duda una gran parresía en los Pastores sagrados que las pretendan; una fuerza apostólica como aquella de San Pablo:

los Apóstoles, «aunque vivimos en la carne, no militamos según la carne; porque las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas por Dios para derribar fortalezas, destruyendo consejos, y toda altanería que se levante contra la ciencia de Dios y doblegando todo pensamiento a la obediencia de Cristo, prontos a castigar toda desobediencia y a reduciros a perfecta obediencia» (2Cor 10,3-6).

2.– Por la aplicación de la ley canónica o por la creación de nuevas normas se ejercita también la Autoridad apostólica, que tiene gracia de estado para guardar la Iglesia en la verdad y la rectitud. La historia nos enseña que ciertas grandes epidemias doctrinales o disciplinares sufridas en la Iglesia nunca han sido vencidas sin la aplicación firme de las leyes canónicas, o incluso a veces sin la creación de otras normas nuevas, que se estimen necesarias.

Solo un ejemplo. Hacia el año 306, reunidos los Obispos en el Concilio regional de Elvira (Iliberis, cerca de la actual Granada), celebran el primer concilio de la Hispania bética, y en uno de los cánones enfrentan el absentismo de algunos fieles a la Misa dominical. Pues bien, no se limitan entonces los Pastores sagrados a reafirmar que la Eucaristía es el centro y el culmen de toda la vida cristiana, etc. Afirmar ese convencimiento de la fe es lo principal, sin duda. Pero ellos no se limitan a eso, sino que formulan un canon conciliar por el que debe sacarse por un breve tiempo de la comunidad eclesial, para reproche público, a quien, viviendo en la ciudad, es decir, pudiendo asistir a la Misa, no lo hace durante tres domingos seguidos. Es una medida disciplinar –canónica, conciliar–, que manifiesta en los Obispos una voluntad eficaz y cierta de reforma. Por lo demás, se sobrentiende que quien durante años no va a la Misa dominical, queda ipso facto excomulgado:

«Si quis in civitate positus tres dominicas ad ecclesiam non accederit, pauco tempore abstineat, ut correptus esse videatur» (canon 21).

8.– Buscando la gloria de Dios. El amor a Dios, el primero y más importante de los mandamientos cristianos, lleva a procurar en la Iglesia las reformas necesarias; da fuerzas eficaces para suscitar en la comunidad cristiana una fidelidad de amor plena y santa, una tal santidad que los hombres, «viendo vuestras buenas obras, glorifiquen al Padre que está en el cielo» (cf. Mt 5,16). Este amor infunde en Pastores y fieles «un celo, un celo de Dios», que reforma en la Iglesia todo lo que hay en ella de falso o de malo, para que pueda presentarse ante Cristo y ante la humanidad «como una casta virgen» (2Cor 11,2). Es un amor al Señor que, por encima de todas las cosas, busca que entre los hombres «no sea deshonrado el nombre de Dios ni su doctrina» (1Tim 6,1). Sin ese amor, sin ese celo doxológico, no hay reformas en la Iglesia, por muy necesarias que sean.

9.– Procurando la salvación de los hombres. El amor a los hermanos, el segundo de los mandamientos evangélicos, semejante al primero, busca de todo corazón su bien temporal y su salvación eterna. Y por eso procura con todas sus fuerzas aquellas reformas que la Iglesia necesita para manifestarse más santa y pura entre los hombres, como «sacramento universal de salvación». Sin ese amor, sin ese celo soteriológico, no hay reformas en la Iglesia. Y entonces Pastores y fieles ven con fría indiferencia –si es que lo ven– que «es ancha la puerta y espaciosa la senda que lleva a la perdición, y que son muchos los que entran por ella» (Mt 7,13). Pero esto a ellos no les afecta especialmente, porque son cainitas: «¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?» (Gén 4,9).

