sábado, 5 de dezembro de 2009

Los laicos y las reformas en la Iglesia


–¿Y qué podemos hacer nosotros, los laicos, sin autoridad alguna en la Iglesia, para colaborar en las reformas que necesita, tanto en lo doctrinal como en lo disciplinar? Nada. Nada de nada.
–Está usted muy equivocado.

Los buenos laicos cristianos colaboran de mil modos a las reformas de la Iglesia. Es cierto que son los Pastores sagrados quienes encabezan las acciones más específicamente orientadas a las reformas necesarias. Pero es muy importante que en esa tarea sobre-humana se vean ayudados por todo el pueblo cristiano: en primer lugar por las personas especialmente consagradas, sacerdotes y religiosos, pero también por los padres de familia, profesores, artistas, escritores, administrativos, empresarios y obreros, sanos y enfermos, cultos e ignorantes, trabajadores y jubilados.

Estamos en guerra. Los cristianos han de tener siempre presente la enseñanza de Cristo, recordada por el concilio Vaticano II: «toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y ciertamente dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas» (GS 13b). «A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final» (37b). Estamos en guerra, y la guerra la hace todo el pueblo, encabezado por sus generales y capitanes. Dentro de este campo bélico, Pastores y fieles, bien unidos, han de «vigilar en todo tiempo y orar» (Lc 21,36), para no ser engañados y vencidos en el combate. Todos ellos, unos y otros, están gloriosamente llamados a luchar en esta gran batalla, cada uno a su modo, «según el don y la vocación que el Señor les dió» (1Cor 7,17).

Pastores y fieles han de luchar juntos contra la mentira y el pecado. Los laicos cristianos, muy especialmente los padres de familia, colaboran en las reformas necesarias guardando fidelidad a la doctrina y disciplina de la Iglesia, lo que supondrá para ellos no pocas veces actitudes heroicas, colaboran teniendo hijos, educándolos bien en el Evangelio, dándoles buen ejemplo, vacunándoles contra las herejías del tiempo, ayudándoles a liberarse de tantas ocasiones próximas de pecado (modas, TV, playas, internet, viajes peligrosos, etc.), que muchas familias cristianas aceptan sin lucha, cuidando bien su oración y su catequesis, su escolarización, los grupos en que se integran, sus lecturas y actividades, procurando que todo lo vayan configurando a la luz del Evangelio, y no según el mundo: los horarios, los modos de vestir, los trabajos y las vacaciones, las celebraciones, etc.

En todo eso y en tantas cosas más, los laicos están colaborando con Cristo y con sus mejores capitanes en la lucha contra los deformadores y también contra los moderados –lo que a veces será más difícil, pues éstos pasan por buenos, y lo son en muchos aspectos de sus vidas y acciones–. Y así están contribuyendo muy eficazmente a las reformas que la Iglesia necesita. Si hubiéramos de expresar en dos palabras su contribución principal a la obra de reforma, nos limitaríamos a las dos palabras elegidas por la Virgen María en La Salette, Lourdes, Fátima y en tantos otros lugares: oración y penitencia.

Pero aquí me detendré un poco más indicando otro medio también importante que tienen los laicos para contribuir a las reformas que la Iglesia necesita:

Los laicos han de denunciar los errores doctrinales y los abusos morales y disciplinares. Dentro de la Iglesia, en parroquias, catequesis, colegios, publicaciones, Universidades, congregaciones religiosas, hay ciertos males que, por su naturaleza, difícilmente pueden ser combatidos directamente por los laicos. Y esto es así por diversas causas: porque carecen para ello de misión específica, porque no se les tendrá en cuenta, porque no tienen los medios de acción precisos, porque les faltan a veces conocimientos teológicos y canónicos para argumentar, y por otras causas. Pero, sin embargo, la denuncia de esos errores y abusos siempre está al alcance, o casi siempre, de los fieles.

Jesucristo. El Maestro enseñó a los discípulos que los errores y males internos en la comunidad eclesial deben ser denunciados, y que la corrección fraterna ha de hacerse con una discreta gradualidad, llena de humildad, caridad y prudencia. La corrección se hará primero en privado, advirtiendo de sus errores y abusos a la persona o al grupo desviados. Si esto no basta, convendrá reiterar el intento en compañía de otros fieles. Y «si los desoyere, comunícalo a la Iglesia, y si a la Iglesia desoye, sea para ti como gentil o publicano» (Mt 18,15-17).

Vaticano II. La Iglesia quiere que todos sus hijos sean verdaderos confesores activos de la fe católica, y que no soporten pasivamente la presencia impune de herejías y sacrilegios dentro de la comunidad eclesial. Con eso ellos, unidos a sus Pastores, están procurando ciertamente las reformas en la Iglesia.

«Los laicos, como todos los fieles cristianos, tienen el derecho de recibir con abundancia de los sagrados Pastores los auxilios de los bienes espirituales de la Iglesia, en particular la palabra de Dios y los sacramentos. Manifiéstenles [a sus Pastores] sus necesidades y sus deseos con la libertad y confianza que conviene a los hijos de Dios y a los hermanos en Cristo. Conforme a la ciencia, la competencia y el prestigio que poseen, tienen la facultad, más aún, a veces el deber, de exponer su parecer acerca de los asuntos concernientes al bien de la Iglesia. Hágase esto, si las circunstancias lo requieren, a través de instituciones establecidas para ello por la Iglesia, y siempre con veracidad, fortaleza y prudencia, con reverencia y caridad hacia aquellos que, por razón de su sagrado ministerio, personifican a Cristo» (LG 37a).

«Por su parte, los sagrados Pastores reconozcan y promuevan la dignidad y responsabilidad de los laicos en la Iglesia. Recurran gustosamente a su prudente consejo […] Consideren atentamente ante Cristo, con paterno amor, las iniciativas, los ruegos y los deseos provenientes de los laicos […] Ayudados por la experiencia de los laicos, están en condiciones de juzgar con más precisión y objetividad tanto los asuntos espirituales como los temporales, de forma que la Iglesia entera, fortalecida por todos sus miembros, cumpla con mayor eficacia su misión en favor de la vida del mundo» (ib. 37cd).

Y no olvidemos en esto que muchas veces el Padre celestial, también entre los hijos que forman su Iglesia, revela a los más pequeños verdades que quedan ocultas a los más sabios y eruditos (Lc 10,31; 1Cor 1,26-29).

Código de Derecho Canónico. La Iglesia, en los cánones 211-213, da forma imperativa y disciplinar a esa misma enseñanza del Vaticano II que acabo de citar, empleando sus mismas palabras. Y añade algo importante:

«Los fieles tienen derecho a tributar culto a Dios según las normas del propio rito aprobado por los legítimos Pastores de la Iglesia, y a practicar su propia forma de vida espiritual, siempre que sea conforme con la doctrina de la Iglesia» (c. 214).

Actualmente hay comunidades parroquiales que, sometidas a un párroco modernista, se ven obligadas a sufrir durante años una violencia enorme, mucho mayor, por ejemplo, que si les obligaran a cambiar de rito, pasando del rito católico al maronita –aunque éste sea un rito ortodoxo y unido a Roma–. Ahora bien, si la Autoridad pastoral no puede cambiar de rito a una comunidad parroquial, menos aún puede permitirse atropellarla sometiéndola a un pastor modernista en doctrina, moral y liturgia. Y los fieles católicos, reclamando su derecho, resistiendo este abuso intolerable, contribuyen mucho a la reforma de la Iglesia.

Redemptionis Sacramentum. Esta instrucción de la Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los Sacramentos (25-III-2004), del tiempo de Juan Pablo II, quiere que los fieles laicos contribuyan activamente en la lucha por la dignidad de la liturgia católica. Y perdonen que les ponga un ejemplo: si hace falta, grabando discretamente una Misa sacrílega, para denunciarla a la Autoridad diocesana pertinente.

«Cuantas veces la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos tenga noticia, al menos propable, de un delito o abuso que se refiere a la santísima Eucaristía [o a otra partes esencial de la sagrada Liturgia, obviamente], se lo hará saber al Ordinario, para que investigue el hecho. Cuando resulte un hecho grave, el Ordinario envíe cuanto antes a este Dicasterio un ejemplar de las actas de la investigación realizada y, cuando sea el caso, de la pena impuesta» (n.181).

«De forma muy especial, todos procuren, según sus medios, que el santísimo sacramento de la Eucaristía sea defendido de toda irreverencia y deformación, y que todos los abusos sean completamente corregidos. Esto, por lo tanto, es una tarea gravísima para todos y cada uno, y excluida toda acepción de personas, todos están obligados a cumplir esta labor» (n.183).

«Cualquier católico, sea sacerdote, sea diácono, sea fiel laico, tiene derecho a exponer una queja por un abuso litúrgico [o por una herejía manifiesta] ante el Obispo diocesano o el Ordinario competente, o ante la Sede Apostólica, en virtud del primado del Romano Pontífice [can. 1417]. Conviene, sin embargo, que, en cuanto sea posible, la reclamación o queja sea expuesta primero al Obispo diocesano» (n.184).

En otras ocasiones, con el favor de Dios, hemos de considerar más detenidamente las armas apostólicas, espirituales y también canónicas que la Iglesia pone en manos de los fieles laicos para afirmar la ortodoxia y para rechazar la heterodoxia.

José María Iraburu, sacerdote

*Post post. (Si post data es lo añadido a una carta o escrito, bien podemos llamar post post a lo que en un blog se añade a un post ¿no?). Pues bien, díganme ustedes, y permítanme que elija este ejemplo: ¿www.infocatolica.com es dentro de la Iglesia una publicación deformadora? No, ciertamente. ¿Y es moderada, es decir, tolerante con los deformadores? En absoluto. InfoCatólica es un portal católico iniciado y mantenido en la web principalmente por laicos católicos con una finalidad ciertamente reformadora. Se le ve la intención siempre que se presenta la ocasión. Y a veces sin ella. Ahí tienen ustedes en este portal católico un medio fuerte para trabajar por la reforma. Ayúdennos, pues: oración y penitencia, colaboración y ayuda económica. Marchando.

fonte:reforma o apostasía

Orações apologéticas na Missa Um silêncio que contempla e adora



CIDADE DO VATICANO, sexta-feira, 27 de novembro de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos o artigo escrito pelo sacerdote Mauro Gagliardi, consultor do Ofício de Celebrações Litúrgicas do Sumo Pontífice, sobre o significado e a importância das “orações apologéticas” durante a celebração da Santa Missa.

