La buhardilla de Jerónimo ha publicado bajo el título ‘Retomar el movimiento’, un extracto del cap. VII del libro de Nicola Bux, “La reforma de Benedicto XVI”. Por lo interesante de la cita, hemos decidido publicarla.
El pensamiento de Benedicto XVI sobre la renovación litúrgica querida por el Concilio, compartido por la mayor parte de los obispos, es que aquella contiene riquezas no plenamente exploradas (Sacrosanctum Concilium, n.3). Por eso la reforma litúrgica no es en absoluto perfecta ni está concluida: hay necesidad de correcciones e integraciones, pero procediendo de modo diferente de lo hecho en el tiempo postconciliar, no imponiendo más obligaciones que las necesarias, ilustrando las posibilidades y promoviendo el debate.
El pensamiento de Benedicto XVI sobre la renovación litúrgica querida por el Concilio, compartido por la mayor parte de los obispos, es que aquella contiene riquezas no plenamente exploradas (Sacrosanctum Concilium, n.3). Por eso la reforma litúrgica no es en absoluto perfecta ni está concluida: hay necesidad de correcciones e integraciones, pero procediendo de modo diferente de lo hecho en el tiempo postconciliar, no imponiendo más obligaciones que las necesarias, ilustrando las posibilidades y promoviendo el debate.
Para retomar el movimiento litúrgico deben conocerse los fundamentos teológicos de la liturgia descritos de modo sistemático en el Catecismo de la Iglesia Católica (art. 1077-1112), basado en la Constitución Sacrosanctum Concilium, que ayudarán a identificar los aspectos textuales y rituales necesitados de restauración.
No pocos sacerdotes entienden la liturgia como algo que se construye en un ámbito de su propiedad. Los documentos de la Congregación para el Culto Divino son muchos, pero sin aplicar, porque está en crisis la obediencia. Sin embargo, los obispos conocen el deber, en especial en las visitas pastorales, de corregir los abusos y recordar las sanciones canónicas. Se podría pensar en la institución, como la Iglesia ha hecho siempre en caso de emergencia, de un “visitador apostólico” para la liturgia. Esto, para la actual generación del clero.
Para las nuevas generaciones, es necesario que los rectores de los seminarios y los rectores de las facultades teológicas sean conscientes de las “deformaciones” y del “modo recto de celebrar” – la famosa ars celebrandi -, a fin de que se tenga en cuenta en la formación de los seminaristas y de los sacerdotes. A ese respecto, es necesario volver a enseñar cómo se celebran los sacramentos, y en particular la divina Eucaristía. El temor de reducir la liturgia a ceremonia ha hecho suprimir los “ensayos de liturgia” que sólo en pocos seminarios se han conservado, pero que, por el contrario, en los años de formación, sobre todo desde el momento en que se solicita la ordenación, constituyen una sólida escuela y un óptimo antídoto contra la concepción de una liturgia creada desde abajo.
Es necesario, además, promover encuentros con los sacerdotes y los seminaristas de los movimientos eclesiásticos que están más motivados y atentos a la disciplina de la Iglesia.
Es necesario explicar que la liturgia es sagrada y divina, desciende desde lo alto como la Jerusalén Celestial; el sacerdote la cumple en la persona de Cristo-cabeza, viviente en la Iglesia, en cuanto es ministro intermediario. El término liturgia alude a la “acción del pueblo santo”, en el sentido de que éste participa de la acción sagrada uniendo el propio ofrecimiento al del sacrificio de Jesucristo. Junto a liturgia es necesario reintroducir oportunamente el término “culto”, que indica la relación “cultivada” de reverencia y adoración del hombre con Dios.
