terça-feira, 3 de março de 2009
PIO XII NO DIA SEGUINTE
Habemus Papam! A 70 años de la elección de Pío XII (2)
El día siguiente, 2 de marzo, Eugenio Pacelli cumplía 63 años. A las 9 de la mañana estaba previsto que, al sonido de la campana, se reunieran los cardenales para la primera votación. La Capilla Sixtina, que es donde se tenían que llevar a cabo todo el proceso electoral, había sido preparada para la ocasión. A todo lo largo de sus paredes laterales y de la cancela del presbiterio se alineaban 62 sitiales, sobre cada uno de los cuales se alzaba un baldaquín o dosel en señal de la soberanía que residía en los cardenales durante la sede vacante. Hasta el cónclave de 1903 los doseles de los cardenales creados por el papa difunto (considerados sus deudos) eran de color violáceo (en señal de luto) y los demás de color verde. A partir del cónclave de 1914, todos fueron de color violáceo. Delante de los sitiales había sendas mesitas cubiertas con damasco y provistas de todos los útiles de escritorio necesarios para que los electores pudieran emitir su voto. Los cardenales se presentaron revestidos todavía de duelo, con muceta violeta y roquete sin encaje. Asistieron a la misa rezada que celebraba el cardenal Granito para brindar la posibilidad de comulgar a sus colegas que, por cualquier motivo, no hubieran podido ofrecer el santo sacrificio.
Terminada la misa y cerradas las puertas de la Capilla Sixtina quedando en ella sólo a los electores, el cardenal sacrista dio comienzo al ante-escrutinio, recitando el Veni Creator, seguido de la lectura de las actas oficiales de la clausura del cónclave hecha por el prefecto de las ceremonias, monseñor Respighi. A continuación se designaron por sorteo a los tres escrutadores, a los tres revisores y a los tres “enfermeros”. Estos últimos no eran sino los cardenales encargados de ir a recoger los votos de los electores que se hallaban impedidos en sus celdas por enfermedad, como era el caso, en este cónclave, del cardenal Marchetti-Selvaggiani. Los ceremonieros procedieron a repartir las papeletas impresas del voto en número de dos o tres por cada príncipe de la Iglesia.
Cada una llevaba en la parte superior las palabras “Ego” y “Cardinalis” (Yo, el Cardenal…) y un espacio para que el votante escribiera su nombre. En la parte central se leía: “Eligo in Summum Pontificem Rev.mum D.num D. Card.” (Elijo como Papa al Reverendísimo Señor Cardenal…) y seguía otro espacio para escribir el nombre de aquel por quien se votaba. La parte inferior de la papeleta se hallaba en blanco para que el elector pudiera poner allí una cifra y un lema cualquiera, a efectos de poder identificar su voto y evitar así falsificaciones.
Los cardenales fueros a sus sitiales y procedieron a rellenar sus papeletas respectivas. A la hora de escribir el nombre del elegido, debían distorsionar lo más posible su letra para evitar que se supiera quién había votado por quién. Las papeletas debían plegarse de manera que quedara visible sólo el nombre del votado: la parte superior con el nombre del elector y la parte inferior con su cifra y lema se doblaban hacia el centro sellando los bordes con lacre, a cuyo efecto cada cardenal se había premunido de un sello distinto del que utilizaba habitualmente para despachar sus documentos (siempre con el fin de preservar el secreto). F
Finalmente se cerraban y comenzaba la etapa del escrutinio. Cada elector iba hacia el altar con su papeleta cogida entre el pulgar y el índice y llevada con la mano en alto para que todos pudieran verla. Una vez delante el fresco del Juicio de Miguel Ángel, juraba en latín hacia el crucifijo: “Testor Christum Dominum, qui me iudicaturus est, me eligere quem secundum Deum iudico eligi debere” (Pongo por testigo a Cristo, que me ha de juzgar, que elijo a aquel a quien, de acuerdo con Dios, creo que debe ser elegido”. Sobre el altar había un gran cáliz y una patena. Uno a uno, después de jurar, los cardenales fueron depositando en el cáliz sus papeletas valiéndose de la patena. Al terminar el desfile de los votantes presentes fue el turno de los enfermeros, que traían en un cofrecillo de madera cerrado con llave el voto del cardenal Marchetti-Selvaggiani, que es también deslizado en el cáliz.
