domingo, 19 de setembro de 2010
Romano Amerio , "Iota unum" :CAPITULO X SOMATOLATRIA Y PENITENCIA 100. LA SOMATOLATRIA MODERNA Y LA IGLESIA. 101. EL DEPORTE COMO PERFECCIÓN DE LA PERSONA. 102. EL DEPORTE COMO INCENTIVO DE FRATERNIDAD. 103. LA SOMATOLATRIA EN LOS HECHOS. 104. ESPIRITU DE PENITENCIA Y MUNDO MODERNO. REDUCCIÓN DE ABSTINENCIAS Y AYUNOS. 105. LA NUEVA DISCIPLINA PENITENCIAL. 106. ETIOLOGÍA DE LA REFORMA PENITENCIAL. 107. PENITENCIA Y OBEDIENCIA
CAPITULO X SOMATOLATRIA Y PENITENCIA
100. LA SOMATOLATRIA MODERNA Y LA IGLESIA
Si bien se considera frecuentemente a la sexualidad como la forma misma de la persona humana, mucho más general es secundar el culto de la corporeidad, con-vertido por la civilización contemporánea en una parte significativa de la vida del hombre. Sé bien que el culto del vigor y de la belleza de la persona fue uno de los vín-culos que unieron en la antigüedad a las ciudades helénicas en los anfictiones, y que recibieron en las fiestas nacionales su más elevada exaltación. Pero en él concurría toda la cultura de la estirpe griega, y los poetas, historiadores y dramaturgos no eran menos coronados que los atletas de la carrera o de la cesta: no hay sin embargo nin-gún Píndaro entre los campeones contemporáneos.
Las actitudes hoy llamadas deportivas eran una parte (sin duda importante, pero parte al fin y al cabo) de los valores celebrados en aquellos juegos; aun sabiendo esto, no puede ignorarse que la estima hacia tales valores desaparecía tan pronto co-mo se separaban del compuesto en el que estaban integrados, y que la profesión pura del deporte era despreciada por los filósofos y objeto de burla en la comedia. Séneca, en Epist. ad Lucilium 88, 19, habla con desprecio de los atletas «quorum corpora in sa-gina, animi in macie et veterno sunt» ; Epícteto sentencia que «abiecti animi esse stu-dio corporis ímmorari» ; Persío III, 86, se burla de la «juventud muscular»; y Plutarco, en Quaestiones Romanae, atribuye a la gimnasia la decadencia de Grecia.
En la tradición de la pedagogía católica el cuidado del cuerpo formaba parte de las virtudes de ejercicio y alacridad, y se confundía (desde un punto de vista médi-co) con la higiene. En el difundidísimo Manuale dell éducazione umana (Milán 1834) del P Antonio Fontana, director general de instrucción pública en el Lombardo-Veneto, esta indistinción es todavía perceptible: de los cuatro libros de que consta, se dedica uno entero a la educación física; pero bajo ese título se trata del alimento, del sueño, de la limpieza, y un solo capítulo, Degli esercizi della persona, trata sobre la educación física.
La especialización en las disciplinas, la elevación del ejercicio corporal a ser una forma especial de la actividad humana, y finalmente su celebración y apoteosis, son un fenómeno del último medio siglo.
El deporte llena la vida de los deportistas profesionales, ocupa gran parte de la actividad y casi completamente el ánimo de los jóvenes, y ha invadido la mentali-dad de masas enormes para quienes no constituye un ejercicio, sino un espectáculo fuente de inflamables pasiones de competición y rivalidad. Los periódicos dedican habitualmente una tercera parte de su espacio al deporte, han creado un estilo de metáforas grandilocuentes para describir las competiciones, exaltan a gestas y héroes con las formas de la epopeya, y confunden la victoria en un partido con la conquista de la perfección de la persona.
Cuando en 1971 se enfrentaron dos púgiles por el campeonato del mundo con arrebatos de bestialidad que llegaron al insulto personal, los cronistas deportivos (algunos de gran talento) adoptaron las palabras estilo e incluso filosofía para referir-se a las diversas formas de aquella única rabia semi-homicida; profanaban así esas palabras de modo similar a como lo hacen con las de especulación y argumento para referirse al desarrollo de una jugada sobre el campo de fútbol.
Magistrados y autoridades exaltan en ocasiones especiales la significación espiritual del deporte y proclaman que «además de una sucesión de acciones discipli-nadas dirigidas a un altísimo fin, el deporte tiene el valor de un noble certamen del pensamiento civib>, y «frente a los odios que dividen a los pueblos, sólo el deporte puede reconciliarlos y hermanarlos» .
Esta exorbitancia del deporte más allá de su ámbito natural, atribuyéndose la dignidad de fuerza espiritual, no fue eficazmente refutada por la Iglesia; casi admi-tiendo la injusta y fatal acusación de destruir el vigor de los miembros con la carcoma del espíritu, temió no compartir (o que así lo pareciese) la exaltación de lo físico y añadió incentivos al movimiento somatolátrico del siglo; ¡como si a tal movimiento le hiciese falta su auxilio, y la pasión deportiva no estuviese ya lo bastante encendida entre los hombres!. El único signo de la permanencia de la Iglesia en su actitud de reservada aprobación es la ausencia de sección deportiva en el «Osservatore Romano». Pero la jerarquía ha pasado a posiciones de alabanza y participación.
