domingo, 25 de outubro de 2015

Traducción al español del discurso íntegro del Papa Francisco con motivo del final del Sínodo, en el que ataca a quienes defienden el Magisterio bimilenario de la Iglesia (Doctrina, Tradición y Moral)


Ayer, con motivo de la finalización de los trabajos del Sínodo de la Familia, el Papa Francisco dio un discurso ante las 270 personas que formaban la asamblea. Bajo estas líneas aparece el texto completo, traducido del italiano por Radio Vaticano(las partes en negrita no tienen desperdicio). Más abajo doy mi opinión al respecto:

Queridas Beatitudes, eminencias, excelencias,

Queridos hermanos y hermanas:

Quisiera ante todo agradecer al Señor que ha guiado nuestro camino sinodal en estos años con el Espíritu Santo, que nunca deja a la Iglesia sin su apoyo.

Agradezco de corazón al Cardenal Lorenzo Baldisseri, Secretario General del Sínodo, a Monseñor Fabio Fabene, Subsecretario, y también al Relator, el Cardenal Péter Erdő, y al Secretario especial, Monseñor Bruno Forte, a los Presidentes delegados, a los escritores, consultores, traductores y a todos los que han trabajado incansablemente y con total dedicación a la Iglesia: gracias de corazón.

Agradezco a todos ustedes, queridos Padres Sinodales, delegados fraternos
, auditores y auditoras, asesores, párrocos y familias por su participación activa y fructuosa.

Doy las gracias igualmente a los que han trabajado de manera anónima y en silencio, contribuyendo generosamente a los trabajos de este Sínodo.

Les aseguro mi plegaria para que el Señor los recompense con la abundancia de sus dones de gracia.

Mientras seguía los trabajos del Sínodo, me he preguntado: ¿Qué significará para la Iglesia concluir este Sínodo dedicado a la familia?

Ciertamente no significa haber concluido con todos los temas inherentes a la familia, sino que ha tratado de iluminarlos con la luz del Evangelio, de la Tradición y de la historia milenaria de la Iglesia, infundiendo en ellos el gozo de la esperanza sin caer en la cómoda repetición de lo que es indiscutible o ya se ha dicho.

Seguramente no significa que se hayan encontrado soluciones exhaustivas a todas las dificultades y dudas que desafían y amenazan a la familia, sino que se han puesto dichas dificultades y dudas a la luz de la fe, se han examinado atentamente, se han afrontado sin miedo y sin esconder la cabeza bajo tierra.

Significa haber instado a todos a comprender la importancia de la institución de la familia y del matrimonio entre un hombre y una mujer, fundado sobre la unidad y la indisolubilidad, y apreciarla como la base fundamental de la sociedad y de la vida humana.

Significa haber escuchado y hecho escuchar las voces de las familias y de los pastores de la Iglesia que han venido a Roma de todas partes del mundo trayendo sobre sus hombros las cargas y las esperanzas, la riqueza y los desafíos de las familias.

Significa haber dado prueba de la vivacidad de la Iglesia católica, que no tiene miedo de sacudir las conciencias anestesiadas o de ensuciarse las manos discutiendo animadamente y con franqueza sobre la familia.

Significa haber tratado de ver y leer la realidad o, mejor dicho, las realidades de hoy con los ojos de Dios, para encender e iluminar con la llama de la fe los corazones de los hombres, en un momento histórico de desaliento y de crisis social, económica, moral y de predominio de la negatividad.

Significa haber dado testimonio a todos de que el Evangelio sigue siendo para la Iglesia una fuente viva de eterna novedad, contra quien quiere «adoctrinarlo» en piedras muertas para lanzarlas contra los demás.

Significa haber puesto al descubierto a los corazones cerrados, que a menudo se esconden incluso dentro de las enseñanzas de la Iglesia o detrás de las buenas intenciones para sentarse en la cátedra de Moisés y juzgar, a veces con superioridad y superficialidad, los casos difíciles y las familias heridas.

Significa haber afirmado que la Iglesia es Iglesia de los pobres de espíritu y de los pecadores en busca de perdón, y no sólo de los justos y de los santos, o mejor dicho, de los justos y de los santos cuando se sienten pobres y pecadores.

Significa haber intentado abrir los horizontes para superar toda hermenéutica conspiradora o un cierre de perspectivas para defender y difundir la libertad de los hijos de Dios, para transmitir la belleza de la novedad cristiana, a veces cubierta por la herrumbre de un lenguaje arcaico o simplemente incomprensible.

En el curso de este Sínodo, las distintas opiniones que se han expresado libremente –y por desgracia a veces con métodos no del todo benévolos– han enriquecido y animado sin duda el diálogo, ofreciendo una imagen viva de una Iglesia que no utiliza «módulos impresos», sino que toma de la fuente inagotable de su fe agua viva para refrescar los corazones resecos.