A las 11 de la mañana comenzó el recuento de los votos. El primer escrutador agitó el cáliz para mezclar las papeletas. El tercer escrutador las fue sacando de él una a una, contándolas, y las metió en otro cáliz vacío. Se comprobó que había 62, correspondientes exactamente al número de votantes. Se procedió entonces a la publicación del escrutinio. El primer escrutador cogió la primera papeleta y la abrió, sin romper los sellos, para ver el nombre del elegido. Sin decir nada, la pasó al segundo escrutador, que vio asimismo el nombre escrito en ella y la consignó al tercer escrutador, el cual la leyó en voz alta. Los nombres que iban saliendo fueron anotados por los revisores, así como las veces que se repetían. En seguida se vio que el del cardenal Pacelli era el más votado, aunque no llegaba a la mayoría requerida para la elección. A cada voto recibido el rostro del camarlengo palidecía: ni se esperaba ni ambicionaba la suprema dignidad papal. Por él habían votado todos los cardenales extranjeros en número de 27 (era natural: gracias a sus viajes, Pacelli les era conocido y varios de entre ellos sentían gratitud hacia él por haber sido creados durante los diez años que fue secretario de Estado de Pío XI) y diez de los 35 italianos (entre ellos eran seguros los votos de Marchetti-Selvaggiani, Canali, Salotti, Pizzardo, Tedeschini y Maglione, buenos amigos suyos). Después de que el tercer escrutador ensartara los votos mediante una aguja en un hilo por la palabra “Eligo”, se procedió inmediatamente a un segundo escrutinio, para el cual no era necesario volver a sortear a nuevos escrutadores, revisores y enfermeros ni repetir el juramento antes de votar.
Esta vez el nombre de Eugenio Pacelli se repitió tantas veces cuantas eran las necesarias para alcanzar los dos tercios de los votos, con lo que la elección era cosa hecha. Los italianos que durante el primer escrutinio patrocinaban otras candidaturas, al ver la clara voluntad de sus colegas extranjeros, no quisieron arriesgarse a una división y sus consiguientes pugnas en el seno del cónclave, lo que podía ser peligroso y dañino para la Iglesia en los tiempos que corrían. Por eso decidieron orientar sus votos –aunque no todos– al camarlengo. Sin embargo, antes de que hubiera tiempo para la pregunta ritual de aceptación al elegido, Pacelli rogó a los cardenales instantemente que procedieran a un tercer escrutinio por la tarde. Se hallaba verdaderamente sobrecogido ante ya no la posibilidad sino la seguridad de convertirse en papa. En el escrutinio anterior había confiado en que su candidatura hubiera tocado techo y se fuera diluyendo en las sucesivas votaciones, pero en el segundo comprobó que no sólo no era así, sino que la voluntad del Sacro Colegio era que ciñera la tiara. Pero, ¿era la voluntad de Dios? No cabía oponerse a esta última, pero si realmente el Señor lo llamaba o no el tercer escrutinio lo sacaría de dudas. Así pues, los ceremonieros pontificios recogieron las papeletas de los dos escrutinios, que habían sido ensartadas, y las quemaron en la estufa comunicada con la chimenea que sobresalía por el tejado de la Capilla Sixtina. El humo que desprendió a las 12:17 del mediodía, con el límpido azul del cielo romano como fondo, era negro por haber mezclado paja húmeda en el fuego.