Existieron siempre en la época moderna asociaciones deportivas y gimnásti-cas que se reunían bajo la enseña católica; pero la alusión a la religión era esa alu-sión genérica posible en cualquier género de actividad honesta. Hubo bancos católi-cos, ligas agrarias católicas, etc., pero más bien eran católicos en los bancos y en las ligas que bancos y ligas católicas.
101. EL DEPORTE COMO PERFECCIÓN DE LA PERSONA.
Los principales motivos del bautismo concedido por la Iglesia al culto del cuerpo son dos. Primero: la prestancia corpórea perseguida con los ejercicios deporti-vos es una condición del equilibrio y de la perfección de la persona. Segundo: al reu-nir a grandes multitudes diferenciadas por la lengua, el modo de vivir o la constitu-ción política, las competiciones deportivas contribuyen al conocimiento mutuo de las gentes y a la formación de un espíritu de fraternidad mundial. Así describe estos dos motivos Gaudium et Spes 61: «Manifestaciones sportivae ad animi aequílibrium nec non ad fraternas relationes iftter homines omnium condícionum, nationum vel diversae stirpis statuendas adiumentum praebent» .
Pío XII expuso estos dos motivos, refutándolos o corrigiéndolos, en un impor-tante discurso del 8 de noviembre de 1952 en el Congreso científico nacional del de-porte. Las actividades del hombre se califican por su fin próximo; el deporte no per-tenece a la esfera de lo religioso, pero aun siendo la conservación y el desarrollo del vigor físico el fin próximo del ejercicio corporal, dicho Fin está ordenado al fin último de todos los fines próximos, la perfección de la persona en Dios. El Papa señala que entre los fines próximos del deporte está el dominio cada vez más ágil de la voluntad sobre el instrumento unido a ella: el cuerpo. Pero el cuerpo que se constituye en obje-to del deporte es el cuerpo de muerte destinado a ser devuelto a la corriente de la mortalidad biológica, mientras que el cuerpo integrado en el destino sobrenatural del hombre es ése mismo, pero revestido de inmortalidad (a la cual nada añade el vigor adquirido aquí abajo).
Aquí observaré de pasada lo falsa que resulta la idea de que el ejercicio del cuerpo produce por sí mismo salud moral. Esta falsedad ya había sido denunciada por los antiguos. La frase de Juvenal mens sana in corpore sano, que ha pasado mu-tilada al habla coloquial, es en realidad una refutación del sentido que se le atribuye. No dice que un cuerpo sano implica una mente sana, sino que hay que orar a los dio-ses para que nos den uno y otra: «Orandum est ut sit mens sana in corpore sano» (Sat. X, 356).
El deporte está sujeto a la ley ascética que exige la ordenación racional de la totalidad del hombre; el uso intensivo del vigor físico no puede ser el fin del deporte: si se emancipa de la austeridad (es decir, del dominio del espíritu sobre los miem-bros), el deporte desenfrena los instintos mediante la violencia o las seducciones de la sensualidad.
La conciencia de la propia fuerza corporal y el éxito en la competición no son el elemento principal de la actividad humana (son ayudas apreciables, aunque no indispensables), ni una necesidad moral absoluta, ni mucho menos una finalidad en la vida.
Sin embargo, la deformación general del juicio de las masas sobre este punto era tal que el Papa creyó su deber reafirmar que ningún hombre queda mermado en su realidad humana por el hecho de no ser apto para el deporte. Dada la unidad de la persona, definida por su parte superior, no se puede hablar de personalidad física y de personalidad espiritual. También quien no puede practicar deportes cumple a pari un misterioso designio individual de Dios.
Pero esta reserva ante el deporte impuesta por la razón teológica, que distin-gue la fuerza física de la perfección de la persona, se abandona a menudo bajo la in-fluencia del entusiasmo de las multitudes. Cuando tuvo lugar aquel violento combate que hemos mencionado, el OR del 20 de marzo de 1971 (bajo el título La deslumbran-te victoria de los puños) escribía que el interés universal por tal evento «podría ser considerado en cierto modo positivo» porque «pese a todo la humanidad tiene todavía la oportunidad de reaccionar, de concentrarse sobre un valor o un acontecimiento con-siderado como tal».
Es como si para el articulista el grado de actividad moral del hombre se mi-diese solamente por su activismo, y dedicarse a un valor o a un supuesto valor tuvie-sen igual carácter positivo. Es la herejía del dinamismo moderno, para el cual la ac-ción vale por sí misma independientemente de su objeto y de su fin. Es el dinamismo que hace al autor parangonar el interés mundial por el acontecimiento pugilístico con el de la conquista de la Luna en 1969, concluyendo que «el boxeo representa un gran momento de la vida», con la única reserva de que «no debe ser absolutizado».
Pero es demasiado evidente que tal reserva concierne al deporte como idea del hiperuranio, y no se refiere a la realidad del deporte en el mundo: éste tiende a su apoteosis, de la cual no quiere la Iglesia distanciarse mediante una condena.
