terça-feira, 5 de abril de 2011

CARTA PASTORAL SOBRE LA MISA de Mons. António de Castro Mayer

 

CARTA PASTORAL SOBRE LA MISA

Te per orbe terrarum Sancta confitetur Ecclesia. A Ti por el orbe de la tierra te alaba la Santa Iglesia. Por estas palabras del himno de acción de gracias proclamamos la misión de la Iglesia: Confesar por todas partes la Trinidad Santísima, manifestar, hacer conocer la soberanía inefable y la misericordia infinita del “SEÑOR DE LOS EJÉRCITOS” (Isaías, 6,3).

Al cumplimiento de esta Misión tiende toda la actividad de la Iglesia, plegarias, oraciones, buenas obras, e incluso su unidad orgánica, su estructura monárquica con una jerarquía sagrada gobernando y santificando al pueblo fiel, todo tiende a la gloria de Dios Padre y a la santificación siempre mayor de los hombres que es como las criaturas racionales dan gloria al Altísimo.

Síntesis que resume la misión de la Iglesia y fuente de donde emana su energía santificadora, es el Santo Sacrificio de la Misa. En él, la Iglesia adora la Majestad insondable de Dios; en él, presenta a la Bondad Divina su acción de gracias por los beneficios de su misericordia; en él satisface la justicia de Dios irritada por los pecados del mundo y lo hace propicio hacia el género humano. De la Santa Misa, en fin, nacen todas las gracias que facultan a los hombres la práctica de las virtudes y la Santificación del estado de vida que escogen, o en el cual la Providencia los colocó.

Se comprende la razón por la que Pío XII declaró al Santo Sacrificio de la Misa centro de la Religión Cristiana (cfr. Encíclica “Mediator Dei”, A.A.S., vol. 39, pág. 547) y también, especialmente, el Misterio de la Fe “Mysterium Fidei”. De aquí, amados hijos, vemos la gran importancia que tiene el tener concepto exacto de la Santa Misa. De otro modo no podréis ordenaros rectamente respecto al culto divino y disponer toda vuestra existencia “en loor de Gloria” del Padre Celestial (cfr. Efesios, 1, 12) como conviene a personas santificadas por el Bautismo. De donde cumplimos un deber pastoral al avivar nuestra fe en el Augusto Misterio del Altar recordando sucintamente la doctrina tradicional al respecto.


Esencia del Sacrificio de la Misa
El Sacrificio de la Misa consiste, pues, en la oblación del Cuerpo y la Sangre de Jesucristo presente sobre el altar bajo las especies o apariencias de pan y vino. La esencia de ese Sacrificio está en la consagración de las dos especies, esto es, del pan y del vino separadamente; pues así la consagración representa y místicamente repite la muerte de Jesucristo operada en el Sacrificio de la Cruz. De ahí se ve que el Sacrificio de la Misa tiene una relación esencial con el Sacrificio de la Cruz cuya virtud salvífica se aplica a los hombres. Sin el Sacrificio de la Cruz la Misa sería incomprensible. Representaría algo inexistente.

Y por tanto, de su relación con el Sacrificio del Calvario le viene su excelencia y eficacia. De hecho, sustancialmente no hay distinción entre un Sacrificio y otro. La Víctima es la misma, Jesús en su adorable Humanidad. El Sacerdote que ofrece, igualmente es el mismo Jesucristo en la Cruz, El personalmente en la Misa, Él también, pero sirviéndose del ministerio del Sacerdote Jerárquico que le presta sus labios y sus manos para renovar la oblación de la Cruz. La diferencia está en la manera de la oblación que en la Cruz es con derramamiento de Sangre, y en la Misa incruenta.


La Comunión, parte integrante del Sacrificio
Como en todo Sacrificio aún no eucarístico la hostia ordénase a ser consumida por parte del Sacerdote y de los fieles. Acto que simboliza la amistad entre Dios y los hombres, amistad y unión que en el Sacrificio del Altar no es sólo un símbolo sino una realidad. De hecho mediante la Comunión hay una unión real entre Dios y el hombre, puesto que en la Comunión, Jesús, la Hostia de nuestros Altares se vuelve alimento de nuestras almas.

