De todos los regalos que hemos recibido de Dios, el primero de todos, aunque no el más importante, es la vida; sin la vida no podríamos recibir los demás dones que el Señor tiene preparados para nosotros. Pero el mayor regalo que hemos recibido de Cristo es Él mismo a través del sacramento de la Eucaristía. Todos los sacramentos nos dan la gracia de Dios, pero sólo la Eucaristía lo tiene a Él realmente en Persona: su Cuerpo y su Alma, su Humanidad y su Divinidad. La Eucaristía es un regalo reservado para aquellos que se acercan a él con un corazón limpio (1 Cor 11:24). Un regalo que podemos recibir cada día si nosotros queremos y estamos preparados.
Bien sea a primera hora del día, en el centro del mismo, o hacia la caída de la tarde, si somos cristianos de verdad y nuestra alma está enamorada de Dios, deberíamos buscar ese tiempo para acercarnos a la Iglesia y asistir a la Santa Misa. Encontramos tiempo para comer y dormir, para estar con los amigos y distraernos, pero ¿por qué nos cuesta tanto trabajo encontrar tiempo para hacer lo más importante y necesario? ¿Por qué nos cuesta tanto trabajo hacer tiempo para Dios? Permitidme que yo mismo dé la respuesta: porque no le amamos lo suficiente. ¡Así de claro! Sólo el amor, un amor verdadero e intenso, nos hará poner primero lo que es más importante.
A la hora que nos sea más fácil, iremos a la Iglesia, tomaremos agua bendita y nos iremos a uno de los bancos, para en silencio, aguardar el comienzo de la Santa Misa. Si tenemos oportunidad, es bueno llegar cinco o diez minutos antes de que comience la Misa con el fin de prepararnos para ella, desconectar del mundo y sus problemas, y penetrar en el maravilloso mundo de Dios. ¡Cuánto hemos perdido por no hacer eso! ¡Cuántas personas llegan a la Iglesia con la Misa ya empezada; o cuando llegan, saludan a todos los presentes, menos a Dios, el dueño de esa Casa!
Llegada la hora exacta, se oye la campanilla que nos anuncia que la Misa va a comenzar. El sacerdote sale de la sacristía, se arrodilla delante del Sagrario, sube al presbiterio, besa el altar y comienza la Santa Misa con un saludo profundamente cristiano: “En el nombre del Padre… El Señor esté con vosotros”. [1]
Acto seguido nos invita a ponernos en paz con Dios mediante la recitación del “Yo confieso”. En este momento le pedimos perdón a Dios por todas las ofensas que hayamos podido cometer; perdón que es otorgado si nuestras faltas son veniales, aunque deberíamos acudir a confesarnos si es que hubiera algún pecado mortal. Es lógico que le pidamos perdón al Señor en este momento pues qué sentido tendría acercarnos a Él si estuviéramos separados como consecuencia del pecado. Dos amigos que se han ofendido, para hacer las paces y poder comenzar a hablar, lo primero que tienen que hacer es pedirse perdón… Hechas la paces ya podemos acercarnos a Él.
Acto seguido, ensalzamos a Dios diciendo: “Gloria a Dios en el cielo…”.
Posteriormente nos disponemos a escuchar el mensaje que el Señor quiere transmitirnos ese día a través de la proclamación de su Palabra. Escuchamos con devoción y atención las lecturas de la Sagrada Biblia.
Llevo más de treinta años celebrando la Santa Misa y no he visto momento en el que el fiel muestre mayor desinterés que cuando se leen las lecturas. Yo personalmente he podido comprobar que más del 90% de los feligreses que asisten a la Santa Misa desconectan cuando el sacerdote comienza a hacer la Liturgia de la Palabra. De hecho, cuando predico, una de las primeras cosas que he de hacer es decirle a los fieles: “Como hemos oído en las lecturas de hoy,…” E inmediatamente después, tengo que hacer un pequeño resumen de las lecturas, o al menos de la lectura sobre la que voy a predicar, pues sé que prácticamente nadie ha puesto atención a las mismas.
Es una lástima que no se ponga atención a las lecturas de la Misa. Si la Iglesia nos las ofrece es porque considera que son importantes para nuestra formación y para nuestra vida espiritual. Si las escucháramos con atención, serían para nosotros una fuente diaria inagotable de sabiduría divina, y al mismo tiempo, no ayudarían a conocer su voluntad.
Acabada la liturgia de la Palabra nos disponemos a participar en el Ofertorio. Ahora es cuando el sacerdote presenta a Dios las ofrendas de pan y vino; ofrendas que se convertirán poco después en el Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo. Es en este momento cuando nosotros desde el banco presentamos también a Dios nuestra ofrenda. Regalamos a Dios todo lo que vamos a hacer en ese día; le ofrecemos nuestro corazón, nuestro amor, nuestra paciencia, nuestro dolor… Acabada esta ofrenda, el sacerdote las recoge todas, y junto con la suya propia, nos dice: “Orad hermanos para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios Padre todopoderoso”.
