Martes 23 de septiembre de 1958
Si todos y cada uno de Nuestros hijos, que desde los más remotos rincones del mundo llegan a esta Casa del Padre común, son siempre por Nos recibidos con interés y con amor, ¿qué podríamos decir al veros aquí a vosotros, Rectores de Seminarios Mayores de la América Latina e hijos queridísimos, en cuyas manos ha puesto el Señor una tarea tan transcendental que bien podríamos catalogarla entre las más importantes que la Iglesia puede confiar en vuestro mundo peculiar y en el momento presente? La América Latina, ese formidable bloque católico, que el celo misional de las dos grandes Madres Ibéricas supo edificar para tanto honor suyo y provecho de la Iglesia, por sus dimensiones, por su población, por la robustez de su fe y por el porvenir espléndido que presagia, representa hoy en todos los órdenes, pero especialmente en el religioso, una de las grandes esperanzas del mañana. Mas a nadie se le ocultan tampoco las críticas circunstancias que ella atraviesa al deber adaptarse a unas formas nuevas de vida, y precisamente en los instantes en que una crisis de desarrollo ha podido acaso debilitar algunos de sus órganos vitales, mientras que las fuerzas del mal, percatándose de su valor, procuran por todas partes asaltarla para hacer en ella presa segura. En esta histórica coyuntura una de las mayores urgencias está en proveer a aquellos buenos católicos, hijos Nuestros, de un clero proporcionado en el número y debidamente preparado en cuanto a su formación, sobre todo espiritual. Pues ésta es la labor que os tiene confiada la Iglesia. ¿Comprendéis ahora con qué afecto especialísimo os hemos deseado recibir y con qué paternal deseo querríamos comunicaros Nuestras ansias, por lo que se refiere a la formación de los jóvenes candidatos al sacerdocio, que la Divina Providencia os ha confiado? Los que podríamos llamar problemas técnicos de vuestro trabajo, los hemos visto ya incluidos en vuestro programa. Pero lo que la Iglesia siente sobre los Seminarios, y especialmente los Seminarios Mayores, donde todas las recomendaciones se pueden considerar como duplicadas por la inminencia de las Sagradas Órdenes, vosotros lo conocéis perfectamente por muchos documentos y, en especial, por aquel en que Nuestro insigne Predecesor, de santa memoria, recomendaba estos centros a los Prelados, para que los tuvieran como la pupila de sus ojos, objeto principal de sus cuidados[1]. Y Nos mismo no hemos dejado de manifestar Nuestro pensamiento, calificándolos como cosa «summi momenti summaeque gravitatis»[2]; encareciendo la necesidad de multiplicarlos en proporción a las necesidades[3]; y hasta alabándolos privada y públicamente, cuando Nos pareció justo y oportuno[4]. Por eso, en esta reunión, que quisiéramos que revistiese el carácter más íntimo y cordial, abriéndoos Nuestro corazón, como un Padre que desea comunicar a sus hijos sus preocupaciones y sus ansias, preferimos reducirnos a proponeros tres sencillas sugerencias. I. - Y lo primero, que se Nos viene a las mientes, es el problema urgentísimo de la escasez de vocaciones. Es verdad que se nota por todas partes una mejoría sensible; pero en el momento presente ¿de qué modo, hijos amadísimos, la buena formación actual de vuestros futuros sacerdotes podrá influir mañana en el remedio de esta necesidad? Se Nos ocurre que de tres maneras: a) Las vocaciones no se han de imaginar como un fruto casual o esporádico, nacidas no se sabe cómo y hasta puede que en un ambiente contrario y hostil. Podrá suceder que alguna vez sea así, porque la potencia de la gracia divina no reconoce límites. Pero lo ordinario, lo normal, será que las vocaciones surjan en ambientes bien cultivados y debidamente preparados; lo corriente será que la vocación venga como el fruto último de una sincera y profunda vida de piedad. Vuestros sacerdotes, ordinariamente hablando, conseguirán el día de mañana tantas más vocaciones entre sus fieles, cuanto mejor sepan conducir toda su vida apostólica, cuanto más profundamente consigan cultivar las almas, cuanto más realmente les inspiren y les inculquen una