102. EL DEPORTE COMO INCENTIVO DE FRATERNIDAD
No menos falaz es la segunda motivación de la somatolatría moderna, se-gún la cual el deporte no sólo favorece el dominio del espíritu sobre los miembros, sino también las virtudes de lealtad y respeto entre los hombres, y por consiguiente contribuye a la concordia entre las naciones. No negaré que la forma competitiva del deporte supone una disciplina de obediencia a las reglas de la competición, general-mente observadas. En realidad ese orden prescrito a la acción en la contienda es una condición para su misma existencia, como para cualquier acción en la que concurran varios individuos: si los contendientes no las observasen, la actividad deportiva sería imposible.
Pero contra esa afirmación común se alzan situaciones de fraude, violencia e intolerancia.
De fraude, como en 1955 en Italia, cuando equipos enteros de fútbol fueron degradados por haber sobornado a jugadores de equipos contrarios para dejarse ga-nar; y las aún más extensas de 1980, planteadas ante la llamada magistratura depor-tiva.
De violencia, como en octubre de 1953 en el encuentro entre Austria y Yugos-lavia, que dio lugar a una petición diplomática de excusas; en Belfast en diciembre de 1957, donde los jugadores de la selección italiana fueron agredidos por la muche-dumbre y hubieron de ser protegidos por la Policía; y en el estadio de Lima en 1964, con decenas de muertos pisoteados por el gentío, enfurecido tras el encuentro con Argentina.
Por otra parte, en mayo de 1984 se reunieron en Malta los ministros de de-portes de veintidós países europeos para buscar remedio a la violencia en los estadios y al fraude en la competición.
Y en cuanto al sentimiento de respeto por la persona humana, no quisiera mencionar (aunque debo hacerlo) cómo en junio de 1955 en Le Mans, habiéndose salido de la pista un vehículo provocando una matanza de espectadores, ochenta muertos no bastaron para evitar que continuase la mortífera competición. En fin, hay un hecho cuyo carácter increíble prueba el atizamiento de odios nacionales y civiles por obra del deporte: la guerra mantenida durante varias semanas entre San Salva-dor y Honduras (con decenas de muertos y centenares de exiliados) por culpa de un partido de fútbol (RI, 1969, p. 659).
No obstante, el Card. Dell'Acqua, vicario del Papa para la Urbe, exaltaba el deporte en OR del 20 de febrero de 1965 y con mediocre argucia veía en la palabra «sport» un acrónimo de Salud, Paz, Orden, Religión y Tenacidad.
El documento más relevante del apoyo de la Iglesia al espíritu somatolátrico del siglo es el discurso de Pablo VI para las XX Olimpiadas de Munich, trágicamente contradicho después por los atroces acontecimientos que enlutecieron aquellos jue-gos.
El discurso comienza con una doxología de la «juventud sana, fuerte, ágil y bella», «resucitada de la antigua forma del humanismo clásico, insuperable por su ele-gancia y por su energía; juventud ebria de su propio juego en el disfrute de una activi-dad que es fin en sí misma, liberado de las mezquinas y utilitarias leyes del trabajo cotidiano, leal y alegre en las más diversas competiciones que pretenden producir, y no ofender, a la amistad».
El Papa pasa después a la habitual celebración de la juventud como «imagen y esperanza de un mundo nuevo e ideal en el cual el sentimiento de la fraternidad y del orden nos revela finalmente la paz». Y proclama felices a los jóvenes «porque están en un camino ascendente». En este punto el Papa no puede abrogar ni derogar la doc-trina católica, y así concluye que «el deporte debe ser un impulso hacia la plenitud del hombre y tender a superarse para alcanzar los niveles trascendentes de esa misma naturaleza humana, a la cual ha conferido no una perfección estática, sino dirigida hacia la perfección total». La alocución terminaba con una cita del ciclista Eddy Merckx.
Esta doxología del deporte está en armonía con la declaración de Avery Brundage, presidente del Comité olímpico internacional, que explicita el sentido teo-lógico y parateológico de la alocución de Pablo VI. Desaparecida en virtud de los hechos la débil reserva del Papa sobre el carácter no último del ideal deportivo, la ac-tividad deportiva puede muy bien simular una axiología religiosa o casi religiosa. «El olimpismo», dice por tanto lord Brundage, «es la más amplia religión de nuestro tiem-po, una religión que lleva consigo el núcleo de todas las demás» (OR, 27 de julio de 1972).
Analizando la alocución papal se encuentra en ella que de las cuatro cualida-des con las que el Pontífice adorna a la juventud, ninguna (y menos que ninguna la belleza) expresa un valor moral: o lo que es lo mismo, una virtud. En segundo lugar, no puede ser objeto de satisfacción que la juventud parezca «ebria de su propio jue-go», porque la religión excluye toda desmesura y toda ebriedad (salvo la sobria ebrie-dad del Espíritu Santo). Y ese rebajamiento del trabajo (encadenado al parecer a las leyes utilitarias) parece olvidar que el trabajo es una actividad esencialmente moral en la cual se explicitan muchas virtudes.