Trata-se de orações que o sacerdote recita em voz baixa, em “segredo” diante de Deus, para participar de maneira mais concreta e digna dos mistérios divinos que celebra a favor de toda a Igreja. Os fiéis acompanham estas orações sacerdotais com um silêncio externo reverente e com um recolhimento interior que favorecem uma compreensão maior do que acontece no altar e, portanto, com uma participação mais ativa na liturgia.

* * *

A Sagrada Liturgia, que o Concílio Vaticano II qualifica como a ação sacerdotal de Cristo e, portanto, fonte e cume da vida eclesial, não pode ser reduzida jamais a uma mera realidade estética, nem pode ser considerada como um instrumento com fins meramente pedagógicos ou ecumênicos. A celebração dos santos mistérios é, sobretudo, ação de louvor à soberana majestade de Deus, Uno e Trino, e expressão querida pelo próprio Deus. Com ela, o homem, pessoal e comunitariamente, apresenta-se diante d’Ele para agradecer, consciente de que seu próprio ser não pode alcançar sua plenitude sem louvá-lo e cumprir sua vontade, na constante busca do Reino que já está presente, mas que virá definitivamente no dia da parusia do Senhor Jesus [1].

A partir desta perspectiva, está claro que a direção de toda ação litúrgica – que é a mesma tanto para o sacerdote como para os fiéis – se dirige ao Senhor: ao Pai, através de Cristo, no Espírito Santo. Por isso, “sacerdote e povo certamente não rezam um ao outro, mas ao único Senhor” [2]. Trata-se de viver constantemente conversi ad Dominum, orientados ao Senhor, que implica na conversio, isto é, dirigir nossa alma a Jesus Cristo e, dessa forma, ao Deus vivente, à luz verdadeira [3].

Desse modo, a celebração litúrgica é um ato da virtude da religião que, coerentemente com sua natureza, deve se caracterizar por um profundo senso do sagrado. Nela, o homem e a comunidade devem ser conscientes de que vivem um encontro, em particular, diante d’Aquele que é três vezes Santo e Transcendente. Daí que “um sinal convincente da eficácia que a catequese eucarística tem nos fiéis seja sem dúvida o crescimento neles do senso do mistério de Deus presente entre nós” [4].

A atitude apropriada na celebração litúrgica não pode ser outra a não ser uma atitude impregnada de reverência e senso de estupor, que brota do saber-se na presença da majestade de Deus. Não era isso, por acaso, o que Deus queria expressar quando ordenou a Moisés que tirasse as sandálias diante da sarça ardente? Não nascia desta consciência, por acaso, a atitude de Moisés e de Elias, que não ousaram olhar para Deus face a face? [5]

Neste contexto, entendem-se melhor as palavras do Cânon II da Santa Missa, que definem perfeitamente a essência do ministério sacerdotal: astare coram te et tibi ministrare. Assim, pois, são duas as tarefas que definem a essência do ministério sacerdotal: “estar na presença do Senhor” e “servir em tua presença”. O Santo Padre Bento XVI, comentando esta segunda tarefa, apontava que o termo “serviço” é adotado fundamentalmente para referir-se ao serviço litúrgico. Este implica em muitas dimensões e, entre outras, indicava a proximidade, a familiaridade. Concretamente, comentava: “Ninguém está tão perto do seu senhor como o servidor que tem acesso à dimensão mais privada da sua vida. Neste sentido, ‘servir’ significa proximidade, requer familiaridade. Esta familiaridade compreende também um perigo: o de que o sagrado com que temos contato contínuo se converta para nós em costume. Assim se apaga o temor reverencial. Condicionados por todos os costumes, já não percebemos a grande, nova e surpreendente realidade: Ele mesmo está presente, fala-nos e se entrega a nós. Contra esse acostumar-se à realidade extraordinária, contra a indiferença do coração devemos lutar sem tréguas, reconhecendo sempre nossa insuficiência e a graça que envolve o fato de que Ele se entrega assim em nossas mãos” [6].

Frente a toda celebração litúrgica, mas de forma especial na Eucaristia – memorial da morte e ressurreição do seu Senhor, pelo qual se faz realmente presente este acontecimento central de salvação e se realiza a obra da nossa redenção – temos de colocar-nos em adoração diante deste mistério: mistério grande, mistério de misericórdia. O que mais Jesus poderia fazer por nós? Verdadeiramente, na Eucaristia Ele nos mostra um amor que chega “até o extremo” (Jo 13, 1), um amor que não conhece medida [7]. Diante desta realidade extraordinária, permanecemos atônitos e aturdidos: com quanta condescendência humilde Deus quis se unir ao homem! Se dentro de poucas semanas nos comoveremos diante do presépio, contemplando a encarnação do Verbo, o que podemos sentir diante do altar, onde Cristo faz presente no tempo seu sacrifício mediante as pobres mãos do sacerdote? Cabe somente ajoelhar-se e adorar em silêncio este grande mistério de fé [8].

Consequência lógica do que foi dito é que o Povo de Deus precisa ver, nos sacerdotes e nos diáconos, um comportamento repleto de reverência e de dignidade, que seja capaz de ajudá-lo a aprofundar nas coisas invisíveis, inclusive sem muitas palavras e explicações. No Missal Romano, denominado de São Pio V, assim como em diversas liturgias orientais, encontram-se orações belíssimas, com as quais o sacerdote expressa o mais profundo sentimento de humildade e de reverência diante dos santos mistérios: revelam a própria substância de qualquer liturgia [9]. Estas orações presentes no Missal Romano, que em sua edição de 1962 é o missal próprio da forma extraordinária, foram recolhidas em parte no Missal Romano promulgado depois do Concílio Vaticano II e se denominam tradicionalmente “apologias”.

A estas orações se refere a Institutio Generalis Missalis Romani (Instituição Geral do Missal Romano) em seu número 33. Depois de referir-se às orações que o sacerdote, como celebrante, pronuncia em nome da Igreja, afirma que outras vezes, quando reza, “o faz somente em seu nome, para poder cumprir seu ministério com maior atenção e piedade. Assim, as orações propostas antes da leitura do Evangelho, na preparação dos dons, assim como antes e depois da Comunhão, são ditas em segredo”.

Dessa maneira, estas breves fórmulas rezadas em silêncio convidam o sacerdote a personalizar sua tarefa, a entregar-se ao Senhor, também com seu próprio eu. E são, ao mesmo tempo, uma forma excelente de encaminhar-se com os demais ao encontro do Senhor, de maneira inteiramente pessoal, mas ao mesmo tempo junto com os outros. Este é um primeiro aspecto essencial, pois só na medida em que se interioriza e se compreende a estrutura litúrgica e as palavras da liturgia, é possível entrar em consonância interior com ela. Quando isso acontece, o sacerdote celebrante já não somente fala com Deus como uma pessoa individual, mas entra no “nós” da Igreja que ora.

Se a celebração é oração e colóquio com Deus, de Deus conosco e nosso com Deus, transforma-se o próprio “eu” do celebrante, que entra no “nós” da Igreja. Enriquece-se e se amplia o “eu”, orando com a Igreja, com suas palavras, e se estabelece realmente um colóquio com Deus. Assim, celebrar é realmente celebrar “com” a Igreja: o coração se engrandece e está “com” a Igreja em colóquio com Deus. Neste processo, as orações apologéticas e o silêncio contemplativo e adorante que produzem são um elemento essencial; por isso, fazem parte da estrutura da Celebração Eucarística há mais de mil anos.

Em segundo lugar, no caminho rumo ao Senhor, percebemos a nossa própria indignidade. Torna-se necessário pedir ao longo da celebração que o próprio Deus nos transforme e aceite que participemos desta ação de Deus que configura a liturgia. De fato, o espírito de conversão contínua é uma das condições pessoais que torna possível a actuosa participatio dos fiéis e do próprio sacerdote celebrante. “Não se pode esperar uma participação ativa na liturgia eucarística quando se assiste a ela superficialmente, sem antes examinar a própria vida” [10].

O recolhimento e o silêncio antes e durante a celebração se situam neste contexto e facilitam que seja realidade a premissa “um coração reconciliado com Deus permite a verdadeira participação” [11]. Daí que seja claro que as orações apologéticas desempenham um papel importante na celebração.

Por exemplo, as orações apologéticas Munda cor meum, recitada antes da proclamação do Evangelho, ou In spiritu humilitatis, prévia ao lavabo depois da apresentação das oferendas, permitem ao sacerdote que as reza tomar consciência da realidade da sua indignidade e, ao mesmo tempo, da grandeza da sua missão. “O sacerdote é servidor e tem de esforçar-se continuamente por se sinal que, como dócil instrumento em suas mãos, refere-se a Cristo” [12]. O silêncio e os gestos de piedade e recolhimento do celebrante também movem os fiéis que participam da celebração a perceberem a necessidade de preparar-se, de converter-se, dada a importância do momento em que se encontram na celebração: antes da leitura do Evangelho, no início iminente da oração Eucarística.

Por outro lado, as apologias Per huius aquae et vini durante o Ofertório ou Quod ore sumpsimus Domine durante a purificação dos vasos sagrados, enquadram-se perfeitamente neste desejo de ser introduzidos e transformados em e pela ação divina. Uma e outra vez, temos de trazer à nossa mente e coração que a liturgia eucarística é ação de Deus que nos une a Jesus através do seu Espírito [13]. Estas duas apologias, às quais nos referimos, encaminham nossa existência rumo à Encarnação e à Ressurreição. E, na verdade, constituem um elemento que favorece a realização desse desejo da Igreja: que os fiéis não fiquem assistindo ao mistério de fé como estranhos e mudos expectadores, mas que agradeçam a Deus e aprendam a oferecer-se a Cristo [14].

Não nos parece atrevido afirmar que as apologias também desempenham um papel de primeira linha na hora de “recordar” o ministro ordenado que ele “desempenha o papel do próprio Sacerdote, Cristo Jesus. Se é assimilado ao Sumo Sacerdote, pela consagração sacerdotal recebida, então goza da faculdade de agir pelo poder do próprio Cristo, a quem representa (virtute ac persona ipsius Christi)” [15].

Ao mesmo tempo, estas orações recordam ao sacerdote que, por ser ministro ordenado, é “o vínculo sacramental que une a ação litúrgica ao que disseram e realizaram os apóstolos e, por eles, o que disse e realizou Cristo, fonte e fundamento dos sacramentos” [16]. As orações ditas pelo celebrante em segredo constituem, por isso, um meio extraordinário para unir uns aos outros, formar uma comunidade que é “liturga” e que participa inteira orientada a Deus por Jesus Cristo.

