El paralítico curado en Cafarnaúm.
Veo las orillas del lago de Genesaret, y también las
barcas de los pescadores sacadas a tierra; en la orilla, apoyados en
ellas, están Pedro y Andrés, dedicados a reparar las redes
que los peones les llevan goteando después de quitar los detritos que
habían quedado aprisionados en éstas aclarándolas en el
lago. A una distancia de unos diez metros, Juan y Santiago, centrados
en su barca, tratan de poner orden en ella, ayudados por
un peón y por un hombre de unos cincuenta o cincuenta y cinco años,
que creo que es Zebedeo, porque el peón le llama
'jefe" y porque es parecidísimo a Santiago.
Pedro y Andrés, de espaldas a la barca, se dedican
silenciosos a volver a atar cuerdas y corchos señalizadores. Sólo de
vez en cuando se intercambian algunas palabras acerca de
su trabajo, el cual, por lo que puedo entender, ha sido infructuoso.
Pedro se queja de ello, no porque su bolsa esté vacía, ni
por la inutilidad del esfuerzo, sino que dice:
- Lo siento porque... ¿cómo vamos a arreglárnoslas para
dar algo de comer a esos pobrecillos? A nosotros sólo nos
llegan raros donativos, y yo no toco esos diez denarios y
siete dracmas que hemos recogido en estos cuatro días. El Maestro, y
sólo El, me debe indicar para quién y cómo se han de
distribuir esas monedas. ¡Y hasta el sábado El no vuelve! ¡Si hubiera tenido
buena pesca!... El pescado más menudo lo habría cocinado y
se lo habría dado a esos pobres... y, si alguien de mi casa se hubiera
quejado, no me hubiera importado: los sanos pueden ir a
buscarlo, ¡pero los enfermos...!.
- ¡Y además ese paralítico!... Ya han recorrido mucho
camino para traerlo aquí... - dice Andrés.
- Mira, hermano, yo pienso... que no podemos estar
divididos. No sé por qué el Maestro no nos quiere tener
permanentemente con Él. Al menos... no vería a estos
pobrecillos a los que no puedo socorrer y, aunque los viera, podría
decirles: "Él está aquí".
- ¡Aquí estoy!— Jesús ha venido caminando despacio por la
arena blanda.
Pedro y Andrés se estremecen. Se les escapa un grito:
-¡Oh! ¡Maestro! - y llaman a Santiago y a Juan - ¡El
Maestro! ¡Venid!.
Los dos acuden, y todos se arriman a Jesús. Uno le besa la
túnica, otro las manos; Juan osa pasarle un brazo alrededor
de la cintura y apoyar la cabeza sobre su pecho; Jesús lo
besa en el pelo.
- ¿De qué hablabais?
- Maestro... estábamos diciendo que te íbamos a necesitar.
- ¿Para qué, amigos?
- Para verte y amarte viéndote, y, además, por algunos
pobres y enfermos; te esperan desde hace dos días o más... Yo
he hecho lo qué podía. Los he alojado allí ¿ves aquella
cabaña en aquel terreno baldío? Allí reparan las barcas los carpinteros de
ribera. Allí he procurado cobijo a un paralítico, a uno
que tiene mucha fiebre y a un niño que se está muriendo en brazos de su
madre: no podía mandarlos a buscarte.
- Has hecho bien. Pero, ¿cómo te las has arreglado para
socorrerlos? ¿Quién los ha guiado?, ¡me has dicho que son
pobres!...
- Claro, Maestro. Los ricos tienen carros y caballos; los
pobres, sólo las piernas. No pueden seguirte diligentemente. He
hecho lo que he podido. Mira: esto es lo poco que he
recaudado, pero no he tocado ni una perra; Tú lo harás.
- Pedro, tú también podías haberlo hecho. Ciertamente...
Pedro mío, siento que por mí sufras reprensiones o fatigas.
- No, Señor, no debes afligirte por eso. A mí eso no me
duele. Sólo siento el no haber podido tener una mayor caridad.
Pero, créeme, he hecho, todos hemos hecho cuanto hemos
podido.
- Lo sé. Sé que has trabajado y sin intereses personales.
Aunque haya faltado la comida, tu caridad no, y es viva, activa,
santa a los ojos de Dios.
Algunos niños, entretanto, han llegado corriendo y gritan:
- ¡El Maestro! ¡Está el Maestro! ¡Jesús! ¡Ha venido Jesús!
- Y se le arriman. Él los acaricia, sin dejar por ello de hablar con
los discípulos.
- Simón, entro en tu casa. Tú y vosotros id a comunicar
que he venido; después traedme a los enfermos.
Los discípulos salen, rápidos, en distintas direcciones.
