El recientemente finalizado viaje del Papa Francisco a Cuba y a los Estados Unidos de Norteamérica ha sembrado más dudas y perplejidades que certezas respecto de las consecuencias que de él puedan derivarse. En efecto, la pregunta que surge tras los extensos e intensos días del periplo papal, los discursos en los diversos escenarios en los que le tocó hablar, los distintos encuentros políticos y religiosos, los múltiples actos y gestos realizados es, sencillamente esta: ¿a dónde va Francisco? ¿Qué se propone hacer de la Iglesia a cuya cabeza ha sido colocado?
Desde luego que todo cuanto se refiera al Papa debe ser visto, en primerísimo lugar, desde la perspectiva exclusiva de la Fe. No puede haber perspectiva alguna, por lícita que sea, anterior a esta visión sobrenatural. En este sentido, Francisco, Papa, es el Sucesor de Pedro, el Vicario de Cristo, Pastor Supremo de la Iglesia; por tanto, en él se realiza la misteriosa presencia sacramental de Jesucristo en el mundo. Allí donde está el Papa, está Pedro, y donde está Pedro está la Iglesia y donde está la Iglesia está Cristo: ubi Petrus ibi Ecclesia, ubi Ecclesia, ibi Christus. Cuando lo hemos visto, pues, celebrar el Santo Sacrificio de la Misa ante multitudes inmensas, proclamar, en la venerable lengua de la Iglesia, la inscripción de San Junípero Serra en el catálogo de los santos, consolar presos y enfermos, inclinarse sobre quienes se acercaban a su paso, acompañar a las familias, hemos experimentado la consoladora presencia de Jesucristo en la persona augusta de su Vicario; y esto no es otra cosa que la gracia de Dios que se derrama sobre los hombres. ¿Qué queda sino entonar un regocijado Deo gratias?
Pero aparte de esta visión eminentemente sobrenatural resulta lícito, y necesario, ensayar otra visión, natural, humana y temporal de esta visita. Porque a nadie escapa que el viaje de Francisco estuvo cargado de profundas implicancias políticas; y aquí reside, precisamente, la fuente de esa perplejidad y dudas a las que aludíamos al inicio de esta nota. “Si es verdad que la Iglesia -recordaba en cierta ocasión el Papa Pío XII- no quiere mezclarse en las disputas acerca de la oportunidad, la utilidad o la eficacia terrena de las diversas formas temporales que pueden revestir instituciones o actividades puramente políticas; no lo es menos que ni puede ni quiere renunciar a ser la luz y la guía de las conciencias en todas aquellas cuestiones de principio en que los hombres o sus programas o sus obras pudieran correr peligro de olvidar o negar los eternos fundamentos de la ley divina”[1]. La cuestión reside, en consecuencia, en analizar si Francisco ha sido el testigo de esa luz de la Iglesia (en definitiva, de Cristo) o si más bien ha estado bastante lejos de ser esa luz y, en consecuencia, sus palabras y sus gestos en nada se diferencian de los de cualquier líder mundial al uso. Por desgracia nos vemos obligados a inclinarnos ante la segunda afirmación.
En Cuba, en franco contraste con sus predecesores Juan Pablo II y Benedicto XVI, no tuvo palabra ni gesto alguno de condena o reprobación del oprobioso régimen castrista; por el contrario, se mostró en extremo condescendiente con esa dupla de asesinos seriales que son los hermanos Castro. ¿Era necesario tanto arrumaco a esos dos criminales? ¿Enviar un caluroso saludo al “hermano Fidel” y luego calificar de “fraterno” el encuentro privado con el viejo tirano? ¿No bastaba una gélida cortesía diplomática y deslizar, al menos, una palabra a favor de esos pobres desgraciados que son los disidentes a quienes no recibió siquiera? Téngase en cuenta que en la particular geografía política y religiosa de Hispanoamérica Cuba representa un punto singularmente sensible: la Isla fue la cabecera de playa de la Guerra Revolucionaria marxista que en los años sesenta y setenta del siglo pasado intentó imponer a sangre y fuego el castrocomunismo en casi todos los países de la región en los que organizó y alentó movimientos guerrilleros y terroristas que cubrieron de muerte a esta parte de América. Por otro lado, sabida es la gran fascinación que la Revolución Cubana ejerció y ejerce en vastos sectores de las izquierdas incluidas las izquierdas clericales más o menos vinculadas con la Teología de la Liberación. Esta actitud del Papa ante el castrismo tiene, por tanto, significados muy fuertes: para muchos representa una claudicación frente al peor enemigo de la Fe y de las patrias; para otros, una suerte de convalidación de los sueños y las utopías revolucionarias.
