1. De la verdadera obediencia.
La obediencia verdadera y perfecta es una virtud por sobre todas las virtudes y sin
ella no puede haber, ni ser realizada, ninguna obra por grande que sea; y [por otra parte]
por pequeña e insignificante que sea una obra, si se la hace en verdadera obediencia, es
más útil que decir misa, asistir a ella, rezar, contemplar o hacer cualquier cosa que te
puedas imaginar. Toma, en cambio, una acción lo menos valiosa que quieras, sea lo que
fuere: la verdadera obediencia te la ennoblece y la mejora. La obediencia opera siempre
lo mejor de lo mejor en todas las cosas. Ella, por cierto, no estorba ni descuida nunca lo
1que se haga, en ninguna cosa que surja de la verdadera obediencia, ya que no descuida
ningún bien. La obediencia jamás ha de preocuparse y tampoco le falta ningún bien.
Allí donde el hombre, en obediencia, sale de su yo y se deshace de lo suyo, justamente allí Dios, a su vez, debe entrar por fuerza; pues cuando alguien no quiere nada
para sí, Dios tiene que querer en su lugar, de la misma manera que para Él mismo.
Cuando me he desasido de mi voluntad [poniéndola] en manos de mi prelado2
, y cuando
no quiero nada para mí mismo, entonces Dios debe querer en mi lugar y si, al hacerlo,
descuida alguna cosa para mí, la descuida al mismo tiempo para Él mismo. Así sucede
con todas las cosas: donde yo no quiero nada para mí, Dios quiere en mi lugar. Ahora
¡presta atención! ¿Qué es lo que Él quiere para mí si yo no quiero nada para mí? En
todo aquello en que yo me despojo de mi yo, Él debe querer forzosamente todo cuanto
quiere para sí mismo, ni más ni menos; y del mismo modo que lo quiere para Él. Y si
Dios no lo hiciera —por la verdad que es Dios— Dios no sería justo ni sería Dios, lo
cual es su ser natural.
En la verdadera obediencia no se ha de encontrar ningún «lo quiero así o asá» o
«esto o aquello», sino tan sólo un perfecto desasimiento de lo tuyo. Y por lo tanto, en la
mejor de las oraciones que el hombre sea capaz de rezar, no se debe decir ni «¡Dame
esta virtud o este modo!», ni «¡Ah sí, Señor, dame a ti mismo o la vida eterna!», sino solamente: «¡Señor, no me des nada fuera de lo que tú quieras y haz, Señor, lo que quieres
y como lo quieres de cualquier modo!» Esta [oración] supera a la primera como el cielo
a la tierra. Y si alguien reza así, ha rezado bien: cuando en verdadera obediencia ha salido de su yo para adentrarse en Dios. Y así como la verdadera obediencia no debe saber
nada de «Yo quiero», tampoco habrá de oírse nunca que diga: «Yo no quiero»; porque
«yo no quiero» es un verdadero veneno para toda obediencia. Como dice San Agustín3
:
«Al leal servidor de Dios no se le antoja que le digan o den lo que le gustaría escuchar o
ver; pues su anhelo primero y más elevado consiste en escuchar lo que más le gusta a
Dios».
2
2. De la oración más vigorosa de todas y de la obra más sublime.
La oración más vigorosa y casi todopoderosa para obtener todas las cosas, y la obra
más digna ante todas, es aquella que procede de un ánimo libre. Cuanto más libre sea
éste, tanto más vigorosas, dignas, útiles, elogiables y perfectas serán la oración y la
obra. El ánimo libre es capaz de hacer todas las cosas.
¿Qué es un ánimo libre?
Un ánimo libre es aquel que no se perturba por nada ni está atado a nada, ni tiene
atado lo mejor de sí mismo a ningún modo, ni mira por lo suyo en cosa alguna, sino que
está abismado completamente en la queridísima voluntad de Dios, luego de haberse despojado de lo suyo. El hombre no puede ejecutar jamás una obra, por insignificante que
sea, sin que ésta reciba su fuerza y virtud de tal [disposición].
Uno ha de rezar con tanto vigor que desearía que todos los miembros y potencias del
hombre, la vista como los oídos, la boca, el corazón y todos los sentidos, estuvieran dirigidos hacia esta [finalidad]; y no se debe terminar antes de sentir que uno está por unirse
con Aquel a quien tiene presente, dirigiéndole su súplica, esto es: Dios.