La importancia de la Comunión en la Misa es tan grande, que muchos la juzgan esencial al Sacrificio Eucarístico. La manera de expresar, sin embargo, del Concilio de Trento (Sess. XXII c. 6) deja entender que la Comunión pertenece a la integridad, no a la esencia del Sacrificio del Altar. Integridad que se obtiene con la Comunión del Celebrante, mas no exige la de los fieles, aunque ésta sea muy recomendable.

Pío XII, en “Mediator Dei”, es más explícito. “Se apartan de la verdad aquellos que capciosamente afirman que en el Sacrificio de la Misa se habla, no sólo de un sacrificio sino de un sacrificio y de un banquete de confraternización” (Enc. “Mediator Dei”, A.A.S., vol. 39, pág. 563) y poco más adelante: “El Sacrificio Eucarístico por su naturaleza, es la inmolación incruenta de la Víctima divina, inmolación que está místicamente manifestada por la separación de las sagradas especies y su inmolación hecha al Eterno Padre.

La Sagrada Comunión pertenece a la integridad del Sacrificio y a la participación en él; y siendo absolutamente necesaria por parte del ministro sagrado, por parte de los fieles es solamente muy recomendable” (Enc. “Mediator Dei”, A.A.S., vol. 39, p. 563). Las Misas, pues, celebradas privadamente sin participación de los fieles no pierden el carácter de culto público y social, puesto que en ellas el Sacerdote actúa como representante de Cristo, Cabeza del Cuerpo Místico que se ofrece al Eterno Padre en nombre de toda la Iglesia.


Las herejías que atacan la Misa
Pasamos así a considerar el aspecto social del Sacrificio de la Misa. Pero antes hemos de alertar a nuestros amados hijos contra los errores de la herejía protestante y que, hoy día, insidiosamente se infiltran en medios católicos con gran perjuicio para las almas. De hecho, como enseña Pío XII, la pureza de la Fe y de la Moral deben brillar como características del Culto litúrgico, ya que es la Fe la que ha de determinar la forma de súplica: “lex credendi legem statuat suplicandi” (Enc. “Mediator Dei”, A.A.S., vol. 39, pág. 524 y 541).

Así yerran los que consideran la Misa mera asamblea de los fieles para el culto divino, en la cual se hace una simple conmemoración de la Pasión y muerte de Jesucristo, o sea del Sacrificio ahora efectuado en el Calvario. Incurren igualmente en herejía los que aceptan la Misa como Sacrificio de alabanza y Acción de Gracias, mas le niegan cualquier carácter propiciatorio en favor de los hombres o los que fingen ignorar las relaciones esenciales que tiene la Misa con respecto a la Cruz y pretenden que aquello venga a ser una ofensa para ésta. Del mismo modo se apartan de la doctrina católica los que consideran la Misa, principalmente, un banquete del Cuerpo de Cristo.

Todas estas opiniones heréticas extenúan la verdad revelada, entibian los corazones, e impiden el florecimiento de una caridad ardiente cuya viva llama alimenta las renovaciones del acto inefable del amor de Jesucristo inmolado por nosotros, su presencia real sobre el altar y la posesión serena de la verdad.


El sacerdocio jerárquico y la Misa
Cuando decimos que la Misa es el Sacrificio de toda la Iglesia afirmamos que todos los fieles deben tomar parte en ella; no queremos con todo significar que el Sacrificio de la Misa sea obra de todos los miembros de la Iglesia, por cuanto en la sociedad sobrenatural creada por Nuestro Señor Jesucristo solamente los sacerdotes son los sacrificadores, solamente ellos pueden realizar el Sacrificio de la Misa. “Sólo a los Apóstoles (dice Pío XII) y a aquellos que de ellos o sus sucesores recibieran la imposición de manos, es conferido el poder Sacerdotal por cuya virtud así como representan delante del pueblo que les fue confiado, la Persona de Cristo, así también representan ese mismo pueblo delante de Dios” (Enc. “Mediator Dei”, A.A.S., vol. 39, pág. 538).