Sobre este punto en particular podrá ayudar el estudio del magisterio eclesiástico y litúrgico de Pío XII (las encíclicas Mystici Corporis y Mediator Dei) y la tradición litúrgica del Oriente: la constitución Missale Romanum señala explícitamente tal riqueza de piedad y de doctrina. Piénsese, por recordar sólo la liturgia bizantina, en las oraciones penitenciales, larguísimas y repetidas; en los solemnes ritos de revestimiento del celebrante y del diácono; en la preparación de las ofrendas, que ya es en sí misma un rito completo; en la presencia constante, en las oraciones e incluso en la forma de preparar las partículas para la consagración, de la Santa Virgen, de los santos y de las jerarquías angélicas (que en la entrada del Evangelio son evocadas como invisiblemente concelebrantes, y con las cuales se identifica el coro en el himno Querubicon); en el iconostasio que distingue netamente el santuario del templo, el clero del pueblo; en la consagración ocultada frecuentemente por la cortina, evidente símbolo del Incognoscible, a quien la entera liturgia alude; en la posición del celebrante versus Deum cada vez que reza; en la comunión administrada siempre y sólo por el celebrante; en los continuos y profundos gestos de adoración de los que son signo las sagradas especies; en la actitud esencialmente contemplativa del pueblo. El hecho de que esa liturgia, incluso en las formas menos solemnes, dure mucho y sea definida como “tremenda e inenarrable”, “tremendos, celestes, vivificantes misterios”, etc., basta para indicar la concepción que tienen los orientales, sobre la que también los latinos podrían meditar.
Aprovéchese la ocasión para presentar la liturgia romana de modo comparado con las liturgias orientales, evidenciando las consecuencias ecuménicas, dado que el patriarca de Moscú ha expresado la aprobación por la iniciativa de Benedicto XVI de restaurar la tradición con el Motu Proprio. Se atenuará así el temor a la convivencia de formas rituales diversas. Varios ejemplos se encuentran ya en el misal romano de Pablo VI, como el rito de adoración de la cruz del Viernes Santo, que se puede hacer de dos formas. Entonces la solución a la exigencia de salvaguardar el rito antiguo, proponiéndolo y no imponiéndolo, ya había sido encontrada. La unidad católica se expresa precisamente a través de la complementariedad de las diversas formas rituales.
Propóngase a los sacerdotes hacer el ofertorio y la anáfora vueltos a la cruz, exhortando a los fieles a asumir la misma actitud de adoración; se puede hacer en particular en los tiempos de Adviento y de la Cuaresma, a fin de subrayar la dimensión escatológica de la liturgia. Allí donde el altar vuelto hacia el pueblo no tuviera delante un amplio estrado, se puede proveer uno; o bien se puede mirar a la cruz disponiéndola de modo colgante sobre el altar, o en el centro, delante o sobre él, a una altura que permita al sacerdote dirigirle la mirada tanto como a los fieles. Explíquese que la cruz no es un utensilio que obstaculiza la visión, sino la imagen más importante para ayudar a la mirada física e interior en la oración. Los ojos del sacerdote y de los fieles convergiendo sobre ella no vagarán alrededor, distrayéndose recíprocamente.
De esas premisas emergen las cuestiones fundamentales o prioridades de intervención puestas por la exhortación apostólica postsinodal Sacramentum Caritatis de Benedicto XVI:
- La “novedad” de la forma de la Eucaristía (nn. 10-11), que es en sí misma el más grande acto de adoración de la Iglesia (n.66) (Catecismo de la Iglesia Católica, 1078).
- La centralidad del tabernáculo (n. 69): su historia evidencia la conciencia alcanzada por la Iglesia de que el misterio está siempre presente, porque viene antes que cualquier otra cosa: soy yo quien debo hacerme presente a Él con la adoración; es su presencia permanente lo que despierta continuamente mi fe, no son mis capacidades. Cristo ha venido al mundo para estar con nosotros todos los días. De este conocimiento no se puede volver atrás. Cristo permanece presente en su Iglesia, en virtud del Espíritu Santo, a partir de la Eucaristía (n.12); está presente en la palabra, “cuando en la iglesia se lee la Escritura” (n.45). Cristo no está presente en el libro de las Escrituras o del Evangeliario: él es venerado – no adorado – porque es un signo que se refiere a Él, más no es Él.
El uso difundido de tener abierto el leccionario sobre el ambón tiene un significado similar – no igual – a la colocación estable del tabernáculo sobre el altar (en algunos lugares se ha colocado el Evangeliario directamente sobre el trono que está sobre el tabernáculo).