verdadera vida de piedad. Preparándose ahora para hacer así su apostolado, se estarán preparando ya para obtener vocaciones. b) Pero hay algo a veces en las vocaciones, que no puede dejar de tenerse en cuenta; y es que no raramente, ante los ojos inocentes del niño, se presentará como un deseo ardiente de imitar y seguir el ejemplo de vida perfecta, que ve en alguna de las personas que tiene delante de sí, y que para él resume en concreto una serie de ideales apenas intuidos. Vuestros sacerdotes deberían ser mañana ejemplos vivientes, que arrastrasen los espíritus al deseo de la perfección, que les mostrasen prácticamente la atrayente belleza de la santidad y que pudieran ser, en una palabra, personificaciones de una felicidad : la de ofrecerlo todo por amor de Dios y de las almas, que es la mayor que en este pobre mundo puede haber. c) Por fin las vocaciones no hay que olvidar que son una gracia del cielo, que podrá requerir luego la cooperación humana, pero que nunca dará por sí misma esta tierra reseca y yerma, que es el corazón del hombre, sin ser antes fecundada por el rocío de la gracia de lo alto. Es una gracia y las gracias se consiguen por medio de la oración y del sacrificio. Haced a vuestros futuros sacerdotes sobre todo hombres de sacrificio y de oración, y ellos serán los que, con su mortificación y su plegaria, obtendrán finalmente que las vocaciones, en la amadísima América Latina, florezcan con la abundancia necesaria y deseada. II. - Sacerdotes apostólicos, ejemplares, sacrificados; pero ministros del Señor, que viven en medio de su pueblo, que comprenden sus necesidades, que sienten sus dolores, especialmente los de aquellos que más tienen que sufrir, no sólo para compadecerlos, sino también para procurar aliviarlos. Sacerdotes penetrados de lo que hoy suele llamarse preocupación social, tan acusada en las nuevas generaciones sacerdotales, que Nos sabemos perfectamente comprender y que desearíamos que no faltara en los vuestros, aunque también querríamos verla siempre perfectamente encuadrada, evitando tres defectos: a) el primero sería permitir que una tal preocupación ocupase el puesto de honor en la vida del sacerdote de Cristo, que ha sido llamado y escogido de entre sus hermanos para llevar a las almas la palabra y la gracia de Dios, y para llevar a Dios las almas que son suyas. Los representantes de Aquel, que había sido enviado «evangelizare pauperibus» (Lc 4, 18) y que pudo decir «misereor super turbam» (Mc 8, 2), no permanecerán nunca insensibles ante ningún dolor: pero tampoco se desplazarán ordinariamente de su cátedra, de su confesionario y de su altar, para ocupar tribunas o cargos que no les corresponden. El sacerdote será siempre sacerdote, porque ha recibido un carácter espiritual e indeleble, que debe reflejarse en todos los momentos de su vida y en todas sus actuaciones; b) ni hay que creer por eso que su actuación, en pro de sus hermanos, ha de ser menos eficiente. Manteniéndose él dentro de su campo, predicando y difundiendo la fraternidad cristiana y la auténtica caridad, rechazando el espíritu de discordia y exhortando a la comprensión, recordando a todos sus propios deberes y defendiendo los derechos de todos, conservará a la Iglesia, que él representa, apartada de las cuestiones puramente temporales, para poder ejercitar siempre con independencia su altísima misión. Porque en realidad todas las demás soluciones del problema social, si no parten de estos principios, carecen de base, y la experiencia enseña en cuales excesos y cuales horrores desembocan; c) por fin, el sacerdote, procurando estar al corriente de todo lo que justamente se llama progreso en esta clase de estudios, no deberá olvidar que el primero de todos los códigos sociales es el Evangelio, donde la Iglesia de Cristo, bebiendo como en manantial inagotable, ha podido encontrar todos los elementos indispensables para la elaboración de una doctrina perfecta y completa. Inculcadla en vuestros Seminarios a los jóvenes levitas, hacédsela entender rectamente y repetidles una y muchas veces que no tienen necesidad de acudir a