Y en otro lugar: “La inmolación incruenta, por medio de la cual, después de pronunciadas las palabras de la Consagración, Jesucristo se torna presente en el Altar en estado de Víctima, es llevado a cabo por el Sacerdote solamente como representante de la Persona de Cristo y no en cuanto representante de la persona de los fieles” (A.A.S., vol. 39, p. 555).

Santo Tomás de Aquino aclara este punto con una de sus magistrales distinciones: A la objeción de que una Misa de un Sacerdote hereje, cismático o excomulgado es válida y no obstante es celebrada por una persona que está fuera de la Iglesia, y por eso mismo incapaz de actuar en su nombre, responde el Doctor Angélico que el Sacerdote en la Misa habla en nombre de la Iglesia a cuya unidad pertenece, en las oraciones. Mas en la consagración del Sacramento habla en nombre de Cristo, cuya vicegerencia obtiene por el Sacramento del Orden. Ora, continúa el Santo, el carácter sacramental, el Sacerdote no lo pierde aún cuando apostate de la verdadera Fe. Su sacrificio es válido; sus oraciones podrán no tener la eficacia que les daría el Cuerpo Místico en caso de orar en nombre de la Iglesia (“Suma Teológica”, cuestión 82, a 7 ad. 3).

No obstante en el acto sublime y singular de la oblación sacrificial, el pueblo tiene su participación con su voto, con su aprobación, como dice Inocencio III: “Lo que en particular se cumple por el ministerio de los Sacerdotes, universalmente es cumplido por el voto asentimiento de los fieles” (Enc. “Mediator Dei”, A.A.S., vol. 39, pág. 554). De donde el hecho de participar en el Sacrificio Eucarístico no confiere a los fieles ningún poder Sacerdotal.

Pío XII declara que es muy necesario explicar bien esto al pueblo (cfr. “Mediator Dei”, A.A.S., vol. 38, p. 553). Y la razón es que aún ahora serpean en medio de los fieles tendencias inspiradas en la herejía de los protestantes, los cuales por sus tendencias igualitarias recusan toda jerarquía en la Iglesia y extienden a todo el pueblo el privilegio del Sacerdocio. “Efectivamente —dice el Papa— no falta quien en nuestros días aproximándose a errores ya condenados (cfr. Conc. Trento, Sess. XIII, e. 4) enseña que en el Nuevo Testamento no hay más que un solo Sacerdocio pasado a todos los bautizados y que el precepto dado por Jesús a los Apóstoles en la Última Cena de hacer lo que Él hizo, se refiere directamente a la Iglesia o Asamblea de fieles y sólo posteriormente de ahí nació el sacerdocio jerárquico” (Enc. “Mediator Dei”, A.A.S., vol. 39, p. 552).

Estamos, amados hijos, delante de un error pernicioso que una vez triunfante arrasaría por la base todo el edificio de la Iglesia Católica. Conviene por eso que insistamos sobre este punto.


El sacerdocio y la Sagrada Eucaristía
Además en la Iglesia hay una razón especial que justifica la intervención del sacerdocio jerárquico en los actos del culto divino. Y es que el centro al cual converge el culto católico es la fuente de donde dimana la vitalidad de la Iglesia, como hemos dicho, es la Santísima Eucaristía, Sacrificio que renueva la oblación reparadora del Hijo de Dios y Sacramento que los contiene real y verdaderamente como está en el Cielo. ¿Si en el Antiguo Testamento, el Arca de la Alianza, mera figura de las realidades futuras, exigía manos santificadas para tocarla, qué diremos de la Santísima Eucaristía?

