Rafael Palacios [Bach. Teo 08], monje benedictino: "Gracias a la presencia orante de los monjes, nadie en el mundo puede decir que está solo"
Texto y fotografías Chus Cantalapiedra [Com 02]
Es maestro de novicios del Monasterio de Leyre. Tiene treinta años y desde hace once su vida se ajusta con precisión a la regla de San Benito: ora et labora.
Hay quien sostiene que los Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola son uno de los libros que más vidas han cambiado. La de Rafael Palacios dio un quiebro inesperado cuando en 1999 hizo el mes completo de los Ejercicios. Él tenía entonces veinte años y se preparaba para el sacerdocio en el seminario de Toledo. Según cuenta, durante aquellos días en los que se recogió frente a sí mismo y frente a Dios sintió “de modo claro” la llamada a la vida monástica. El 5 de octubre de ese mismo año ingresó en el monasterio de Leyre, donde hoy es maestro de novicios.
Tiene treinta años, es de Teba (Málaga) y ha cursado parte de sus estudios teológicos en la Universidad de Navarra.
¿Cómo descubre uno que su vocación es la de ser monje de clausura?
Yo lo descubrí durante unos ejercicios espirituales, estando ya en un Seminario diocesano. Quizá el problema actual, más que el ajetreo, es que no sabemos o no queremos escuchar. Estoy convencido de que el miedo a estar a solas con uno mismo, y mucho más con Dios, es causa de parte de la vorágine en la que hoy se sumergen las personas.
¿Por qué ser benedictino?
Ya conocía Leyre. Sólo tuve que plantearme responder a la llamada de Cristo y elegir una vida donde toda su estructura favoreciera el dedicarme a Dios. Fue fácil, sólo tuve que decir “sí”.
Los monjes benedictinos se caracterizan entre muchas otras cosas por sus cánticos gregorianos… ¿Por qué cantarle a Dios?
El canto ayuda a manifestar el amor, los deseos y sentimientos que las meras palabras no llegan a expresar. No en vano, muchos dicen cantando lo que no se atreven a comunicar con simples palabras. Una oración que se hace canto facilita su vivencia, la comunicación con Dios y la entrega de la vida. A la vez, el canto ayuda a entrar en un clima de oración, de recogimiento y de contemplación, ya que incita a poner todos los sentidos en Dios.
¿Es necesario saber cantar para ser benedictino?
Ni mucho menos. Yo mismo no sabía cantar. Incluso tengo mal oído. El canto que mejor expresa el amor a Dios es el de la vida. Cuando la boca calla, las buenas obras siguen haciendo de tu vida un canto agradable a Dios que no se silencia con el agotamiento de la garganta. Hacer de toda nuestra vida una alabanza grata a Dios es lo más importante.
¿Cómo es la vida en un monasterio cuando se tienen treinta años?
Mi vida en el monasterio ha sido mucho más intensa de lo que nunca hubiera imaginado. La vida cristiana –y también la monástica– hace que la persona llegue a su plenitud sacando lo mejor de uno mismo para ayudar a los demás. Lo primero a lo que lleva el dinamismo espiritual de la vida monástica es a tomarse en serio la vida y a ser muy realista respecto a uno mismo y a los demás. Uno tiene que reconocer sus debilidades y aprender que éstas son fuente de comunión con Dios y los demás. También hay que descubrir las cualidades que Dios ha puesto en nosotros y saber que lo más propio del ser humano es entregarse.
¿Cómo se traduce este planteamiento en la vida diaria?
Toda esta realidad tiene unas consecuencias prácticas: hay que dar frutos con buenas obras, como nos dice San Benito. En mi caso concreto, en estos últimos años he tenido que llevar un ritmo bastante activo. Me ha tocado organizar, junto con otros tres monjes, la enfermería del monasterio. A lo largo de cuatro años hemos tenido que responsabilizarnos del cuidado integral de tres monjes mayores que estaban encamados y con dependencia total. También teníamos a nuestro a cargo otros monjes mayores a quienes había que atender y acompañar. Durante este tiempo atendía además a algunas personas que pedían una dirección espiritual. He desarrollado un ministerio especial de ayuda a parejas con problemas. Todos estos servicios los tuve que conjugar con el ritmo monástico de la oración, lo que muchas veces exige una verdadera abnegación y entrega desde una profunda caridad cristiana, para poder servir a todos de un modo personalizado. En la actualidad, por encargo del padre abad, mi principal trabajo es la formación de los novicios. En fin, que a los treinta años la vida monástica me ha proporcionado retos intensos y frecuentes.
¿Qué significa vida monástica?
Monje viene del griego monos, uno. Es el que se dedica al Uno, a Dios. La vida monástica es aquella cuyo modus vivendi permite dedicarse a Dios de modo primordial. Mucha gente tiene olvidado a Dios, alguien tendrá que acudir a Él más allá del famoso “Sólo nos acordamos de santa Bárbara cuando truena”. Para eso estamos los monjes, para hacerle un poco de caso al Jefe.
¿Por qué es necesaria una vida monacal?
La vida en un monasterio tiene un gran sentido de solidaridad para con todos los hombres. Hace que éstos se sientan acompañados en todos los momentos de su vida. Muchos domingos, a las seis de la madrugada, pienso en tanta gente que puede estar pasándolo mal e incluso a punto de suicidarse o terminar con su vida por una sobredosis de droga. Esto, desgraciadamente, acontece en nuestros días. Pues en esos momentos difíciles para tantas personas que creen que su vida no le importa a nadie, que no tiene sentido porque están solos, los monjes estamos rezando e interesándonos por sus vidas con nuestra oración. Lo hacemos desde la madrugada hasta la noche. Gracias a la presencia orante de los monjes, que genera una comunión misteriosa pero verdadera con cada persona que vive en nuestro mundo, nadie tiene derecho a decir que está solo y que su vida no tiene valor para nadie. Dios conoce a cada persona y la vida de sus hijos tiene un valor único para Él y también para nosotros, aunque no hayamos visto la cara de tantos hermanos nuestros.
¿Se puede cambiar el mundo desde un monasterio de clausura?
Sí, y de varios modos. Primero, gracias a la oración de los monjes. Aunque mucha gente no lo crea, la intercesión orante de los monjes hace que se realicen “pequeños milagros cotidianos” que todos atribuyen a la oración de la Iglesia. Otro de los modos visibles de la influencia de los monjes en la sociedad –aparte de ser focos de cultura y civilización– es la de mostrar al ser humano que el hombre, con todos sus buenos ideales, es posible porque Cristo nos ha redimido. Hoy mucha gente no cree en la bondad del corazón humano, por decirlo de alguna manera. Parece que el mal y la corrupción nos superan. En este contexto, los monasterios deben convertirse en lugares de acogida y humanización que ayuden a que las personas crean en la bondad y capacidad del ser humano para hacer el bien, y que éste triunfe sobre el mal que nos envuelve. Esta es la ciencia de la cruz de Cristo: el mal no tiene la última palabra, es la Resurrección Gloriosa la que supera el dolor y el sufrimiento. Así, el hombre o la mujer que centra su fe en Cristo y siente su acción salvadora, recupera la confianza en la bondad de la humanidad redimida y se convierte en fermento para hacer el bien. De este modo callado, los monasterios irradian una humanización que poco a poco va cambiando el mundo. Sólo hay que echar un vistazo a la historia.
¿Y eso se entiende?
Creo que toda persona que se acerque a un monasterio puede constatar esta realidad. Tener esta experiencia vale más que todas las razones que podamos dar.
Estar siempre en el monasterio, ¿puede llevar a la monotonía?
Sí, como todo en la vida. El ser humano está creado para donarse al Otro y a los otros, y si se pierde este sentido de entrega, es fácil caer en la monotonía. Puede afectar a cualquier vocación y estado de vida. Cuando era novicio me enseñaron que, en la oración de la noche, antes de dormir, debíamos revivir nuestro amor a Cristo y nuestro deseo de entrega. Así, al levantarte tienes fresco el sentido de tu vida y puedes vivir tu entrega con una ilusión nueva.
Y levantarse todos los días a las 5.30 de la mañana, ¿no les cuesta?
Depende de los días. Algunos, bastante. Pero, en general, el ritmo del monasterio hace que nuestro reloj biológico se vaya sincronizado con la campana que nos despierta.
¿Han llegado las tecnologías al monasterio?
Sí. La técnica bien usada ahorra mucho tiempo, y en una vida tan regulada como la nuestra, si se quiere vivir con la paz que requiere una vida cuyo centro es la oración, es necesario ahorrar esfuerzos inútiles. Por ejemplo, la informatización de la biblioteca facilita mucho el trabajo de investigación. El uso de las tecnologías en el monasterio no deshumaniza a la persona. Le facilitan el trabajo, no la sustituyen. Esta valoración marca una diferencia fuerte respecto al uso que muchas veces se les da fuera.
¿Ven los partidos de fútbol en la tele?
Eso sí que nos lo perdemos… No solemos ver la televisión. No ayuda para el recogimiento que necesitamos para vivir en un clima de oración. Sí que en ocasiones puntuales hemos visto algún informativo. En los once años que llevo en el monasterio recuerdo haber visto las noticias sobre los atentados del 11 M y 11S, la muerte de Juan Pablo II y la elección de Benedicto XVI, el terremoto de Haití… No recuerdo ahora más. En estas ocasiones de sucesos dramáticos las imágenes nos ayudan a hacernos cargo de las dimensiones de la tragedia. Eso hace que oremos con más intensidad por todas las personas afectadas.
