Mons. Guido Marini, a quien Benedicto XVI nombró Maestro de las Celebraciones Litúrgicas pontifícias el 1 de enero de 2007, explica en esta entrevista la importancia de la liturgia, la necesidad de una adecuada formación litúrgica y el sentido de algunos cambios en las celebraciones del Papa.
Monseñor, ¿por qué es importante la liturgia?
En la liturgia se hace presente de modo sacramental el misterio de nuestra salvación. Aquel que ha resucitado de la muerte, el Viviente, renueva el sacrificio redentor en virtud de la potencia del Espíritu Santo. De esa manera, mediante el rito litúrgico, el hoy de nuestra vida y de nuestra historia comienza a ser habitado por la eternidad de Dios y por su amor que salva. La liturgia es como el asomarse del cielo sobre la tierra, de modo que la tierra, el mundo de los hombres, es tocado en cierta manera por el cielo, el mundo de Dios, que es Verdad y es Amor.
¿Que conviene hacer, en su opinión, para estimular la participación de los fieles en la Santa Misa?
Se trata de ayudar a entender que la participación en la liturgia es, sobre todo, la entrada de nuestra vida en otra Vida, la de Dios. En el rito litúrgico celebramos una acción que nos precede, y que nos es donada para que se convierta en nuestra. Me refiero a la acción del Señor Jesús, que ofrece su vida al Padre para la salvación del mundo. Se participa activamente en la celebración litúrgica si uno se deja implicar en esta acción sagrada, si se abre al don de esta nueva Vida, que es amor y que realmente nos hace cada vez más cristianos o, en otras palabras, hijos en el Hijo, conformes con la voluntad de Dios.
En este sentido, participación significa conformación progresiva con el Señor Jesús, asimilación cada vez más fiel a aquello que San Pablo define como el “pensamiento de Cristo”.
La participación, además, requiere también una actividad dentro del rito litúrgico, según las precisas indicaciones de la Iglesia al respecto. Esta actividad es importante, no cabe duda. También porque es expresión de la diversidad y complementariedad de los miembros del Cuerpo de Cristo.
Sin embargo, no serviría de nada si no contribuyese a realizar aquel grado de participación que es la transformación de nuestra vida en Cristo, a partir del encuentro con el misterio celebrado.
Desde que asumió el encargo como Maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias se han notado algunos cambios en las celebraciones del Papa…
Apenas me llegó la noticia de mi nombramiento como Maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias, me propuse ser en lo posible un servidor fiel del Santo Padre y de su vida litúrgica, esforzándome por colaborar para que la liturgia papal fuese lo más posible expresión de sus orientaciones y de sus indicaciones. La liturgia papal es la liturgia del Papa, ejemplo para la liturgia de toda la Iglesia, verdadero magisterio litúrgico ofrecido a todos. Por eso debe ser siempre la fiel expresión del pensamiento litúrgico del Papa.
Benedicto XVI utiliza desde hace algún tiempo ornamentos cada vez más diversos, y en un cierto sentido “vistosos”, que pertenecieron también a sus predecesores. ¿Por qué?
No diría precisamente “vistosos”. En realidad, el Santo Padre utiliza vestiduras litúrgicas que varían en el estilo, en función del tiempo litúrgico y de las particulares celebraciones. Así, en algunas circunstancias lleva ornamentos antiguos y en otras, ornamentos nuevos. El criterio que se intenta seguir es el de la belleza, porque la liturgia está llamada a expresar, también en el lenguaje humano de los signos, la belleza del misterio de Dios que es Amor. El minimalismo no es el lenguaje apropiado en el arte litúrgico. Como nos han enseñado también los santos, para el culto de Dios hay que reservar lo mejor. De aquí es de donde nace, entre otras cosas, la verdadera caridad y el amor hacia los hermanos. En cuanto al hecho de que utilice de cuando en cuando vestiduras litúrgicas que pertenecieron a sus predecesores, es simple y elocuentemente una señal de continuidad con la historia que nos precede, un aprecio por los “tesoros de familia”, que son patrimonio litúrgico de la Iglesia de ayer y de hoy.