Tampoco cabe en la concepción católica, que no concibe ninguna actividad del hombre que sea fin de sí misma, tomar al deporte como un fin en sí mismo cuan-do ni el hombre lo es siquiera. Ni es admisible identificar la felicidad de los jóvenes con la senda del éxito, ni se puede ver el progreso en el deporte como un progreso humano: como mucho, según la distinción de Santo Tomás, un progreso del hombre. Ni puede el deporte superarse y alcanzar niveles trascendentes, ya que no puede salir de su esencia propia y no pertenece a la línea del desarrollo espiritual del hombre.
En fin, es absolutamente verdadera la proposición del epílogo según la cual el deporte no lo es todo en la vida, ni constituye una religión. Pero con esta negación ya no es posible reconocer en el deporte ninguna peculiaridad moral; todas las activida-des de la vida,
en cuanto capaces de entrar en la finalidad moral por obra de la voluntad son, como el deporte, una categoría de la perfección: pero no precisamente por sí mismas, sino por obra de la voluntad moral. Debe tenerse cuidado en no confundir las esencias y en no tomar el deporte como una forma de espiritualidad. No tuvo ese cuidado el OR del 1 de enero de 1972, donde se lee: «El deporte se beneficia del miste-rio pascual y se convierte en instrumento de elevación». Como no hay en la Revelación absolutamente ninguna referencia posible a una actividad deportiva de Cristo, con una operación confusa y circiterizante se intenta al menos introducir el deporte en el misterio pascual.
103. LA SOMATOLATRIA EN LOS HECHOS
La doxología del deporte, propia del mundo moderno y aceptada en parte o en su totalidad por la Iglesia, recibió una cruda contradicción con los acontecimientos de la Olimpiada de Munich de 1972, y precisamente en lo que respeta al espíritu de fi-lantropía y amor internacional que haría crecer en los hombres . Sobre los senti-mientos de filantropía y de humanidad prevalecieron en aquellos Juegos las pasiones del atropello en la lucha y los odios nacionales. No insisto sobre el hecho de que en la concepción original del barón De Coubertin las Olimpiadas eran una competición en-tre individuos y no entre Estados, mientras ahora se sufre y se glorifica siempre la victoria del atleta como victoria de Rusia, de Estados Unidos, de Italia, etc. Durante el desarrollo de la competición, las masas que chillan, silban o canturrean dividen los ánimos y suponen la existencia de ánimos divididos. En cuanto a la lealtad, dieciocho jueces fueron destituidos por haberse demostrado parcialidad hacia sus deportistas preferidos, y se excluyó de la competición a muchos atletas por haber utilizado esti-mulantes y vigorizantes químicos prohibidos.
Pero la contradicción que aterrorizó al mundo fue la atroz y alevosa matanza del equipo israelí por obra de terroristas palestinos, con la posterior y execrable deci-sión de no suspender las Olimpiadas. El motivo de la decisión fue que «un acto crimi-nal no debe prevalecer sobre el espíritu deportivo». Es el habitual qui pro quo. No se trataba de hacer prevalecer el crimen sobre el espíritu deportivo (concepto confuso sobre el cual los hombres se ponen de acuerdo precisamente gracias a su misma in-determinación), sino de honrar y respetar a las víctimas, y no proceder como si los muertos no estuviesen muertos y los asesinos no fuesen asesinos.
Esta falta de humanidad y de piedad manifiesta la irreligiosidad de las Olim-piadas modernas con respecto a las antiguas.
Para formar un juicio exento de toda prevención sobre la moderna somatola-tría conviene no olvidar que las pasiones de odio entre unas facciones y otras se en-cendían también en el circo romano y en el hipódromo bizantino. Como es conocido, Vitelio ajustició a los enemigos de sus Azules, y la plebe de Constantinopla se enfure-ció muchas veces hasta el asesinato y el incendio de media ciudad. Y también convie-ne recordar que las rivalidades deportivas fueron bastante vivas entre los pueblos cristianos durante la Edad Media.
Incluso entre las cofradías, que tenían como finalidad devociones u obras de misericordia, duraron hasta época reciente emulaciones y rivalidades. Pero en el pre-sente discurso no se ha pretendido en modo alguno que las bajas pasiones de los hombres sean una novedad del siglo: son materia de tales pasiones objetos hermosos y objetos que no lo son y que incluso se apropian de la religión convirtiéndola en animosidad iracunda e insensata. La novedad observada consiste en la tendencia a quitar a estas pasiones su base propia (el orden somático) para darles otra base axiológica que las dignifique y las ponga en contacto con la religión, o incluso directamente con el misterio cristiano.
El deporte no pertenece por sí mismo a la perfección humana ni al destino de la persona, y en modo alguno confiere ni una ni otro, ya que puede existir excelencia en las habilidades corporales y ser sin embargo débil el vínculo de dependencia de las potencias inferiores con la razón. Lo que le da valor al ejercicio físico es solamente el ejercicio de la voluntad, que aumenta en el hombre la potencia de la razón y la liber-tad moral. No se debe pasar del género físico al género moral como si la línea fuese continua. Es un saltus que sólo la voluntad moral puede realizar.
