segunda-feira, 14 de fevereiro de 2011

El reto de la reforma del papa Benedicto XVI






Suaviter sed fortiter...
Sin duda una de las obras por las que pasará a la Historia de la Iglesia Benedicto XVI será su reforma litúrgica, un proceso que podemos rastrear ya en sus prolegómenos en los libros, artículos, entrevistas y conferencias en los que, siendo cardenal Joseph Ratzinger, habló del tema. El Papa no ha improvisado nada ni, si se nos permite el lenguaje gráfico, ha sacado conejos de la chistera. Por el contrario, desde una convicción seria y de antigua data está procediendo suaviter sed fortiter por un camino que no es nada fácil. Suavidad en los modos y energía en las decisiones. Es el estilo personal de un pontífice que es consciente de que ya no estamos en los tiempos de disciplina monolítica de Pío XII, que supo de los sufrimientos de Pablo VI por imponer su autoridad en un mundo eclesial contestatario que se le había ido de las manos, y que quiere, a diferencia del brillante y carismático Juan Pablo II (a cuya sombra vivió durante casi un cuarto de siglo), ocuparse personal y eficazmente de los problemas de la Iglesia a riesgo de la impopularidad.

Durante cuatro décadas se operó una substitución forzosa de la liturgia romana clásica (la misma en la que se habían celebrado la gran mayoría de actos de culto que tuvieron lugar durante el Concilio Vaticano II) por una nueva liturgia fabricada por el Consilium ad exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia, organismo extrañamente autónomo, que aplicó al rito romano los principios del Movimiento Litúrgico, aunque no el de Dom Guéranger, san Pío X y Pío XII, sino el ecumenista y neo-modernista de Dom Lambert Beaudoin. Pablo VI rubricó la reforma litúrgica postconciliar y la avaló con su autoridad, lo cual nos garantiza que, al menos, se trata de ritos válidos, legítimos y capaces de santificar a los fieles. Como muy bien sostuvo Michael Davies en una célebre controversia sobre este asunto, negar validez y eficacia a la misa y los sacramentos celebrados de acuerdo con los libros de esa reforma equivaldría a negar el dogma de la indefectibilidad de la Iglesia, que habría dejado a sus hijos en el desamparo espiritual más absoluto, privándoles de los medios ordinarios de la gracia.
La soledad de un Papa


Pablo VI promulgó, por ejemplo, el nuevo rito de la misa en 1969 sin hacer constar la voluntad de abrogar el antiguo, vigente hasta entonces (aunque progresivamente mutilado y modificado en vistas a la reforma). Sin embargo, tanto desde la Curia Romana, como desde las diferentes curias episcopales de todo el mundo, así como desde las casas-madre de órdenes y congregaciones religiosas, se dio por sentado que el Misal de San Pío V-Beato Juan XXIII (pío-joaneo) había dejado de tener vigencia y, por lo tanto, era obligatoria la adopción del Misal paulino o Novus Ordo, actuándose en consecuencia. Fue muy duro para muchos sacerdotes, seculares y religiosos, tener que abandonar el rito venerable de su ordenación simplemente en virtud de una supuesta debida obediencia (al obispo, al superior, y, en última instancia al Papa), que no era otra cosa que un simple argumentum baculinum. Sólo una minoría rehusó plegarse, invocando la Tradición y el indulto perpetuo de la bula Quo primum de 1570 (con la que san Pío V había promulgado su misal). Algunos, desgraciadamente, desembocaron en posiciones extremistas y fanáticas (como el sedevacantismo), que redundaron en desedificación y escándalo de los fieles.

