CARTA APOSTÓLICA
LE VOCI* DEL SUMO PONTÍFICE JUAN XXIII AL EPISCOPADO Y FIELES DE TODO EL MUNDO SOBRE EL FOMENTO DE LA DEVOCIÓN A SAN JOSÉ
¡Venerables hermanos y queridos hijos!
Las voces que desde todos los puntos de la tierra llegan hasta
Nos, como expresión de alegre esperanza y deseos por el feliz éxito del
Concilio. Ecuménico Vaticano II, impulsan siempre nuestro ánimo a sacar provecho
de la buena disposición de tantos corazones sencillos y sinceros, que se vuelven
con amable espontaneidad a implorar el auxilio divino para acrecentamiento del
fervor religioso, clara orientación práctica en todo lo que la celebración
conciliar supone y nos promete de incremento de la vida interior y social de la
Iglesia y de renovación espiritual de todo el mundo.
Y he aquí que nos encontramos, con la aparición de la nueva
primavera de este año y ante la proximidad de la Sagrada Liturgia Pascual, con
la humilde y amable figura de San José, el augusto esposo de María, tan caro a
la intimidad de las almas más sensibles a los atractivos de la ascética
cristiana y de sus manifestaciones de piedad religiosa, contenidas y modestas,
tanto más agradables y amables.
En el culto de la Santa Iglesia, Jesús, Verbo de Dios hecho
hombre, pronto tuvo su adoración incomunicable como esplendor de la sustancia de
su Padre, que resplandece en la gloria de los Santos. María, su madre, le siguió
muy de cerca desde los primeros siglos en las representaciones de las catacumbas
y basílicas, piadosamente venerada como sancta María mater Dei. En
cambio, José, fuera de algún resplandor de su figura que aparece aquí o allá en
los escritos de los Padres, permaneció durante siglos y siglos en su
ocultamiento característico, casi como figura decorativa en el cuadro de la vida
del Salvador. Y requirió tiempo antes de que su culto penetrase de los ojos al
corazón de los fieles y de él sacasen especiales lecciones de oración y confiado
abandono. Estas fueron las alegrías fervorosas reservadas a las efusiones de la
edad moderna —¡qué abundantes e impresionantes!—, y entre ellas nos ha
complacido especialmente fijarnos en un aspecto muy característico y
significativo.
San José en los documentos de los Pontífices del siglo
pasado
Entre los diferentes postulata que los Padres del Concilio
Vaticano I, al reunirse en Roma (1869-1870), entregaron a Pío IX, los dos
primeros se referían a San José. Ante todo se pedía que su culto ocupase un
lugar más preeminente en la sagrada Liturgia; llevaba la firma de ciento
cincuenta y tres obispos. El otro, suscrito por cuarenta y tres superiores
generales de Órdenes religiosas, abogaba por la proclamación solemne de San José
como Patrono de la Iglesia universal (Acta et Decreta Sacrorum Conciliorum
recentiorum - Collectio Lacensis, tomo VII, colo. 856-857).
Pío IX
Pío IX acogió con alegría ambos deseos. Desde el comienzo de su
pontificado (10 de diciembre de 1847) fijó la fiesta y rito del patrocinio de
San José el domingo III después de Pascua. Ya desde 1854, en una vibrante y
devota alocución, señaló a San José como la más segura esperanza de la Iglesia,
después de la Santísima Virgen; y el 8 de diciembre de 1870, en el Concilio
Vaticano, interrumpido por los acontecimientos políticos, aprovechó la feliz
coincidencia de la fiesta de la Inmaculada para proclamar más solemne y
oficialmente a San José como Patrono de la Iglesia universal y elevar la fiesta
del 19 de marzo a rito doble de primera clase. (Decr. Quemadmodum Deus, 8
de diciembre de 1870; Acta Pii IX, P. M., t. 5, Roma 1873, p. 282.)
Fue aquél —el del 8 de diciembre de 1870— un breve pero gracioso y
admirable Decreto "Urbi et Orbi" verdaderamente digno del Ad perpetuam
rei memoríam que abrió un venero de riquísimas y preciosas inspiraciones a
los Sucesores de Pío IX.
León XIII
Y he aquí, por cierto, al inmortal León XIII, que publica en la
fiesta de la Asunción en 1889 la carta Quamquam
pluries (Acta Leonis XIII P. M., Roma, 1880, p. 175-180), el
documento más amplio y extenso que un Papa haya publicado nunca en honor del
padre putativo de Jesús, ensalzado con su luz característica de modelo de padres
de familia y de trabajadores. De aquí arranca la hermosa oración: «A ti,
Bienaventurado San José», qué impregnó de tanta dulzura nuestra niñez.