Al comienzo de la reforma litúrgica posconciliar no se pensaba que el tabernáculo fuera un obstáculo para la Misa hacia el pueblo. En efecto, las instrucciones litúrgicas recitan: “Es lícito celebrar la Misa vuelto hacia el pueblo también en un altar sobre el cual esté el tabernáculo, de pequeñas dimensiones, pero conveniente” (Inter Oecumenici, n.95 ed. Eucharisticum Mysterium, n.54). Sin embargo, comenzaba a tomar cuerpo la idea de que no era oportuna la presencia de Jesucristo en el tabernáculo, sobre el altar en que es celebrada la Misa, dado que Él se vuelve presente de ese modo con la consagración; así, “en cuanto es posible”, se sugería quitarlo “a causa del signo” (Eucharisticum Mysterium, n.55). Aparentemente este razonamiento es impecable. Pero lo que ocurrió fue que gran parte de los fieles no estaba en condiciones de distinguir los “diversos” o “principales modos de la presencia” de Jesucristo (Eucharisticum Mysterium, nn. 9 y 55) y los consideró más o menos la misma cosa. Aquí se ha abierto camino antes que en otros lados el relativismo. Por lo tanto, se debería enmendar el Ordenamiento del misal (n.314), retomando lo dicho arriba.
La liturgia cristiana por su naturaleza es bella (Sacramentum Caritatis, n. 35) y permanece tal si en todas sus partes (ritos, vestimenta, arte, canto) están en armonía (nn.40-52), por eso:
- La homilía debe conjugar palabra y sacramento, transmitiendo la doctrina de la Iglesia (n.46, nota 143); la palabra de Dios parte de la Escritura pero incluye la tradición, también ella fuente la revelación; luego transmite la enseñanza de la Iglesia, del Papa y de los obispos unidos con él, y debe hacer reflexionar sobre los temas principales del credo, de los sacramentos, de la moral y de la oración (véase la repartición del Catecismo). La homilía junto con la liturgia de la palabra no puede durar más que la liturgia eucarística.
- El saludo de la paz (n.49, nota 150) debe considerar el significado del lugar diferente en el rito romano y en los ritos orientales; no es superfluo recordar que el saludo del beso de la paz es una acción sacra, porque significa la unidad entre nosotros, y en especial con el Verbo, la comunión y la caridad (instrucción Redemptionis Sacramentum, n.71). Por eso la paz ante todo se implora con una oración – antes de la comunión en el rito romano -, no es obligatorio el gesto, sino que se debe evaluar la oportunidad (Ordenamiento general del misal romano, n.56b). El rito romano conserva el significado antiguo de los primeros cristianos: la paz como sinónimo de la comunión eucarística, porque a partir del Señor supera las barreras y reanuda la comunión de los hombres en una nueva unidad.
- El recurso a la concelebración, especialmente con muchos sacerdotes, debe ser redimensionado (n. 61); el Concilio la limitaba y nunca la impuso a los sacerdotes (Sacrosanctum Concilium, n. 57; Código de Derecho Canónico, can. 902). La concelebración favorece la percepción de la unicidad del sacerdocio en la Iglesia en torno al obispo, pero si es demasiado frecuente no recoge la función mediadora del sacerdote singular que, como se dijo antes, no es sólo el “presidente de la asamblea”; además priva a los fieles de poder participar en más lugares y horas de la Santa Misa. Por eso, el lema “más Misa y menos misas” es muy ambiguo y debe evitarse.
Al mismo tiempo, todo cristiano es ayudado a corresponder a la naturaleza de la liturgia. La fe es condición indispensable de la participación, la cual significa (Sacramentum Caritatis, n. 6):
a) Estar en la presencia: tener conciencia del misterio hasta llegar al ofrecimiento de sí (n. 52); ésta es la verdadera actualización en nosotros del sacrificio de Cristo (nn. 70-71).
b) Celebrar de modo participado interiormente: es el fin último de la catequesis mistagógica (n. 64); que significa sobre todo reverencia (n. 65) y adoración (n. 66). Todo esto es la condición fundamental para acercarnos a la comunión (n. 29).