Terminado el Ofertorio, nuestro corazón, después de haber aclamado la santidad de Dios (“Santo, Santo, Santo es el Señor…”) se arrodilla ante el misterio que va a ocurrir delante de nuestros ojos. Cristo, saltándose las barreras del tiempo y del espacio, se va a hacer realmente presente justo en el momento que es crucificado en el Calvario. No es que Cristo vuelva a morir, no, es una actualización aquí y ahora del mismo y único sacrificio de Cristo. Es realmente un milagro de Dios.
En este momento nosotros nos recogemos interiormente y somos trasladados al Calvario. Oímos el bullicio de las gentes; vemos tres cruces levantadas donde han clavado a tres malhechores. Y junto al pie de la cruz que está en medio, vemos a María, al apóstol San Juan y a otras mujeres que solían acompañar a Jesús. Todos están llorando ante este espectáculo horrendo. También nosotros nos ponemos de rodillas, y con timidez elevamos los ojos a la cruz. En ella vemos agonizando a Cristo. Es en ese momento cuando le decimos: “¡Señor soy yo quien tendría que estar clavado en la cruz y no tú! ¡Yo soy el pecador! ¡Déjame al menos morir contigo!” Es en este momento cuando la ofrenda de las cosas que habíamos hecho anteriormente se transforma en una ofrenda de nosotros mismos: “¡Desearía morir contigo! Sé que debes morir, pues es la voluntad del Padre, pero déjame al menos entregar mi vida clavado en la cruz junto a Ti”.
La Santa Misa sigue con las oraciones en las que invocamos por el Papa, la Iglesia, “los vivos y los difuntos”, para acabar todos estos ruegos dirigiéndonos a Dios como nuestro Padre del cielo.
Acabado el Padrenuestro, si nuestra alma está libre de pecado mortal, con humildad y gran alegría nos disponemos a recibir a Jesús Sacramentado en nuestro corazón. Nos acercamos al comulgatorio…, nos ponemos de rodillas… No nos atrevemos a tocar a Jesús con nuestras manos; Él es tan santo y nosotros tan sucios. Bastante es que me permita recibirlo en mi boca y depositarlo en mi corazón.
Vuelvo a mi banco y en ese momento de supremo gozo y de acción de gracias, oigo a Jesús que me dice: “Lucas, antes, cuando estaba yo muriendo en la cruz me ofreciste tu vida. Ahora te has quedado sin ella, pues ya es mía. ¡Escucha!, toma la mía, pues desde ahora será la tuya”. A nosotros, emocionados, nos recuerdan las palabras que Él ya nos dijo: “El que me coma vivirá por mí” (Jn 6:57); o estas otras: “Ya no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2:20).
Con el gozo de tener ahora en nosotros la vida que Cristo nos ofrece, nos disponemos a reasumir las labores cotidianas, no sin antes haber recibido labendición de Dios y escuchar cómo Él nos dice: “Ahora marcha en paz”.
Han sido unos momentos intensos. La verdad es que hemos estado en el cielo; cielo que llevamos ahora dentro de nosotros para que otros también lo vean y lo sientan.
Y con este espíritu pasaremos el resto del día con la esperanza de mañana volver a encontrarnos de nuestro con Cristo, pedirle perdón otra vez por aquellas cosas que nos pudieran haber separado de Él, ofrecerle lo que somos y tenemos, y llevarnos un día más el cielo con nosotros. Y todo esto, día a día, hasta que el Señor nos considere dignos de irnos ya para siempre junto a Él.
Esa es mi Misa de cada día. Nadie me la explicó. O mejor dicho, fue el mismo Señor quien así me la enseñó. Y de este modo la he estado viviendo desde los trece años sin haber faltado un solo día a mi encuentro con Él en su Casa; primero como laico y ahora como sacerdote.
Es mi esperanza que, si desde muy niño me preocupé de no quedarme un solo día sin Cristo, cuando los días para mí se acaben, Dios no permita que me separe tampoco de él ni un solo instante; y si tuviera que sufrir la purificación previa antes de encontrarme con Él en su Paraíso, tenga a bien hacerla ahora en vida, para que nunca nos separemos.
Padre Lucas Prados
[1] Para hacer la explicación de modo más sencillo seguiremos la Misa con las palabras tal como aparecen en el Novus Ordo, que aunque no es el mejor, es desafortunadamente, el más celebrado en nuestras parroquias.