A continuación publico un articulo tomado del Padre Alberto Royo Mejía, consultor de la Santa Sede en la Congregación para las Causas de los Santos. Él actualmente tambien es vicario judicial en la diócesis de Getafe.
Hablar de la santidad de Juan Pablo II llevaría mucho más espacio de lo que puede caber en un artículo de opinión como éste, es más, llevaría libros enteros y de hecho ya se han publicado un buen número de ellos. El objeto de estas líneas es más modesto: Habiendo podido consultar la documentación recogida en el proceso de Beatificación del muy querido Pontífice, he querido reproducir algunos testimonios que me han parecido especialmente hermosos.
La Causa de Beatificación de Juan Pablo II ha incluido tres procesos distintos, uno llevado a cabo en Roma, otro en Cracovia y uno en Nueva York. En ellos fueron escuchados 122 testigos, todos tomados de entre los que mejor conocieron y trataron más a este gran Papa. Entre los testigos se incluyen 35 cardenales, 20 obispos (o arzobispos), 36 laicos -el grupo más nutrido-, 19 sacerdotes, 6 religiosos, 3 cristianos no católicos y un judío. Fueron elegidos cuidadosamente, era necesario que le hubiesen conocido bien, pues no bastan algunos encuentros ocasionales para juzgar la santidad de una persona, se requiere un largo conocimiento a lo largo de los años.
Se podrían traer aquí infinidad de citas más, aquí he escogido algunas pocas. En primer lugar, sobre su fe y su amor a Dios, comenta en el proceso el que fue su primer ceremoniero y después, como obispo, su buen amigo Mons. Magee:
“Era un verdadero hombre de fe. Desde el primer momento que le traté me impresionó la profundidad de su fe. Era siempre consciente de la protección de Dios, de la presencia de Dios, y no tenía miedo a nada… Se le notaba que estaba siempre en presencia de Dios, la oración le venía espontáneamente a la boca. Su amor al Salvador era evidente. Por ejemplo, desde el principio del pontificado yo personalmente lo encontraba con frecuencia postrado por tierra ante el Tabernáculo o en su despacho, y lo mismo todas las noches durante sus viajes apostólicos”. (Summarium Super Virtutibus, II. P. 264)
Y añade:
“El Siervo de Dio manifestó un profundo amor por el Señor. Toda su vida estaba impregnada, por decirlo así, por esta actitud suya hacia Cristo, era su amor por excelencia. Su modo de orar, su modo de hablar, su modo de vivir cada momento manifestaban su amor profundo y habitual a Jesús” (Summarium, p. 266)
Destacan mucho los testigos su vida de oración. Así lo explica, por ejemplo, la profesora Wanda Poltawska, amiga suya por más de 50 años:
“Prácticamente rezaba siempre, puedo decir que estaba inmerso en la oración. Nunca he visto un éxtasis, pero emanaba la certeza de la cercanía a Dios. Cuando aparecían problemas difíciles, iba a rezar a la capilla. En toda circunstancia enseñaba a tener esperanza contra toda esperanza. Estaba profundamente convencido y lo decía con las siguientes palabras: ‘Recuerda que Dios lo sabe todo, lo gobierna todo’. A El le confiaba todas las cuestiones y estaba seguro que El las resolvería” (Summarium, IV, p. 57)
Su fiel secretario, don Stanislao Dziwisz, explica cómo la fe llevaba a Juan Pablo II a un gran optimismo y abandono en Dios:
“Veía todo en modo positivo, no era pesimista, creía que Dios lo gobierna todo, confiaba en la acción del Espíritu Santo en el mundo y abandonaba todo en las manos de la Madre Santísima. Esta era su fuerza, nunca se abatía ni se dejaba condicionar por las contrariedades; ante las noticias adversas que le llegaban reaccionaba con la oración, poniendo todo en las manos de Cristo” (Summarium, II, p. 808)
Una amiga suya de Polonia y que continuó la amistad en Roma, Luzmila Gryegel, explica:
“Ejercitó la virtud de la esperanza en grado heroico durante toda su vida. Se le notaba especialmente en los momentos difíciles y durante los acontecimientos trágicos, sea en su historia personal, sea en la historia de Polonia, y después en el mundo entero. Nunca perdía la serenidad y la tranquilidad. Tenía una enorme confianza en la intervención de la Divina Misericordia en la historia del mundo y de la Iglesia y sabía transmitirla tanto a cada persona como a la multitud de los fieles (Summarium, II, p. 847)
Alimentaba su fe y su esperanza en la Oración. Acerca de ella narra una anécdota el que fue presidente de Italia, Giulio Andreotti:
“Tuve una impresión profunda cuando, visitando Cracovia, donde recibí un doctorado Honoris Causa, pude ver la capilla del palacio arzobispal, en ella había una mesa pequeña y me dijeron que el entonces Cardenal Wojtyla no sólo pasaba horas en la capilla, sino que los textos más importantes de su trabajo pastoral los escribía en esta mesa, que estaba junto al altar.” (Summarium, II, p. 180)
Esta otra hermosa anécdota nos viene del Cadenal Carlo Caffarra:
“Cuando era su huésped en Castel Gandolfo, cada tarde salíamos al jardín a rezar juntos el rosario. Al acabarlo, el siervo de Dios me pedía que me alejase y se acercaba a la estatua de la Virgen de Lourdes. Yo me alejaba, pero desde lo lejos veía cómo se quedaba rezando, al menos media hora, y parecía que se transformaba a los pies de la Virgen” (Summarium, II, p. 378)
De este modo lo explica una de las religiosas que siempre estuvieron con él, en Polonia y en Roma, sor Eufroznya:
“Vivía en oración, desde la mañana pronto hasta la noche, se puede decir. Por la tarde, acabado el trabajo, iba a la capilla. Iba a visitarle antes de las audiencias y cuando volvía de ellas. Si se despertaba por la noche, iba a la capilla. Durante la jornada entraba con frecuencia en la capilla, por no hablar de la hora de adoración eucarística diaria, que nunca dejó. Deseaba transmitir a los demás su amor al Santísimo Sacramento” (Summarium, II, p. 165)
La consecuencia de todo ello era la caridad, como explica sor Eufroznya:
“Nunca lo oí hablar mal o con desprecio de nadie. Cuando le pedían por carta oraciones, celebraba la Misa por esa intención. Cuando se le hablaba de algún conocido que hacía años que no veía, era sorprendente oírle decir: “Yo rezo por él todos los días”. Una vez le pregunté cómo hacía para recordar a tantas personas, pero guardó silencio, no me respondió” (Summarium, II, p. 168)
Caridad concreta con cada persona, como cuenta una enfermera que le cuidó en las dos últimas veces que estuvo hospitalizado, en febrero y marzo del 2005:
“Cuando fue hospitalizado en febrero del 2005, se dio cuenta que yo tenía problemas y me invitó a hablarle. Fue a través suyo que se produjo en mi una conversión a Dios, a la fe y a la práctica religiosa. Yo antes de conocerlo no me sentía especialmente atraída por Juan Pablo II, porque me había alejado de la práctica religiosa. Pero cuando entré en la habitación donde él estaba, tuve la sensación de vivir una dimensión distinta. Atendiéndole cada día me di cuenta que era una persona extraordinaria y cuando me llamó por mi nombre y me preguntó ¿Qué te pasa? Porque se daba cuenta de mis problemas, eso me animó a abrirme a él y fue la puerta para mi regreso a la práctica religiosa” (Summarium, II, p. 525)
El fotógrafo del Papa, Arturo Mari, cuenta una anécdota conmovedora acerca de la caridad concreta de Juan Pablo II:
“En una ocasión me llamó don Estanislao para que acudiese a apartamento pontificio, era hacia el 1984-85. Cuando llegué encontré al Papa en la capilla, de rodillas en el suelo y junto a él un joven en silla de ruedas, se veía que estaba gravemente enfermo. Estuvieron una media hora rezando juntos, y al acabar el Papa se levantó, se quitó una cadena que llevaba en el cuello y se la puso en el cuello del joven. Éste, con dificultad, tocó la mano del Papa y le dijo, ‘Nos vemos en el paraíso”. Efectivamente, aquel joven falleció tres días después” (Summarium, II, p. 630)
Otra anécdota, que en modo tergiversado ha corrido por Internet, la narra en el modo real como ocurrió el cardenal Carlo Caffarra:
“Un sacerdote me contó que reconoció a un pobre que pedía en la Via Traspontina, en Roma, era un ex sacerdote. Consiguió introducirlo en una audiencia que había en el Aula Clementina, haciendo que advirtiesen antes al Siervo de Dios de la presencia del ex sacerdote. Acabada la audiencia, el Siervo de Dios llamó al ex sacerdote a una sala, a solas. Al salir, el ex sacerdote lloraba y cuando le preguntamos el porqué contó que el Siervo de Dios le había pedido que le confesara. Acabada la confesión, le había dicho más o menos estas palabras: ‘Mira qué grande es el sacerdocio, no lo arruines” (Summarium, II, p. 380)
Los testimonios de su caridad son incontables en los documentos del proceso de Canonización. El hoy cardenal Dziwisz, su secretario, explica:
“Nunca destinó dinero para su uso propio, era un hombre totalmente pobre, no aceptaba ni siquiera la paga que destinaba a la diócesis. Solamente usaba de lo que le daban por los artículos y los libros y eso lo usaba para obras de caridad” (Summarium, II, p. 803)
Monseñor Smolenski, añade algunos datos sobre su pobreza:
“Las personas quedaban edificadas en modo particular por su pobreza. Una pobreza extrema en el vestir y en las cosas. Después de la elección como Papa nos pidieron que llevásemos al Vaticano sus cosas, pero no había nada que llevar, porque no tenía nada” (Summarium, III, p. 13)
Sor Tobiana, otra de las religiosas que lo cuidaban, explica:
“Era pobre en espíritu y en realidad. No tenía ninguna propiedad. Consideraba lo que usaba como prestado. No le interesaba el dinero, ni lo conocía bien. Estaba dispuesto a donarlo todo si alguien se lo pedía, no estaba apegado a nada. Se lamentaba porque, como Papa, tenía muchas sotanas, decía que dos eran suficientes, que el Señor había dicho que dos túnicas eran suficientes” (Summarium, III, p. 193)
El Postulador de la Causa recuerda una anécdota ocurrida en Brasil cuando visitaba a los habitantes de las favelas:
“Cuando caminaba por aquellas calles estrechas, bruscamente se volvió y a la puerta de una chabola vio una anciana que estaba sola. La abrazó, la besó en la mejilla, le dio su bendición y, quitándose el anillo de su dedo, se lo regaló a aquella señora. Cuando abandonó la chabola, la mujer no podía contener sus lágrimas” (Informatio, pp. 352-353)
Caridad, celo por la salvación de las almas y una profunda humildad se conjugan en la siguiente anécdota que narra Arturo Mari acerca de los últimos momentos del presidente Sandro Pertini, agnóstico, que gracias a su amistad con Juan Pablo II se había acercado a la fe:
“Cuando Pertini estaba agonizante, quiso ver a su amigo Juan Pablo II. El Papa, interrumpiendo sus audiencias, fue al policlínico Humberto I, donde estaba hospitalizado, pero en la puerta de la habitación estaba la mujer del presidente, que no le dejó entrar en la habitación. El Papa comprobó con sus colaboradores que era Pertini el que le había llamado, pero no hubo manera de convencerla. El Papa pidió humildemente a la señora poder por lo menos sentarse en una silla a la puerta de la habitación, lo cual ella aceptó con desprecio. El Papa estuvo rezando el rosario por unos veinte minutos y, al acabar, hizo la señal de la cruz sobre la puerta del enfermo y dijo: “Ahora está en paz”. Se fue con sus colaboradores, sin haber podido saludar a Pertini” (Summarium, II, 629)
La humildad, que según todos los testigos fue una virtud predominante en Juan Pablo II, tuvo su prueba de fuego cuando en 1995 se le declaró el Parkinson:
“Aceptó la creciente impotencia física con total abandono a la voluntad de Dios: Las dificultades respiratorias debidas a la enfermedad del Parkinson y la imposibilidad de moverse… Al final no podía ni hablar, pero expresaba su gratitud con los gestos de la mano… La dificultad de tragar y alimentarse y las limpiezas frecuentes de la sonda le ocasionaban muchos sufrimientos, pero él era muy paciente. En los últimos días en el hospital repetía que a San Pedro le habían crucificado cabeza abajo… Aunque sufriese mucho nunca se lamentaba” (Summarium, III, p. 184)
Andrea Riccardi, el fundador de la Comunidad de Sant’Egidio, explica la evolución espiritual de Juan Pablo II con el paso de los años:
“En 1978 era una gran figura de hombre, vigoroso, bueno, preocupado, un pastor muy disponible; con los años he visto que su corazón se ensanchaba en una dimensión universal para abrazar a todos, los pobres, los no cristianos, los pueblos lejanos. Creo que en el hubo un crecimiento en los dones espirituales y en su humanidad, fundado en la oración y una total disponibilidad a Dios manifestado en el darse a los hermanos. En resumen una dilatación de su amor y de su pastoralidad. Mi percepción es de un pastor bueno que con los años se convirtió en un pastor universal, probado por muchos sufrimientos, pero que no renunció a serlo.” (Riccardi, p. 567)
Y así la prudencia, la justicia, la templanza, la obediencia y las demás virtudes. Los testimonios son muchos y no me quiero alargar. Solamente concluyo con una anécdota que narra el Cardenal Deskur, gran amigo de Juan Pablo II. Es sobre el diálogo que tuvieron el joven sacerdote Farol Wojtyla y el P. Pío de Pietrelcina. Sobre dicho diálogo se ha especulado mucho, pero la realidad fue la siguiente:
“He sabido directamente del Siervo de Dios que durante su encuentro con S. Pío de Pietrelcina se habló solamente de los estigmas porque el Siervo de Dios quería saber cual de los estigmas le procuraba mayor dolor. La respuesta de San Pío fue que la llaga más dolorosa era una que tenía en el hombro, donde Jesús llevaba la cruz. Esta llaga no la conocían los médicos y por eso no se la curaban nunca. No se habló del futuro del Siervo de Dios. Para él, su encuentro con el P. Pío quedó en la memoria como un recuerdo del peso de la cruz cotidiana” (Summarium., p. 93)
La santidad de Juan Pablo II no se basa en haber sido Papa ni en haber sido popular y querido por todos -o casi todos-, sino por haber vivido con heroicidad las virtudes cristianas día a día. En eso es un ejemplo para todos nosotros y por eso la Iglesia lo eleva a los altares.