otras fuentes más o menos turbias, más o menos peligrosas, para su propia salud espiritual y para la de quienes deben aprender de ellos la vía segura. III. - Y sea esta precisamente Nuestra tercera sugerencia, queremos decir la necesidad de que vuestros seminaristas, oyéndoos y siguiéndoos dócilmente a vosotros, aprendan a seguir mañana con la misma filial sumisión la voz de sus legítimos Pastores. a) Porque, en efecto, nuestros tiempos han traído sin duda ninguna y por muchas razones, que no es el caso de examinar aquí, una verdadera reivindicación y exaltación del valor y de los derechos de la persona humana, en todos sus aspectos. Nadie, pues, podría extrañarse de que también las juventudes sacerdotales sintieran los efectos de esta evolución, aunque bien lamentable sería que éstos hubieran de manifestarse, o en una tendencia excesiva a la propia independencia, o en una facilidad mayor para juzgar las resoluciones de los Superiores, o en una especial dificultad para someter el juicio propio. b) Vosotros, hijos amadísimos, si fuera el caso, les recordaréis oportunamente que el Doctor Angélico[5], al preguntarse si la obediencia es la mayor de todas las virtudes morales, responde que « per se loquendo, laudabilior est obedientiae virtus, quae propter Deum contemnit propriam voluntatem, quam aliae virtutes morales, quae propter Deum aliqua alía bona contemnunt », llegando a sostener que « quaecumque alia virtutum opera ex hoc meritoria sunt apud Deum, quod fiunt ut obediatur voluntati divinae ». c) Que ellos tengan presente que, hoy más que nunca, precisamente porque la Santa. Madre Iglesia está combatiendo una de sus más duras batallas, es necesaria la estrecha unión de todos sus miembros; es necesaria la más rigurosa unidad de acción y de mutuo sostén. Y esto solamente podrá obtenerse, cuando los fieles sepan agruparse, como rebaño fiel, en torno a sus Pastores; y los Pastores alrededor de los que el Espíritu Santo ha puesto para regir la Iglesia de Dios, formando todos ellos un cuerpo inexpugnable, cuya cabeza, también por divina disposición, es el Vicario de Cristo en la tierra. ¡Hijos amadísimos ! Venís de ese continente maravilloso de las altas cimas, de los volcanes humeantes, de las llanuras interminables, de los bosques frondosos y de los ríos como mares, donde parece que se refleja la grandeza de Dios. Pero, a pesar de todas sus maravillas y bellezas, Nos lo admirarnos todavía más por su fe inquebrantable, por su intensa devoción a nuestro amadísimo Redentor y a su Santísima Madre, y por su tradicional adhesión a esta Sede de Pedro, donde siempre ha encontrado la mayor correspondencia. Casi Nos atreveríamos a decir que en vuestras manos está su porvenir cristiano, porque los pueblos son lo que son sus sacerdotes, y esos sacerdotes se los habéis de dar vosotros en vuestros Seminarios. Que el Señor recompense vuestras fatigas. Que ni os dé la luz necesaria para acertar siempre en vuestras empresas y decisiones. Y que premie también a todos los que de un modo o de otro os ayudan al sostenimiento de vuestros centros, tan costosos en estos tiempos en que las exigencias pedagógicas son igualmente cada vez mayores. Nada de esto ignoramos, y precisamente por ello estimamos más y más vuestra labor. Una Bendición para vuestros Seminarios y seminaristas, para vosotros y para todas vuestras intenciones sacerdotales. Una Bendición especialísima también para los queridos Colegios Pío Latino Americano y Pío Brasileño, para los cuales invocamos los más abundantes favores del cielo. * AAS 50 (1958) 947-952. [1] Cf. Pío XI Encicl. Ad Catholici Sacerdotii , 20 de diciembre de 1935, III - AAS 28 (1936) 37. [2] Epist. Apost. ad Boliviae Episcopos «Haud mediocrem» 23 de noviembre de 1941 - AAS 34 (1942) 233. [3] Epist. Apost. « Volvidos cinco anos » ad Episcopos Brasiliae, 23 de abril de 1947 - AAS 39 (1947) 285-289. [4] Cf. Radiomensaje al I Congreso eucarístico nacional de El Salvador - Discorsi e Radiom., vol. IV, pág. 291 - AAS 34 (1942) 356. [5] S. Th. 2ª 2æ p. q. 104, art. 3 in c.
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