Pero también por el otro lado se daba ocasión a lo mismo. La crisis postconciliar trajo consigo un movimiento de contestación sistemática en el seno mismo de la Iglesia, en desafío a la autoridad legítima, incluso la del Romano Pontífice. Menudearon los abusos en materia litúrgica rebasando ampliamente el límite de lo tolerable, hasta el punto que cabía preguntarse en no pocos casos si las celebraciones que tenían lugar en las parroquias y santuarios podían llamarse católicas. Un ostracismo atroz se hizo pesar sobre los fieles que se negaban a aceptar este estado de cosas y que eran objeto de reprimendas, de irrisión y de postergación. Salvo por unas pocas organizaciones seglares que venían operando ya desde los preludios de la reforma (como UNA VOCE, fundada en 1967, aunque en acción desde 1965), el panorama para ellos era desolador y desalentador, condenados como estaban a la soledad y el acoso, y, sobre todo, a la privación del tesoro del que habían disfrutado siempre. Ni siquiera podían reivindicar una celebración digna del nuevo rito, so pena de caer bajo sospecha de integrismo. Sobre todo cuando, a partir de 1976, con la famosa “Misa de Lille”, Mons. Marcel Lefebvre, un antiguo arzobispo misionero, dio relieve mediático a la cuestión litúrgica, hasta entonces objeto de silenciamiento (porque, claro, se daba por sentado que la reforma litúrgica postconciliar gozaba de un consenso generalizado y era todo un éxito, aunque las estadísticas estuvieran allí para desmentirlo).

Hubo, pues, una auténtica “guerra litúrgica”, en la cual uno de los bandos tenía todas las ventajas y se imponía de manera dictatorial, mientras el otro debía resignarse a la resistencia para poder sobrevivir. Los años Setenta y Ochenta fueron de abierta beligerancia. Juan Pablo II, llegado al sacro solio en 1978, creyó que la situación no podía prolongarse: no le gustaban las rebeldías progresistas ni los extremismos de signo contrario, porque ambas actitudes ponían en entredicho la unidad de la Iglesia y la fidelidad a Pedro. Pero se había ido demasiado lejos y había que actuar cautelosamente para no forzar situaciones y enconar aún más los enfrentamientos. En 1980, en su carta del Jueves Santo, pidió perdón a título personal y en nombre de todos los obispos, por los escándalos en materia litúrgica. Más tarde, en 1984, dio un tímido paso –pero muy valioso– hacia el cese de la práctica proscripción del rito romano clásico, en forma de indulto para poder celebrar según él la misa, aunque con restricciones y bajo condiciones de excepción, dejando en manos de los obispos su concesión. Como la medida se reveló prácticamente ineficaz, en 1986 reunió a una comisión de cardenales para estudiar una más amplia aplicación del indulto. El dictamen de los purpurados fue a favor de la liberalización del rito clásico, pero de momento no se puso en práctica.

Relevo de papas

La consagración de obispos sin provisión canónica ni mandato de la Santa Sede por Mons. Lefebvre precipitó los acontecimientos de un asunto que el Papa hubiera querido que discurriera por vías menos perentorias. Así, el 2 de julio de 1988 declaraba la excomunión en la que habían incurrido ipso facto formalmente los obispos implicados y, al mismo tiempo, establecía la Pontificia Comisión Ecclesia Dei como dicasterio autónomo de la Curia Romana para regularizar la situación de institutos y fieles “vinculados a algunas precedentes formas litúrgicas y disciplinares de la tradición latina” sin que tuvieran que renunciar a las que eran llamadas “justas aspiraciones”. El Papa disponía que se respetase su sensibilidad “por medio de una amplia y generosa aplicación” del indulto de 1984. Hay que decir, no obstante, que a pesar de la indudable buena voluntad del Papa, fuera de los círculos interesados, la misa romana clásica siguió siendo tabú hasta hace pocos años. El cardenal Stickler confió una vez que sabía que Juan Pablo II la quería liberalizar totalmente, pero no se atrevía por temor a que se le acusase torcidamente de desautorizar a su predecesor Pablo VI, el papa de la reforma litúrgica. En este sentido, Karol Wojtyla se sentía hipotecado por el pasado reciente.

El cardenal Ratzinger fue testigo de primerísima mano y hasta protagonista de todas estas circunstancias. Fue él, por ejemplo, quien llevó por parte de la Santa Sede, las negociaciones con Mons. Lefebvre antes de la ruptura de 1988. Algunos, sin embargo, recordando su condición de peritus del cardenal Frings de Colonia –del ala vanguardista, llamada de los obispos del Rin– durante el Concilio, no le concedían credibilidad ni se fiaban de él, considerándolo un liberal en el fondo, a pesar de la impecable trayectoria de ortodoxia al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe. En realidad, Joseph Ratzinger nunca lo ha sido. Admitió nuevos métodos y nuevas perspectivas de investigación teológica y se ha mantenido siempre en diálogo con la cultura moderna, pero supo esquivar las tentaciones contemporizadoras y las tendencias desacralizantes a las que sucumbieron otros teólogos. Y ello lo hizo sin forzar sus convicciones, sin suscitar polémicas, sin juzgar a las personas: por puro amor de la Verdad, de la cual se declara cooperador (como rezaba su lema episcopal).