10.– El amor a la Cruz, la vocación al martirio, es, en fin, la condición principal para que puedan darse en la Iglesia las reformas que ella necesita. Ésta es, pues, sin duda la causa más importante de que las necesarias reformas ni se hagan ni se intenten, por obvia que sea su necesidad. Por el contrario, los Obispos, los fieles cristianos, los teólogos, los Sínodos y Concilios regionales, las congregaciones religiosas, que de verdad propugnan las reformas que en conciencia estiman necesarias, aquellas que ciertamente son queridas por Dios, saben bien que sufrirán persecuciones durísimas por parte de los deformadores y de los moderados, que de ningún modo quieren enfrentar los males ampliamente vigentes en la Iglesia de su tiempo.

Los moderados, en concreto, conocen perfectamente que, si de verdad intentan superar con la gracia de Dios ciertos males de la Iglesia, van a arriesgar muy gravemente sus favorables posiciones en la comunidad eclesial, y con toda probabilidad van a ser perseguidos, depuestos y marginados. Por eso, no lo intentan, e incluso frenan con extremo celo atento a quienes lo procuran. Por su horror a la Cruz, los moderados se obstinan con pertinacia en su moderación, rechazan con todo cuidado el martirio, y no mueven ni un dedo, ni se arriesgan en nada por las reformas necesarias, pues si temen las persecuciones del mundo, aún temen más –y con mucha razón– las persecuciones internas de la Iglesia. Así las cosas, en el mejor de los casos, combatirán los males tímidamente, con algunas palabras bien medidas, que a nadie molesten, y fomentarán quizá algunas reuniones y manifestaciones. Poco más. Es decir, nada.

Habrá que recordar de nuevo aquella advertencia de San Juan de Ávila: «Si se nos ha de dar lo que nuestro mal pide, muy a costa ha de ser de los médicos que nos han de curar» (Memorial a Trento II,41).

La hermosa cabecera de este blog expresa bien que solo por la cruz se pasa de la apostasía a la reforma, de las tinieblas de la mentira y del pecado a la luz de la verdad y de la santidad. Hemos de comprobarlo sobradamente cuando más adelante estudiemos en concreto algunas personas y Concilios especialmente suscitados por Dios para la reforma de la Iglesia. Todos ellos verificaron aquellas palabras de San Pablo: «todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones» (2Tim 3,12).

Reformadores, moderados y deformadores. Para terminar este Decálogo para la reforma, y a modo de síntesis, ilustro lo dicho mirando una grave cuestión actual: la aceptación o el rechazo de la encíclica Humanæ vitæ.

–Los reformadores quieren que su doctrina sobre la moral conyugal se enseñe con más firmeza y urgencia en la predicación, en los cursillos prematrimoniales, en la confesión sacramental, y que sean públicamente reprobados dentro de la Iglesia tantos maestros del error que hoy la impugnan. Están por la reforma.

–Los moderados quieren que la doctrina de la Iglesia afirmada en la encíclica se mantenga, pero que normalmente se silencie, dejando que los matrimonios se atengan sin más a su «conciencia», y cuidando de que, por supuesto, no se contradiga ni se sancione a los innumerables autores católicos que hay la impugnan abiertamente. Ante todo y sobre todo, la libertad de expresión. La verdad acaba imponiéndose por sí misma. Éstos son los culpables principales de que no se produzcan las reformas necesarias, porque estando ellos en la luz de la verdad, la apagan.

–Los deformadores, que se parecen mucho a los protestantes, y aún más a los modernistas, son menos ambiguos, son bastante más claros. Ellos quieren sencillamente que la Iglesia cambie y rectifique la enseñanza de esa encíclica, que tan «gran perjuicio» ha ocasionado a la relación de la Iglesia con el mundo moderno (cf. Card. Martini, Coloquios nocturnos en Jerusalén, 2008, pgs. 141-142). Ellos están por la reforma, pero entendiéndola al revés, como cambio, es decir, como falsificación mundanizada de la doctrina católica.

José María Iraburu, sacerdote

fonte:reforma