La pertenencia eclesial es la otra condición previa de la participación (n. 76):
a) Tal pertenencia brota del nexo entre la Eucaristía y la Iglesia Católica (nn. 14-15), que son el “Cristo total” (n. 36), lo que quiere decir que en la liturgia deben resplandecer las notas de la Iglesia; una, santa, católica y apostólica; más que de inculturación, es decir de inmersión en la propia cultura (n.54), se debe hablar de “interculturalidad” de la liturgia (n. 78).
b) Lo que transmitimos, como dice el Apóstol, es una doctrina que no es nuestra (concepto de tradición) (n. 37).
c) La pertenencia se expresa ante el pueblo de Dios, con la obediencia del sacerdote a las normas de la liturgia (y del obispo al hacerlas respetar) (nn. 38-39); a la voluntad del Señor se remontan las normas e instituciones litúrgicas –piénsese en las minuciosas indicaciones por Él dadas a los discípulos para preparar la última cena -, Él es el autor originario y por eso deben tratarse con obediencia gozosa. La desobediencia a las normas de la liturgia es inmoral y responde a un falso concepto de libertad (Redemptionis Sacramentum, n. 7), por eso va detrás de la tentativa de la cultura dominante sin reglas y puntos firmes, cosa que también está en la raíz de la caída de la moralidad pública y privada. La lex orandi es ley, o sea, disciplina de la liturgia; de otro modo se sustituye el legalismo, tan vituperado, con la anarquía y la ilegalidad que son peores. La obediencia a la sagrada liturgia es medida de nuestra humildad.
d) El sacerdote obra en la persona de Cristo, en la liturgia debe ser y aparecer humilde como Él (n.23) (Misal Romano, editio typica I, 93; III, 60).
Deben recordarse las “condiciones” de la Santa Comunión (n. 29); repensarse su distribución en la mano (nn. 50-55); redescubrir la comunión espiritual, y aún antes la comunión eclesial (n. 56). Joseph Ratzinger recuerda que “la Eucaristía presupone el bautismo y también, repetidamente, la confesión. El Santo Padre (Juan Pablo II) lo ha puesto de relieve grandemente en su encíclica Redemptor hominis. La primera disposición de la buena nueva fue ‘Convertíos’; y suena así: el Cristo que nos invita a la mesa eucarística es siempre el mismo Cristo que exhorta a la penitencia y que repite el ‘convertíos’ (IV, 20). Donde desaparece la confesión, la Eucaristía ya no se discierne y así es destruida en cuanto Eucaristía del Señor”.
Sería deseable restaurar en toda la Iglesia el Miércoles Santo el rito de la reconciliación de los penitentes con la confesión individual, a fin de favorecer la toma de conciencia y la puesta en práctica de cuanto se ha dicho.
El objetivo de la participación de la liturgia es la eficacia en nosotros del sacrificio de Cristo (nn. 70-71); el “culto agradable a Dios” que, a través del testimonio (n. 79) y el martirio (n. 85), lleva Dios al hombre en Cristo único Salvador (n. 86).
La Eucaristía produce la transformación moral del hombre (nn. 82-83), o sea la santificación y la “divinización”, por eso se pide la “coherencia eucarística”.
La Sangre de Cristo es el precio de la dignidad del hombre: de aquí brotan las implicaciones sociales de la Eucaristía (nn. 89-91).
Con estas premisas teológicas y litúrgicas se pueden afrontar las principales “deformaciones”:
a) La transformación de la liturgia de oración o diálogo con Dios en exhibición de actores y desbordamiento de palabras: esto es favorecido por el hecho de que el sacerdote, estando delante del pueblo, es llevado fácilmente a mirar a su alrededor en vez de elevar la vista hacia lo alto o hacia la cruz, como el diálogo orante con Dios exigiría; así, los himnos, los salmos, el acto penitencial, las colectas, la oración universal y sobre todo la anáfora, que quiere decir oración sacrificial, son percibidas como una recitación ni siquiera demasiado seria, dado que con frecuencia sucede que la interrumpen para amonestar y dar indicaciones a los fieles.
b) La condena del concepto de sacrificio sustituido por el de cena, que ha asimilado la Eucaristía católica a la celebración de la cena protestante.
c) La desorientación creada por la recitación de la anáfora versus populum, que ha contribuido a confirmar que la Misa es una cena fraterna.
d) La sustitución total del latín por la lengua actual.
e) La revolución “artística”, que ha llevado en particular a cambiar la forma del altar transformándolo en una mesa y a descentrar el tabernáculo sustituyéndolo con la sede del sacerdote, cada vez más visible; por no hablar de la abolición de la valla sagrada del santuario y del cambio de lugar del baptisterio al presbiterio.
fonte:una voce córdoba