San Pío X
El Santo Pontífice Pío X añadió a las manifestaciones del Papa
León XIII otras muchas de devoción y amor a San José, aceptando gustosamente la
dedicatoria, que le hizo, de un tratado que expone su culto (Epist, ad R. P. A
Lepicier O. S. M., 12 de febrero de 1908; Acta Pii X, P. M., Roma,
1914,.p. 168-69); multiplicando el tesoro de las Indulgencias en la recitación
de las Letanías, tan caras y dulces de recitar. ¡Qué bien suenan las palabras de
esta concesión! "Sanctissimus Dominus Noster Pius Papa X inclytum patriarcham
S. Joseph, divini Redemptoris, patrem putativum, Deiparae Virginis sponsum
purissimum et catholicae Ecclesiae potentem apud Deum Patronum, —y observad
su delicado sentimiento personal— cuius glorioso nomine a nativitate
decoratur, peculiari atque constante religione ae pietate complectitur".
(AAS. I [1909] p. 220), y las otras con que anunció el motivo de nuevas gracias
concedidas: "ad augendum cultum erga S. Joseph, Ecelesiae universalis
Patronum" (Decr. S. Congr. Rit. 24 iul. 1911; AAS. III [1911], p. 351).
Benedicto XV
Al estallar la primera gran guerra europea, mientras los ojos de
Pío X se cerraban a la vida de este mundo, he aquí que surge providencialmente
el Papa Benedicto XV y pasa como astro benéfico de consuelo universal por los
años dolorosos de 1914 a 1918. También él se apresuró pronto a promover el culto
del Santo Patriarca. En efecto, a él se debe la introducción de dos nuevos
prefacios en el Canon de la Misa, precisamente el de San José y el de la Misa de
Difuntos, uniendo ambos felizmente en dos decretos del mismo día, 9 de abril de
1919 (AAS. XI [1919], p. 190-191), como invitando a una unión y fusión de dolor
y consuelo entre las dos familias: la celestial de Nazaret y la inmensa familia
humana afligida por universal consternación por las innumerables víctimas de la
guerra devastadora. ¡Qué triste pero al mismo tiempo qué dulce y feliz unión:
San José por una parte y el "signifer sanctus Michaël" por otra, ambos en
trance de presentar las almas de los difuntos al Señor "in lucem
sanctam"!
Al año siguiente, 25 de julio de 1920, el Papa Benedicto XV volvía
sobre el tema en el cincuenta aniversario, que se preparaba entonces, de la
proclamación —que ya llevó a cabo Pío IX— de San José como Patrono de la Iglesia
universal y volvió sobre ello iluminando con doctrina teológica con el Motu
proprio Bonum sane (25 de julio de 1920; AAS, XII [1920], p. 313), que
respiraba todo él amor y confianza singular. ¡Oh, cómo resplandece la humilde y
benigna figura del Santo, que el pueblo cristiano invoca como protector de la
Iglesia militante, en el momento mismo de brotar sus mejores energías
espirituales e incluso de reconstrucción material después de tantas calamidades
y como consuelo de tantos millones de víctimas humanas abocadas a la agonía y
por las que el Papa Benedicto XV quiso recomendar a los Obispos y a las
numerosas asociaciones piadosas esparcidas por el mundo implorasen la protección
de San José, patrono de los moribundos!
Pío XI y Pío XII
Siguiendo las mismas huellas, que recomiendan la devoción al Santo
Patriarca, los dos últimos Pontífices, Pío XI y Pío XII, ambos de cara y
venerable memoria, continuaron con viva y edificante fidelidad evocando,
exhortando y elevando.
Cuatro veces por lo menos Pío XI en alocuciones solemnes, al
exponer la vida de nuevos Santos y con frecuencia en las fiestas anuales del 19
de marzo —por ejemplo en 1928 (Discursos de Pío XI, S. E. I. vol I,
1922-1928, p. 779-780) y luego en 1935 y aun en 1937— aprovechó la oportunidad
para ensalzar los muchos ejemplos de que está adornada la fisonomía espiritual
del Custodio de Jesús, del castísimo esposo de María, del piadoso y modesto
obrero de Nazaret y patrono de la Iglesia universal, poderoso amparo en la
defensa contra los esfuerzos del ateísmo mundial, que tiende a la ruina de las
naciones cristianas.
También Pío XII, siguiendo a su antecesor, observó la misma línea
e igual forma en numerosas alocuciones, siempre tan hermosas, vibrantes y
acertadas; por ejemplo, cuando el 10 de abril de 1940 (Discursos y
Radiomensajes de Pío XII, vol. II, p. 65-69) invitaba a los recién casados a
ponerse bajo el manto seguro y suave del Esposo de María; y en 1945 (ibid.,
vol. VII, p. 5-10) invitaba a los afiliados a las Asociaciones Cristianas de
trabajadores a honrarle como a sublime dechado e invicto defensor de sus filas;
y diez años después, en 1955 (ibid., vol. XVII, p. 71-76 anunciaba la
institución de la fiesta anual de San José Artesano. De hecho, esta fiesta, de
tan reciente institución, fijada para el 1 de mayo, viene a suprimir la del
miércoles de la segunda semana de Pascua, mientras que la fiesta tradicional del
19 de marzo marcará de ahora en adelante la fecha más solemne y definitiva del
Patrocinio de San José sobre la Iglesia universal.