Uma das apologias, conservada no atual Ordo Missae, plasma perfeitamente o que estamos dizendo: Domine Iesu Christe Fili Dei vivi qui ex voluntate Patris cooperante Spiritu Sancto per mortem tuam mundum vivificasti (“Senhor Jesus Cristo, Filho de Deus vivo, que, por vontade do Pai, cooperando com o Espírito Santo, com a vossa morte destes a vida ao mundo”). De fato, as orações que o sacerdote reza em segredo – e esta concretamente – podem ajudar de modo eficaz – a sacerdotes e fiéis – a alcançar a clara consciência de que a liturgia é obra da Santíssima Trindade. “A oração e a oferenda da Igreja são inseparáveis da oração e da oferenda de Cristo, sua Cabeça. Trata-se sempre do culto de Cristo em e pela sua Igreja” [17].

Assim, pois, as apologias, há mais de mil anos, configuram-se como simples fórmulas acrisoladas pela história, repletas de conteúdo teológico, que permitem ao sacerdote quando as reza, e ao povo fiel que participa vivendo o silêncio, perceber o mistério de fé do qual participam e assim unir-se a Cristo e reconhecê-lo como Deus, irmão e amigo.

Por estes motivos, temos de alegrar-nos pelo fato de que, apesar da reforma litúrgica pós-conciliar ter reduzido drasticamente seu número e retocado notavelmente o texto destas orações, elas continuam estando presentes também no Ordinário da Missa mais recente. É um convite aos sacerdotes a não descuidarem destas orações durante a celebração, assim como a não transformá-las de orações do sacerdote a orações de toda a assembleia, lendo-as em voz alta como as demais orações. As orações apologéticas se baseiam e expressam uma teologia diferente e complementar à que constitui o pano de fundo das demais orações. Esta teologia se manifesta na maneira silenciosa e reverente com que são rezadas pelo sacerdote e acompanhadas pelos demais fiéis.

[1] JOÃO PAULO II, Mensagem à Assembleia Plenária da Congregação para o Culto Divino e a Disciplina dos Sacramentos (21.IX.2001)

[2] J. RATZINGER, Prefácio ao primeiro volume dos meus escritos.

[3] Cf. BENTO XVI, Homilia na Vigília Pascal, 22.III.2008.

[4] BENTO XVI, Ex. apost. post. Sacramentum caritatis, n. 65.

[5] Cf. JOÃO PAULO II, Mensagem à Assembleia Plenária da Congregação para o Culto Divino e a Disciplina dos Sacramentos (21.IX.2001)

[6] BENTO XVI, Homilia Missa Crismal, 20.III.2008.

[7] JOÃO PAULO II, .Carta enc. Ecclesia de Eucharistia, 11.

[8] JOÃO PAULO II, Carta aos sacerdotes na Quinta-Feira Santa 2004.

[9] Cf. JOÃO PAULO II, Mensagem à Assembleia Plenária da Congregação para o Culto Divino e a Disciplina dos Sacramentos (21.IX.2001)

[10] BENTO XVI, Ex. apost. post. Sacramentum caritatis, n. 55.

[11] Idem.

[12] BENTO XVI, Ex. apost. post. Sacramentum caritatis, n 23.

[13] Cf. BENTO XVI, Ex. apost. post. Sacramentum caritatis, n. 37.

[14] Cf. Const. Sacrosanctum Concilium, 48.

[15] PÍO XII, Carta encíclica Mediator Dei cit. no Catecismo da Igreja Católica, 1548.

[16] Catecismo da Igreja Católica, 1120.

[17] Catecismo da Igreja Católica, 1553.

Missa Tridentina em Roma

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El próximo 5 de diciembre a las 18:00hs en la Parroquia de la Santísima Trinidad de los Peregrinos a cargo de la FSSP, su eminencia Cardenal Darío Castrillón Hoyos conferirá el sacramento de la confirmación a un grupo de fieles, utilizando los libros litúrgicos de 1962. El martes 8 de diciembre a las 10:30hs, con motivo de la Fiesta de la Inmaculada Concepción, el Cardenal Franc Rodé, Prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, celebrará la Solemne Misa Pontifical (usus antiquior).

Fuente: http://roma.fssp.it/

sexta-feira, 4 de dezembro de 2009

Bento XVI: A natureza humana consiste em amar



CIDADE DO VATICANO, quarta-feira, 2 de dezembro de 2009 (ZENIT.org).- Oferecemos, a seguir, o texto da catequese pronunciada durante a audiência geral de hoje, realizada na Sala Paulo VI, dedicada a recolher a herança espiritual de Guilherme de Saint-Thierry.

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Queridos irmãos e irmãs:

Em uma catequese anterior, apresentei a figura de Bernardo de Claraval, o “doutor da doçura”, grande protagonista do século XII. Seu biógrafo, amigo e admirador, foi Guilherme de Saint-Thierry, sobre quem falarei na reflexão desta semana.

Guilherme nasceu em Liège (França), entre 1075 e 1080. De nobre família, dotado de uma inteligência viva e de um amor nato pelo estudo, estudou em famosas escolas da época, como a da sua cidade natal e a de Reims. Entrou em contato pessoal também com Abelardo, o professor que aplicava a filosofia à teologia de maneira tão original que suscitava muita perplexidade e oposições. Também Guilherme expressa suas próprias reservas, solicitando ao seu amigo Bernardo que tome posição frente a Abelardo.

Respondendo a esse misterioso e irresistível convite de Deus que é a vocação à vida consagrada, Guilherme entra no mosteiro beneditino de Saind-Nicaise, de Reims, em 1113, e alguns anos depois se converte em abade do mosteiro de San Thierry, na diocese de Reims. Naquele período, estava muito difundida a exigência de purificar e renovar a vida monástica, de torná-la autenticamente evangélica. Guilherme agiu, neste sentido, no interior do próprio mosteiro, e em geral na ordem beneditina. No entanto, encontrou muitas resistências frente às suas tentativas de reforma e, assim, apesar do conselho contrário do amigo Bernardo, em 1135, deixou a abadia beneditina, deixou o hábito preto e colocou o branco, para unir-se aos cistercienses de Signy. A partir daquele momento até sua morte, em 1148, ele se dedicou à contemplação orante dos mistérios de Deus, desde sempre objeto dos seus mais profundos desejos, e à composição de escritos de literatura espiritual, importantes na história da teologia monástica.

Uma das suas primeiras obras se intitula De natura et dignitate amoris (Da natureza e da dignidade do amor). Nela, expressa-se uma das ideias fundamentais de Guilherme, válida também para nós. A principal energia que move a alma, segundo ele, é o amor. A natureza humana, em sua essência mais profunda, consiste em amar. Em definitivo, uma só tarefa é confiada a todo ser humano: aprender a amar, sincera, gratuita e autenticamente. Mas só na escola de Deus esta tarefa se cumpre e o homem pode alcançar o fim para o qual foi criado.

De fato, Guilherme escreve: “A arte das artes é a arte do amor... O amor é suscitado pelo Criador da natureza. O amor é uma força da alma, que a conduz naturalmente ao lugar e ao fim que lhe são próprios”. (La natura e la dignità dell'amore 1, PL 184, 379). Aprender a amar requer um longo e comprometido caminho, que é articulado por Guilherme em quatro etapas, correspondentes à idade do homem: a infância, a juventude, a maturidade e a velhice. Neste itinerário, a pessoa deve impor-se uma ascética eficaz, um forte controle de si mesmo para eliminar todo afeto desordenado, toda concessão ao egoísmo, e unificar a própria vida em Deus, fonte, meta e força do amor, até alcançar o cume da vida espiritual, que Guilherme define como “sabedoria”. Ao final deste itinerário ascético, experimenta-se uma grande serenidade e doçura. Todas as faculdades do homem – inteligência, vontade, afetos – repousam em Deus, conhecido e amado em Cristo.

Também em outras obras, Guilherme fala desta radical vocação ao amor a Deus, que constitui o segredo de uma vida de êxito e feliz, e que ele descreve como um desejo incessante e crescente, inspirado pelo próprio Deus no coração do homem. Em uma meditação, ele diz que o objeto deste amor é o Amor com “A” maiúsculo, isto é, Deus. Ele é quem se translada ao coração de quem ama e o torna apto para recebê-lo. Dá-se até saciar e de tal modo, que a partir desta saciedade, o desejo não diminui nunca. Este torrencial de amor é a plenitude do homem (De contemplando Deo 6, passim, SC 61bis, pp. 79-83).

Chama a atenção o fato de Guilherme, ao falar do amor de Deus, atribuir uma notável importância à dimensão afetiva. No fundo, queridos amigos, nosso coração está feito de carne, e quando amamos a Deus, que é o próprio Amor, como não expressar nesta relação com o Senhor também nossos sentimentos mais humanos, como a ternura, a sensibilidade, a delicadeza? O próprio Senhor, fazendo-se Homem, quis nos amar com um coração de carne!

Segundo Guilherme, o amor tem outra propriedade importante: ilumina a inteligência e permite conhecer melhor e de maneira mais profunda a Deus e, em Deus, as pessoas e os acontecimentos. O acontecimento que procede dos sentidos e da inteligência reduz, ainda que não elimine, a distância entre o sujeito e o objeto, entre o eu e o tu. O amor, no entanto, produz atração e comunhão, até o ponto em que se dá uma transformação e uma assimilação entre o sujeito que ama e o objeto amado. Esta reciprocidade de afeto e de simpatia permite, por sua vez, um conhecimento muito mais profundo que o oferecido somente pela razão. Isso explica uma célebre expressão de Guilherme: “Amor ipse intellectus est” (o amor em si é princípio de conhecimento).

Queridos amigos, nós nos perguntamos: nossa vida não é precisamente assim? Não é verdade que conhecemos realmente somente a quem e aquilo que amamos? Sem uma certa simpatia, não se conhece ninguém nem nada! E isso vale sobretudo no conhecimento de Deus e dos seus mistérios, que superam a capacidade de compreensão da nossa inteligência: Deus é conhecido quando é amado!

Uma síntese do pensamento de Guilherme de Saint-Thierry se encontra em uma longa carta dirigida aos Certosini de Mont-Dieu, a quem realizou uma visita e que queria alentar e consolar. O beneditino Jean Mabillon, já em 1960, deu a esta carta um título significativo: Epistola aurea (Epístola áurea). De fato, os ensinamentos sobre a vida espiritual contidos nela são preciosos para todos os que desejam crescer na comunhão com Deus, na santidade.

Nesse tratado, Guilherme propõe um itinerário em três etapas: É necessário, segundo ele, passar do homem “animal” ao “racional” para chegar ao “espiritual”. O que nosso autor tenta dizer com estas três expressões? No começo, uma pessoa aceita a visão da vida inspirada na fé com um ato de obediência e de confiança. Depois, com um processo de interiorização, no qual razão e vontade desempenham uma grande função, a fé em Cristo é acolhida com profunda convicção e se experimenta uma harmônica correspondência entre o que se crê e se espera e as aspirações mais secretas da alma, nossa razão e nossos afetos. Chega-se, assim, à perfeição da vida espiritual, quando as realidades da fé são fonte de íntima alegria e de comunhão real e gratificante com Deus. Vive-se somente no amor e para o amor.