Toda Cafarnaúm ya sabe, no obstante, que Jesús ha llegado; lo
sabe por los niños, que parecen abejas que en enjambre
dejan la colmena hacia las distintas flores: en este caso, las casas, las
calles, las plazas. Van, vienen, jubilosos, llevando la
noticia a las mamás, a los transeúntes, a los viejos que están sentados
tomando el sol; y luego vuelven para que, una vez más, los
acaricie Aquél que los ama, y uno, audaz, dice:
- Háblanos a nosotros, habla hoy para nosotros, Jesús. Te
queremos y somos mejores que los mayores.
Jesús le sonríe al pequeño psicólogo y promete que hablará
para ellos. Luego, siguiéndole los pequeños, se dirige a la
casa, donde entra saludando con su fórmula de paz: «La paz
descienda sobre esta casa».
La gente se apiña en la estancia grande posterior,
empleada para las redes, maromas, cestos, remos, velas y
provisiones. Se ve que Pedro la ha puesto a disposición de
Jesús, amontonando todo en un rincón para dejar espacio libre. El
lago no se ve desde aquí, sólo se oye el rumor lento de
sus olas; y se ve sólo la pequeña tapia verdosa del huerto, con su vieja vid
y su frondosa higuera. Hay gente hasta incluso en la
calle; no cabiendo en la sala, ocupan el huerto; no cabiendo en el huerto, se
quedan afuera.
Jesús empieza a hablar. En primera fila — se han abierto
paso sirviéndose de su actitud avasalladora y del temor que
siente hacia ellos la plebe — hay cinco personas... de
elevada condición social; mantos púrpura bordados en oro, riqueza de
vestidos y soberbia denuncian que son fariseos y doctores.
Sin embargo, Jesús quiere tener en torno a sí a sus pequeños: una
corona de caritas inocentes, ojos luminosos y sonrisas
angelicales, mirando hacia arriba, a Él. Jesús habla, acariciando cada cierto
rato la cabecita rizada de un niño que se ha sentado a sus
pies y tiene apoyada la cabeza en las rodillas de Él, sobre el bracito
doblado. Jesús está sentado encima de un gran montón de
cestos y redes.
- Mi amado ha bajado a su jardín, al pensil de los aromas,
a deleitarse entre los jardines y a recoger lirios... él, que se
sacia entre los lirios - dice Salomón de David de quien
provengo Yo, Mesías de Israel.
¡Mi jardín! ¿Qué jardín más hermoso y más digno de Dios
que el Cielo, donde son flores los ángeles creados por el
Padre?... Y, sin embargo, otro jardín ha querido el Hijo
unigénito del Padre, el Hijo del hombre, porque por el hombre Yo tengo
carne, sin la cual no podría redimir las culpas de la
carne del hombre; un jardín que habría podido ser poco inferior al celeste, si
desde el Paraíso terrestre se hubieran propagado, como
dulces abejas desde una colmena, los hijos de Adán, los hijos de Dios,
para poblar la tierra de santidad destinada toda al Cielo.
Pero el Enemigo sembró tribulaciones y espinas en el corazón de Adán,
y tribulaciones y espinas desde este corazón se derramaron
sobre la tierra, no ya jardín, sino selva áspera y cruel en que se
estanca la fiebre y anida la serpiente.
Pero el Amado del Padre tiene todavía un jardín en esta
tierra en que impera Satanás: el jardín al que va a saciarse de
su alimento celeste: amor y pureza; el pensil del que coge
las flores que aprecia, en las cuales no hay mancha de sentido, de
avaricia, de soberbia: éstos — Jesús acaricia a todos los
niños que puede, pasando su mano sobre la corona de cabecitas atentas
(una única caricia que apenas los toca y les hace sonreír
de alegría) —; éstos son mis lirios.
No tuvo Salomón, en su riqueza, vestidura más hermosa que
el lirio que perfuma la hoya, ni diadema de más aérea y
espléndida gracia que la que tiene el lirio en su cáliz de
perla. Y, no obstante, para mi corazón no hay lirio que valga lo que uno
de éstos; no hay jardín, no hay jardín de ricos, todo
cultivado de lirios, que me valga cuanto uno sólo de estos puros, inocentes,
sinceros, sencillos párvulos.
¡Oh hombres, oh mujeres de Israel, oh vosotros, grandes y
humildes por riqueza o por cargo, oíd! Vosotros estáis aquí
porque queréis conocerme y amarme. Pues bien, debéis saber
cuál es la condición primera para ser míos. Mirad que no os digo
palabras difíciles, ni os pongo ejemplos aún más
difíciles; os digo: tomad a éstos como ejemplo.
¿Quién hay, entre vosotros, que no tenga en casa en la
edad de la puericia, de la niñez, a un hijo, a un nieto o sobrino, a
un hermano? ¿No es un descanso, un alivio, un motivo de unión entre esposos, entre
familiares, entre amigos, uno de estos
inocentes, cuya
alma es pura como alba serena, cuyo rostro aleja las nubes y crea esperanzas,
cuyas caricias secan las lágrimas e
infunden fuerza
vital? ¿Por qué tienen tanto poder ellos, que son débiles, inermes, ignorantes
todavía?: porque tienen en sí a
Dios, tienen la
fuerza y la sabiduría de Dios, la verdadera sabiduría: saben amar y creer,
creer y querer, vivir en este amor y en
esta fe. Sed como
ellos: sencillos, puros, amorosos, sinceros, creyentes.