El mismo Padre Santo Pío XII se congratuló en adornar como con una
preciosísima corona el pecho de San José con una fervorosa oración propuesta a
la devoción de los sacerdotes y fieles de todo el mundo, enriqueciendo su
recitación con copiosas indulgencias; una oración de carácter eminentemente
profesional y social, como conviene a cuantos están sujetos a la ley del
trabajo, que para todos es "ley de honor, de vida pacífica y santa, preludio de
la felicidad inmortal". Entre otras cosas en ella se dice: "Sednos propicio, oh
San José, en los momentos de prosperidad, cuando todo nos invita a gustar
honradamente los frutos de nuestro esfuerzo, pero sednos propicio sobre todo y
sostenednos en las horas de tristeza, cuando parece que el cielo se cierra sobre
nosotros y hasta los instrumentos del trabajo parecen caerse de nuestras manos"
(ibid. vol. XX, p. 535).
¡Venerables hermanos y queridos hijos! Estos recuerdos de historia
y piedad religiosa nos pareció oportuno proponerlos a la devota consideración de
vuestras almas formadas en la delicadeza del sentir y vivir cristiano y
católico, justamente en esta coyuntura del 19 de marzo, en que la festividad de
San José coincide con el comienzo del tiempo de Pasión y nos prepara a una
intensa familiaridad con los misterios más conmovedores y saludables de la
sagrada liturgia. Las prescripciones, que mandan velar las imágenes de Jesús
Crucificado, de María y de los Santos durante las dos semanas que preparan la
Pascua, son una invitación a un recogimiento íntimo y sagrado en las
comunicaciones con el Señor por la oración, que debe ser meditación y súplica
frecuente y viva. El Señor, la Virgen Bendita y los Santos esperan nuestras
confidencias y es muy natural que éstas traten de lo que conviene mejor a las
solicitudes de la Iglesia católica universal.
Expectación del Concilio Ecuménico
En el centro y en lugar preeminente de estas solicitudes está, sin
duda, el Concilio Ecuménico Vaticano II, cuya expectación está ya en los
corazones de cuantos creen en Jesús Redentor, pertenecen a la Iglesia Católica
nuestra Madre o a alguna de las diferentes confesiones separadas de ella y
también deseosas —como muchos quieren— de retornar a la unidad y a la paz, según
las enseñanzas y oración de Cristo al Padre celestial. Es muy natural que esta
evocación de las palabras de los Papas del siglo pasado esté encaminada a
promover la cooperación del mundo católico en el feliz éxito del gran propósito
de orden, elevación espiritual y de paz a que está llamado un Concilio
Ecuménico.
El Concilio, al servicio de todas las almas
Todo es grande y digno de ser destacado en la Iglesia, tal y como
la instituyó Jesús. En la celebración de un Concilio se reúnen en torno a los
Padres las más distinguidas personalidades del mundo eclesiástico, que atesoran
excelsos dones de doctrina teológica y jurídica, capacidad de organización y
elevado espíritu apostólico. Esto es el Concilio: el Papa en la cumbre; en torno
suyo y con él, los Cardenales, Obispos de todo rito y país, doctores y maestros
competentísimos en los diferentes grados y especialidades.
Pero el Concilio está destinado a todo el pueblo cristiano, que
está interesado en él por esa circulación más perfecta de gracia, de vitalidad
cristiana que haga más fácil y expedita la adquisición de los bienes
verdaderamente preciosos de la vida presente y asegure las riquezas de los
siglos eternos.
Por eso, todos están interesados en el Concilio, eclesiásticos y
seglares, grandes y pequeños de todas las partes del mundo, de todas las clases,
razas y colores, y si se señala un protector celestial para impetrar de lo alto,
en su preparación y desarrollo, esa virtus divina, que parece destinado a
marcar una época en la historia de la Iglesia contemporánea, a ninguno de los
celestiales patronos puede confiárselo mejor que a San José, cabeza
augusta de la Familia de Nazaret y protector de la Santa Iglesia.
Escuchando de nuevo, como un eco, las palabras de los Papas de
este último siglo de nuestra historia, como nos ocurre a Nos, ¡cómo nos
conmueven todavía los acentos característicos de Pío XI, incluso por aquella
manera suya reflexiva y tranquila de expresarse! Tales palabras nos vienen a las
mientes precisamente de un discurso pronunciado el 19 de marzo de 1928 con una
alusión que no supo, no quiso silenciar en honor de San José querido y bendito,
como gustaba de invocarle.