A la hora de la comida, Pacelli no probó bocado por la conmoción que lo embargaba y que parece haber sido causa de un accidente que sufrió más tarde. Hallándose hacia las 4 en el Aula de los Paramentos, se aprestaba a pasar a la Sala Ducal, cuando le habló el Cardenal O’Connell, que se hallaba a sus espaldas. Al volverse para responderle, no reparó en las cuatro gradas que separan un ambiente del otro y tropezó, cayendo pesadamente de lado sobre su brazo izquierdo. Para alguien que, como él, estaba acostumbrado a circular por el Palacio Apostólico después de años de habitar en él, resultaba sorprendente este despiste, lo que indica que no se hallaba en un estado normal de mente y ánimo. Se cuenta que, acertando a pasar por allí en ese mismo momento el cardenal francés Verdier, exclamó: “Pero, ¿cómo? ¡El Vicario de Cristo en el suelo!”. Se ve que la elección de Pacelli se daba por hecha… y se hizo. Poco después del episodio del tropiezo, se reinició el ceremonial para el tercer escrutinio. Los votos fueron poco a poco convergiendo sobre el que había sido ya virtual papa en el segundo. Esta vez no podía caber ya duda alguna sobre lo que Dios quería para su Iglesia. La mayoría requerida por la constitución de san Pío X había sido rebasada, lo que hizo murmurar al neo-electo las palabras con las que comienza el Miserere. Se dijo que hubo unanimidad de los votos, pero el cardenal Tisserant lo negó años después. Por lo menos sabemos que el voto de Pacelli fue siempre para el cardenal Elia Dalla Costa, arzobispo de Florencia. A las 5:27 de aquella tarde del 2 de marzo de hace setenta años, salía la ansiada fumata blanca lanzaba sus volutas hacia cielo en medio del júbilo de una muchedumbre que esperaba ansiosa en la Plaza de San Pedro.
Entretanto, el cardenal Mercati, último del orden de los diáconos, se apresuró a llamar al secretario del cónclave y a monseñor Respighi, que hicieron abrir la puerta de la Sixtina. El prefecto de las Ceremonias, acto seguido, viendo sobre quién había recaído la elección por el verdadero tumulto que lo rodeaba, hizo abatir todos los doseles de los sitiales menos el de Pacelli, significando así que la soberanía en la Iglesia volvía a recaer sobre un papa. Los tres cardenales cabezas de orden se dirigieron entonces al sitial donde estaba Eugenio Pacelli para hacerle la pregunta de rigor, que le dirigió el primero de ellos, Granito: “Acceptasne electionem de Te canonice factam in Summum Pontificem?” (¿Aceptas tu elección canónica como Sumo Pontífice?). Esta vez no hubo ya titubeos, pero la voz del interpelado aún reflejaba embargo: “Vuestro voto es evidentemente la expresión de la voluntad de Dios; acepto. Encomiendo mi debilidad a vuestras plegarias”. Desde este mismo instante, Eugenio Pacelli se convertía en Vicario de Cristo, un nuevo eslabón de la cadena que se remontaba a Pedro de Galilea, a quien el Señor había hecho pescador de hombres y otorgado el poder de las llaves. Antiguamente debía esperarse a la coronación para considerar que alguien era papa. Más tarde se consideró que la aceptación basta y que cualquier acto del neo-electo en cuanto Romano Pontífice es válido aunque no haya sido todavía coronado (hoy se diría, aunque no haya “iniciado su ministerio petrino”).
La segunda pregunta que el cardenal decano hizo al flamante papa fue: “Quo nomine vis vocari?” (¿Con qué nombre quieres ser llamado?). “Pío” contestó Pacelli. Había pensado en no cambiar su nombre de pila y llamarse Eugenio V (cosa que no sucedía desde 1555, cuando Marcello Cervini decidió ser Marcelo II). Pero pudo más la grata consideración de los papas que habían marcado su existencia: bajo el beato Pío IX había nacido, san Pío X lo había llamado a la Curia Romana y Pío XI lo había favorecido y amado como un padre. Así pues, se convirtió en Pío XII, de lo cual dejó puntual constancia el prefecto de las Ceremonias en el acta que levantó del acto de aceptación. Dos cardenales diáconos condujeron entonces al nuevo papa a la sacristía de la Sixtina para que se revistiera con una de las tres blancas sotanas de diferente talla preparadas para el nuevo pontífice. No hubo dificultad en escoger la que mejor iba a la alta y estilizada figura de Pacelli. Junto a la silla gestatoria, que también se hallaba en la sacristía, se despojó de su hábito cardenalicio para revestirse con los pontificios. Aquélla fue llevada al pie del altar de la Sixtina y colocada sobre la predela, donde recibió Pío XII la primera adoratio de los padres cardenales, que se fueron acercando uno a uno, por su orden jerárquico, arrodillándose con el objeto de besar el pie, la rodilla y la mano del Papa, quien tuvo la delicadeza de dispensar de este homenaje a los cardenales Granito y Sbarreti, con 86 y 82 años respectivamente, a los que costaba doblar la rodilla. El primero de ellos deslizó en el fino dedo del Santo Padre el Anillo del Pescador.