Muchos creían que el de Benedicto XVI iba a ser una mera continuidad del largo y denso pontificado wojtyliano y que su elección fue simplemente un compromiso para mejor preparar la transición hacia algo totalmente diferente (un poco como lo fue la del beato Juan XXIII cuando sucedió al formidable Pío XII). Afortunadamente se han equivocado. Y así ha sido porque no conocían la verdadera personalidad de Joseph Ratzinger, un hombre afable donde los haya, pero con las ideas muy claras y un gran sentido de Iglesia, que le hace trascender a veces las consideraciones de oportunidad. Y es que él sabe muy bien que si se espera ser oportuno puede uno tener que esperar indefinidamente y no hacer al final nada. Y eso es a lo que no está dispuesto este pontífice, que es consciente que la vida de los católicos no puede hundirse en el marasmo del conformismo y de un beato y falso optimismo. Por eso no le han dolido prendas a la hora de tocar puntos particularmente sensibles ni le han temblado las manos cuando ha sido cuestión de “pelar la patata caliente” (recuérdese su vigorosa reacción de tolerancia cero frente a la pederastia entre el clero), aun a riesgo de no ser inmediatamente comprendido.
Cooperador de la Verdad


La justeza de su modo de obrar ha podido comprobarse con el pasar del tiempo. ¿Quién no recuerda la avalancha de críticas por su ya célebre lectio magistralis de Ratisbona, llegando a ser acusado de provocar a los musulmanes? Sin embargo, lejos de las temidas represalias, la intervención del Papa acabó recabando el apoyo de importantes intelectuales del mundo islámico, que concordaban con él en la necesidad de la razón como reguladora del diálogo entre las religiones y el rechazo de la violencia. También se le acusó a Benedicto XVI de inoportuno al hablar del uso del preservativo en África, el continente más castigado por el SIDA, pero hete aquí que no sólo los obispos, sino también muchos colectivos africanos no necesariamente ligados a la Iglesia Católica, asumieron la defensa del Santo Padre. Hay que decir que, con su personal estilo, el papa Ratzinger ha conseguido cosas hasta hace poco consideradas poco menos que improbables: el avance del diálogo ecuménico con los ortodoxos, la recepción en el seno de la Iglesia de una parte del anglicanismo y –lo que más de cerca nos toca– el principio de una pax liturgica en la Iglesia.

Benedicto XVI no entró a saco en el Palacio Apostólico vaticano ni lo revolucionó todo para imponer sus puntos de vista. Sabe perfectamente que las revoluciones drásticas suelen ser contraproducentes, devoran a sus hijos y sólo logran que las cosas, en el fondo, continúen igual que antes. Por eso ha ido poco a poco, utilizando la persuasión y el buen ejemplo, para llevar adelante su reforma litúrgica. La liberalización del rito romano clásico era algo esperado, pero no faltaban los impacientes, que deseaban una manifestación categórica y tajante del Papa a favor de una irrestricta restauración universal de la liturgia antigua. Para impaciencia de los que lo esperaban como agua de mayo, el documento tardó más de un año siendo a cada paso anunciado como inminente. Con ello no se hacía más que exacerbar los ánimos de unos y otros (los llamados progresistas temían lo peor: una vuelta atrás, una anulación de la reforma postconciliar). No comprendían que Joseph Ratzinger estaba haciendo uso de su gran sabiduría e infinita paciencia para explicar a los obispos el porqué y los alcances de una medida que podía no serle grata a una buena parte de ellos. Finalmente, cuando el 7 de julio de 2007 fue publicado el motu proprio Summorum Pontificum, se disiparon todas las dudas y cábalas: la liturgia romana clásica nunca fue abrogada y, por consiguiente, su celebración es lícita, aunque, dadas las circunstancias de hecho, dentro de unos cauces fijados por el Papa y que no podían ser más razonables (por ejemplo, el requisito de un “grupo estable” para la celebración regular pública con el Misal de 1962, que está pensado para que los fieles se comprometan verdaderamente en ella y no la pidan sólo por frivolidad o mero gusto personal).