Guilherme funda este itinerário em uma sólida visão de homem, inspirada nos antigos Padres gregos, sobretudo em Orígenes, os quais, com uma linguagem audaz, haviam ensinado que a vocação do homem é chegar a ser como Deus, que o criou à sua imagem e semelhança. A imagem de Deus presente no homem o conduz à semelhança, isto é, a uma identificação cada vez mais plena entre a própria vontade e a divina. A esta perfeição, que Guilherme chama de “unidade de espírito”, não se chega com o esforço pessoal, ainda que seja sincero e generoso, porque é necessária outra coisa. Esta perfeição é alcançada pela ação do Espírito Santo, que habita a alma e a purifica; absorve e transforma em caridade todo impulso e todo desejo de amor presente no homem. “Há depois outra semelhança a Deus – lemos na Epistola aurea – que já não se chama semelhança, mas unidade de espírito, quando o homem chega a ser um com Deus, um espírito, não somente pela unidade de um idêntico querer, mas por não ser capaz de querer outra coisa. Dessa maneira, o homem merece converter-se não em Deus, mas no que Deus é: o homem se converte pela graça no que Deus é por natureza”

(Epístola áurea 262-263, SC 223, pp. 353-355).

Queridos irmãos e irmãs: este autor, que podemos definir como o “cantor do amor, da caridade”, ensina-nos a agir em nossa vida segundo a opção fundamental, que dá sentido e valor a todas as demais escolhas: amar a Deus e, por esse amor, amar nosso próximo; somente assim poderemos encontrar a verdadeira alegria, antecipação da bem-aventurança eterna. Introduzamo-nos, portanto, na escola dos santos, para aprender a amar de maneira autêntica e total, para entrar neste itinerário do nosso ser. Com uma jovem santa, doutora da Igreja, Teresinha do Menino Jesus, digamos ao Senhor, também nós, que queremos viver de amor.

E concluo precisamente com uma oração da santa: “Ah, divino Jesus, sabes que te amo sim. O Espírito de amor me abrasa em chama ardente; somente enquanto te amo o Pai atraio a mim. Que Ele, em meu coração, eu guarde a vida inteira, tendo a vós, ó Trindade, como prisioneira do meu amor. Viver de amor é dar, dar sempre sem medida, sem reclamar na vida recompensa. Quem ama nunca em pagamento pensa. Ao coração Divino, que é só ternura em jorro, eu tudo já entreguei! Leve e ligeira eu corro, só tendo esta riqueza tão apetecida: viver de amor”.

[No final da audiência, o Papa cumprimentou os peregrinos em vários idiomas. Em português, disse:]

Queridos irmãos e irmãs:


Guilherme de Saint-Thierry, amigo e biógrafo de São Bernardo de Claraval, após ter sido abade em um mosteiro beneditino, decidiu tornar-se cisterciense, dedicando-se à contemplação orante dos mistérios de Deus e à composição de escritos de literatura espiritual. Podemos chamar-lo de o “Cantor do amor, da caridade”. Segundo ele, a força principal que move o espírito humano é o amor. A natureza humana, na sua mais profunda essência, está feita para amar. Porém, o homem só consegue realizar este objetiva, sincera, autêntica e gratuitamente, aprendendo na escola de Deus, que é Amor. A vocação do homem é tornar-se como Deus, que o criou à sua imagem e semelhança. Por sua vez, o amor ilumina a inteligência e permite conhecer melhor e de um modo mais profundo a Deus e, em Deus, as pessoas e os acontecimentos. Assim, nós conhecemos realmente apenas as pessoas e as coisas que amamos. A Deus, conhecemo-lo se o amarmos.


Amados peregrinos de língua portuguesa, uma cordial saudação de boas-vindas para todos. Que a prática do amor a Deus e ao próximo seja o propósito em que encontreis o sentido e o valor para todas as escolhas das vossas vidas. Que Deus abençoe a cada um de vós e vossas famílias! Ide em Paz!

[Tradução: Aline Banchieri.

©Libreria Editrice Vaticana]

La apostasía, el máximo pecado


Judas es el primero de todos los apóstatas. Él creyó en Jesús, y dejándolo todo, le siguió (en Caná «creyeron en Él sus discípulos», Jn 2,11). Pero avanzando el ministerio profético del Maestro, y acrecentándose de día en día el rechazo de los judíos, el fracaso, la persecución y la inminencia de la cruz, abandonó la fe en Jesús y lo entregó a la muerte.

La apostasía es el mal mayor que puede sufrir un hombre. No hay para un cristiano un mal mayor que abandonar la fe católica, apagar la luz y volver a las tinieblas, donde reina el diablo, el Padre de la Mentira. Corruptio optimi pessima. Así lo entendieron los Apóstoles desde el principio:

«Si una vez retirados de las corrupciones del mundo por el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, de nuevo se enredan en ellas y se dejan vencer, su finales se hacen peores que sus principios. Mejor les fuera no haber conocido el camino de la justicia, que después de conocerlo, abandonar los santos preceptos que les fueron dados. En ellos se realiza aquel proverbio verdadero: “se volvió el perro a su vómito, y la cerda, lavada, vuelve a revolcarse en el barro”» (2Pe 2,20-22). De los renegados, herejes y apóstatas, dice San Juan: «muchos se han hecho anticristos… De nosotros han salido, pero no eran de los nuestros» (1Jn 2,18-19).


La apostasía es el más grave de todos los pecados. Santo Tomás entiende la apostasía como el pecado de infidelidad (rechazo de la fe, negarse a creer) en su forma máxima, y señala la raíz de su más profunda maldad:

«La infidelidad como pecado nace de la soberbia, por la que el hombre no somete su entendimiento a las reglas de la fe y a las enseñanzas de los Padres» (STh II-II,10, 1 ad3m). «Todo pecado consiste en la aversión a Dios. Y tanto mayor será un pecado cuanto más separa al hombre de Dios. Ahora bien, la infidelidad es lo que más aleja de Dios… Por tanto, consta claramente que el pecado de infidelidad es el mayor de cuantos pervierten la vida moral» (ib. 10,3). Y la apostasía es la forma extrema y absoluta de la infidelidad (ib. 12, 1 ad3m).

Las mismas consecuencias pésimas de la apostasía ponen de manifiesto el horror de este pecado. Santo Tomás las describe:

«“El justo vive de la fe” [Rm 1,17]. Y así, de igual modo que perdida la vida corporal, todos los miembros y partes del hombre pierden su disposición debida, muerta la vida de justicia, que es por la fe, se produce el desorden de todos los miembros. En la boca, que manifiesta el corazón; en seguida en los ojos, en los medios del movimiento; y por último, en la voluntad, que tiende al mal. De ello se sigue que el apóstata siembra discordia, intentando separar a los otros de la fe, como él se separó» (ib. 12, 1 ad2m).

El fiel cristiano no puede perder la fe sin grave pecado. El hábito mental de la fe, que Dios infunde en la persona por el sacramento del Bautismo, no puede destruirse sin graves pecados del hombre. Dios, por su parte, es fiel a sus propios dones: «los dones y la vocación de Dios son irrevocables» (Rm 11,29). Así lo enseña Trento, citando a San Agustín: «Dios, a los que una vez justificó por su gracia, no los abandona, si antes no es por ellos abandonado» (Dz 1537). Por eso, enseña el concilio Vaticano I, «no es en manera alguna igual la situación de aquellos que por el don celeste de la fe se han adherido a la verdad católica, y la de aquellos que, llevados de opiniones humanas, siguen una religión falsa. Porque los que han recibido la fe bajo el magisterio de la Iglesia no pueden jamás tener causa justa para cambiar o poner en duda esa misma fe» (Dz 3014).

Hubo apóstatas ya en los primeros tiempos de la Iglesia. Como vimos, son aludidos por los apóstoles. Pero los hubo sobre todo con ocasión de las persecuciones, especialmente en la persecución de Decio (249-251). Y a veces fueron muy numerosos estos cristianos lapsi (caídos), que para escapar a la cárcel, al expolio de sus bienes, al exilio, a la degradación social o incluso a la muerte, realizaban actos públicos de idolatría, ofreciendo a los dioses sacrificios (sacrificati), incienso (thurificati) o consiguiendo certificados de idolatría (libelatici). Y en esto ya advertía San Cipriano que «es criminal hacerse pasar por apóstata, aunque interiormente no se haya incurrido en el crimen de la apostasía» (Cta. 31).

La Iglesia asigna a los apóstatas penas máximas, pero los recibe cuando regresan por la penitencia. Siempre la Iglesia vio con horror el máximo pecado de la apostasía, hasta el punto que los montanistas consideraban imperdonables los pecados de apostasía, adulterio y homicidio, y también los novacianos estimaban irremisible, incluso en peligro de muerte, el pecado de la apostasía. Pero ya en esos mismos años, en los que se forma la disciplina eclesiástica de la penitencia, prevalece siempre el convencimiento de que la Iglesia puede y debe perdonar toda clase de pecados, también el de la apostasía (p. ej., Concilio de Cartago, 251). San Clemente de Alejandría (+215) asegura que «para todos los que se convierten a Dios de todo corazón están abiertas las puertas, y el Padre recibe con alegría cordial al hijo que hace verdadera penitencia» (Quis dives 39).

La Iglesia perdona al hijo apóstata que hace verdadera penitencia. Siendo la apostasía el mayor de los pecados, siempre la Iglesia evitó caer en un laxismo que redujera a mínimos la penitencia previa para la reconciliación del apóstata con Dios y con la Iglesia. De hecho, como veremos, las penas canónicas impuestas por los Concilios antiguos a los apóstatas fueron máximas.

Y siguen siendo hoy gravísimas en el Código de la Iglesia las penas canónicas infligidas a los apóstatas. «El apóstata de la fe, el hereje o el cismático incurren en excomunión latæ sententiæ» (c. 1364,1). Y «se han de negar las exequias eclesiásticas, a no ser que antes de la muerte hubieran dado alguna señal de arrepentimiento, 1º a los notoriamente apóstatas, herejes o cismáticos» (c. 1184).