"Es sugestivo —decía— contemplar de cerca y ver cómo resplandecen
una junto a otra dos magníficas figuras unidas en los comienzos de la Iglesia:
en primer lugar, San Juan Bautista, que se presenta desde el desierto unas veces
con voz de trueno, otras con humilde afabilidad y otras como el león rugiente o
como el amigo que goza de la gloria del esposo y ofrece a la faz del mundo la
grandeza de su martirio. Luego, la robustísima figura de Pedro, que oye del
Maestro divino las magnificas palabras: "Id y enseñad a todo el mundo", y a él
personalmente: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia", misión
grande, divinamente fastuosa y clamorosa."
Así habló Pío XI y luego prosiguió muy acertadamente: "Entre estos
grandes personajes, entre estas dos misiones, he aquí que aparece la persona y
la misión de San José, que pasa, en cambio, recogida, callada, como inadvertida
e ignorada en la humildad, en el silencio; silencio que sólo debía romperse más
tarde, silencio al que debía suceder el grito, verdaderamente fuerte, la voz y
la gloria por los siglos" (Discursos de Pío XI, vol. I, p. 780).
Oh San José, invocado y venerado como protector del Concilio
Ecuménico Vaticano II!
Aquí es donde deseamos llevaros, al enviaros esta Carta apostólica
precisamente el 19 de marzo, cuando con la celebración de San José, Patrono de
la Iglesia universal, vuestras almas podían sentirse movidas a mayor fervor por
una participación más intensa de oración, ardiente y perseverante en las
solicitudes de la Iglesia maestra y madre, docente y directora de este
extraordinario acontecimiento del Concilio Ecuménico XXI y Vaticano II, del que
se ocupa la prensa pública mundial con vivo interés y respetuosa atención.
Sabéis muy bien que se trabaja en la primera fase de la
organización del Concilio con paz, actividad y consuelo. Por centenares se
suceden en la Urbe prelados y eclesiásticos distinguidísimos, procedentes de
todos los países del mundo, distribuidos en secciones diferentes y ordenadas,
cada una entregada a su noble trabajo siguiendo las valiosas indicaciones
contenidas en una serie de impresionantes obras que aportan el pensamiento, la
experiencia, las sugerencias recogidas por la inteligencia, la sabiduría, el
vibrante fervor apostólico de lo que constituye la verdadera riqueza de la
Iglesia católica en el pasado, presente y futuro. El Concilio Ecuménico sólo
exige para su realización y éxito luz de verdad y de gracia, disciplinado
estudio y silencio, serena paz de las mentes y corazones. Esto por lo que toca a
nuestra parte humana. De lo alto viene el auxilio divino que el pueblo cristiano
debe pedir cooperando intensamente con la oración, con el esfuerzo de vida
ejemplar que preludie y sea prueba de la disposición bien determinada por parte
de cada uno de aplicar, después, las enseñanzas y directrices que serán
proclamados al término feliz del gran acontecimiento que ahora lleva ya un
camino prometedor y feliz.
¡Venerables` hermanos y queridos hijos! El pensamiento luminoso
del Papa Pío XI del 19 de marzo de 1928 nos acompaña todavía. Aquí en Roma la
sacrosanta Catedral de Letrán resplandece siempre con la gloria del Bautismo,
pero en el templo máximo de San Pedro, donde se veneran preciosos recuerdos de
toda la Cristiandad, también hay un altar para San José, y proponemos con fecha
de hoy, 19 de marzo de 1961, que este altar de San José revista nuevo esplendor,
más amplio y solemne, y sea el punto de convergencia y piedad religiosa para
cada alma e innumerables muchedumbres. Bajo estas celestes bóvedas es donde se
reunirán en torno a la Cabeza de la Iglesia las filas que componen el Colegio
Apostólico provenientes de todos los puntos del orbe, incluso los más remotos,
para el Concilio Ecuménico.
¡Oh San José! Aquí está tu puesto como Protector universalis
Ecclesiae. Hemos querido ofrecerte a través de las palabras y documentos de
nuestros inmediatos Predecesores del siglo pasado, de Pío IX a Pío XII, una
corona de honor como eco de las muestras de afectuosa veneración que ya surgen
de todas las naciones católicas y de todos los países de misión. Sé siempre
nuestro protector. Que tu espíritu interior de paz, de silencio, de trabajo y
oración, al servicio de la Santa Iglesia, nos vivifique siempre y alegre en
unión con tu Esposa bendita, nuestra dulcísima e Inmaculada Madre, en el
solidísimo y suave amor de Jesús, rey glorioso e inmortal de los siglos y de los
pueblos. ¡Así sea!
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 19 de marzo de 1961, tercer
año de nuestra Pontificado.
IOANNES PP. XXIII
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