Con razón Santo Tomás considera el sacerdocio por el Sacramento del Altar, de manera que jerarquiza los varios grados del Sacramento del Orden, según la mayor aproximación al Misterio del Altar. Por eso mismo la Sagrada Eucaristía, normalmente sólo debe ser dada por manos sacerdotales (“Suma Teológica”, sup., cuestión 37, a 2 y 4; cuestión 38, a 3). En el mismo orden de pensamiento, el Concilio Tridentino declara que la costumbre de recibir los laicos la Sagrada Eucaristía de las manos de los Sacerdotes procede de tradición apostólica y debe ser conservada (Sess. 13, e. 8).

Después de la explicación de Santo Tomás concluimos con evidencia que en la Misa hay: la consagración que el sacerdote realiza como representante de Cristo y hay las preces sacerdotales, especialmente las del canon que recita solo pero como representante de la Iglesia, de los fieles.

De manera que en el acto Sacrificial de la Misa, los fieles no toman parte. Es efectuado sólo por el sacerdote que en el momento representa la persona de Cristo. Y para ser capaz de ese acto recibió el sacerdote la misión sagrada en el Sacramento del Orden. Y de hecho la Iglesia es por institución divina una sociedad jerárquica que no puede ser concebida a la manera de las democracias regidas por el sufragio universal donde los gobiernos electos por el pueblo son mandados por la comunidad (Enc. “Mediator Dei”, A.A.S., vol. 39, p. 538; San Pío X, Enc. “Vehementer”).


Ornamentos, lengua, ceremonias
Todo lo que antecede está íntimamente ligado al empleo de una lengua no vulgar, para el culto, así como vestiduras especiales y ritos simbólicos privativos del celebrante. La razón es que los actos del culto divino deben manifestar en los gestos y en las palabras de que constan, la excelencia singular de Dios, el misterio de su naturaleza omniperfecta.

Y el hecho de exigir una persona sagrada, retirada del medio del pueblo (mundo) para dedicarse exclusivamente al servicio divino, de rodearse de circunstancias que claramente indican que se trata de un acto enteramente diferente de aquellos propios de la vida cotidiana, con lengua y trajes especiales, eleva a las almas a la consideración de que Dios Altísimo no puede confundirse con las creaturas, por más elevadas que sean.

Que no se diga que la Encarnación del Verbo aproxima al hombre a la divinidad. Es evidente que la encarnación muestra la bondad misteriosa e inefable de Dios que asoció la naturaleza humana a su vida tributaria. No se piense que semejante misericordia haya disminuido la majestad infinita o haya dispensado a los hombres del reconocimiento de la Soberanía Absoluta que el Altísimo mantiene sobre todas las creaturas y el misterio que envuelve su naturaleza y que los hombres reconocen a través de los actos del culto.

Tales consideraciones, que se fundan en el orden natural de las cosas, tanto que se verifican aún en los cultos supersticiosos, fueron reconocidas por la Iglesia desde los tiempos apostólicos. Y es lo que declara el Concilio Tridentino al mantener los ritos, las ceremonias y los ornamentos usuales en la celebración de la Santa Misa.

Y también al prohibir la lengua vulgar en el Sacrificio Eucarístico (Sess. 22 c. 5 y 8). Con idéntico pensamiento el Concilio Vaticano II manda que los curas de alma enseñen al pueblo a responder y decir en latín las partes del Ordinario de la Misa que le compete (“Sacrosantum Concilium”, inc. 54).


Desmitización
No es preciso, amados hijos, larga argumentación para mostrar cómo la tendencia a despojar a la Santa Misa de todo cuanto despierta el pensamiento de lo jerárquico, sagrado y misterioso sirve al movimiento de desmitización, última herejía que tiene el sabor ya no sólo de protestantismo, sino de progresismo, versión comunista de la doctrina católica, y que pretende desacralizar la Religión volviéndola cosa profana, vulgar, sin nada que pueda despertar en el hombre la idea de un Señor y Legislador supremo a quien se debe entera obediencia, sujeción y servicio, que estableció una jerarquía para el gobierno espiritual de los hombres.