No hay sabio en
Israel que sea mayor que el más pequeño de éstos, cuya alma es de Dios y de
cuya alma es el Reino.
Benditos del Padre,
amados del Hijo del Padre, flores de mi jardín, mi paz esté con vosotros y con
quienes os imiten por mi
amor.
Jesús ha terminado.
- ¡Maestro! - grita Pedro entre la muchedumbre - aquí
están los enfermos. Dos pueden esperar a que salgas, pero a éste
lo está estrujando la multitud y, además... ya no aguanta
más, y no podemos pasar. ¿Le digo que vuelva otra vez?
- No. Descolgadlo por el techo.
- ¡Es verdad! ¡Enseguida!.
Se oye caminar arrastrando los pies sobre el techo bajo de
la estancia, la cual, no formando realmente parte de la casa,
no tiene encima la terraza unida con cemento, sino sólo un
tejaducho de haces de ramas cubiertas con placas similares a la
pizarra. No sé qué piedra era. Hacen una abertura, y, con
unas cuerdas, descuelgan la pequeña camilla en la que está el
enfermo; la descuelgan justo delante de Jesús; la gente se
apiña aún más, para ver.
- Has tenido una gran fe, como también quien te ha traído.
- ¡Oh! ¡Señor! ¿Cómo no tenerla en ti?.
- Pues bien, Yo te digo: hijo — el hombre es muy joven —,
te son perdonados todos tus pecados.
El hombre lo mira llorando... quizás se queda un poco
contrariado porque esperaba la curación del cuerpo.
Los fariseos y doctores murmuran, arrugando nariz, frente
y boca con desprecio.
- ¿Por qué murmuráis, con los labios y, sobre todo, en el
corazón? Según vosotros, ¿es más fácil decirle al paralítico:
"Tus pecados te son perdonados", o:
"Levántate, toma la camilla y anda"? Vosotros pensáis "sólo Dios
puede perdonar los
pecados". Pero no sabéis responder cuál es la cosa
más grande, porque a este hombre, maltrecho en todo su cuerpo, y que ha
gastado los haberes sin resultado alguno, sólo lo puede
curar Dios. Pues bien, para que sepáis que Yo lo puedo todo, para que
sepáis que el Hijo del hombre tiene poder sobre la carne y
sobre el alma, en la tierra y en el Cielo, Yo le digo a éste: levántate,
toma tu camilla y anda. Ve a tu casa y sé santo.
El hombre se estremece, grita, se levanta, se echa a los
pies de Jesús, los besa y acaricia, llora y ríe, y con él los
familiares y la multitud, la cual, luego, se abre para
dejarlo pasar y lo sigue jubilosa (la muchedumbre, no los cinco rencorosos
que se marchan engreídos y duros como estacas).
Así, puede entrar la madre con el pequeñuelo: un niño
todavía lactante, esquelético. Lo acerca. Dice solamente:
- Jesús, Tú los amas. Lo has dicho. ¡Que este amor y tu
Madre...!- ... y se echa a llorar.
Jesús toma al lactante — realmente moribundo —, se lo pone
contra el corazón, lo tiene un momento con la boca en la
carita cérea de labiuchos violáceos y párpados ya caídos. Un
momento lo tiene así... y, cuando lo separa de su barba rubia, la
carita tiene color rosáceo, la boquita expresa una sonrisa
indecisa de infante, los ojitos miran alrededor vivarachos y curiosos, las
manitas, antes cerradas y caídas, gesticulan entre el pelo
y la barba de Jesús, que ríe.
- ¡Oh, hijo mío! - grita, dichosa, la mamá.
- Toma, mujer. Sé feliz y buena.
Y la mujer toma al niño renacido y lo estrecha contra su
pecho, y el pequeño reclama inmediatamente sus derechos de
alimento: hurga, abre, encuentra... y mama, mama, mama,
ávido y feliz.
Jesús bendice a los presentes. Pasa entre ellos. Va a la
puerta, donde está el enfermo que tenía mucha fiebre.
- ¡Maestro! ¡Sé bueno!.
- Y tú también. Usa la salud en la justicia - Lo acaricia
y sale.
Vuelve a la orilla, seguido, precedido, bendecido por
muchos que le suplican:
- Nosotros no te hemos oído. No podíamos entrar. Háblanos
también a nosotros.
Jesús hace un gesto de aceptación y, dado que la multitud
lo oprime hasta casi ahogarlo, monta en la barca de Pedro.
No es suficiente. El asedio es sofocante.
- Mete la barca en el mar y sepárate bastante.