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En la audiencia general que, como cada miércoles, se celebró hoy en el Vaticano, el Papa Benedicto XVI, prosiguiendo la serie de catequesis sobre la oración, se refirió a la Liturgia y, en particular, a la Constitución Sacrosanctum Concilium, el primer documento aprobado por los padres conciliares el 4 de diciembre de 1963. Ofrecemos nuestra traducción de amplios pasajes de la catequesis papal.
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[…] A este punto, después de una larga serie de catequesis sobre la oración en la Escritura, podemos preguntarnos: ¿cómo puedo dejarme formar por el Espíritu Santo y así ser capaz de entrar en la atmósfera de Dios, de orar con Dios? ¿Cuál es esta escuela en la que Él me enseña a rezar, viene en ayuda de mi dificultad en dirigirme de modo correcto a Dios?
La primera escuela para la oración - lo hemos visto en estas semanas – es la Palabra de Dios, la Sagrada Escritura. La Sagrada Escritura es un permanente diálogo entre Dios y el hombre, un diálogo progresivo en el cual Dios se muestra cada vez más cercano, en el cual podemos conocer cada vez mejor su rostro, su voz, su ser; y el hombre aprende a aceptar, a conocer a Dios, a hablar con Dios. Por lo tanto, en estas semanas, leyendo la Sagrada Escritura, hemos buscado, desde la Escritura, por este diálogo permanente, aprender cómo podemos entrar en contacto con Dios.
Hay todavía otro precioso “espacio”, otra preciosa “fuente” para crecer en la oración, una fuente de agua viva en estrechísima relación con la precedente. Me refiero a la liturgia, que es un ámbito privilegiado en el que Dios habla a cada uno de nosotros, aquí y ahora, y espera nuestra respuesta.
¿Qué es la liturgia? Si abrimos el Catecismo de la Iglesia Católica – subsidio siempre precioso, diría indispensable – podemos leer que originariamente la palabra “liturgia” significa “servicio por parte del pueblo y a favor del pueblo” (n. 1069). Si la teología cristiana tomó este vocablo del mundo griego, lo hizo obviamente pensando en el nuevo Pueblo de Dios nacido de Cristo que ha abierto sus brazos en la Cruz para unir a los hombres en la paz del único Dios. “Servicio a favor del pueblo”, un pueblo que no existe por sí mismo sino que se ha formado gracias al Misterio Pascual de Jesucristo. […]
El Catecismo indica además que “en la tradición cristiana (la palabra `liturgia´) quiere significar que el Pueblo de Dios participa en la obra de Dios” (n. 1069), porque el pueblo de Dios como tal existe sólo por obra de Dios.
Esto nos lo ha recordado el desarrollo mismo del Concilio Vaticano II, que comenzó sus trabajos, cincuenta años atrás, con la discusión del esquema sobre la Sagrada Liturgia, aprobado luego solemnemente el 4 de diciembre de 1963, el primer texto aprobado por el Concilio. Que el documento sobre la liturgia fuese el primer resultado de la asamblea conciliar tal vez por algunos fue considerado una casualidad. Entre muchos proyectos, el texto sobre la sagrada liturgia pareció ser el menos controvertido y, precisamente por esto, capaz de constituir una especie de ejercicio para aprender la metodología del trabajo conciliar.
Pero, sin ninguna duda, lo que a primera vista puede parecer una casualidad, se ha demostrado la opción más correcta, también a partir de la jerarquía de los temas y de las tareas más importantes de la Iglesia. Comenzando, de hecho, con el tema de la “liturgia”, el Concilio puso de relieve de modo muy claro el primado de Dios, su prioridad absoluta. En primer lugar Dios: precisamente esto nos dice la opción conciliar de partir de la liturgia. Donde la mirada sobre Dios no es determinante, toda otra cosa pierde su orientación. El criterio fundamental para la liturgia es su orientación a Dios, para poder así participar en su misma obra.
Sin embargo, podemos preguntarnos: ¿cuál es esta obra de Dios a la cual estamos llamados a participar? La respuesta que nos ofrece la Constitución conciliar sobre la sagrada liturgia es aparentemente doble. En el numero 5 nos indicia, de hecho, que la obra de Dios son las acciones históricas que nos llevan a la salvación, culminante en la Muerte y Resurrección de Jesucristo; pero en el número 7, la misma Constitución define precisamente la celebración de la liturgia como “obra de Cristo”. En realidad, estos dos significados están inseparablemente vinculados. Si nos preguntamos quién salva al mundo y al hombre, la única respuesta es: Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, Crucificado y Resucitado. ¿Y dónde se hace actual para nosotros, para mí hoy, el Misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo, que trae la salvación? La respuesta es: en la acción de Cristo a través de la Iglesia, en la liturgia, en particular en el Sacramento de la Eucaristía, que hace presente la ofrenda sacrificial del Hijo de Dios, que nos ha redimido; en el Sacramento de la Reconciliación, en el que se pasa de la muerte del pecado a la vida nueva; y en los otros actos sacramentales que nos santifican (cfr. Presbyterorum ordinis, 5). Así, el Misterio Pascual de la Muerte y Resurrección de Cristo es el centro de la teología litúrgica del Concilio.