104. ESPIRITU DE PENITENCIA Y MUNDO MODERNO. REDUCCIÓN DE ABSTINENCIAS Y AYUNOS
Cuando avanza la somatolatría, retroceden por necesaria consecuencia el principio penitencial y la exigencia ascética propias de la religión católica. El retroceso parece comenzar con el indulto especial de 1941, que abrogaba mientras durase la guerra la abstinencia de carne los viernes, así como todos los ayunos excepto los de Ceniza y Viernes Santo. No se trataba en realidad de un retroceso, sino de una nor-mal readaptación del principio a las mutables condiciones. Aparte de producir una disminución de la cantidad pro rata, la generalizada penuria de alimentos durante el tiempo de guerra hacía difícil la selección de los alimentos como obsequio al precepto de la Iglesia.
Para comprender la reducción que suponía el ayuno eclesiástico en la canti-dad diaria de alimentos conviene recordar que consistía en una única comida normal a lo largo del día, añadiendo el llamado frustulum de la mañana y una modesta cena. Se prescribía también la selección de las viandas, quedando excluidos muchos de ellos de la comida de ayuno. Incluso el ayuno eucarístico, que es de reverencia al sa-cramento y no ascético (como la abstinencia y el ayuno eclesiásticos), fue mitigado en 1947 tras la introducción de las misas vespertinas.
Posteriormente fue posible para el pueblo, a quien antes se obligaba al ayuno desde la medianoche, comulgar habiendo dejado de comer una hora antes de la Co-munión. El motivo de la relajación se encuentra en la debilidad de aquella generación a causa de la creciente penuria de suministros y los sufrimientos de la guerra.
Pero la disciplina penitencial fue después retocada en 1966 reduciendo la abstinencia de carne solamente a los viernes de Cuaresma, y mediante sucesivos re-cortes el ayuno eucarístico fue disminuido en 1973 (al menos para los enfermos) has-ta un cuarto de hora antes de sumir el sacramento (OR, 1 de abril de 1973). De hecho, la abstinencia de los viernes está hoy también abolida. La disciplina del ayuno fue en pocos años disminuyendo de rigor hasta casi la abolición del precepto.
Sin embargo hubo un tiempo (como es notorio en los anales eclesiásticos y se desprende de las costumbres y el habla del pueblo) en que el ayuno no sólo era uni-versalmente practicado, sino incluso fijado en las leyes civiles y considerado objeto de negociación entre los gobiernos y la Santa Sede.
Esta relajación produjo más efectos. Uno fue de orden lingüístico y léxico. Fue transformado el vocablo ayuno, que de indicar la privación de comida durante un tiempo notable (vaciándose el estómago) pasó a significar solamente no comer, aun-que sea por pocos minutos. En la nueva acepción, se puede estar saciado y en ayu-nas, y como tal ir a comulgar.
El segundo efecto fue falsificar la liturgia quitándole veracidad a las fórmulas del rito, que vienen a decir lo contrario de lo que la Iglesia practica. El motivo domi-nante del tiempo de Cuaresma era el ayuno corporal, y en el prefacio se invocaba por ejemplo: «Deus qui corporal ieiunio vitia comprimis, mentem elevas, virtutem largiris et praemia»
Pero el prefacio del Novus Ordo, en lugar del ayuno corporal, habla sólo gené-ricamente del ayuno cuaresmal. En la feria III post Dominicam I se pedía «ut mens nos-tra tuo desiderio fulgeat, quae se carnis maceratione castigat “ . pero en la nueva práctica cuaresmal no aparece ahora ninguna maceración y en las nuevas fórmulas no hay ni sombra de tal idea (que sin embargo proviene directamente de San Pablo en I Cor. 9, 27).
Y así, el sábado post Dominicam II «ut castigatio carnis assumpta ad nostra-rum vegetationem transeat animarum» . Esta falsificación de los textos litúrgicos, contradichos por la reformada praxis de la Iglesia, se ha obviado después con la re-forma de los mismos textos, en los cuales se encuentra ahora aquí y allá algún resto del antiguo sistema, pero cuya inspiración general deriva de la doctrina penitencial modernizada y conformada a la repugnancia del siglo por la mortificación .
En la religión católica el ayuno tiene un fundamento netamente dogmático: es una aplicación especial del deber de la mortificación, el cual desciende a su vez del dogma del pecado original. Solamente si la naturaleza no estuviese corrompida ni fuese concupiscente deberían secundarse fielmente sus impulsos en vez de reprimir-los.
Pelagio y Vigilancio parten de la misma negación, y en la áspera polémica con Vigilancio, San Jerónimo se burlaba justamente de su adversario llamándole Dormi-tancio: quería decir que cerraba los ojos sobre la condición profunda del hombre.
Todos los demás motivos asignados por los teólogos al ayuno descienden de la necesidad de la mortificación para el hombre corrompido a fin de poder ser vivifica-do como una nueva criatura. La mortificación puramente filosófica, como la practica-da en las sectas orientales, no tiene tal fundamento: en ella el cuerpo se castiga por un motivo «gimnástico», porque estorba a las operaciones de la mente, y sólo para que no las estorbe. Esta mortificación puede tener lugar sin ninguna intervención de mo-tivos religiosos.
Las obras penitenciales en el catolicismo expresan además y principalmente el dolor, por la culpa. Este dolor (acto imperado por la voluntad) constituye la peni-tencia como virtud interior; pero a causa del lazo antropológico merced al cual nada se mueve en el hombre interior que no se mueva en el exterior, la penitencia exterior es necesaria a la penitencia interior, o más bien es la misma penitencia interior en cuanto acto humano.
