Para comprender los grandes poderes que tiene el sacerdote hemos de contemplarle en el altar, en el confesionario y en el púlpito o donde expone la palabra de Dios.
En el altar. ¡Qué espectáculo tan digno de admiración! Véanle en el momento de la consagración: el sacerdote inclina la cabeza, sus labios pronuncian aquellas palabras: Esto es mi cuerpo, y con la rapidez de la luz, Jesucristo desciende de su trono elevado, desaparece la sustancia del pan y viene a las manos santas y puras del sacerdote, su Creador, su Redentor, y su Juez.
Y al pronunciar momentos después aquellas otras palabras: Esta es mi sangre, vuelve de nuevo a consumarse místicamente sobre el altar el sacrificio del Calvario.
¿Qué dignidad puede igualar a la del sacerdote católico? ¿Qué hombre hay fuera de él, a cuya palabra baje todo un Dios desde el cielo a la tierra y lo dé en alimento a los fieles y lo coloque en el sagrario para ser nuestro compañero?.... Nadie; esto sólo lo puede hacer el sacerdote.
En el tribunal de la penitencia. Veamos qué les ha dicho Jesucristo sólo a los sacerdotes: “A quienes perdonaréis los pecados, les serán perdonados, y a los que se los retuviereis les serán retenidos” (Jn 20, 23).
Sólo el sacerdote puede quitar las manchas que ha dejado el pecado en nuestras almas; sólo él puede perdonar nuestros crímenes y devolvernos la hermosa vestidura de la gracia. ¡Qué poder más grande es éste! Admirados un día los judíos de este poder, dijeron: “¿Quién puede perdonar nuestros pecados sino Dios?” (Mc 2, 7). Luego el sacerdote en la Nueva Ley, al perdonar los pecados, es el representante de Dios, con autoridad y poderes absolutos.
En el púlpito. Conforme al mandato de Cristo: “Id, predicad el Evangelio a toda criatura…”, el sacerdote está revestido también del poder de anunciar a su pueblo la palabra de Dios, explicar y hacer gustar el santo Evangelio y su rigor austero, predicar todas las virtudes, estigmatizar todos los vicios, consolar, ilustrar, perfeccionar y dirigir a millares de almas por el camino del cielo. ¿Qué poder no es éste?
Y cuando la eficacia de la divina palabra convierta a miles de pecadores, al hacerles ver que la misericordia de Dios es mayor que sus pecados, ¿a quién representa sino a Dios? Grande ciertamente es la dignidad del sacerdote. (Ab. Dubois)
¿Es necesario el sacerdote?
Un día los católicos franceses, alarmados también por la escasez del clero, pusieron en circulación una hermosa hoja, que es como un llamamiento de la Iglesia, y decía así:
“Yo soy la Iglesia de Jesucristo y todas las almas bautizadas me llaman su Madre. Yo amo las almas de los niños, veo con amor lo que la gracia hace en ellos. Pero veo que a la medida que crecen pierden un poco su candor, su sencillez, su inocencia. Es preciso una voz para guiarlas: el sacerdote; una voz que las enseñe a ir a Dios: el sacerdote; una fuerza para sostener su voluntad y un afecto divino para amarle: el sacerdote. ¡Y faltan sacerdotes!
¡Ustedes a quienes su Madre ama tanto, ayúdenla para hacer sacerdotes; socorran esas casas que se llaman seminarios, donde en la paz y el amor de Dios se forman los corazones de sus enviados! ¡Si supieran lo que es el sacerdote! Sin él, dice el santo Cura de Ars, no tendríamos a Jesucristo en medio de nosotros.
¿Quién lo ha puesto en el Sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido su alma al entrar en la vida? El sacerdote. ¿Quién la alienta y da fuerzas para su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién le prepara para comparecer delante de Dios, purificándola y dándole por última vez el cuerpo de Cristo? El sacerdote, siempre el sacerdote.
Y si su alma llegara a morir por el pecado, ¿quién la resucitará, quién le dará la calma y la paz? El sacerdote. “¡Fomenten, pues, las vocaciones sacerdotales, den para hacer un sacerdote, den de buena voluntad!”
Importancia del sacerdote
El santo Cura de Ars manifestó bien claro su necesidad con esta expresión: “Dejad veinte años a un pueblo sin sacerdote, y en ese pueblo se adorará a las bestias”.
El sacerdote es el que “en medio de los errores… y de la corrupción espantosa de la malicia humana, se yergue, como el faro que con sus luces durante la noche dirige el curso de los barcos… El es el que nos enseña el camino recto que debemos seguir, el camino de la virtud y del bien.
El sacerdote es el ministro de Cristo y oficial intercesor de la humanidad para con Dios, y quien ha recibido el encargo y el mandato de ofrecer a Dios, en nombre de la Iglesia, no sólo el real y verdadero sacrificio del altar, sino también el “sacrificio de la alabanza” con la plegaria pública y oficial (Pío XI).
De la importancia del sacerdote en la sociedad nos hablan los reiterados ataques que los enemigos de la Iglesia lanzan contra él para arrancarlo de ella si fuera posible.
¿Por qué hoy combaten muchos al sacerdote católico y le odian? Sencillamente, porque molesta a los que obran mal, recordándoles que hay un Dios, un infierno, un cielo, una eternidad.
“Todos los pillos, dice Monseñor de Ségur, todos los borrachos, todos los ladrones, todos los malos sujetos, son enemigos de los curas. El hecho es cierto. Por otro lado, la gente buena, los hombres de bien, las personas honradas, estimables, delicadas, todas miran con simpatía al sacerdote. Hay que concluir, entonces, que se anda con muy malas compañías cuando se combate a los sacerdotes”.
¿Quién puede ser sacerdote?
Es evidente que son necesarios los sacerdotes; pero dirá alguno: ¿quién puede ser sacerdote? He aquí una norma general: todo aquel que se sienta movido a consagrarse al servicio de Dios y de la salvación de las almas, el que a este fin cuente con dotes físicas, intelectuales y morales, ese puede ser sacerdote, llamado por Dios al sublime ministerio sacerdotal.
Pero si yo he pecado mucho, ¿esto no me impedirá serlo? No, no te impedirán tus pecados el acceso al sacerdocio con tal que empieces a detestarlos.
Tal vez algunos de los que leen estas páginas vayan por caminos torcidos, pero pueden rectificar, salir del pecado e ir por la senda del bien e incluso ser sacerdotes apóstoles de sus hermanos los hombres, como lo hicieron un día Agustín de Hipona y Pablo de Tarso, que en su juventud, el uno se dejó arrastrar por las pasiones y el otro fue blasfemado y perseguidor de la Iglesia, pero se volvieron a Dios y fueron grandes santos y apóstoles del bien.
En los seminarios no entran los santos; se entra para serlo. Hay defectos, vicios quizá y malas inclinaciones, y es preciso irlas corrigiendo, y aquel que se deje moldear y no oponga resistencia tenaz a la reforma de sus defectos, será apto y digno para el sacerdocio. Piensen en el sacerdocio. Grande es, como tenemos dicho, la dignidad sacerdotal, pues “nada hay en la tierra que la pueda igualar” (San Ambrosio).
¿Abrazar el sacerdocio?
A muchos les cuesta vencer las pasiones o abrazarse al celibato, a una vida de vencimiento, pero lo logrará si antepone el amor a Dios a todos los amores terrenos, si se esfuerza con la gracia de Dios, recibe con frecuencia los sacramentos e implora la protección de la Virgen Inmaculada, y lleva vida de oración y vigilancia de los sentidos.