Participación de los fieles
Firmemente establecida la función del Sacerdote en el Sacrificio del Altar, podemos sin recelo tratar de la participación de los fieles en el mismo. De hecho, sin incidir en los errores enunciados, debéis, amados hijos, considerar elemento esencial de vuestra vida, participar activamente en el Santo Sacrificio de la Misa, Siendo éste el acto central del culto divino y siendo nosotros, como siervos dedicados al servicio del Dios Altísimo, no queda duda de que la Misa debe ocupar el centro de toda nuestra existencia.

No queráis, por tanto, amados hijos, equipararos a los Sacerdotes que en la Iglesia os son superiores y como tales se aproximan al Altar “inferiores a Cristo y superiores al pueblo”, dice San Roberto Belarmino (Apud Enc. “Mediator Dei”, A.A.S., vol. 39 p. 553). En las palabras de Inocencio III tenemos la norma de la participación activa de los fieles en el Sacrificio del Altar: lo que realizan en particular los Sacerdotes debe hacerlo universalmente el pueblo “in voto”.

En el acto mismo sacrificial, esto es en la consagración, la participación del pueblo fiel no puede ir más allá del voto, o sea de aprobación interna, de unión de sus sentimientos a los del Sacerdote que celebra y a los del propio Cristo que es inmolado sobre el Altar.

Además en toda la Misa, el elemento esencial de la participación del fiel, consiste en unir sus propios sentimientos de adoración, acción de gracias, expiación e impetración, a los de Jesús al morir por nosotros, y que deben animar al Sacerdote que ofrece el Sacrificio.

Esta unión del culto interno, que se exterioriza en actos externos, es lo que hace provechosa la participación del fiel en la Misa. Similar es la participación del fiel en el Santo Sacrificio de la Eucaristía; al seguir los gestos y repetir las palabras que se dicen en el Altar, es considerado por Pío XII “rito vano y formalismo sin sentido” (Enc. “Mediator Dei”, A.A.S., vol. 39, pág. 531).

Como se ve, la piedad eucarística del fiel depende de la recta comprensión de este punto. No es extraño que Pío XII le dé suma importancia. Subraya especialmente que aún en su expresión externa, como exige la naturaleza visible de la Iglesia, el culto es sobre todo interno o, en otras palabras, su elemento principal es lo interno.

Mas lo externo debe simultáneamente manifestar y excitar los sentimientos internos del alma. Debe proceder del amor de Dios y debe contribuir a aumentar la unión con Dios. Ya en el Antiguo Testamento, Dios rechaza los sacrificios meramente externos “y no apenas aquellos en que las víctimas por manchadas eran indignas del altar del Señor” (Malaquías, 1) y también aquellos en que se inmolaban animales puros, como dice Isaías (1,11).

En el Nuevo Testamento de modo general reprueba el Maestro a aquellos que honraban al Señor con los labios, manteniendo su corazón alejado (San Marcos, 7, 6). Comentando las palabras del Señor, dice Pío XII: “El Divino Maestro juzga que son indignos del templo sagrado, y deben ser expulsados los que presumen dar honra a Dios solamente con palabras afectadas y actitudes teatrales, persuadiéndose que pueden proveer a su eterna salvación sin arrancar de sus espíritus, por la raíz, sus vicios inveterados” (Enc. “Mediator Dei”, A.A.S, vol. 39, pág. 531).


El peligro del liturgismo

Completemos estas advertencias enumerando las aberraciones que un falso liturgismo esparció entre los fieles. Y como consecuencia del hecho nos urgió la necesidad de dedicarnos por esfuerzo propio, auxiliados por la gracia, ascesis y oraciones particulares a asimilar, por la práctica de las virtudes, los ejemplos y la vida de nuestro Divino Maestro.

“Efectivamente algunos reprueban totalmente las Misas privadas sin asistencia del pueblo como no conformes a la costumbre primitiva y no falta quien pretenda que los Sacerdotes no puedan ofrecer la Víctima, al mismo tiempo en varios altares, porque así disocian la comunidad y ponen en peligro su unidad; como tampoco faltan quienes llegan al extremo de decir que es necesaria la confirmación y ratificación del pueblo para que el Sacrificio pueda tener fuerza y eficacia” (Enc. “Mediator Dei”, A.A.S., vol. 39, pág. 556).

