Significado de la Medalla Milagrosa
El 27 de noviembre la Iglesia celebra la Virgen de la Medalla Milagrosa, que en 1830 se apareció a Santa Catalina Labouré (1806-1876), a la sazón joven novicia de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl.
Las apariciones de la Virgen tuvieron lugar en París, en la casa matriz de las hijas de la Caridad, en la Rue du Bac. En la segunda de dichas apariciones, el 27 de noviembre de 1830, cuenta la religiosa que vio cómo se formaba en torno a la Virgen un marco de forma ovalada arriba del cual aparecían las siguientes palabras: «Oh María sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos», escritas con letras doradas. Oyó entonces una voz que le decía: «Manda acuñar una medalla conforme a este modelo. Todas las personas que la porten al cuello obtendrán grandes gracias. Las gracias serán abundantes para quienes la porten con confianza».
De acuerdo con la petición de Nuestra Señora, en 1832 se acuñaron los 1500 primeros ejemplares de la medalla. A partir de ese momento se multiplicaron las gracias, hasta el punto de que en poco tiempo llegó a ser conocida como milagrosa. El padre Charles-Eléonore Dufriche Degenettes, párroco de Nuestra Señora de las Victorias, dio un impulso extraordinario a su difusión fundando la Confraternidad del Santo e Inmaculado Corazón de María y la propagó repartiendo millones de ejemplares por todo el mundo. Igualmente extraordinario fue el impulso que cobró gracias a la milagrosa conversión el judío Alphonse Ratisbonne, a quien el 20 de enero de 1842 se le apareció la Virgen cuya efigie figura en la medalla en la iglesia de San Andrés delle Fratte, en Roma.
En 1880, con ocasión del cincuentenario de las apariciones de la Rue du Bac, León XIII declaró auténtica la conversión de Ratisbonne y concedió la fiesta de la Medalla, que se celebra cada 27 de noviembre. Catalina Labouré había fallecido hacía cuatro años, el 31 de diciembre de 1876, sin que nadie tuviera noticia de su existencia. Cuando Pío XI la beatificó el 28 de mayo de 1933, se exhumó su cuerpo y fue hallado incorrupto; actualmente se venera en la capilla de Medalla Milagrosa a los pies del altar de la Virgen que se le apareció.
El 27 de julio de 1947 Pío XII canonizó a Santa Catalina Labouré. Al día siguiente, ofreció a los peregrinos congregados en Roma una meditación sobre la importancia del nascondimento humano resumiendo la misión de Santa Catalina Labouré con estas palabras: «Ama nesciri: ama pasar desapercibido; dos palabras prodigiosas, sorprendentes para un mundo que no comprende, pero que infunden regocijo al cristiano que sabe contemplar la luz saboreando sus delicias. Ama nesciri! Toda la vida, toda el alma de Catalina Labouré se sintetiza en estas dos breves palabras».
Hasta después de su muerte, no conoció el mundo la misión que la Divina Providencia había confiado a Santa Catalina Labouré. La Medalla Milagrosa posee un significado simbólico para nuestros tiempos. Expresa una gran verdad de la fe: la realeza universal de María, mediadora de todas las gracias y corredentora del género humano. La Virgen, Reina del Cielo y de la Tierra, apoya victoriosamente los pies sobre el globo del mundo y hace llegar en sus manos gracias a los hombres que viven y padecen en él.
La Medalla Milagrosa es también símbolo de las gracias que reparte la Virgen. Ciertamente es un regalo del Cielo a los hombres, al igual que el santo escapulario del Carmen que concedió a San Simón Stock (1165-1265). La Virgen ha prometido que todas las personas que la lleven obtendrán grandes gracias, confirmando con esta promesa que los fieles reciben gracias divinas a través de las manos de Ella.
¿Cuáles son las gracias relacionadas con la Medalla Milagrosa? A quienes la porten la Virgen les garantiza una protección continua, inagotable y universal para el alma y el cuerpo, en la vida y en la muerte, para todos y para siempre; una protección constante, infalible e indefectible porque se funda en el poder de Dios, como subraya acertadamente el padre Francesco Maria Avidano (1895-1971), que publicó un estudio titulado Il grande Messaggio Mariano del 1830 (Propaganda Mariana, Casale Monferrato 1953, pp. 179-180).
La Medalla es, por tanto, un escudo, porque quien la lleva está bajo el especialísimo amparo de la Madre de Dios. La Virgen confirma su poderosa protección maternal en toda dificultad material, y sobre todo espiritual. Es un escudo contra las adulaciones del mundo, contra las seducciones del demonio y las tentaciones de la carne, los tres enemigos internos del hombre.
Pero la Medalla es más que un escudo protector: es también una bandera que encarna un ideal de fe y valentía. Quien la porta no sólo obtiene la gracia de la protección, sino también del combate contra los enemigos de Dios. La cruz que se alza sobre la M de María recuerda la del lábaro de Constantino que lucía en los estandartes de las legiones romanas y es, igualmente, símbolo de combate y de victoria. Al regalarnos esta medalla, Dios nos recuerda que quiere triunfar en la batalla por medio de María.
Por consiguiente, la Medalla Milagrosa es timbre de gloria quien la porta. El mundo se asombra del valor que atribuyen los católicos a esta medalla, y sin embargo no se sorprende del que se atribuye a, por ejemplo, una moneda de oro. El valor de un objeto no procede de su valor material intrínseco, sino del que se le atribuye, del prestigio que le reconocen los hombres. Una bandera no es más que un trozo de tela, pero representa a la Patria, y el soldado da la vida por ella. El valor de la Medalla es inmenso, porque depende de la voluntad expresa de María, de su promesa formal y solemne: «Las gracias serán abundantes para quienes la porten con confianza».
La Medalla Milagrosa es símbolo de nuestra confianza. La devoción a María nos ayuda a esperar en la perseverancia final, esa asistencia a la hora de la muerte que invocamos a diario en cada avemaría. Nuestra confianza se alimenta con la devoción a la Medalla Milagrosa. Tenemos la certidumbre de que quien porta la medalla puede contar toda la vida con la protección de la Bienaventurada Virgen María, pero sobre todo en el momento culminante de su existencia, aquel en el que comparezca al juicio de Dios.