El ateísmo de masas es hoy un fenómeno nuevo en la historia. El concilio Vaticano II advierte que «el ateísmo es uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo» (GS 19a). «La negación de Dios o de la religión no constituyen, como en épocas pasadas, un hecho insólito e individual; hoy día, en efecto, se presentan no rara vez como exigencia del progreso científico y de un cierto humanismo nuevo. En muchas regiones esa negación se encuentra expresada no sólo en niveles filosóficos, sino que inspira ampliamente la literatura, el arte, la interpretación de las ciencias humanas y de la historia y de la misma legislación civil» (ib. 7c). Y eso tanto en el mundo marxista-comunista, más o menos pasado, como en el mundo liberal de Occidente. Pero se da hoy un fenómeno todavía más grave.

La apostasía masiva de bautizados es hoy, paralelamente, un fenómeno nuevo en la historia de la Iglesia; la apostasía, se entiende, explícita o implícita, pública o solamente oculta. El hecho parece indiscutible, pero precisamente porque habitualmente se silencia, debemos afrontarlo aquí directamente. Vamos, pues, derechos al asunto. Imagínense ustedes a un profesor católico de teología –imagínenlo sin miedo, que no les va a pasar nada–, que, en un Seminario o en una Facultad de Teología católica, después de negar la virginidad perpetua de María, los relatos evangélicos de la infancia, los milagros, la expulsión de demonios, la institución de la Eucaristía en la Cena, la condición sacrificial y expiatoria de la Cruz, el sepulcro vacío, las apariciones, la Ascensión y Pentecostés, afirma que Jesús nunca pretendió ser Dios, sino que fue un hombre de fe, que jamás pensó en fundar una Iglesia, etc. Y pregúntense ustedes, si les parece oportuno: ¿estamos ante un hereje o simplemente ante un apóstata de la fe? Y tantos laicos, sacerdotes y religiosos –todos ellos bien ilustrados–, que reciben y asimilan esas enseñanzas ¿han de ser considerados como fieles católicos o más bien como herejes o apóstatas? La pregunta, deben ustedes reconocerlo, tiene su importancia. ¿O no?

José María Iraburu, sacerdote

fonte:reforma o apostasía

Cardeal Giuseppe Siri: 1972 Lettera ai Professori di Liturgia e di Rubriche, nonché di canto dei Seminari









LETTERA DI S. E. IL CARDINALE ARCIVESCOVO


ARCIVESCOVADO DI GENOVA

Pasqua 1972

Ai RR. Professori di Liturgia e di Rubriche,
nonché di canto nei nostri Seminari
e.p.c.
agli altri Superiori e Professori.

OGGETTO DI QUESTA LETTERA
Si deve prendere atto che nel mondo si è determinata una ondata collettiva di spoliazione. Qualche volta si parla di semplificazione, ma il termine non è rispondente alla realtà. Ne è venuto, come generalmente accade dei movimenti umani, una certa infiltrazione nello stesso senso. Questa ha raggiunto anche i Seminari e non mancano giovani che giudicano quanto è esterno e simbolo nella Chiesa e nella sua Liturgia e tenuta, pleonastico, inutile, pesante. Questo giudizio sul quale sto per fare le mie considerazioni è certamente dannoso alla vita spirituale di quelli che lo accolgono e lo riesprimono, perché li mette in situazione di criticare quanto non è ancora, sotto ogni profilo, di loro competenza. Gli atti di orgoglio sono sempre rovinosi per la retta maturazione dei giovani.
Veniamo al «fatto», ossia all’uso che la Chiesa fa di elementi esterni svariati. Il vento che spira contro di essi, se può avere qualche giustificazione in qualche limitato settore, è certamente un vento protestantico, che ha alla base le stesse ragioni per cui un giorno popoli cattolici hanno abbandonato la loro primitiva Fede. La presente lettera ha lo scopo di ristabilire la verità circa gli «elementi esterni e simbolici» avuti dalla Tradizione Apostolica ed Ecclesiastica.

La risposta del Vecchio Testamento
Dell’antico Patto non sopravvivono certo le regole rituali. Ciò è ben noto. Sopravvivono però le regole e le indicazioni «morali». Esse, come ha dichiarato Cristo nel discorso della Montagna, restano intatte e Lui le ha completate.
La solennità del culto del Signore, il rispetto che vi deve essere dimostrato nei gesti e nelle cose, la distinzione che si esige per i sacri ministri, non sono semplicemente leggi rituali, ma regole morali.
Si percorra, a convincersene l’Esodo al c. 12 e nei capitoli 25-30, il Levitico ai cc. 8-9, i Numeri ai cc. 7-8 ed il discorso legislativo detto da Mosé e riportato al capo 12 del Deuteronomio.
Tutto questo viene ribadito e rinforzato nelle rivelazioni fatte da Dio a Davide ed al suo figlio Salomone, a proposito del grande Tempio. di Gerusalemme (II Sam. 7; I Re, 3, 10segg.; 5, 15segg.: 6; 7, 13segg.; 8; 9, 1-9 etc.).
Non è difficile capire una intima ragione delle disposizioni e beneplaciti divini a proposito di elementi esterni: essi dovevano «simboleggiare» e cioè richiamare al popolo verità sacrosante, quali la sudditanza a Dio, il rispetto alle cose di Dio, etc. Tutto assolveva, oltre la ragione pratica immediata, la funzione di «segno».

La risposta del Nuovo Testamento
Cristo ha Lui istituiti i sette Sacramenti (Conc. Trid., Dz. 1601). Ora i Sacramenti sono costituiti da «segni» sensibili. Il Salvatore ha voluto che ogni fatto soprannaturale interno, certo, fosse notificato all’esterno da elementi sensibili. Ha accettato ed applicato un principio. I tre Sinottici ci danno la istituzione e dell’Eucaristia e del Sacrificio Eucaristico (Conc. Trid. Dz. 1751segg), il quale si attua evidentemente attraverso elementi esterni, applicando il principio detto sopra
Lo stesso Salvatore pur poverissimo non ha mai respinto gli onori esterni che gli venivano tributati, specialmente in casa di amici anzi, li ha elogiati (Matt 26, 6segg; Mc 14, 3segg, etc.) ed ha ripreso un ospite che tali onori non gli aveva tributati. Per la istituzione della Eucaristia ha voluto una sala grande, bella, tutta ricoperta di tappeti e cuscini (Mc. 14, 15). Ha voluto per sé un sepolcro nuovo ed illustre; ha circondato di prodigi la prima grande iniziale discesa dello Spirito Santo. Questi fenomeni durarono tutta l’età Apostolica. Anche nel nuovo Testamento Dio ha fatto un largo posto all’elemento umano «che doveva significare», ossia doveva aiutare uomini materiali a vedere realtà soprannaturali, invisibili per gli occhi umani.
Il Vangelo non ci ha lasciato davvero una legge di «spoliazione» e di «denudata miseria».

La necessità permanente ed immediata del «segno»
Noi siamo tenuti per disposizione di natura a raggiungere le realtà esterne alla nostra intelligenza attraverso i sensi, cioè attraverso le cose materiali che, sole, si offrono ai sensi. Si tratta di una legge alla quale non si deroga.
La conseguenza è chiara: tutto ciò che si vuol fare giungere all’intelletto (e ciò significa, coscienza, raziocinio, etc.), deve essere espresso con elementi materiali. La parola ne è il primo mezzo comune.
Cioè: le cose che non possono venire afferrate immediatamente dall’anima intelligente, pena il restare essa nella sua dannosa oscurità, debbono esserle «significate» attraverso elementi sensibili, materiali. A parte ogni astrattismo, vecchio e vieto, questa è la realtà colla quale chi ancora ragiona, deve fare i conti.
La Chiesa porta con sé grandissime cose, che sono per sé oggetto dell’anima e della sua intelligenza. Tutta la realtà del Regno di Dio, tutto il suo tesoro (Matteo 13), tutto il fatto della incarnazione e redenzione, per sé preferito e appartenente come elemento recepito nei fatti umani, al passato anche se divinamente presente, i sacramenti il Sacrificio, i sacramentali: ecco quello che deve rendere presente ai sensi prima che all’intelletto.
Ma c’è altro. Esiste una Gerarchia. Questa è per volere divino necessaria alla Chiesa ed alla salvezza delle anime. E’ di giurisdizione ed é di Ordine. I poteri che il Salvatore ha messo in mano a questa doppia Gerarchia sono incommensurabili. Per Gerarchia di Giurisdizione (Papa e Vescovi) c’è un potere di magistero che è autentico, cioè fatto in nome di Cristo ed in talune condizioni infallibile: per esso la verità è legata a condizioni che si inverano nella realtà terrestre. Ma se il Magistero lo si può udire, il suo valore e la sua colleganza colla azione divina non sono visibili. La stessa Gerarchia ha il potere di giurisdizione; può fare leggi e queste sono già sanzionate da Dio (Matteo 18); può dunque creare la obbligazione grave nell’intimo della coscienze. Per la capacità di Ordine dispone dei Sacramenti. Ciò significa: trasforma le anime, le arricchisce della grazia di Dio. Si tratta di azioni divine.
La Gerarchia di Ordine, che, effettuando un servizio e non una direzione, deve essere necessariamente più numerosa, mentre resta ridotto il numero di quelli che dirigono, comprende i Vescovi, i Preti, i Ministri o Diaconi. I poteri dei Diaconi per quanto ampliati nell’ultimo Concilio non toccano cose sostanziali e necessarie. Basterebbe per i preti richiamare il solo potere di consacrare il pane e il vino.
Tutto quello che procede dalla Gerarchia di Giurisdizione e di Ordine nel proprio livello è divino e soprannaturale, oltrepassa le possibilità umane e create. Tutto questo lo sa chi ha la Fede. Per chi non l’ha ed è fuori, il discorso dovrebbe essere un altro, ma colla stessa conclusione.
Ci si provi a riflettere che cosa sta dietro una assoluzione impartita da un sacerdote od anche dietro una sua semplice benedizione.
La Chiesa porta con sé il «tesoro nascosto nel campo» del quale ha parlato Gesù. Tutto questo non ha che modesti e semplici riscontri esterni. Ecco perché occorre il «segno», ossia tutto quello che è capace di rendere percettibile al popolo, per la sua eterna salvezza, il «tesoro nascosto nel campo». Il ridurre o, peggio, l’abolire gli elementi espressivi esterni, significa togliere la ORDINARIA, ABITUALE, insostituibile cognizione delle cose che debbono restare vive, penetranti, espressive, operanti attraverso il dato esterno. Forse sarebbe meglio dire che si tratterebbe di protestantesimo.
Crediamo sia chiara la necessità del «SEGNO».
Si applichi. La liturgia, lo stato ecclesiastico, la funzione sacerdotale, l’ambiente sacro, hanno bisogno di «SEGNI» inconfondibili, immediati, sempre operanti, facili e di sicuro intendimento.
Ecco perché la Liturgia ha bisogno di vesti, di segni, di strumenti e tanto più incide e rende presente il «mistero» quanto più le azioni e le parole e le cose sono unite armonicamente in una coreografia.
Ecco perché il prete ha bisogno di una veste, che lo qualifichi. Guai il giorno in cui il prete fosse irriconoscibile!
Ecco perché gli uffici diversi e talvolta grandi hanno bisogno di ammenicoli esterni che li indichino nella loro realtà giuridica e soprannaturale. .
In realtà, quando si hanno a significare cose divine, è difficile esagerare. E chi ha ben chiara la sostanza delle cose, deve ammetterlo. Tuttavia nell’assumere le cose esterne si deve tenere per criterio quello di significare a sufficienza, senza arrivare ad effetti negativi dello scopo per cui si agisce. Quanto è certa la necessità del segno, altrettanto va tenuta in conto la opportunità di un adattamento alle circostanze. E questo adattamento alle circostanze e meglio lasciarlo fare alla Madre Chiesa che non gettarlo in balia di furie iconoclaste, anticristiane, ricche di acredine contro tutto ciò che è elevato, bello e solenne.
Storicamente la Chiesa nel costruirsi il «SEGNO ESTERNO» del tesoro che porta con sé, ha potuto subire l’influenza di situazioni ad essa esterne. Ma se questo spiega il criterio di maggiore semplicità essenziale alla quale essa si è ispirata nei documenti degli ultimi dieci anni, non autorizza a rivolte scimmiescamente copiate dalle stanchezze degli uomini, quando sono esauriti da determinate esperienze politiche e sociali.
La Chiesa è un altra cosa. Ma volerla privare del suo «SEGNO ADEGUATO» è volerla negare. Si ascolti la intelligenza ed il cuore non la passione e l’istinto.