Y –más allá de las cuestiones dogmáticas claramente definidas por el Magisterio de la Iglesia– hemos visto también que lo que parece normal para un obispo de un continente, puede resultar extraño, casi como un escándalo, para el obispo de otro continente; lo que se considera violación de un derecho en una sociedad, puede ser un precepto obvio e intangible en otra; lo que para algunos es libertad de conciencia, para otros puede parecer simplemente confusión. En realidad, las culturas son muy diferentes entre sí y todo principio general necesita ser inculturado si quiere ser observado y aplicado. El Sínodo de 1985, que celebraba el vigésimo aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II, habló de la inculturación como «una íntima transformación de los auténticos valores culturales por su integración en el cristianismo y la radicación del cristianismo en todas las culturas humanas».

La inculturación no debilita los valores verdaderos, sino que muestra su verdadera fuerza y su autenticidad, porque se adaptan sin mutarse, es más, trasforman pacíficamente y gradualmente las diversas culturas.

Hemos visto, también a través de la riqueza de nuestra diversidad, que el desafío que tenemos ante nosotros es siempre el mismo: anunciar el Evangelio al hombre de hoy, defendiendo a la familia de todos los ataques ideológicos e individualistas.

Y, sin caer nunca en el peligro del relativismo o de demonizar a los otros, hemos tratado de abrazar plena y valientemente la bondad y la misericordia de Dios, que sobrepasa nuestros cálculos humanos y que no quiere más que «todos los hombres se salven» 
(1 Tm 2,4), para introducir y vivir este Sínodo en el contexto del Año Extraordinario de la Misericordia que la Iglesia está llamada a vivir.

Queridos Hermanos:

La experiencia del Sínodo también nos ha hecho comprender mejor que los verdaderos defensores de la doctrina no son los que defienden la letra sino el espíritu; no las ideas, sino el hombre; no las fórmulas sino la gratuidad del amor de Dios y de su perdón. Esto no significa en modo alguno disminuir la importancia de las fórmulas, de las leyes y de los mandamientos divinos, sino exaltar la grandeza del verdadero Dios que no nos trata según nuestros méritos, ni tampoco conforme a nuestras obras, sino únicamente según la generosidad sin límites de su misericordia 
(cf. Rm 3,21-30; Sal 129; Lc 11,37-54). Significa superar las tentaciones constantes del hermano mayor (cf. Lc 15,25-32) y de los obreros celosos (cf. Mt 20,1-16). Más aún, significa valorar más las leyes y los mandamientos, creados para el hombre y no al contrario (cf. Mc 2,27).

En este sentido, el arrepentimiento debido, las obras y los esfuerzos humanos adquieren un sentido más profundo, no como precio de la invendible salvación, realizada por Cristo en la cruz gratuitamente, sino como respuesta a Aquel que nos amó primero y nos salvó con el precio de su sangre inocente, cuando aún estábamos sin fuerzas 
(cf. Rm 5,6).

El primer deber de la Iglesia no es distribuir condenas o anatemas sino proclamar la misericordia de Dios, de llamar a la conversión y de conducir a todos los hombres a la salvación del Señor 
(cf. Jn 12,44-50).

El beato Pablo VI decía con espléndidas palabras: «Podemos pensar que nuestro pecado o alejamiento de Dios enciende en él una llama de amor más intenso, un deseo de devolvernos y reinsertarnos en su plan de salvación 
[...]. En Cristo, Dios se revela infinitamente bueno [...]. Dios es bueno. Y no sólo en sí mismo; Dios es –digámoslo llorando- bueno con nosotros. Él nos ama, busca, piensa, conoce, inspira y espera. Él será feliz –si puede decirse así–el día en que nosotros queramos regresar y decir: “Señor, en tu bondad, perdóname. He aquí, pues, que nuestro arrepentimiento se convierte en la alegría de Dios».

También san Juan Pablo II dijo que «la Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la misericordia 
[...] y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia del Salvador, de las que es depositaria y dispensadora».

Y el Papa Benedicto XVI decía: «La misericordia es el núcleo central del mensaje evangélico, es el nombre mismo de Dios 
[...] Todo lo que la Iglesia dice y realiza, manifiesta la misericordia que Dios tiene para con el hombre. Cuando la Iglesia debe recordar una verdad olvidada, o un bien traicionado, lo hace siempre impulsada por el amor misericordioso, para que los hombres tengan vida y la tengan en abundancia (cf. Jn 10,10)».

En este sentido, y mediante este tiempo de gracia que la Iglesia ha vivido, hablado y discutido sobre la familia, nos sentimos enriquecidos mutuamente; y muchos de nosotros hemos experimentado la acción del Espíritu Santo, que es el verdadero protagonista y artífice del Sínodo. Para todos nosotros, la palabra «familia» no suena lo mismo que antes, hasta el punto que en ella encontramos la síntesis de su vocación y el significado de todo el camino sinodal.

Para la Iglesia, en realidad, concluir el Sínodo significa volver verdaderamente a «caminar juntos» para llevar a todas las partes del mundo, a cada Diócesis, a cada comunidad y a cada situación la luz del Evangelio, el abrazo de la Iglesia y el amparo de la misericordia de Dios.
Nos ha quedado claro que si se defienden, de acuerdo con la Tradición bimilenaria de la Iglesia, las enseñanzas delEvangelio, éste es, según el Papa, una "piedra muerta para tirar a los demás"; y que quienes así lo hacen o han hecho -lo cual incluye a todos sus predecesores- son "corazones cerrados", que cubren la "novedad cristiana" con "la herrumbre de un lenguaje arcaico".