Hagamos otro breve paso y preguntémonos: ¿de qué modo se hace posible esta actualización del Misterio Pascual de Cristo? El beato Papa Juan Pablo II, a 25 años de la Constitución Sacrosanctum Concilium, escribió: “Para actualizar su misterio pascual, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en las acciones litúrgicas. La Liturgia es, por consiguiente, el «lugar» privilegiado del encuentro de los cristianos con Dios y con quien El envió, Jesucristo (cf. Jn 17, 3)” (Vicesimus quintus annus, n.7). En la misma línea, leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica así: “Toda celebración sacramental es un encuentro de los hijos de Dios con su Padre, en Cristo y en el Espíritu Santo, y este encuentro se expresa como un diálogo a través de acciones y de palabras” (n. 1153).
Por lo tanto, la primera exigencia para una buena celebración litúrgica es que sea oración, diálogo con Dios, en primer lugar escucha y luego respuesta. San Benito, en su Regla, hablando de la oración de los salmos, indica a los monjes: mens concordet vocis, “la mente concuerde con la voz”. El Santo enseña que en la oración de los Salmos las palabras deben preceder a nuestra mente. Habitualmente no ocurre así, primero debemos pensar y luego, cuando hemos pensando, se convierte en palabra. Aquí, en cambio, en la liturgia, es al revés: la palabra precede. Dios nos ha dado la palabra y la sagrada liturgia nos ofrece las palabras; nosotros debemos entrar en el interior de las palabras, en su significado, acogerlas en nosotros, ponernos en sintonía con estas palabras; así nos convertimos en hijos de Dios, similares a Dios.
Como recuerda la Sacrosanctum Concilium, para asegurar la plena eficacia de la celebración “es necesario que los fieles se acerquen a la sagrada Liturgia con recta disposición de ánimo, pongan su alma en consonancia con su voz y colaboren con la gracia divina, para no recibirla en vano” (n.11). Elemento fundamental, primario, del diálogo con Dios en la liturgia es la concordancia entre lo que decimos con los labios y lo que llevamos en el corazón. Entrando en las palabras de la gran historia de la oración nosotros mismos somos conformados al espíritu de estas palabras y nos hacemos capaces de hablar con Dios.
En esta línea, quisiera hacer referencia sólo a uno de los momentos que, durante la misma liturgia, nos llama y nos ayuda a encontrar esta concordancia, este conformarnos a lo que escuchamos, decimos y hacemos en la celebración de la liturgia. Me refiero a la invitación que formula el celebrante antes de la Plegaria Eucarística: “Sursum corda”, levantemos nuestros corazones por sobre la maraña de nuestras preocupaciones, nuestros deseos, nuestras angustias, nuestra distracción.
Nuestro corazón, lo íntimo de nosotros mismos, debe abrirse dócilmente a la Palabra de Dios y recogerse en la oración de la Iglesia, para recibir su orientación hacia Dios de las palabras mismas que escucha y dice. La mirada del corazón debe dirigirse hacia el Señor, que está en medio de nosotros: es una disposición fundamental.
Cuando vivimos la liturgia con esta actitud de fondo, nuestro corazón es como sustraído a la fuerza de gravedad, que lo impulsa hacia abajo, y se eleva interiormente hacia lo alto, hacia la verdad, hacia el amor, hacia Dios. Como recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica: “La misión de Cristo y del Espíritu Santo que, en la liturgia sacramental de la Iglesia, anuncia, actualiza y comunica el Misterio de la salvación, se continúa en el corazón que ora. Los Padres espirituales comparan a veces el corazón a un altar” (n. 2655): altare Dei est cor nostrum.
Queridos amigos, celebramos y vivimos bien la liturgia sólo si permanecemos en actitud orante, no si queremos “hacer algo”, hacernos ver o actuar, sino si orientamos nuestro corazón a Dios y estamos en actitud de oración uniéndonos al Misterio de Cristo y a su diálogo de Hijo con el Padre. Dios mismo nos enseña a rezar, afirma San Pablo. Él mismo nos ha dado las palabras adecuadas para dirigirnos a Él, palabras que encontramos en el Salterio, en las grandes oraciones de la sagrada liturgia y en la misma Celebración eucarística. Pidamos al Señor ser cada día más conscientes del hecho de que la Liturgia es acción de Dios y del hombre; oración que brota del Espíritu Santo y de nosotros, interiormente dirigida al Padre, en unión con el Hijo de Dios hecho hombre (cfr. Catecismo dela Iglesia Católica, n. 2564).
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Traducción: La Buhardilla de Jerónimo
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