Benedicto XVI, además, zanjaba definitivamente la cuestión de una supuesta oposición de la liturgia tradicional y la reformada, haciendo de ellas no dos ritos distintos, sino dos formas, dos usos distintos (no contradictorios) de un mismo rito, que no sólo no deben alzarse el uno contra el otro, sino beneficiarse mutuamente: el usus antiquior con la mayor variedad de ciertas plegarias del usus novior y éste con el mayor sentido de sacralidad presente en el primero. Recientemente, el cardenal Antonio Cañizares (foto) presentó al Papa un volumen que, bajo el título de Compendium Eucharisticum, publicó la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos (que él preside como prefecto). En él se recogen, además de textos doctrinales, los textos litúrgicos – tanto de la misa como del oficio– de las dos formas del rito romano, y ello para contribuir a una mejor y más profunda comprensión, celebración y adoración del Santísimo Sacramento del Altar. Pues bien, el propio cardenal Cañizares ha propuesto de ejemplo el Compendium Eucharisticum como el texto que refleja el principio de complementariedad y mutuo enriquecimiento de los dos usos que se espera cale en el ánimo de todos, fieles y sacerdotes.

Un libro de referencia según el espíritu
del motu proprio Summorum Pontificum


Pero para que el espíritu del motu proprio acabara prevaleciendo sobre todas las reservas y contradicciones (que las ha habido en amplios sectores del episcopado y de los fieles), el Papa decidió dar ejemplo en su propia casa, introduciendo la hermenéutica de la continuidad en las celebraciones litúrgicas pontificias. Para ello era necesario prescindir de un hombre demasiado vinculado a la línea rupturista con la Tradición y que durante veinte años había ejercido una suerte de autocracia desde su puesto como ceremoniero papal en la línea de Mons. Bugnini, el artífice de la reforma postconciliar, del cual era criatura (como Mons. Pere Tena, obispo auxiliar emérito de Barcelona): Mons. Piero Marini, responsable de los horrores estéticos perpetrados en los últimos años de Juan Pablo II. Hay que reconocer, sin embargo, que en esto fue precedido por su maestro y mentor y por Mons. Virgilio Noè y John Magee, los cuales se dedicaron, con celo digno de mejor causa, a desmantelar la otrora hermosa y rica liturgia papal pacientemente formada desde la época de las misas estacionales romanas, pasando por Burcardo y Paris de Grassis, hasta llegar al exacto y esmeradísimo Mons. Enrico Dante.

El papa Benedicto usó de un tacto exquisito para no hacer ver que la substitución de Mons. Piero Marini era un despido, hiriendo así su amor propio, pero su voluntad de cambio de dirección en la capilla papal quedó patente con el nombramiento de su sucesor y colombroño: Mons. Guido Marini, hombre formado en la escuela del cardenal Siri (ejemplo de prelado conciliar pero en continuidad con la Tradición). Desde entonces las celebraciones del Romano Pontífice han ganado en sentido de lo sagrado, en teotropismo, en reverencia y en belleza plástica y musical. Mons. Guido Marini ha devuelto a la cruz su centralidad en el altar, ha hecho celebrar al Papa ad orientem, ha restaurado la comunión de rodillas y sobre la lengua en sus misas, le ha proporcionado ornamentos y otros elementos del culto que el Arte al servicio de la Religión había producido y que corrían el riesgo de convertirse irremisiblemente en piezas de museo, vaciados del propósito con el que fueron fabricados (la gloria divina) y, en muchos, casos, donados por los fieles. Benedicto XVI ha dado con ello una magnífica catequesis sobre cómo lo antiguo puede armonizarse con lo nuevo y constituir con él un elemento valioso de alabanza y honor a Dios mediante el culto a Él tributado. Ha sido, desde luego, la mejor manera de promocionar Summorum Pontificum, sin imposiciones arbitrarias, evitando la controversia estéril y procurando no herir susceptibilidades.