A este respecto el ayuno es una parte primaria de la penitencia, y conviene señalar que cuando Cristo habla del «facere iustitiam» ejemplifica las obras de la justi-cia en tres soles: la limosna, la oración y el ayuno; como explica San Agustín, la be-nevolencia y la beneficencia in universale, la aspiración a Dios in universale, y la re-presión de la concupiscencia in universale .
En el discurso del Miércoles de Ceniza de 1967 en Santa Sabina, Pablo VI re-calcó la enseñanza de la Iglesia de que la penitencia es necesaria para la metanoia (por estar corrompida la naturaleza) y para la reparación de los pecados. Pero el ayu-no no es solamente un perfeccionamiento de la virtud natural de la sobriedad, algo conocido también por los Gentiles, sino algo propio de la religión cristiana, que habiendo hecho al hombre consciente de sus males profundos, le ha proporcionado los remedios. Los placeres de la mesa (pues de esta parte de la concupiscencia se tra-ta) se pueden ciertamente conciliar con la sobriedad, pero la religión reconoce en ellos una tendencia sensual que nos desvía del verdadero destino, y conforme a su percep-ción de lo humano en el hombre, hostiga esa tendencia al mal antes de que el mal haya comenzado.
105. LA NUEVA DISCIPLINA PENITENCIAL
La reforma de la disciplina del ayuno parece cambiar la esencia de la restric-ción (quitándole el carácter de aflicción de la carne, anteriormente tan evidente y pro-clamado incluso en la liturgia) para mantener solamente el de regularidad moral. Sin embargo, la penitencia no consiste en abstenerse de la magnificencia de la comida, sino en un recorte en el régimen ordinario de la sobriedad con vistas a un doble fin: reforzarlas deficientes energías morales de la mente, que debe sostener el combate contra la ley de su cuerpo (Rom. 7, 23), y expiar los fallos en los cuales la fragilidad heredada hace caer incluso a los virtuosos .
Se puede añadir que a causa de la organicidad del cuerpo de la Iglesia (en el que todos los miembros están unidos entre sí y con Cristo, su cabeza), las obras peni-tenciales del cristiano son también una imitación y una participación en la obra peni-tencial llevada a cabo por el Cristo inocente en beneficio del género humano pecador: y ello aunque el valor de estas obras derive enteramente del valor de las de Cristo.
La reforma de la praxis penitencial no anduvo separada de la denigración de la Iglesia histórica paralela a toda modernización. Las costumbres católicas de absti-nencia (celebradas por todos los Padres de la Iglesia con obras especiales, a menudo obras maestras, y seguidas con unánime obsequio durante siglos y siglos por genera-ciones reflexivas y obedientes) fueron en los tiempos modernos argumento de burla por parte de escritores superficiales e irreligiosos.
Estos escritores no supieron separar la verdad, profundidad y belleza de las prescripciones de la Iglesia, de los contingentes abusos que ocurrieron en ésta como en cualquier otra acción religiosa; y no tuvieron en cuenta el fundamental principio de que una doctrina se debe juzgar por las consecuencias que descienden de ella lógi-camente, y no por los hechos con los cuales los hombres la contravienen o la contra-dicen.
El ridículo promovido contra el precepto de la Iglesia en torno a los alimentos tiene su causa en la general aversión del mundo a la mortificación de los sentidos, y encuentra después un pretexto en el modo en que pueden ser a veces seguidas estas prescripciones: sólo materialmente, sin atención ni intención hacia los fines altamen-te morales a los que están ordenados. Ciertos cristianos toman una sola parte de la penitencia convenida por la Iglesia, y la aíslan del resto de lo ordenado por la Iglesia; y de este modo se ve resaltar a esa parte dentro de una vida enfangada en contenidos mundanos.
Entonces los espíritus superficiales e irreligiosos, encontrando disonancia en-tre ese fragmento de penitencia y la totalidad del precepto, encuentran motivo para despreciar también la penitencia entera y reírse de ella.
Pero el hecho notable en el estado actual de la Iglesia es que tal espíritu de superficialidad (que desestima la mortificación de los sentidos y la ridiculiza) se ha comunicado también al clero, incapaz ya de percibir el sabor y la sabiduría del pre-cepto.
Por citar uno solo de entre los muchísimos ejemplos que he recogido, en el Boletín de la Catedral de San Lorenzo de Lugano de octubre de 1966 se bromeaba con lenguaje ramplón sobre la nula diferencia entre lenguado y bistec y entre fritos y salados.
Aquí resulta ignorado el delectus ciborum conocido por la ley mosaica y de la Iglesia. En cierto modo se extiende también a los alimentos la parificación de las esencias.
Una vez separadas de los conocimientos fisiológicos de tiempos pasados, las razones de la diferenciación entre unos alimentos y otros (que son de derecho positi-vo) son sujeto de variación, y después de la expansión extraeuropea del catolicismo, la abstinencia de ciertos alimentos de los cuales están totalmente privadas ciertas naciones era incongruente y reclamaba una reforma de la disciplina.