Recordemos, a esta altura, que el Concilio Vaticano II, al extender su determinación a los casos de concelebración no obligó, excepto el Viernes Santo, a concelebrar a los sacerdotes que quisiesen celebrar. Mas reafirmó el derecho del sacerdote de celebrar privadamente a la misma hora y en la misma Iglesia (Const. “Sacrosantum Concilium”, nº 57).


La Comunión y nuestra santificación

Con la preparación ascética, en el combate a los vicios, a las malas inclinaciones, y la práctica de la virtud, aproximémonos a la Mesa del Señor, la Santísima Eucaristía, Hostia del Sacrificio del Altar y hecha para alimento de nuestras almas.

Es que en la Comunión está la participación más íntima y más útil en el Santo Sacrificio de la Misa. Aunque la Comunión en la Misa sea indispensable sólo para el Sacerdote, recomiéndase vivamente que los fieles comulguen no sólo espiritualmente sino también sacramentalmente, siempre que asistan al Santo Sacrificio. Si se habitúan a comulgar con tal frecuencia y con las disposiciones necesarias, es cierto que en breve se santificarán. Si eso no consiguen es porque no han dado toda la atención a las disposiciones necesarias para bien comulgar.


Disposición para comulgar

La primera de ellas es el estado de gracia, estado obtenido no sólo por un acto de contrición perfecta sino también a través del tribunal de la Penitencia, de la absolución sacramental, como ordena el Concilio de Trento (Sess. XIII, can. 11).

Si se trata de Comunión frecuente, pide San Pío X (Sagrada Congregación del Concilio, 20 diciembre de 1905) además del estado de gracia, una voluntad seria de progresar en la vida espiritual, sirviéndose mismo del Pan eucarístico como antídoto de las faltas cotidianas. No siempre pensamos en esta segunda condición. Sin embargo, en ella está el secreto de nuestra santificación, pues quien desea realmente progresar en su vida espiritual comienza reconociendo su flaqueza y evitando las ocasiones de pecado.

Además, no se concibe una verdadera contrición de los pecados en quien no evita las ocasiones de los mismos. No puede haber desapego del pecado en quien no se desapega de las ocasiones de recaída. En segunda instancia combate seriamente sus inclinaciones pecaminosas, su orgullo, su sensualidad, su amor propio, etc.


La Santísima Eucaristía y la caridad cristiana

Y muy particularmente cultiva la caridad porque la Santísima Eucaristía es el Sacramento del amor, de la unión sobrenatural que vincula a todos los fieles en un solo cuerpo; como los granos de trigo se unen para formar un solo pan, la Santísima Eucaristía une a todos los fieles en un solo Cuerpo Místico de Cristo (cfr. I Corintios, 10, 17). Cultivar la caridad no quiere decir tolerar todos los defectos, todos los vicios del prójimo. Muy al contrario, la caridad supone energía y bondad bien dosificadas para conseguir la verdadera enmienda del prójimo.

Resaltemos aquí, amados hijos, para vuestra edificación espiritual, que es muy común entre muchos católicos un error craso en la práctica de una pseudo caridad. Son de hecho, tales católicos, de una intolerancia total o casi total cuando está en juego su propia persona. No saben perdonar, como manda el gran precepto del Divino Maestro, las ofensas personales; aquellas que tenemos que resolver a conciencia antes de aproximarnos al altar, según lo manda el Salvador (San Mateo, 5, 24) y sin embargo son de una benignidad igual, sin límites, cuando el ofendido es Nuestro Señor en su doctrina o en su moral. Tienen todos los odios, todos los resentimientos, todas las aversiones contra los responsables de ultrajes que hieran su amor propio, su dignidad personal, y conviven en la más franca amistad con los apóstatas, los que abandonan totalmente los votos de su bautismo, con los herejes, los ateos; todos, en fin, que no reconociendo la verdadera Iglesia de Cristo, no prestan debida honra a la palabra de Dios.