2 Aprile 1972

+ Giuseppe Card. Siri
Fonte:http://www.cardinalsiri.it

El letargo de los Guardianes de la Fe - Dietrich von Hildebrand

Cardeal Siri que foi um
grande Apóstolo e defensor
da Fé Católica contra os seus
inimigos.

Este es el primer Capítulo del libro "The devastated Vibeyard", de Dietrich von Hildebrand, versión inglesa del original en alemán "Der verwuestete Weiberg", 1973. Reedición en inglés de "Roman Catholic Books", New York, USA, 1985. Traducción al español de Santiago Zervino.

Una de las enfermedades más horripilantes y difundidas en la Iglesia de hoy es el letargo de los Guardianes de la Fe de la Iglesia. No estoy pensando aquí en aquellos obispos que son miembros de la “quinta columna”, que desean destruir la Iglesia desde adentro, o transformarla en algo completamente diferente. Estoy pensando en los obispos mucho más numerosos que no tienen esas intenciones, pero que no hacen ningún uso de la autoridad cuando es el caso de intervenir contra teólogos o sacerdotes heréticos, o contra prácticas blasfemas de culto público. O cierran los ojos y tratan, al estilo de las avestruces, de ignorar tanto los tristes abusos como los llamados al deber de intervenir, o temen ser atacados por la prensa o los mass-media y difamados como reaccionarios, estrechos de mente o medievales. Temen a los hombres más que a Dios. Se les pueden aplicar las palabras de San Juan Bosco: "El poder de los hombres malos reside en la cobardía de los buenos”.

Es verdad que el letargo de aquellos en posición de autoridad es una enfermedad de nuestros tiempos que está ampliamente difundida fuera de la Iglesia. Se la encuentra entre los padres, los rectores de colegios y universidades, las cabezas de otras numerosas organizaciones, los jueces, los jefes de estado y otros. Pero el hecho de que este mal haya penetrado hasta en la Iglesia es una clara indicación de que la lucha contra el espíritu del mundo ha sido reemplazada por dejarse llevar por el espíritu de los tiempos en nombre del "aggiornamento". Uno se ve forzado a pensar en el pastor que abandona sus rebaños a los lobos cuando reflexiona sobre el letargo de tantos obispos y superiores que, aun siendo ortodoxos ellos mismos, no tienen el coraje de intervenir contra las más flagrantes herejías y abusos de todo tipo tanto en sus diócesis como en sus órdenes.

Pero enfurece aún más el caso de ciertos obispos, que mostrando este letargo hacia los herejes, asumen una actitud rigurosamente autoritaria hacia aquellos creyentes que están luchando por la ortodoxia, ¡haciendo lo que los obispos deberían estar haciendo ellos mismos! Una vez me fue dada a leer una carta escrita por un hombre de alta posición en la Iglesia, dirigida a un grupo que había tomado heroicamente la causa de la verdadera Fe, de la pura, verdadera enseñanza de la Iglesia y del Papa. Ese grupo había vencido la “cobardía de los buenos” de la que hablaba San Juan Bosco, y de ese modo debían constituir la mayor alegría para los obispos. La carta decía: como buenos católicos, ustedes deben hacer una sola cosa: ser obedientes a todas las ordenanzas de su obispo.

Esta concepción de “buenos” católicos es particularmente sorprendente en momentos en que se enfatiza continuamente la mayoría de edad del laico moderno. Pero además es completamente falsa por esta razón: lo que es apropiado en tiempos en que no aparecen herejías en la Iglesia que no sean inmediatamente condenadas por Roma, se vuelve inapropiado y contrario a la conciencia en tiempos en que las herejías sin condenar prosperan dentro de la Iglesia, infectando hasta a ciertos obispos que sin embargo permanecen en sus funciones. ¿Qué hubiera ocurrido si, por ejemplo, en tiempos del arrianismo, en que la mayoría de los obispos eran arrianos, los fieles se hubieran limitado a ser agradables y obedientes a las ordenanzas de esos obispos, en lugar de combatir la herejía? ¿No debe acaso la fidelidad a la verdadera enseñanza de la Iglesia tener prioridad sobre la sumisión al obispo? ¿No es precisamente en virtud de la obediencia a la verdad revelada que recibieron del magisterio de la Iglesia que los fieles ofrecen resistencia a esas herejías? ¿No se supone que los fieles se aflijan cuando desde el púlpito se predican cosas completamente incompatibles con la enseñanza de la Iglesia? ¿O cuanto se mantiene como profesores a teólogos que proclaman que la Iglesia debe aceptar el pluralismo en filosofía y teología, o que no hay supervivencia de la persona después de la muerte, o que niegan que la promiscuidad es un pecado, o inclusive toleran despliegues públicos de inmoralidad, demostrando así una lamentable falta de entendimiento de la hondamente cristiana virtud de la pureza?

La tontería de los herejes es tolerada tanto por sacerdotes como por laicos; los obispos consienten tácitamente el envenenamiento de los fieles. Pero quieren silenciar a los fieles creyentes que toman la causa de la ortodoxia, aquella propia gente que debería de pleno derecho ser la alegría del corazón de los obispos, su consuelo, una fuente de fortaleza para vencer su propio letargo. En cambio de esto, estas gentes son vistas como perturbadoras de la paz. Y en caso de que expresen su celo con alguna falta de tacto o en forma exagerado, hasta son excomulgados. Esto muestra claramente la cobardía que se esconde detrás del fracaso de los obispos en el uso de su autoridad. Porque no tienen nada que temer de los ortodoxos: los ortodoxos no controlan los mass-media ni la prensa; no son los representantes de la opinión pública. Y a causa de su sumisión a la autoridad eclesiástica, los luchadores por la ortodoxia jamás serán agresivos como los así llamados progresistas. Si son reprendidos o disciplinados, sus obispos no corren el riesgo de ser atacados por la prensa liberal y ser difamados como reaccionarios.

Esta falta de los obispos de hacer uso de su autoridad, otorgada por Dios, es tal vez por sus consecuencias prácticas, la peor confusión en la Iglesia de hoy. Porque esta falta no solamente no detiene las enfermedades del espíritu, las herejías, ni tampoco (y esto es mucho peor) la flagrante como insidiosa devastación de la viña del Señor; hasta les da vía libre a esos males. El fracaso del uso de la santa autoridad para proteger la Sagrada Fe lleva necesariamente a la desintegración de la Iglesia.

Aquí, como con la aparición de todos los peligros, debemos decir "principiis obsta" ("detengamos el mal en su Origen"). Cuanto más tiempo se permite al mal desarrollarse, más difícil será erradicarlo. Esto es verdad para la crianza de los niños, para la vida del estado, y en forma especial, para la vida moral del individuo. Pero es verdad en una forma completamente nueva para la intervención de las autoridades eclesiásticas para el bien de los fieles. Como dice Platón, “cuando los males están muy avanzados nunca es agradable eliminarlos”.

Nada es más erróneo que imaginar que muchas cosas deben ser autorizadas a irrumpir y llegar a su peor punto y que uno debería esperar pacientemente que se hundan por su propio peso. Esta teoría puede ser correcta a veces respecto a los jóvenes que atraviesan la pubertad, pero es completamente falsa en cuestiones referentes al bonum commune (el bien común). Esta falsa teoría es especialmente peligrosa cuando se aplica al bonum commnune de la Santa Iglesia, que involucra blasfemias en el culto público y herejías que, si no son condenadas, continúan envenenando incontables almas. Aquí es incorrecto aplicar la parábola del trigo y la cizaña.
fonte:una voce argentina

El letargo de los Guardianes de la Fe - Dietrich von Hildebrand



Este es el primer Capítulo del libro "The devastated Vibeyard", de Dietrich von Hildebrand, versión inglesa del original en alemán "Der verwuestete Weiberg", 1973. Reedición en inglés de "Roman Catholic Books", New York, USA, 1985. Traducción al español de Santiago Zervino.

Una de las enfermedades más horripilantes y difundidas en la Iglesia de hoy es el letargo de los Guardianes de la Fe de la Iglesia. No estoy pensando aquí en aquellos obispos que son miembros de la “quinta columna”, que desean destruir la Iglesia desde adentro, o transformarla en algo completamente diferente. Estoy pensando en los obispos mucho más numerosos que no tienen esas intenciones, pero que no hacen ningún uso de la autoridad cuando es el caso de intervenir contra teólogos o sacerdotes heréticos, o contra prácticas blasfemas de culto público. O cierran los ojos y tratan, al estilo de las avestruces, de ignorar tanto los tristes abusos como los llamados al deber de intervenir, o temen ser atacados por la prensa o los mass-media y difamados como reaccionarios, estrechos de mente o medievales. Temen a los hombres más que a Dios. Se les pueden aplicar las palabras de San Juan Bosco: "El poder de los hombres malos reside en la cobardía de los buenos”.