No obstante, la Iglesia no tiene porqué avergonzarse de su legislación ni su doctrina está expuesta al ridículo, porque era razonabilísima, estaba fundada sobre la naturaleza, había sido ordenada por Cristo, y quedó sancionada por la obediencia de unas generaciones que no eran más brutas, sino más reflexivas, ni menos frágiles, sino menos sensuales, que las actuales.
106. ETIOLOGÍA DE LA REFORMA PENITENCIAL
La reforma de la disciplina penitencial tuvo dos motivos: uno antropológico y pseudo espiritual, y otro libertario.
El motivo antropológico es el de una viciosa concepción de la reciprocidad en-tre alma y cuerpo. Se desconoce la unidad profunda entre los dos elementos metafísi-cos que integran el hombre, creyendo que los actos del cuerpo no expresan los actos del alma. Se ignora que estos últimos no son auténticos si quedan sin expresión y sin repercusión en la experiencia sensible. Ciertamente es posible cumplir una norma dirigida a la mortificación de la voluntad, inclinada hacia los sentidos, sin mortificar a la voluntad: es decir, obedecer materialmente al precepto sin adoptar su finalidad.
Pero, en primer lugar, este desdoblamiento no es peculiar de la norma de la abstinencia, sino que se extiende a todo mandamiento moral: las obras de la justicia pueden hacerse sin justicia, las obras de la castidad sin castidad, o las obras del amor sin amor; y todo se puede hacer sobre el teatro de la virtud con la única másca-ra de la virtud y sin el anímus in quo sunt omnia, el ánimo del que todo depende.
Sin embargo, el cumplimiento de la ley, por ese principio antropológico de la solidaridad de todas las partes del compuesto humano, produce efectos incluso prete-rintencionales: en el cuerpo macerado los impulsos de los sentidos quedan debilita-dos, y su contumacia contra las leyes del espíritu parece menos violenta.
La tendencia de los innovadores a descalificar la penitencia corporal es por tanto errónea. Ciertamente el ayuno debe ser acompañado de la compunción del co-razón y se hace esencialmente para provocarla, pero incluso separado de ella produce un efecto saludable que impide despreciarlo. Por tanto, sería falaz la remisión del ayuno corporal a la mortificación interior realizada por los documentos innovadores, si implicase un desprecio por el valor de la abstinencia corporal (que es el valor moral del compuesto); y sería tanto más inaceptable si (como a menudo sucede) se contem-plase la observancia del precepto penitencial casi como un impedimento al ejercicio de una verdadera penitencia: como si ver a un cristiano mortificado según el precepto del ayuno de la Iglesia fuese un indicio de hipocresía o de espíritu materialista.
Aparte de dividir al hombre por la mitad, la penitencia exclusivamente espiri-tual es imposible, ya que no se pueden amputar los deseos de la soberbia sin humi-llarse externamente, ni los deseos de los sentidos sin reprimir sus actos ilícitos y ex-teriores, ni los deseos de la glotonería sin hacer una disminución en la magnificencia y en los alimentos ordinarios. Cristo mismo, que tanto condenó enérgicamente el ayunar in facie, no lo condenó ciertamente como exterioridad de la mortificación (ex-terioridad necesaria e intrínseca a ella), sino como ostensión soberbia y respeto humano.
Y está tan lejos de condenar la observancia de los preceptos concernientes a los alimentos y a los actos externos (incluso de los más mínimos), que la considera tan necesaria como la de los actos interiores: «haec oportuit facere et illa non omittere» (Mat. 23, 23) , comparando lo exterior a lo interior. El mal está en la falta de espíri-tu, no en el cumplimiento de las prácticas.
Esa equiparación no se basa en la igualdad de peso moral entre abstinencia de alimentos y abstinencia de pecado: siendo la primera medio para la segunda, no puede tener su mismo grado axiológico. Está fundada sobre el principio de la obe-diencia, al cual la reforma de la disciplina penitencial ha quitado nervio al sustituir los largos períodos penitenciales que se ordenaban en otros tiempos por un precepto de solo dos días, y abandonando además el deber moral y religioso de la mortificación a la libertad de los fieles, supuestamente iluminada y madura. Cuando Juan XXIII promulgó la encíclica sobre la penitencia no hubo proclamación de un gran ayuno y ni siquiera un solo día de abstinencia preceptuada de alimentos, diversiones, o place-res mundanos.
Y cuando Pablo VI instituyó en octubre de 1971 un domingo de oración y de ayuno, muchos obispos al celebrarlo ni siquiera mencionaron el ayuno, remitiéndolo todo a la interioridad.
El paso de una obligación impuesta a los fieles mediante una ley positiva eclesiástica, a una obligación impuesta por la ley moral, es análoga a la acaecida en la reforma sobre la lectura de libros (§4 71-72). Se remite a los hombres a sus propias luces, a la legislación de su propia conciencia, elevando el principio de la libertad por encima del de la ley.
Ya Santo Tomás, respondiendo a una objeción, escribía que los ayunos «no son tampoco opuestos a la libertad de los fieles, sino un camino para libertar el espí-ritu del imperio de la carne» (Summa theol. II, II, q. 147, a. 3 ad tertium). La objeción, cuyo origen se encontraba en argumentos del espiritualismo herético de la Edad Me-dia, fue recogida por Erasmo: todo cristiano es libre de ayunar solamente cuando lo crea necesario en virtud de su finalidad, la mortificación.
La exaltación de la libertad se ha convertido en lugar común de la teología postconciliar; la idea ha penetrado en distintas publicaciones sobre todo por obra de las llamadas «firmas», o asesores teológicos de los más divulgados semanarios.
Mons. Ernesto Pisoni, por ejemplo, interrogado sobre el precepto eclesiástico de la abstinencia («Arnica», 2 de agosto de 1964), respondía que «se trata simplemente de un precepto que recibe su justificación y su valor moral de la libre voluntad de quien los quiere observar en espíritu, porque en la letra es fácil eludirlo». De este modo un sacerdote católico insinúa a un público de más de medio millón de lectores una idea errónea de la moralidad. El acto del hombre recibe su valor de la conformidad con el precepto, mientras aquí se hace derivar el valor del precepto del acto libre del hombre escogiendo cumplirlo. Se propone un doble sofisma; primero, que la voluntad recha-za toda heteronomía: es decir, el dependiente se convierte en independiente; segundo, que el fiel, miembro de ese cuerpo colectivo y místico de Cristo que es la Iglesia, se disocia o se desmiembra de él para erigirse como individuo que se da la ley a sí mis-mo.
107. PENITENCIA Y OBEDIENCIA
La relajación de la práctica penitencial ha tenido lugar bajo el supuesto de una más madura conciencia ascética de los fieles y con el intento de espiritualizar y refinar la mortificación. Pero el supuesto es desmentido por los hechos. Los pueblos cristianos gozan generalmente de abundantes placeres sensuales y satisfacciones mundanas, y la otra parte del mundo que hoy padece carencias está destinada a ser conducida gradualmente a una idéntica abundancia.
Con la reducción por la Iglesia de las privaciones corporales, en la creencia de que así se incrementaría la humildad interior, casi ha desaparecido todo ayuno de la vida ordinaria del pueblo cristiano. Y es una extravagancia la del cardenal inglés Godfrey, que en el mismo momento en que tenía lugar la desaparición universal de la mortificación quería que se hiciese participar en la Cuaresma incluso a los animales.
En fin, y como ya hemos observado, en la decadencia del precepto se descui-dó totalmente el valor de la obediencia: más bien fue derribado e invertido, transfor-mándolo en su contrario. «La penitencia es necesaria», escribe el Boletín de la Cate-dral de San Lorenzo de Lugano de enero 1967, «haya o no haya prescripciones ecle-siásticas que digan lo que hay que hacer y lo que no: mejor aún si no las hay». Y Dio-cesi di Milano (1967, p. 130), comentando la pastoral de los obispos lombardos, ase-gura después de referirse a la abolición de prohibiciones y prescripciones que «la pe-nitencia es libre y por tanto más meritoria».
En esta nueva doctrina se olvidan tres valores.
• Primero, hacer por obediencia a la Iglesia y en el modo prescrito por ella lo que el deber de la penitencia impone.
• Segundo, realizar el acto penitencial no sólo individualmente, sino eclesialmente (como la liturgia del Vetus ordo declaraba) y remitiendo a la Iglesia la determinación de la forma sustancial de ese deber.
• Tercero, el mérito que proviene de la abdicación de la propia voluntad en lo referente a la modalidad de la penitencia, abdicación que ya es ella misma una penitencia.
Pero estos valores dependientes del sometimiento de la voluntad a las formas y a los tiempos prescritos ya no son apreciados como en aquellos tiempos en que se pesaban en onzas los alimentos permitidos y se esperaba el tañido de las campanas para romper el ayuno.
De hecho, la Congregación romana, ante la duda de si la obligación grave de observar los días penitenciales se refería a los días aislados o a su conjunto, respon-dió que a esto último (OR, 9 marzo 1967). Esta respuesta abandona a la libertad de los creyentes el tiempo y la modalidad de la mortificación corporal, y hace móvil el carácter sagrado que parecía asignado al miércoles de Ceniza y al Viernes Santo en la Semana Santa.
En fin, la convertibilidad de la abstinencia en obras de misericordia, con per-juicio del concepto de penitencia, ha sido fijada en instituciones como la del Sacrificio cuaresma obligación monetaria que se hace equivalente a la mortificación corporal. Tal sacrificio de dinero, sustituto del ayuno (considerado inadecuado a los tiempos), no es sin embargo más conforme a los tiempos que éste.
Siendo la sociedad cristiana en gran parte rica y adinerada, esa renuncia re-sulta de escaso valor, aparte de que es siempre más penoso quitarse algo del cuerpo que de los bienes de fortuna. La confusión de lo penitencial y lo no penitencial, consi-derados como una misma cosa, está profesada explícitamente en el documento de 1966, que declara:, «Pueden considerarse actos de penitencia: abstenerse de alimen-tos particularmente apetecidos, un acto de caridad espiritual o corporal, la lectura de un pasaje de las Sagradas Escrituras, la renuncia a un espectáculo o diversión, y otros actos de mortificación». La lectura no es un acto de mortificación, y las obras de caridad tampoco. Perdido el concepto de penitencia, todo se convierte en penitencia.
También en el mensaje de Juan Pablo II para la Cuaresma de 1984, la Cua-resma consiste en obras de misericordia, pero no aparece el ayuno por ningún lado.