La Cruz pastoral de plata de Pablo VI ha sido sustituida por una dorada…
En las celebraciones litúrgicas el Papa no usa el pastoral, como lo entendemos comúnmente para los Obispos. En el pasado, los Sumos Pontífices, en algunas circunstancias particulares, llevaban la ferula, el bastón en forma de cruz. Con Pablo VI entró en la praxis litúrgica papal, hasta Juan Pablo II, el uso de la cruz pastoral con el crucifijo. Benedicto XVI ha considerado más apropiado para la liturgia papal el uso habitual de la férula, la cruz pastoral sin el crucifijo.
¿Cómo concebir la belleza de la acción litúrgica sin caer en un mero esteticismo?
Teniendo presente que no se puede desvincular la belleza, cuando es auténtica, de la verdad y el amor. Así, la presencia de la belleza en el acto litúrgico remite a aquella Belleza divina en la cual resplandecen la Verdad y el Amor de Dios. Dejarse alcanzar por esa Belleza debe significar la disponibilidad radical a someter la propia vida a la Verdad y al Amor, la voluntad de abandonar la mentalidad del mundo, en cuanto que en él habita el pecado y la rebelión frente al Señor, para abrazar sin tardanza la llamada a la santidad.
En su opinión, ¿se precisa hoy una formación litúrgica más adecuada?
Sin duda. Lo que ya se sentía como una tarea urgente en los tiempos del Concilio Vaticano II, me parece que sigue siéndolo en el presente, quizá con una nota de urgencia aún mayor. Sólo gracias a una verdadera formación litúrgica los ritos y las oraciones de las celebraciones podrán ser el vehículo bello y extraordinariamente rico para entrar en el misterio celebrado. En caso contrario, corremos el riesgo de quedarnos en el umbral de una realidad inaccesible. En el tiempo de la nueva evangelización se requiere también un particular esfuerzo para una renovada formación litúrgica.
Hablemos de la importancia del silencio en la Santa Misa.
En los documentos de la Iglesia se habla, a ese respecto, de “silencio sagrado”. Resulta con claridad que el silencio que debe observarse durante la celebración eucarística es parte integrante del misterio que se está celebrando. La oración de la Iglesia se compone de diversos aspectos, que guardan relación con todo el complejo de nuestra condición humana y con todos los tipos de lenguajes de que seamos capaces. Entonces rezamos con la palabra, con el canto, con la posición del cuerpo. Rezamos también con el silencio, que es sagrado porque nos permite dejar que resuene en las profundidades del corazón la extraordinaria experiencia del encuentro sacramental y de amor con el Verbo de Dios hecho carne, crucificado y resucitado para nuestra salvación.
¿Y qué orientación es preferible en la celebración?
En realidad, la única orientación auténtica de la celebración litúrgica es hacia Dios. Otra cuestión es la que atañe a cómo esta orientación, concretamente, encuentra realización en la disposición del edificio-iglesia, del altar, del crucifijo. Me parece que es fundamental un dato, sobre el cual es necesario ser claros: en la celebración litúrgica todo debe servir de ayuda para que no se pierda la orientación al Señor, y para que se nos ayude a vivir la exhortación contenida al inicio del prefacio: “Levantemos el corazón. Lo tenemos levantado hacia el Señor”.
Al menos en las Misas del Papa, el crucifijo ha vuelto al centro del altar…
Me parece que, sobre esto, el modo más convincente de responder a esa pregunta es remitir a lo que ha escrito Benedicto XVI en el prefacio al volumen de su Opera Omnia llamado Teología de la liturgia, recientemente editado también en italiano: “La idea de que sacerdote y pueblo deberían mirarse recíprocamente en la oración ha nacido sólo en la cristiandad moderna, y es completamente extraña a la antigua. Sacerdote y pueblo, ciertamente, no rezan el uno hacia el otro, sino hacia el único Señor. Por tanto, en la oración miran en la misma dirección: o hacia Oriente como símbolo cósmico por el Señor que viene o, donde esto no es posible, hacia una imagen de Cristo en el ábside, hacia una cruz o simplemente hacia el cielo, como el Señor hizo en la oración sacerdotal la víspera de la Pasión (Jn 17, 1). Entretanto se abre camino cada vez más, afortunadamente, la propuesta hecha por mí al final del capítulo en cuestión de mi obra [Introducción al espíritu de la liturgia, pp.70-80]: no proceder a nuevas transformaciones, sino poner simplemente la cruz en el centro del altar, hacia la cual puedan mirar juntos sacerdote y fieles, para dejarse guiar de tal modo hacia el Señor, al que rezan todos juntos”.
