El Santo Sacrificio de la Misa
El Santo Sacrificio de la Misa es el centro vital de los miembros de la Fraternidad. Su vida entera se centra y gira en torno a este Augusto Misterio de Fe en el que encuentran la Fuente de la que brotan las aguas vivificadoras para la vida cristiana. En esta Fuente, que es el Sacrificio Puro, Santo e Inmaculado de Cristo, son purificados, se alimentan, se fortalecen y se van llenando de la vida de Dios. En la Eucaristía contemplan la oblación perfecta de Cristo al Padre, supremo acto de adoración y Caridad, al tiempo que se unen íntimamente a Él que se inmola por la salvación de los hombres, e infunde la voluntad de entregarse, hasta morir con Él, para ser “recreados” con su Vida y hacer posible la palabra del Apóstol de las gentes: “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí”. María Virgen, Madre de Dios, es a los ojos del Altísimo la “llena de Gracia”. En Ella fue una realidad y un Misterio el cumplimiento del deseo de Cristo: “Permaneced en Mí como Yo en vosotros”. Este “permanecer” en Cristo se hace realidad singularmente en nosotros cada vez que participamos de su Sacrificio Redentor y “recibimos” la Víctima inmolada como Pan del Cielo, habiéndonos ofrecido por Él, con Él y en Él al Padre. Desempeñando su función de Madre y Maestra, María es nuestra mejor ayuda para disponernos correctamente a participar en la Santa Misa y sacar de Ella inagotables frutos de santidad. El Espíritu Santo que ha marcado el alma de los bautizados haciéndolos para siempre miembros de Cristo Sacerdote, Profeta y Rey los empuja a desplegar el sacerdocio real para que se unan al Sacrificio de Cristo, ofreciéndose a sí mismos juntamente con Él, pues es necesario que los miembros del cuerpo vivan unidos a la Cabeza. Los propios sufrimientos, trabajos y dolores, las alegrías y esperanzas deben ser presentados en el Altar diariamente como acto de entrega generosa y confiada al Padre. En el Altar encontramos el “tesoro escondido desde los siglos”. En el sufrimiento de Cristo, “Amor hasta el extremo”, se encuentra el sentido del propio sufrimiento y de toda nuestra vida. Al participar en la Eucaristía, Él nos “inyecta su amor al sacrificio, para que permaneciendo siempre unidos con Él, mostremos que somos víctimas y sacerdotes”. De su Cruz se desprende la luz maravillosa que nos envuelve en el Amor de la Santísima Trinidad y nos infunde “las mismas disposiciones que tenía el divino Redentor cuando ofrecía el sacrificio de sí mismo: disposiciones de una humilde sumisión, de adoración a la suprema majestad divina, de honor, alabanza y acción de gracias” hasta que “podamos hacernos nuestra aquella sentencia de San Pablo: Estoy crucificado con Cristo”. Cada uno de los miembros de la Fraternidad, profundamente unido a María, se esfuerza en hacer de su vida “una misa constante”, una “ofrenda permanente”, que cobra todo su valor, sentido y plenitud en la unión con el Sacrificio de nuestro Señor Jesucristo, actualizado y ofrecido por el ministerio de los Sacerdotes ordenados. La comunión con la Víctima Pascual es fuente de comunión con su Cuerpo Místico. La participación plena y consciente en la Eucaristía empuja a llevar una vida de unión y de Caridad con los hermanos. “La fe en la Eucaristía, su perenne presencia, la mística renovación del sacrificio del Gólgota, la comunión física y espiritual con el único Redentor, Cristo, no sólo recuerda e impulsa a los hombres a la unión fraterna, sino que la realiza en aquel Cuerpo Místico del que forman parte muchísimos miembros actuales y al que todos están llamados a unirse. La fe y la comunión eucarística son realmente el vínculo ofrecido por Dios a los hombres para rehacer la primordial unidad de la familia humana, rota por el primer pecado. ¡Oh cuán distintas serían, en verdad, las familias, las ciudades, las naciones y el mundo entero si las almas todas, acercándose con frecuencia a este divino horno de amor, recibieran en sí una centella de aquel fuego hasta formar en ellas un benéfico incendio que destruyese todas las impurezas, limpiase todas las escorias, suavizase todas las diferencias, redujese a ceniza todos los egoísmos y calentase la frialdad de los corazones, devolviéndoles el palpitar sincero del amor fraternal y generoso!. ¿Es acaso éste un vano e infundado ideal?. No, queridos hijos; mirad en este instante la inmensa multitud que con íntima alegría e inefable paz se estrecha en torno a este altar. ¿No es acaso Cristo vivo, con la sustancia de su carne humana, el que os ha reunido y hecho reconocer como hermanos e hijos del mismo Padre?. Congregavit nos in unum Christi amor. Ningún hombre, ninguna idea, ninguna común necesidad o temor llegarán nunca a dar una estable y vital unidad a los hombres, como puede darla y asegurarla la fe y la vida en Cristo. Luego si queréis contribuir en lo que de vosotros dependa, a extender por el mundo y en lo futuro el precioso bien de que en este momento gozáis, haced que todos vuelvan la mirada y el corazón a la divina Hostia saludable y pedid esta gracia: la unidad en la caridad”. (Pío XII) “Sin mí no podéis hacer nada”. Sin esta vida de unión con el Señor y con su Cuerpo Místico todo apostolado, toda misión es pura fantasía, es casa “edificada sobre arena” y no sobre roca. Sobre aquella Roca que es Cristo, Hijo de Dios vivo encarnado y “Piedra angular”, y sobre la roca de Pedro, fundamento visible de la Iglesia de Cristo que es UNA, SANTA, CATÓLICA Y APOSTÓLICA. Adentrándose y contemplando el Misterio de la Eucaristía de la mano de la Santísima Virgen María, Madre y Maestra, descubrimos la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo y Esposa fiel, continuadora de su obra de Salvación. |