Según él, el sínodo ha dado una imagen de "una Iglesia que no utiliza «módulos impresos», sino que toma de la fuente inagotable de su fe agua viva para refrescar los corazones resecos".

Por otra parte, como ha visto "que lo que parece normal para un obispo de un continente, puede resultar extraño, casi como un escándalo, para el obispo de otro continente", opina que "todo principio general necesita ser inculturado si quiere ser observado y aplicado".

Además, ha descubierto que "los verdaderos defensores de la doctrina no son los que defienden la letra sino el espíritu; no las ideas, sino el hombre; no las fórmulas sino la gratuidad del amor de Dios y de su perdón". Pero resulta que quienes no defienden la letra, tampoco defienden su espíritu, sino que lo tuercen; quien supuestamente defiende al hombre en contra de los preceptos de Dios, realmente no defiende al hombre, que no es nada sin el Autor de la letra; y en tercer lugar, resulta que el amor de Dios no es gratis, como afirma el Papa Francisco, sino que exige el arrepentimiento. El Evangelio está lleno de ejemplos de cómo Cristo amaba y perdonaba a los pecadores arrepentidos, mientras que empleaba palabras durísimas y condenaba a los pecadores que no se arrepentían. Para estos últimos no había ningún 'amor' ni 'perdón gratuito', sino la repulsa de Nuestro Señor y su amenaza de que, si no se arrepentían, les esperaba el fuego eterno del infierno, donde habrá llanto y crujir de dientes.

Más adelante, el Papa vuelve a invertir las prioridades al señalar: "El primer deber de la Iglesia no es distribuir condenas o anatemas sino proclamar la misericordia de Dios, de llamar a la conversión y de conducir a todos los hombres a la salvación del Señor". Si para la salvación del mayor número posible de personas -pues es dogma de fe que no se van a salvar todas-, es necesario condenar y anatemizar, ese será el primer deber de la Iglesia, por más que se proclame al mismo tiempo la misericordia de Dios; pero eso sí: sin ocultar que para alcanzarla se necesita el arrepentimiento y el propósito de la enmienda. Esa es la llamada a la conversión: el "vete y no peques más" que el Señor siempre repetía a los pecadores arrepentidos.

Llama la atención que, para tratar de defender sus cuestionables ideas, el Papa Francisco sólo cite frases sacadas de contexto de los últimos Papas, silenciando cualquier punto del Magisterio de la Iglesia -incluyendo también el de los Papas postconciliares- que le contradiga.

Por último, afirmar que el Espíritu Santo es el artífice de este sínodo -que en realidad no ha abordado los verdaderos problemas de la familia, sino que ha servido de excusa para intentar cambiar la doctrina y moral de la Iglesia-, cuando en realidad el único artífice ha sido el propio Papa Francisco -Vicario de Cristo, pero en ningún caso oráculo del Espíritu Santo- y su prefijado deseo y voluntad de cambiar la Iglesia, tienta a Dios Todopoderoso, que más pronto que tarde le ha de juzgar.

Según el Papa, para la Iglesia, concluir el Sínodo significa volver verdaderamente a «caminar juntos»... ¡Pues tiene pinta de justo lo contrario! Ha demostrado que en la Iglesia ya hay un cisma de facto, promovido precisamente -al alinearse con herejes de facto- por quien debería ser garantía de unidad: él mismo, que es Papa, mal que le pese, por permisión de Dios, y no necesariamente por Su voluntad.

NOTA: Quienes conocen este blog ( http://catholicvs.blogspot.pt/2015/10/traduccion-al-espanol-del-discurso.html ) desde su inicio, hace ya ocho años, saben perfectamente que quien esto escribe no es, ni mucho menos, sedevacantista ni nada parecido, sino que reconoce al Papa Francisco como tal. De ahí el desconcierto ante este escandaloso Pontificado, que prueba perfectamente la infabilidad pontificia, dogma de fe según el cual el Papa sólo es infalible cuando define dogmas ex Cathedra; aunque según el beato Pío PP. IX, en su carta “Tuas libenter” de 1863, el magisterio ordinario de los Papas también es infalible, aunque no defina dogmas, cuando el mismo está confirmado por la Tradición; es decir, cuando la misma doctrina sea enseñada por varios Papas durante un largo período de tiempo -justo lo contrario de lo que hace el actual Papa-.

Dios tenga misericordia del Papa Francisco y le mueva al arrepentimiento. Que quite de su corazón la cerrazón y avidez de novedades, así como la herrumbre de su arcaico y rancio lenguaje -y espíritu- de cura progre setentero. Que deje de escandalizar, atacar e insultar a los fieles católicos, vivos y difuntos -incluyendo a todos sus predecesores-, y de proteger y respaldar a herejes y cismáticos. Por el mismo Señor nuestro Jesucristo, tu Hijo, que contigo vive y reina en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén.