segunda-feira, 4 de abril de 2011

ROMANO AMERIO "IOTA UNUM" : CAPITULO VI LA IGLESIA POSTCONCILIAR. PABLO VI

 

 



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58. SANTIDAD DE LA IGLESIA. EL PRINCIPIO DE LA APOLOGÉTICA
Es dogma de fe (incluido en el Símbolo de los Apóstoles) que la Iglesia es santa, pero la definición teológica de esa santidad es ardua. No se trata aquí del concepto de santidad canonizada, ciertamente diversificado a lo largo de los siglos: la santidad del Emperador San Enrique II difiere indudablemente de la de San Juan Bosco, y la san-tidad de Santa Juana de Arco de la de Santa Teresa de Lisieux. Es obvio además que no son lo mismo las virtudes en grado heroico objeto de la canonización, y la santidad inherente a todos los que están en estado de gracia, en cuanto tales.
En la Summa theol. III, q.8, a.3 ad secundum y en el tridentino Catechismus ad parochos (en la sección del Símbolo) se explica porqué el pecado de los bautizados no impide la santidad de la Iglesia, pero sigue siendo una noción compleja que sólo una distinción rigurosa puede clarificar. Conviene distinguir bien el elemento natural del elemento sobrenatural que da origen a la nueva criatura, el elemento subjetivo del objetivo, el elemento histórico del suprahistórico que opera dentro de él.
En primer lugar la Iglesia es objetivamente santa porque es el cuerpo cuya ca-beza es el hombre-Dios. Unida a su cabeza, ella misma se hace teándrica: en ninguna clase de cuerpo puede concebirse la existencia de un cuerpo profano con una cabeza santa.
En segundo lugar es objetivamente santa porque posee la Eucaristía, que es por esencia el Santísimo y el Santificante: todos los sacramentos son una derivación eucarística.
En tercer lugar es santa porque posee de modo infalible e indefectible la ver-dad revelada. Y en esto debe colocarse el principio mismo de la apologética católica: la Iglesia no puede exhibir en su curso histórico una irreprensible serie de acciones con-forme a la ley evangélica, pero puede alegar una ininterrumpida predicación de la verdad; la santidad de la Iglesia debe buscarse en ésta, no en aquélla. Por eso los hombres que pertenecen a la Iglesia predican siempre una doctrina superior a sus hechos. Nadie puede predicarse a sí mismo, siempre deficiente y prevaricador, sino sólo volver a enseñar la doctrina enseñada por el hombre-Dios: o más bien, predicar la persona misma del hombre-Dios. Por consiguiente, también la verdad es un consti-tutivo de la santidad de la Iglesia, ligada perpetuamente al Verbo y perpetuamente contraria a la corrupción, incluida la propia.
La santidad de la Iglesia se revela también, en una manera que se podría decir subjetiva, en la santidad de sus miembros es decir, de todos aquéllos que viven en gracia como miembros vivos del Cuerpo Místico. En modo eminente y evidente apare-ce después en sus miembros canonizados, a quienes la gracia y sus propias obras impulsaron hacia grados verticales de la virtud. Y señalaré una vez más que esa san-tidad no desapareció ni siquiera en los períodos de mayor corrupción de la sociedad cristiana y del estamento clerical: por citar algunos ejemplos, en el siglo de la depra-vación paganizante del Papado florecieron Catalina de Bolonia (+ 1464), Bernardino de Feltre (+ 1494), Catalina de los Fiescos (+1510), Francisco de Paula (+ 1507), o Juana de Valois (+ 1503), aparte de muchos reformadores como Jerónimo Savona-rola (+ 1498).
No obstante, estas razones y hechos no despejan el campo a toda objeción. Pa-blo VI concedió a los denigradores que “la historia misma de la Iglesia tiene muchas y largas páginas nada edificantes” (OR, 6 junio 1972), pero discierne demasiado débil-mente entre santidad objetiva de la Iglesia y santidad subjetiva de sus miembros.
Y en otro discurso usa los términos siguientes: “La Iglesia debería ser santa, buena, debería ser tal como Cristo la ha pensado e ideado, y a veces comprobamos que no es digna de este título” (OR, 28 de febrero de 1972).
Da la impresión de que el Pontífice transforma en subjetiva una nota objetiva. Deberían los cristianos ser santos (y lo son en cuanto están en estado de gracia), pero la Iglesia es santa. No son los cristianos quienes hacen santa a la Iglesia, sino la Igle-sia a los cristianos. La afirmación bíblica de la santidad irreprensible de la Iglesia “non habentem maculam aut rugam [sin mancha, ni arruga, ni nada semejante]» (Ef. 5, 27) conviene sólo de manera parcial e incipiente a la Iglesia temporal, aunque tam-bién ella es santa. Todos los Padres refieren esa irreprensibilidad absoluta no ya a su estado peregrinante e histórico, sino a la purificación escatológica final.