3. De las personas no desapegadas que están llenas de propia voluntad.
La gente dice: «Ah sí, señor, me gustaría que yo también estuviese en tan buenas relaciones con Dios y que tuviera tanta devoción y tanta paz para con Dios como otras
personas, y querría que me pasara lo mismo [que a ellos] o que fuera igualmente pobre»,
o: «Conmigo las cosas nunca irán bien con tal de que no esté allá o acullá o haga así o
asá, tengo que vivir en el extranjero o en una ermita o en un convento».
De veras, en todo esto se manifiesta tu yo y ninguna otra cosa. Es tu propia voluntad
por más que no lo sepas o no te parezca así: en tu fuero íntimo no surge nunca ninguna
discordia que no provenga de la propia voluntad, no importa si se la nota o no. En todos
nuestros pareceres de que el hombre debería huir de esa cosa y buscar otra —por ejemplo, esos lugares y esas personas y esos modos o esa multitud o esa actuación— en todo
esto la culpa de la perturbación, no la tienen los modos [de proceder] ni las cosas: quien
te perturba eres tú mismo a través de las cosas, porque te comportas desordenadamente
frente a ellas.
Por ende, comienza primero contigo mismo y ¡renuncia a ti mismo! De cierto, sino
huyes primero de tu propio yo, adondequiera que huyas encontrarás estorbos y discordia, sea donde fuere. La gente que busca la paz en las cosas exteriores, sea en lugares o
en modos o en personas o en obras, o en el extranjero o en la pobreza o en la humilla
ción, por grandes que sean o lo que sean, todo esto no es nada, sin embargo, y no da la
paz. Quienes buscan así, lo hacen en forma completamente equivocada: cuanto más lejos vayan, tanto menos encontrarán lo que buscan. Caminan como alguien que pierde el
camino: cuanto más lejos va, tanto más se extravía. Pero entonces ¿qué debe hacer? En
primer término debe renunciar a sí mismo, con lo cual ha renunciado a todas las cosas.
En verdad, si un hombre dejara un reino o todo el mundo, y se quedara consigo mismo,
no habría renunciado a nada. Ah sí, cuando el hombre renuncia a sí mismo —no importa
la cosa que retenga, riquezas, honores o lo que sea— entonces ha renunciado a todo.
Con respecto a las palabras de San Pedro cuando dijo: «Mira, Señor, hemos renunciado a todo» (Mateo 19, 27) —y sin embargo, no había dejado nada más que una simple red y su barquito— advierte un santo4
diciendo: Quien renuncia voluntariamente a lo
pequeño, no sólo renuncia a esto sino que deja todo cuanto la gente mundana puede obtener y hasta aquello que [sólo] puede apetecer. Pues, quien renuncia a su voluntad y a sí
mismo, ha renunciado tan efectivamente a todas las cosas como si hubieran sido de su
libre propiedad y él las hubiese poseído con pleno poder. Porque aquello que no quieres
apetecer, lo has entregado y dejado todo por amor de Dios. Por ello dijo Nuestro Señor:
«Bienaventurados son los pobres en espíritu (Mateo 5, 3), o sea, en la voluntad. Y nadie
debe dudar de esto: si existiera un modo mejor, Nuestro Señor lo habría mencionado, así
como dijo también: «Quien me quiere seguir que se niegue primero a sí mismo» (Mateo
16, 24); de esto depende todo. Presta atención a ti mismo; y allí donde te encuentras a ti,
allí renuncia a ti; esto es lo mejor de todo.
4. De la utilidad del desasimiento que uno debe realizar interior y exteriormente.
Has de saber que en esta vida nunca hombre alguno se ha desasido de sí mismo sin
haber descubierto que debe desasirse más aún. Son pocas las personas que reparan bien
en este hecho y perseveran en tal [actitud]. Se trata de un trueque equivalente y un negocio justo: hasta donde sales de todas las cosas, hasta ahí, ni más ni menos, entra Dios
con todo lo suyo, siempre y cuando en todas las cosas abandones completamente lo
tuyo. Comienza tú a hacerlo y permite que te cueste todo cuanto eres capaz de rendir.
Ahí y en ninguna otra parte encontrarás la verdadera paz.
La gente nunca debería pensar tanto en lo que tiene que hacer; tendrían que meditar
más bien sobre lo que son. Pues bien, si la gente y sus modos fueran buenos, sus obras...