Quiere, en efecto, el Príncipe de los Apóstoles, que por el mismo hecho de que hemos sido edificados como piedras vivas sobre Cristo, podamos como «Sacerdocio santo ofrecer sacrificios espirituales aceptos a Dios por Jesucristo» (I Petr. 2, 5), y San Pablo Apóstol, sin ninguna distinción de tiempo, exhorta a los cristianos con las siguientes palabras: «Yo os ruego, hermanos, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, grata a Dios; éste es vuestro culto racional» (Rom. 12, 1)
"Mediator Dei"
Sobre la Sagrada Liturgia
20 de noviembre de 1947
Sobre la Sagrada Liturgia
20 de noviembre de 1947
2° Se ofrecen a sí mismos como víctimas.
120. Para que la oblación, con la que en este Sacrificio ofrecen la Víctima divina al Padre celestial, tenga su pleno efecto, es necesaria todavía otra cosa, a saber: Que se inmolen a sí mismos como víctimas.
121. Esta inmolación no se limita solamente al Sacrificio litúrgico. Quiere, en efecto, el Príncipe de los Apóstoles, que por el mismo hecho de que hemos sido edificados como piedras vivas sobre Cristo, podamos como «Sacerdocio santo ofrecer sacrificios espirituales aceptos a Dios por Jesucristo» (I Petr. 2, 5), y San Pablo Apóstol, sin ninguna distinción de tiempo, exhorta a los cristianos con las siguientes palabras: «Yo os ruego, hermanos, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, grata a Dios; éste es vuestro culto racional» (Rom. 12, 1).
122. Pero sobre todo cuando los fieles participan en la acción litúrgica con tanta piedad y atención, que se puede verdaderamente decir de ellos: «cuya fe y devoción Te son bien conocidas» (5), no puede ser por menos de que la fe de cada uno actúe más ardientemente por medio de la caridad, se revigorice e inflamé la piedad y se consagren todos a procurar la gloria divina, deseando con ardor hacerse íntimamente semejantes a Cristo, que padeció acerbos dolores, ofreciéndose con el mismo Sumo Sacerdote y por medio de El, como víctima espiritual.
23. Esto enseñan también las exhortaciones que el Obispo dirige en nombre de la Iglesia a los Sagrados Ministros en el día de su Consagración: «Daos cuenta de lo que hacéis, imitad lo que tratáis cuando celebréis el Misterio de la Muerte del Señor, procurad bajo todos los aspectos mortificar vuestros miembros de los vicios y de las concupiscencias» (6). Y casi del mismo modo en los libros litúrgicos son exhortados los cristianos que se acercan al Altar para que participen en los Sagrados Misterios: «Esté... sobre este Altar el culto de la inocencia, inmólese en él la soberbia, aniquílese la ira, mortifíquese la lujuria y todas las pasiones, ofrézcanse en lugar de las tórtolas el sacrificio de la castidad y en lugar de las palomas el sacrificio de la inocencia» (7). Al asistir al Altar debemos, pues, transformar nuestra alma de forma, que se extinga radicalmente todo pecado que hoya en ella, que todo lo que por Cristo da la vida sobrenatural sea restaurado y reforzado con todo diligencia, y así nos convirtamos juntamente con la Hostia inmaculada, en una víctima agradable a Dios Padre.
124. La Iglesia se esfuerza con los preceptos de la Sagrada Liturgia en llevar a efecto de la manera más apropiada este santísimo precepto. A esto tienden no sólo las lecturas, las homilías y las otras exhortaciones de los ministros sagrados y todo el ciclo de los misterios que nos son recordados durante el año, sino también las vestiduras, los ritos sagrados y su aparato externo, que tienen la misión de «hacer pensar en la majestad de tan grande sacrificio, excitar las mentes de los fieles por medio de los signos visibles de piedad y de religión, a la contemplación de las altísimas cosas ocultas en este Sacrificio» (8).
125. Todos los elementos de la Liturgia tienden, pues, a reproducir en nuestras almas la imagen del Divino Redentor, a través del misterio de la Cruz, según el dicho del Apóstol de los, Gentiles: «Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal. 2, 19-20). Por cuyo medio nos convertirnos en víctima juntamente con Cristo, para la mayor gloria del Padre.
26. A esto, pues, deben dirigir y elevar su alma los fieles que ofrecen la Víctima divina en el sacrificio eucarístico. Si, en efecto, como escribe San Agustín, «en la mesa del Señor está puesto nuestro Misterio» (9), esto es, el mismo Cristo. Nuestro Señor, en cuanto es Cabeza y símbolo de aquella unión, en virtud de la cual nosotros somos el Cuerpo de Cristo y miembros de su Cuerpo; si San Roberto Bellarmino enseña, según el pensamiento del Doctor de Nipona, que en el Sacrificio del Altar está significado el sacrificio general con que todo el Cuerpo Místico de Cristo, esto es, toda la ciudad redimida es ofrecida a Dios por medio de Cristo Sumo Sacerdote, nada se puede encontrar más recto y más justo que el inmolarnos todos nosotros con Nuestra Cabeza, que por nosotros ha sufrido, al Padre Eterno. En el Sacramento del Altar, según el misma San Agustín, se demuestra a la Iglesia que en el Sacrificio que ofrece es ofrecida también Ella.
3° Recapitulación.
27. Consideren, pues, los fieles a qué dignidad los eleva el Sagrado Bautismo y no se contenten con participar en el Sacrificio Eucarístico con la intención general que conviene a los miembros de Cristo e hijos de la Iglesia, sino que libremente e íntimamente unidos al Sumo Sacerdote y a su Ministro en la tierra, según el espíritu de la Sagrada Liturgia, únanse a él de modo particular en el momento de la Consagración de la Hostia Divina y ofrézcanla conjuntamente con él cuando son pronunciadas aquellas solemnes palabras: «Por El, en El y con El a Ti, Dios Padre Omnipotente, sea dado todo honor y gloria por los siglos de los siglos» (10), a las que el pueblo responde: «Amén«». Ni se olviden los cristianos de ofrecerse a sí mismos con la Divina Cabeza Crucificada, así como sus preocupaciones, dolores, angustias, miserias y necesidades.