Si semejante amistad buscase seriamente la conversión de los que se hallan en camino de condenación eterna, o fuese ordenada por la necesaria convivencia, todavía podría justificarse, siempre que se conservase en los límites indicados para tales fines. Por desgracia, amados hijos, no es eso lo que se da, sino que lleva esa amistad por motivos de orden natural y en lo que menos se piensa es el bien del alma, la conversión de extraviados, de los enemigos de Dios.


La caridad y el orden querido por Dios

Si en un examen de conciencia sincero, nos perturbamos porque a pesar de nuestras comuniones no progresamos en la santidad de nuestra vida, fijémonos en el capítulo de nuestros amores y nuestros odios y veamos si amamos seria y ardientemente el orden querido por Dios, los principios establecidos por la ley divina natural y positiva, y si consecuentemente odiamos profundamente el desorden implantado en la sociedad por los enemigos de Dios, por las sectas que clara o veladamente, en el mismo seno de la Iglesia, organizan la destrucción de la obra que Dios instauró en el mundo y Jesucristo vino a restaurar; y si procedemos de acuerdo con esos amores y esos odios.

Es bien posible que en semejante examen de conciencia descubramos la causa de la inutilidad de nuestras Misas y comuniones, o sea, del hecho de no avanzar un paso, a pesar de ellas. La Misa, amados hijos, es fuente de toda santidad. Pero pide (precisa) para hacer efectiva en el alma la santidad que de Ella dimana, una adhesión firme, serena y profunda a los amores y los odios de Nuestro Señor Jesucristo.

No precisamos decir, amados hijos, que en ese odio y aversión profunda contra el mal no existe ni puede existir el menor deseo de condenación eterna de quien quiera que sea. Nuestro odio debe ser como el del Divino Maestro, que castigaba siempre con el deseo ardiente de salvación eterna, aún de los enemigos de su Santo Nombre.



Acción de gracias

Además de la preparación, la acción de gracias después de la Comunión es medio eficacísimo para hacer más fructuosa y más intensa la unión con el Divino Salvador que acaba de tomar posesión del alma que lo recibió.

De hecho, nada produce mejor en el alma los frutos de la Sagrada Comunión que un suave coloquio del hombre con su Redentor; en el cual la creatura se deshace en loores y agradecimientos a Dios, cuya misericordia lo hace descender hasta su siervo, indigno pecador.

¿Cómo dejarían de ser útiles al alma, los sentimientos de humildad que nacen naturalmente de la consideración de la bondad divina y las propias ingratitudes? ¿Cómo dejarán de afirmarse los buenos propósitos en ese coloquio íntimo, cuando el alma está con su Divino presente como alimento de su fortaleza? Por eso los libros de piedad se esfuerzan por auxiliar a los fíeles en la acción de gracias después de la Comunión.

Y es Pío XII quien alaba “aquellos que, recibido el alimento eucarístico se quedan aún después de despedida la Asamblea de los fieles, en íntima familiaridad con el Divino Redentor no sólo para entretenerse suavemente con Él, sino también para agradecer y alabar y especialmente pedir ayuda para alejar de sí todo lo que pueda disminuir la eficacia del Sacramento y para hacer de su parte todo lo que pueda favorecer la acción tan presente de Jesús” (Enc. “Mediator Dei”, A.A.S., vol. 39, págs. 567 568).

Recomendamos, pues, insistentemente a nuestros carísimos Sacerdotes que no permitan que sus auxiliares despidan a los fieles inmediatamente después del Santo Sacrificio especialmente en las Misas vespertinas. Deben dejar, a los que comulgan, permanecer tranquilos en el templo en su coloquio de acción de gracias al Señor, presente en sus corazones.


Publicado en la Revista ROMA nº 71,
de mayo-junio de 1971.