El hecho de que el Santo Padre dé siempre la comunión en la boca y de rodillas, ¿quiere ser un ejemplo para toda la Iglesia? ¿Es el camino que se debe preferir?
Yo diría que en este caso vale la pena citar lo que afirma el Santo Padre en el libro-entrevista Luz del mundo, aparecido hace poco en las librerías: “Al hacer que se reciba la comunión de rodillas y al darla en la boca he querido colocar una señal de respeto y llamar la atención hacia la presencia real. No en último término porque, especialmente en actos masivos, como los tenemos en la basílica y en la plaza de San Pedro, el peligro de banalización es grande. […] He querido establecer un signo claro. Debe verse con claridad que allí hay algo especial. Aquí está presente Él, ante quien se cae de rodillas. ¡Prestad atención! No es meramente un rito social cualquiera del que todos podemos participar o no”.
¿Qué lugar revisten el canto y la música? Y sobre todo, ¿qué tipo de música?
El canto y la música son parte integrante de la celebración litúrgica, y no un simple adorno. De ahí que en la liturgia el canto y la música, cuando son en la verdad de su ser, nacen del corazón que busca el misterio de Dios y se convierten en una exégesis del mismo misterio. Por tanto, hay un ligamen intrínseco entre la palabra, la música y el canto en la celebración litúrgica. Música y canto, en efecto, no pueden ser desligados de la palabra, la de Dios, de la cual en cambio han de ser interpretación fiel y des-velamiento. Esta es la objetividad del canto y de la música litúrgica, que no debería nunca entregarse a la extemporaneidad superficial de sentimientos y emociones pasajeras que no responden a la grandeza del misterio celebrado.
La historia de la Iglesia nos ha entregado, como repetidamente recuerdan los documentos del magisterio, dos formas musicales ejemplares desde este punto de vista: me refiero al canto gregoriano y a la polifonía romana clásica. Se trata de formas musicales que se ponen al servicio de la liturgia sin hacer de la liturgia un espacio al servicio de la música y del canto. Como tales deben ser conservadas, y a partir de ellas hay que dar vida y enriquecer el patrimonio de la música litúrgica de nuestro tiempo.
¿Qué suerte le está correspondiendo al latín?
Antes que nada, el latín está nativamente ligado al gregoriano y a la polifonía romana clásica; y, en consecuencia, no puede por menos que ser conservado y valorado en este ámbito litúrgico. Añado sin embargo que hay también otros componentes de esta lengua, como su capacidad de dar expresión a aquella universalidad y catolicidad de la Iglesia a la que verdaderamente no es lícito renunciar.
¿Cómo no sentir, en este contexto, una extraordinaria experiencia de catolicidad cuando, en la basílica de San Pedro, hombres y mujeres de todos los continentes, de nacionalidades y lenguas diversas, rezan y cantan juntos en la misma lengua? ¿Quién no percibe la cálida acogida de la casa común cuando, al entrar en una iglesia de un país extranjero puede, al menos en algunas partes, unirse a los hermanos en la fe en virtud del uso de la misma lengua? Para que esto continúe siendo concretamente posible, es necesario que en nuestras iglesias y comunidades se conserve el uso del latín, por vía ordinaria y con la debida sabiduría pastoral.
Como Usted decía, hace poco se ha publicado el undécimo volumen de la Opera Omnia de Joseph Ratzinger, precisamente sobre el tema de la liturgia. ¿Se puede afirmar que este es uno de los temas de fondo del pontificado de Benedicto XVI?
Creo que no hay duda sobre ello. Baste pensar en las repetidas intervenciones del Santo Padre en materia litúrgica desde el inicio de su pontificado, o también en la importancia dada a las liturgias celebradas en San Pedro, en Roma, en Italia y en cualquier parte del mundo. Por otra parte, un motivo dominante en el pensamiento del teólogo Joseph Ratzinger y en el magisterio de Benedicto XVI es el del primado de Dios, el de la prioridad absoluta del tema “Dios” y, por tanto, el de la Liturgia, para que no se pierda la correcta y verdadera orientación en la vida de los hombres, en la vida de la Iglesia.
Fuente: Revista Palabra, Madrid, enero de 2011