Y la crisis… ¿Ha llegado a Leyre?
También se nota. Sobre todo lo vemos en los transeúntes (peregrinos y personas sintecho). Oramos más que nunca por las familias y personas necesitadas.
¿Cómo se ve la vida de fuera desde Leyre?
Con mucho realismo, aunque suene un poco raro. Una de las notas características del monacato benedictino es la acogida de huéspedes para que puedan pasar unos días de silencio, de oración, de descanso. Suele ser común que estas personas pidan hablar con algún monje para comentar sus situaciones personales. Esto –además de otros contactos personales y de un discreto uso de la prensa– hace que los monjes estemos al día de los anhelos, dificultades y problemas que envuelven a las personas que nos rodean. Es más, en ocasiones, podemos acercarnos a situaciones personales bastante dramáticas, situaciones que no siempre salen con tanta crudeza en los diarios y que afectan a más personas de las que pensamos.
¿Hay algún momento en el que eche de menos la vida fuera del monasterio?
Sí, siempre hay alguno, como estar al lado de algún ser querido en los momentos importantes de su vida. Pero se aprende a acompañar desde la distancia y con la cercanía de la oración. El apoyo que más agradecen muchas personas es que recemos por ellos, más que la compañía física que ya reciben de otros.
Conviviendo una treintena de personas, tendrán que estar bien organizados…
Efectivamente. San Benito conocía bien el Derecho Romano y, cuando escribió su Regla, supo establecer unas directrices que ayudaran a tener una buena organización de la vida del monasterio. De este modo, la vivencia de los puntos fundamentales de la espiritualidad benedictina favorece un orden interno y externo, que ayuda al desarrollo de la persona y del monasterio en su conjunto. Quizá el punto más importante para entender la organización es el concepto de familia. El monasterio constituye una verdadera familia presidida por el padre espiritual, que es el abad. Éste distribuye los diversos oficios (ecónomo, bibliotecario, enfermeros, etcétera.) entre los monjes y vela porque todo funcione correctamente y sirva para el desarrollo personal de cada monje y para el bien del monasterio en su globalidad.
¿Qué caracteriza a un buen monje benedictino?
Si revera Deum quaerit, si verdaderamente busca a Dios. Esta es la primera condición que pone San Benito al que ingresa en un monasterio. El monje que ha hecho de su vida una auténtica búsqueda de Dios es el mejor monje. A Dios se le encuentra en el hermano, en la persona que necesita ayuda, en la liturgia, en la oración, en todo lo que hay de bueno en el mundo. Pero hay que buscarlo.
Hay pocas vocaciones. ¿Por qué?
Por muchas cosas. Entre ellas, porque hay miedo a Dios. Parece que seguir a Dios es perder la vida, la realización, la autonomía. Nada más lejos de la realidad. Justamente, el seguir a Dios da la autenticidad que tantas personas buscan. Puede ser que los mismos consagrados no reflejemos esta realidad, y que eso impida que otros se crean esta verdad. Tampoco se sabe escuchar, orar. Y hay un tremendo egoísmo que dificulta la llamada. Recordemos aquella frase del Señor: “El que quiera guardar su vida la perderá y el que la pierda por mí y el Evangelio…”. Y saquemos las consecuencias.
Lo mejor de ser monje…
Difícil elección. Personalmente, me resulta muy especial el vivir la oración litúrgica. Es muy complicado explicar lo que se vive al indagar sobre los sentimientos de Dios por los hombres, al rezar cantando la oración de la Iglesia. También es importante ayudar con una palabra oportuna a las personas que piden ayuda. Entre aquellos que nos visitan es común la experiencia de sentirse escuchados y acogidos con una profundidad especial.
Lo más complicado para usted…
Humanamente, soportar el sueño. Alguna vez me he quedado dormido de pie. Espiritualmente, dejarse amar totalmente por Dios. A Dios no se le puede pagar con nada sus favores, sólo queda aceptarlos con gratitud. Es como cuando alguien te hace un favor grande que no puedes pagar: uno se siente impotente, y sólo queda el agradecimiento profundo, la entrega total.
Vivir en un monte alto como Leyre, ¿facilita estar más cerca del cielo?
(Se ríe) En parte sí, pues la tranquilidad y la belleza de un paisaje como el nuestro ayuda a acercarse a Dios. Pero lo más importante es crear las disposiciones internas para que sea el cielo el que habite en nosotros.