Pero, además, cabe otra pregunta respecto de Cuba. Francisco ha sido el artífice de la llamada “reconciliación” entre Cuba y Estados Unidos que se concretó en el restablecimiento de las relaciones diplomáticas y en dos encuentros entre Raúl Castro y Obama con vista al levantamiento del famoso boqueo de Norteamérica contra la Isla. La pregunta es: ¿qué interés puede tener el Papa, o la Santa Sede, en que se amiguen estos dos malvados, representante uno del anacrónico estalinismo soviético y el otro cabeza visible del Nuevo Orden Mundial? Esta es una de esas dudas y perplejidades que deja el viaje papal. ¿Qué busca Francisco? ¿Levantar el bloqueo como modo de aliviar la angustiosa situación de miseria y pauperismo en que yacen los cubanos? Es más que dudoso que esa penosa situación se deba al bloqueo: cualquiera sabe, en efecto, que la miseria del pueblo cubano no es a causa del bloqueo (por otra parte bastante agrietado) sino del perverso sistema comunista que impera en ese país desde hace más de medio siglo. La sospecha es que esta “reconciliación” sea, en realidad, un armisticio entre los restos del Comunismo ateo y el Nuevo Orden Mundial (ambos intrínsicamente anticristianos) sin que los Castro rindan cuenta alguna de sus crímenes. De esta manera Cuba se incorporaría al Nuevo Orden: con ello a las atrocidades comunistas sumaría las “bondades” de la Democracia mundialista (derechos humanos, sodomía legalizada, matrimonio homosexual y un largo etcétera). Ahora bien, ¿qué pasaría, en caso de concretarse este armisticio, con los presos políticos, los disidentes, los exiliados, la memoria de las miles y miles de víctimas del castrismo, de los fusilados en el tristemente célebre y olvidado “paredón”, de los que se ahogaron en las horribles balsas intentando cruzar el mar hacia la libertad? Todos estos serán los descartadosde esta operación en pro de la “reconciliación”. Curioso epílogo de los esfuerzos de un Papa que se presenta como el campeón contra la “cultura del descarte”.
En Estados Unidos la visita tuvo, aparte de lo estrictamente religioso, tres momentos claves: el encuentro con el Presidente Obama, el Discurso en el Capitolio y el Discurso en las Naciones Unidas. Como con los Castro, también con Obama todas fueron zalamerías y mieles: ni una palabra sobre su plan sistemático de aborto, su descarada promoción de la homosexualidad, su financiación de las experimentaciones con embriones y cosas por el estilo. Se habló, incluso, de una gran empatía entre ambos y hasta se mencionó por allí la palabra alianza. Nadie puede ignorar qué representa Obama ni quién es Obama. El Discurso en el Capitolio, por su parte, fue lamentable; los cuatro personajes que eligió como paradigmas de la Nación Norteamericana son uno peor que otro: Lincoln un santón laico y masónico. Luther King un activista de izquierda por los llamados “derechos civiles” (ya sabemos qué se esconde tras esa denominación). Dorothy Day una laica muy conocida por su acción a favor de los obreros; al principio se inspiró en la Doctrina Social de la Iglesia de León XIII y sucesores pero al cabo recaló en el castrismo a cuyo influjo sucumbió vergonzosamente. Por último, Thomas Merton un monje de dudosa ortodoxia, precursor del diálogo interreligioso, que acabó en el progresismo y amigo íntimo del cura poeta nicaragüense Ernesto Cardenal, prohombre de la Teología de Liberación que mereciera una severa amonestación de Juan Pablo II. ¿No había otros personajes un poco más presentables? ¿Por qué no mencionó, por ejemplo, al gran Cardenal Fulton Sheen la figura más importante que dio la Iglesia Católica en Estados Unidos? En las Naciones Unidas el Discurso no fue mejor. Alguna vaga alusión al “Creador”, al “Altísimo” (no mencionó a Cristo ni una vez); el resto todos los tópicos de la convulsa actualidad: cambio climático (bastante dudoso), inmigración, terrorismo, trata de personas. Vamos a esto: no es que el Papa no deba ocuparse de estos temas; lo que ocurre es que no lo hace desde una perspectiva definidamente católica proyectando sobre estas cuestiones aquella luz de la que hablaba Pío XII. Sus palabras no recogen la doctrina de la Iglesia sino un vago humanismo evanescente salpicado de una religiosidad sincrética e interreligiosa. Por eso se confunden con las de cualquier político o líder mundial. Se dirá: habla como Jefe de Estado; sí, pero lo que el mundo espera de un Papa no es la palabra de un Jefe de Estado sino la palabra del Vicario de Cristo que además es un Jefe de Estado. Esa palabra estuvo ausente más allá de alguna vaga referencia a Dios y a la ley natural.
Si esta visita ha dejado algún saldo político en Estados Unidos (y de hecho así es) este saldo no puede ser peor: Francisco ha significado un decisivo aliento a los sectores demócratas (los liberales como se los conoce allí) y todos sabemos que la candidata más firme a ocupar la presidencia norteamericana por ese sector ideológico en el próximo turno es Hilary Clinton quien ha propuesto una cruzada mundial en pro del aborto y ha amenazado con dar trato de terroristas a quienes se opongan al aborto. Por cierto, no es seguro de que estas cosas vayan a ocurrir finalmente, pero son, al menos, fundados temores y presagios.
Por todo esto surge, una vez más, la misma pregunta: ¿a dónde va Francisco?
Mario Caponnetto