Es verdad que el letargo de aquellos en posición de autoridad es una enfermedad de nuestros tiempos que está ampliamente difundida fuera de la Iglesia. Se la encuentra entre los padres, los rectores de colegios y universidades, las cabezas de otras numerosas organizaciones, los jueces, los jefes de estado y otros. Pero el hecho de que este mal haya penetrado hasta en la Iglesia es una clara indicación de que la lucha contra el espíritu del mundo ha sido reemplazada por dejarse llevar por el espíritu de los tiempos en nombre del "aggiornamento". Uno se ve forzado a pensar en el pastor que abandona sus rebaños a los lobos cuando reflexiona sobre el letargo de tantos obispos y superiores que, aun siendo ortodoxos ellos mismos, no tienen el coraje de intervenir contra las más flagrantes herejías y abusos de todo tipo tanto en sus diócesis como en sus órdenes.

Pero enfurece aún más el caso de ciertos obispos, que mostrando este letargo hacia los herejes, asumen una actitud rigurosamente autoritaria hacia aquellos creyentes que están luchando por la ortodoxia, ¡haciendo lo que los obispos deberían estar haciendo ellos mismos! Una vez me fue dada a leer una carta escrita por un hombre de alta posición en la Iglesia, dirigida a un grupo que había tomado heroicamente la causa de la verdadera Fe, de la pura, verdadera enseñanza de la Iglesia y del Papa. Ese grupo había vencido la “cobardía de los buenos” de la que hablaba San Juan Bosco, y de ese modo debían constituir la mayor alegría para los obispos. La carta decía: como buenos católicos, ustedes deben hacer una sola cosa: ser obedientes a todas las ordenanzas de su obispo.

Esta concepción de “buenos” católicos es particularmente sorprendente en momentos en que se enfatiza continuamente la mayoría de edad del laico moderno. Pero además es completamente falsa por esta razón: lo que es apropiado en tiempos en que no aparecen herejías en la Iglesia que no sean inmediatamente condenadas por Roma, se vuelve inapropiado y contrario a la conciencia en tiempos en que las herejías sin condenar prosperan dentro de la Iglesia, infectando hasta a ciertos obispos que sin embargo permanecen en sus funciones. ¿Qué hubiera ocurrido si, por ejemplo, en tiempos del arrianismo, en que la mayoría de los obispos eran arrianos, los fieles se hubieran limitado a ser agradables y obedientes a las ordenanzas de esos obispos, en lugar de combatir la herejía? ¿No debe acaso la fidelidad a la verdadera enseñanza de la Iglesia tener prioridad sobre la sumisión al obispo? ¿No es precisamente en virtud de la obediencia a la verdad revelada que recibieron del magisterio de la Iglesia que los fieles ofrecen resistencia a esas herejías? ¿No se supone que los fieles se aflijan cuando desde el púlpito se predican cosas completamente incompatibles con la enseñanza de la Iglesia? ¿O cuanto se mantiene como profesores a teólogos que proclaman que la Iglesia debe aceptar el pluralismo en filosofía y teología, o que no hay supervivencia de la persona después de la muerte, o que niegan que la promiscuidad es un pecado, o inclusive toleran despliegues públicos de inmoralidad, demostrando así una lamentable falta de entendimiento de la hondamente cristiana virtud de la pureza?

La tontería de los herejes es tolerada tanto por sacerdotes como por laicos; los obispos consienten tácitamente el envenenamiento de los fieles. Pero quieren silenciar a los fieles creyentes que toman la causa de la ortodoxia, aquella propia gente que debería de pleno derecho ser la alegría del corazón de los obispos, su consuelo, una fuente de fortaleza para vencer su propio letargo. En cambio de esto, estas gentes son vistas como perturbadoras de la paz. Y en caso de que expresen su celo con alguna falta de tacto o en forma exagerado, hasta son excomulgados. Esto muestra claramente la cobardía que se esconde detrás del fracaso de los obispos en el uso de su autoridad. Porque no tienen nada que temer de los ortodoxos: los ortodoxos no controlan los mass-media ni la prensa; no son los representantes de la opinión pública. Y a causa de su sumisión a la autoridad eclesiástica, los luchadores por la ortodoxia jamás serán agresivos como los así llamados progresistas. Si son reprendidos o disciplinados, sus obispos no corren el riesgo de ser atacados por la prensa liberal y ser difamados como reaccionarios.

Esta falta de los obispos de hacer uso de su autoridad, otorgada por Dios, es tal vez por sus consecuencias prácticas, la peor confusión en la Iglesia de hoy. Porque esta falta no solamente no detiene las enfermedades del espíritu, las herejías, ni tampoco (y esto es mucho peor) la flagrante como insidiosa devastación de la viña del Señor; hasta les da vía libre a esos males. El fracaso del uso de la santa autoridad para proteger la Sagrada Fe lleva necesariamente a la desintegración de la Iglesia.

Aquí, como con la aparición de todos los peligros, debemos decir "principiis obsta" ("detengamos el mal en su Origen"). Cuanto más tiempo se permite al mal desarrollarse, más difícil será erradicarlo. Esto es verdad para la crianza de los niños, para la vida del estado, y en forma especial, para la vida moral del individuo. Pero es verdad en una forma completamente nueva para la intervención de las autoridades eclesiásticas para el bien de los fieles. Como dice Platón, “cuando los males están muy avanzados nunca es agradable eliminarlos”.

Nada es más erróneo que imaginar que muchas cosas deben ser autorizadas a irrumpir y llegar a su peor punto y que uno debería esperar pacientemente que se hundan por su propio peso. Esta teoría puede ser correcta a veces respecto a los jóvenes que atraviesan la pubertad, pero es completamente falsa en cuestiones referentes al bonum commune (el bien común). Esta falsa teoría es especialmente peligrosa cuando se aplica al bonum commnune de la Santa Iglesia, que involucra blasfemias en el culto público y herejías que, si no son condenadas, continúan envenenando incontables almas. Aquí es incorrecto aplicar la parábola del trigo y la cizaña.
fonte:una voce argentina

Comunión en la mano: debería prohibirse - Dietrich von Hildebrand


Debería rechazarse la Comunión en la mano

por Dietrich von Hildebrand:

Este artículo fue publicado el 8 de Noviembre, 1973.


No puede haber duda que la Comunión en la mano es una expresión de la tendencia hacia la desacralización en la Iglesia en general, así como de la irreverencia en aproximarse a la Eucaristía específicamente. El misterio inefable de la presencia corporal de Cristo en la hostia consagrada pide una actitud profundamente reverente. (Tomar el Cuerpo de Cristo en nuestras manos no consagradas – como si fuese un simple pedazo de pan, es algo que en sí es profundamente irreverente y perjudicial para nuestra fe). Tratar este misterio insondable es como si estuviésemos tratando simplemente y nada más que con otro pedazo de pan, algo que hacemos naturalmente todos los días con un simple pan, y hace que sea más difícil el acto de fe en la verdadera presencia corporal de Cristo. Dicho comportamiento hacia la hostia consagrada corroe lentamente nuestra fe en la presencia corporal y alimenta la idea que es únicamente un símbolo de Cristo. Decir que el tomar el pan en nuestras manos aumenta el sentido de la realidad del pan es un argumento absurdo. La realidad del pan no es lo que importa – también es visible para cualquier ateo. Pero el hecho que la hostia es en realidad el Cuerpo de Cristo – el hecho que se ha llevado a cabo la transubstanciación – es el tema que debe enfatizarse.

No son realmente válidos los argumentos sobre la Comunión en la mano basados en que esta práctica se ha encontrado entre los primeros cristianos. Pasan por alto los peligros y lo inadecuado de volver a introducir la práctica hoy en día. El Papa Pío XII habló en términos muy claros e inequívocos en contra de la idea que uno puede volver a introducir hoy en día las costumbres de la época de las catacumbas. Ciertamente, deberíamos tratar de renovar en las almas de los católicos de hoy el espíritu, el fervor y la devoción heroica que se encuentran en la fe de los primeros cristianos y en los muchos mártires entre sus rangos. Pero simplemente adoptar sus costumbres es, de nuevo, algo distinto; las costumbres pueden hoy en día asumir una función completamente nueva y no podemos ni debemos simplemente tratar de re-introducirlas.

En la época de las catacumbas no estaban presentes el peligro de la desacralización y la irreverencia que amenazan hoy en día. El contraste entre el saeculum (secular) y la Santa Iglesia estaba constantemente en las mentes de los cristianos. Así, una costumbre que en esos tiempos ya no estaba en peligro puede constituir un grave peligro pastoral en nuestros días.

Tómese en cuenta cómo consideró San Francisco la extraordinaria dignidad del sacerdote, la cual consiste exactamente en el hecho que se le permite tocar el Cuerpo de Cristo con sus manos consagradas. Dijo San Francisco: “Si llegase a encontrarme al mismo tiempo con un santo del cielo y un pobre sacerdote, primero mostraría mi respeto al sacerdote y rápidamente le besaría sus manos y luego diría: ‘Esperad, San Lorenzo, porque las manos de este hombre tocan la Palabra de la Vida y sobrepasan por mucho todo lo que es humano.’”

Alguien podría decir: pero, ¿no distribuyó San Tarciso la Comunión a pesar que él no era sacerdote? Ciertamente ninguno se escandalizaba por el hecho que tocaba la hostia consagrada con sus manos. Y en una emergencia, se le permite a un laico hoy en día darle la Comunión a los demás.