Expectación y entusiasmo
Desde la Capilla Sixtina fue seguidamente llevado rumbo al balcón externo de la Basílica de San Pedro, llamado en italiano Loggia delle Benedizioni. Allí fue desplegado el gran tapiz con el escudo de Pío IX, lo que indicó a los fieles que aguardaban congregados en la plaza, que iba a hacerse el anuncio de la elección del nuevo papa. Compareció el cardenal protodiácono Caccia-Dominioni, el cual hizo señal de que amainaran los clamores de entusiasmo de la concurrencia y pronunció con vos potente las palabras rituales: “Nuntio vobis gaudium magnum: Habemus Papam! Eminentissimum ac Reverendissimum Dominum Dominum Eugenium Sanctae Romanae Ecclesiae Cardinalem Pacelli, qui sibi nomen imposuit Pium” (Os anuncio un gran gozo: ¡tenemos Papa! El Eminentísimo y Reverendísimo Señor Cardenal de la Iglesia Romana Eugenio Pacelli, que ha tomado el nombre de Pío). Ya al nombre de Eugenio, la multitud había prorrumpido en un gran estallido de euforia, pues adivinaron que se trataba de uno de los suyos: Pacelli, un romano di Roma (desde Benedicto XIII, un Orsini, ningún hijo de la Ciudad Eterna se había sentado en el trono de Pedro). Nadie se detuvo a pensar que había otro Eugenio en el Sacro Colegio: el formidable cardenal lorenés Tisserant. Una voz a través de los altoparlantes impone silencio y se refiere a la feliz coincidencia de la elección del Papa el mismo día de su cumpleaños. Después entona el Tedeum, que todos continúan mientras se aproxima el cortejo papal.
Pío XII se asomó al balcón entre indescriptibles aclamaciones y dio su primera bendición Urbi et orbi. Ya entonces imprimió el estilo de sus apariciones en público, trazando pausadamente con elegancia y unción el triple signo de la cruz. Tras de lo cual y entre los aplausos interminables de sus ovejas se retiró para volver a la Capilla Sixtina, donde, revestido esta vez de los ornamentos papales (mitra alta, falda y gran pluvial) y vuelto a sentar sobre la silla gestatoria, recibió la segunda adoratio de los cardenales. El decano pronunció la oración Super Pontificem electum y Pío XII dio orden de abrir el cónclave. Las puertas que bloqueaban los accesos al recinto de la clausura de los electores fueron abiertas por el gobernador del cónclave y el mariscal-custodio. Salieron entonces los conclavistas y más tarde los prelados y cardenales a medida que iban cumplimentando al Papa, que, terminadas las ceremonias exigidas por el protocolo pontificio, se dirigió a sus apartamentos en la Secretaría de Estado. Allí le esperaba una densa compañía de visitantes que deseaban felicitarle por la elección, aprovechando estos primeros y breves momentos de informalidad antes de que la etiqueta de la Corte Pontificia se impusiera con su inexorable disciplina bajo el estricto control de los monseñores Respighi y Arborio Mella di Sant’Elia.
Puede imaginarse el júbilo de la buena de sor Pascualina por la elección de su querido cardenal. Ahora que era el Papa, probablemente querría retenerla en Roma, como así fue. Para Pío XII, encontrar esta cara familiar y amiga en medio de los nuevos cortesanos que le rodeaban sería reconfortante. Una vez se hubo disipado el panorama, se aprestó para el merecido descanso nocturno después de consumir una frugal cena preparada amorosa y devotamente por su gobernanta. Bien sabe Dios que necesitaba este reposo después de semanas de trajín al frente del gobierno interino de la Iglesia y de una jornada vertiginosa y llena de grandes emociones como había sido la que estaba a punto de terminar. A partir de la mañana siguiente y sin un paréntesis de calma que le ayudara a digerir el rotundo cambio de situación, le esperaba trabajo y más trabajo. Por supuesto a esto estaba acostumbrado, sólo que ahora sus responsabilidades tenían alcance universal.