PopePaulVISittingatHead.jpg picture by kjk76_9359. LA CATOLICIDAD EN LA IGLESIA. OBJECIÓN. LA IGLESIA COMO PRINCIPIO DE DIVISIÓN. PABLO VI
Me parece imprescindible no continuar sin hacer referencia a otro aspecto de la denigración de la Iglesia, porque fue tocado por Pablo VI el 24 de diciembre de 1965: “La Iglesia, con su dogmatismo tan exigente, tan definitorio, impide la libre conversa-ción y la concordia entre los hombres; ella es en el mundo más un principio de división que de unión. Ahora bien ¿cómo se compatibilizan la división, la discordia, la disputa, con su catolicidad y santidad?”.
A la dificultad el Papa responde que el catolicismo es un principio de distinción entre los hombres, pero no de división. Y la distinción (dice el Papa) “es como la que suponen la lengua, la cultura, el arte o la profesión”. Y después, corrigiéndose: “Es verdad que el Cristianismo puede ser motivo de separación y de contrastes derivados del bien que confiere a la humanidad: la luz resplandece en las tinieblas y diversifica así las zonas del espacio humano. Pero no es propio de ella luchar contra los hombres, sino por los hombres”.
El motivo apologético parece débil y arriesgado. Comparar la variedad de las re-ligiones con la variedad de las lenguas, de las culturas e incluso de los oficios, rebaja la religión, que es el valor supremo, al grado de valores superiores en su género, pero de un género inferior. Y mientras que no existe un lenguaje verdadero, ni un arte ver-dadero, ni una profesión verdadera, es decir absoluta, existe sin embargo una religión verdadera, es decir, absoluta. Interpretando la división como pura distinción el Papa no consigue resolver la objeción que se le planteaba, ya atisbada en pura lógica: toda distinción puede reducir, pero no eliminar, el elemento contradictorio que se encuen-tra en las cosas distintas; este elemento excluye una comunidad perfecta entre las cosas diversas e incluye siempre algo que separa a una de otra.
El Pontífice pasaba sin embargo del orden de la fe (con su dogmatismo exigente y cualificante) al orden de la caridad, o más bien al de la libertad: “al respeto de cuan-to hay de verdadero y de honesto en toda religión y en toda opinión humana, espe-cialmente en el intento de promover la concordia civil y la colaboración en toda clase de actividad buena”. No entro en la cuestión de la libertad religiosa.
Me basta observar que en este pasaje el principio de unidad entre los hombres ya no es la religión, sino la libertad; y que por consiguiente resurge in-tacta la objeción que el Pontífice se proponía resolver: la de que sea el catolicismo un principio de división. Para producir la unión hace falta un principio verdaderamente unitivo más allá de las divisiones religiosas, y según Pablo VI este principio es la li-bertad.
Quizá la solución de la aporía entre la universalidad del catolicismo y su de-terminación (por la cual opone y divide), no deba buscarse en un principio de filosofía natural, como son la libertad o la filantropía, sino en un principio de teología sobre-natural. No se puede olvidar que en el texto sagrado Cristo es anunciado como signo de contradicción (Luc. 2, 34), y que la vida del cristiano y de la Iglesia son descritas como una situación de lucha. Conviene empero referirse a la superior teodicea de la predestinación, que es ab initio usgue ad consummationem un misterio de división, de separación, y de elección (Mat. 25, 31-46).
Y esta contraposición, que pertenece al orden de la justicia, no contradice ni al fin del universo ni a la gloria de Dios: el proyecto divino no fracasa porque fracase el destino particular de algunos hombres. Solamente es posible creer fracasado aquél cuando fracase éste si se confunde el fin del universo con el fin de todos los hombres en particular; o si se dice, como Gaudium et Spes 24, que el hombre es una criatura que Dios ama por sí misma, y no por sí mismo; o si se cede a la tendencia antropoló-gica de la mentalidad moderna, y usando términos teológicos se abandona la distin-ción entre predestinación antecedente (que considera a la humanidad in solidum) y predestinación consecuente (que considera a los hombres divisim).
 
 CONTINUA EM:
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