Un fiel intérprete del Papa

Poco a poco lo que en principio fue una recepción con muchas reticencias va cediendo a favor de una actitud más positiva y abierta, gracias a la paciencia, delicadeza y perseverancia del Santo Padre y a la fiabilidad de los colaboradores que va colocando en puestos clave de la Curia Romana: el ya citado cardenal Cañizares, Mons. Guido Pozzo como secretario de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei, Mons. Nicola Bux y otros. Por no hablar de los que ha tenido anteriormente y que han sido verdaderos puntales para la difusión del motu proprio, como el cardenal Castrillón Hoyos (foto arriba), presidente emérito de Ecclesia Dei, Mons. Ranjith (que marchó de Roma para ser Arzobispo de Colombo después de casi cuatro años de fructífera y valiente trayectoria como secretario del Culto Divino) y Mons. Camille Perl, vicepresidente de Ecclesia Dei antes de su reestructuración. No se puede soslayar, por otra parte, el hecho del influjo positivo que tienen algunos de las recientes preconizaciones episcopales, habiendo sido promovidos prelados de acreditada fidelidad al Papa y simpatía hacia su reforma litúrgica. Es cierto que aún subsisten en muchas partes reparos y obstrucciones (en España, por ejemplo, quizás el país Europeo de ámbito latino junto con Portugal, donde Summorum Pontificum se ha aplicado menos que en los demás y, en buena parte, por la resistencia pasiva de los obispos, en algún caso incluso activa).

Pero hay razones para la esperanza: los sacerdotes y seglares jóvenes. Ellos, que no han vivido las tristes polémicas del pasado y no están condicionados por prejuicios y preconceptos, descubren espontáneamente la belleza del culto, los tesoros de la Tradición litúrgica de la Iglesia (ejemplos de ello son las organizaciones Juventutem y Giovani e Tradizione). Internet ha permitido la accesibilidad sin censura a la información y ya a nadie en los seminarios o en las casas de formación católicas se le puede ocultar la realidad. De esta manera, los jóvenes clérigos se ven frente a cosas que les gustan y les atraen y no comprenden cómo se pudo llegar en el pasado a privar de ellas a sus mayores. Y todo con patente injusticia, ya que, como auténticamente interpretó Benedicto XVI, la liturgia romana clásica nunca fue abrogada. Comprenden la verdad que hay en que lo que fue en el pasado una riqueza para la Iglesia sigue siendo una riqueza para las nuevas generaciones. Esta sintonía de los jóvenes con el Papa –un anciano de 83 años que les habla claro sin necesidad de halagar sus gustos– es uno de los grandes logros de un pontificado que los actuales “profetas de calamidades” (para parafrasear al beato Juan XXIII) pronosticaban retrógrado y tenebroso.

El Papa y los jóvenes en sintonía


Hay mucho trabajo por hacer. Se habla cada vez más de la “reforma de la reforma”, que hará efectivo el mutuo enriquecimiento deseado por Benedicto XVI para las dos formas del único rito romano. Y eso está bien, porque es necesario volver a la noción de liturgia como algo vivo y dinámico, que crece, se desarrolla y se enriquece continuamente, que evoluciona homogéneamente (según el valioso concepto del P. Marín Solá para el dogma) y que en cada época rinde los frutos adecuados. La liturgia católica no es un fósil y esto vale para unos y para otros, para los que siguen el Misal del beato Juan XXIII y para los que siguen el de Pablo VI. Hay quienes no quieren de ningún modo tocar nada de lo que ya ha sido establecido en ambos, pero se equivocan. La vida de la Iglesia no se detuvo en 1962. Entre esa fecha y nosotros hay de por medio un concilio ecuménico tan válido como el que más y tan vinculante (según las distintas categorías de sus documentos) como los veinte anteriores. La cuestión está en recibirlo de acuerdo con una hermenéutica de continuidad con la Tradición. Hay aportes muy valiosos y atendibles en su Constitución Sacrosanctum Concilium, la cual en muchos puntos retoma el magisterio sublime de Pío XII (especialmente el de la encíclica Mediator Dei). Pero la vida de la Iglesia tampoco puede detenerse en la euforia, muchas veces imprudente e insensata, del inmediato postconcilio y de su reforma litúrgica. El tiempo ha venido a darle un triste mentís. Los resultados no han sido los esperados y ello implica que hay que enmendar y hacerlo sin falsos respetos ni dependencias engañosas. Afortunadamente, tenemos a Benedicto XVI, a quien Dios guarde muchos años. Estamos, pues, en las mejores manos.

FONTE:ROMA AETERNA