Pero esta excepción para los casos de emergencia no es algo que implique una falta de respeto al santo Cuerpo de Cristo. Es un privilegio que está justificado por la emergencia – que debería aceptarse con un corazón tembloroso (y debería permanecer como privilegio, reservado únicamente para emergencias).
fonte:una voce argentina

Card. Verdier: María, colaboradora del Sacerdote



María es la dueña y Reina de nuestra casa, propietaria de todo lo que poseemos, la verdadera Superiora. Nos gusta hacerlo todo bajo su mirada y con su bendición.
Le confiamos nuestras oraciones, estudios, proyectos, nuestras alegrías y penas, esperanzas y decepciones.
Si profesamos que en nuestras vidas nada debe escapar de Dios, si debemos ir enteramente a Jesús, queremos que sea a través de María.
¡Oh María! Esta absoluta dependencia ha dado a nuestras vidas encanto, una íntima dulzura, una piedad calurosa, una confianza filial, un profundo placer... ¡Seas, Madre mía, siempre bendecida!
Es necesario que María sea siempre vuestra universal colaboradora, que vuestras oraciones, estudios, reflexiones, proyectos, apostolado, se hagan bajo la mirada y con su bendición maternal.
¡Ah!, felices vosotros si María está siempre a vuestro lado, si su mano os guía, si su Corazón os inspira y os consuela... vuestras vidas serán dulces, puras, sobrenaturales...
Cuando llegando a la iglesia a decid a María: “Madre mía, entra Tú la primera. Quiero rezar contigo en esta casa tuya y mía. Quiero, contigo, vivir mi Sacerdocio”. Y después cuando volváis a casa y abráis la puerta, deteneos una vez más, invitad a María a entrar y decidle: “Oh Madre mía, entra Tú primero, quiero vivir en este hogar contigo, y mortificarme a tu lado... con paciencia..., en pureza y caridad”.
Y, por fin, cuando abráis la puerta de vuestra habitación, deteneros otra vez, invitad a vuestra Madre a pasar delante y decidle: “Aquí, sobre todo, Madre mía, no me dejes solo. Quiero aquí rezar, estudiar, dormir bajo tu mirada, cerca de tu Corazón”.
Sí, buscad con amor filial en María, en su Corazón maternal, el remedio contra vuestro orgullo, contra la dureza de vuestro carácter, contra las reacciones violentas que con frecuencia paralizan vuestro Sacerdocio. Sí, buscad en el Corazón de María, imagen fiel del Corazón de Jesús, la dulce humildad, la caridad, la paciencia, la confianza que no abate, la alegre sumisión a la voluntad de Dios! Sólo me queda deciros brevemente que María debe ser para nosotros, después de Jesús, la primera colaboradora de todas nuestras acciones.
Cardenal Verdier, “A mis sacerdotes”, París 1939
Tomado de la Hoja Auxiliares del Oasis de Cristo Sacerdote

L'8 dicembre S.Messa gregoriana celebrata dal Card. Rodé a Roma


Martedì 8 dicembre alle ore 10.30, presso la chiesa "Santissima Trinità dei Pellegrini", a Roma, il Card. Franc Rodé, Prefetto della Congregazione per gli Istituti di Vita Consacrata e le Società di Vita Apostolica, celebrerà una S.Messa pontificale gregoriana in onore dell'Immacolata Concezione della SS. Vergine Maria.

Per maggiori informazione, è possibile accedere al sito della Parrocchia, cliccando qui:

roma.fssp.it
fonte:messainlatino.it

quinta-feira, 3 de dezembro de 2009

El rito romano antiguo y la secularización - Roberto De Mattei









Palabras, gestos y signos
que han modelado a Europa*

Nos preguntamos si el motu proprio Summorum Pontificum de Benedicto XVI puede ser, y en que sentido, una respuesta al proceso de secularización de la sociedad. Para responder; primero necesitamos una definición de secularización y, entre las muchas, una de los mejores es la hecha en un discurso pronunciado el 23 de febrero del 2002 por Juan Pablo II, diciendo que "lamentablemente a mediados del último milenio comenzó, y desde el siglo XVIII ha se desarrolló especialmente un proceso de secularización que pretendió excluir a Dios y al cristianismo de todas las expresiones de la vida humana. El punto de llegada de este proceso es a menudo el secularismo y el laicismo agnóstico y ateo, que es la absoluta y total exclusión de Dios y de la ley moral natural de todos los ámbitos de la vida humana. Por lo tanto, relega la religión cristiana a la vida privada de cada uno ". De estas palabras de Juan Pablo II emerge en primer lugar, que la secularización es un proceso histórico que comenzó con el humanismo del Renacimiento: se desarrolló con la Ilustración, y que desemboca en el secularismo y el laicismo agnóstico y ateo, típico del Marxismo y de la sociedad posmoderna. El punto de llegada final es la exclusión de Dios y del cristianismo de la esfera pública y la reducción de la religión a un fenómeno puramente individual.

Algunas personas creen que para evitar la lucha contra la secularismo, la Iglesia debe asumir y “bautizar” la secularización. Este concepto acepta la inevitabilidad de la secularización, de hecho, del caracter positivo sobre el desarrollo necesario de la historia. Si, al contrario, se rechaza esta visión histórica y asumimos en cambio un criterio que nos permita evaluar los acontecimientos a la luz de los principios trascendentes, no podemos considerar n sí mismo como “positivo” o “bueno” un hecho histórico. Como los actos humanos, los hechos históricos, que son productos de la libre escogencia racional del ser humano no son neutros o indiferentes: el historiador, y con mayor razón el filósofo y el teólogo de la historia, tiene el deber de juzgar, o sea; de atribuirles el valor positivo o negativo.

La aceptación de la secularización como un hecho histórico inevitablemente conduce a una filosofía y una teología de la secularización. La filosofía de la secularización, implícita en el humanismo pagano, se formó en los círculos de la Ilustración, y es llevada a su consistencia lógica por Gramsci y penetra en la segunda mitad del siglo XX, en la teología protestante (y luego en la católica), con Dietrich Bonhoeffer. La que Bonhoeffer define como la “madurez del mundo” se alcanza con la expulsión de lo sagrado de cada esfera social y la erradicación de las raíces cristianas de la sociedad. Bonhoeffer interpreta la secularización como expresión de un "mundo que se convirtió en adulto", que gracias al acontecimiento liberatorio Cristiano, puede vivir “como si Dios no existiera”, etsi Deus non daretur.

La ilusión es la de realizar un orden "mundanal" fuera del cristianismo, eliminando el enlace vertical y trascendente que constituye la esencia de la religión, ya que ella re-liga el hombre a Dios.

Aristóteles ha definido con razón al hombre como un ser social. Sin embargo, Aristóteles, que no tenía idea de la creación, redujo la sociedad de los hombres a las relaciones con sus semejantes. La primera relación del hombre, lo que hace de él no un ser innmanente ni autosuficiente, sino extroflejo y dependiente, es su relación con Dios. Esa relación se expresa sobretodo en la oración; que hace del hombre no solo un animal social sino un homo religiosus. Pero como Dios se hizo hombre el mismo, para salvar a la humanidad del pecado original, fundó, alrededor del sacrificio de Cristo, la Iglesia, la oración por excelencia del hombre, la única oración que lo redime es aquella oración que el hombre hace con la Iglesia y al interior de la Iglesia. La liturgia es la oración pública de la Iglesia, el acto de culto, no privado; ni de un solo hombre, sino de la comunidad de los bautizados reunidos alrededor del santo sacrificio del altar. La liturgia que allí se celebra no es sólo la transmisión de la palabra de Dios al hombre, y su santificación a través de los sacramentos, esa oración es también y sobre todo un conjunto de formas sensibles que elevan al hombre hacia Dios y lo ayudan a glorificarlo y a rendirle el culto debido.

No hay nada de más antitético a la secularización de la liturgia expresada por el sacrificio de la misa. En ella se completan los misterios de la Pasión, la Resurrección y la Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo, es la perfección de la sacralidad, porque en su persona Dios se da de la forma más grande a la naturaleza humana, indisolublemente unida a El. El punto más sagrado de la misa es la fórmula de consagración, compuesta, como lo recuerda el Concilio de Trento, en parte por las mismas palabras del Señor, en parte por lo que fue aprobado por los apóstoles y en parte de lo que fue establecido devotamente por los santos Pontifices.

“La celebración litúrgica - recordó Juan Pablo II en su Carta a la Congregación para el Culto Divino, el 21 de septiembre de 2001 - es un acto de la Virtud de la Religión, que coherentemente con su naturaleza, debe caracterizarse por un profundo sentido de lo sagrado. En ella "el hombre y la comunidad deben ser conscientes de encontrarse de modo especial frente a Aquel que es tres veces santo y trascendente. Por lo tanto, la actitud necesaria sólo puede ser permeable por la reverencia y el temor que viene del conocimiento de la presencia de la majestad de Dios. No era esto lo que quería expresar Dios al mandar a Moisés que se quitara los zapatos delante de la zarza ardiente?”.

Esta admiración y esta reverencia se expresan principalmente en el idioma del silencio. El silencio, al que le dedicó bellas páginas el cardenal Ratzinger (Introducción al espíritu de la liturgia, Cinisello Balsamo, Edizioni San Paolo, 2007, pp. 203-212) se opone al ruido y expresa la distancia infinita entre el Dios inefable, que no puede ser experimentado en su esencia, y la humilde criatura que, sin él, caeria en la nada. Pero este Dios, adorado en su majestad divina, no es lejano, sino que al contrario es infinitamente cercano; porque se ha dado en Cristo, está presente en el altar en cuerpo, sangre, alma y divinidad. Sólo en la absoluta trascendencia divina se expresa la radical y extrema cercanía de Dios al hombre.

El antiguo rito romano no permite ningún tipo de malentendido: en ello es un sentido inigualable de la trascendencia divina. Ese no es el único rito posible, pero expresa con perfecta claridad que la única eclesiología que puede decirse católica y que cada litúrgia debe expresar.

La dimensión ritual es una dimensión constitutiva del nacimiento y del desarrollo de la sociedad europea y de los primeros siglos. La palabra traditio, en su sentido original, se refiere a la transmisión de los símbola fidei, o las fórmulas verbales, confirmadas por la autoridad eclesiastica, para la profesión pública de fe. La traditio se expresa en la entrega de la verdad, destinada a formar el depositum fidei, pero es también la búsqueda de formas en que estas verdades son transmitidas, la presencia de símbolos y rituales que expresan eficazmente estas verdades. Cada verdad, de hecho, se traduce en una liturgia, de acuerdo con la fórmula de Próspero de Aquitania, la lex orandi, lex credendi (o legem credendi lex statuat supplicandi; De vocatione omnium gentium, 1, 12).
La descripción de la Eucaristía dominical que nos fue dejada por San Justino (Justino, Apologia, 61-62, 65-67) nos da tetimonio ya antes del año 165 de las prácticas rituales de la Iglesia romana “en la cual - como dice San Ireneo – se custodiaba fielmente la tradición heredada de los apóstoles” (Adversus haereses, ii, 3). En este sentido, Europa nace también en torno a una tradición litúrgica. Christopher Dawson señala, no sin razón, que después de la caída del Imperio Romano de Occidente, el orden de la sagrada liturgia se mantuvo intacto en el caos y la liturgia constituyó el principal vínculo de unidad interior de la sociedad.

La liturgia fue al mismo tiempo, el lugar de la tradición y el lugar de la fe, porque en ella la fe y la tradición se reunian y conciliaban. Al Papa Dámaso, elegido obispo de Roma en 366, se le debe la primera exposición del concepto de Petrinitas, como principio de orden jerarquico eclesiástico. Pero, la afirmación de la primacía romana, bajo Dámaso y sus sucesores, se puede decir que va paralela con el orden liturgico romano cuya definitiva configuración llega entre el IV y el VI siglo, culminando en la creación del Liber Sacramentorum de Gregorio Magno. La liturgia damaseno-gregoriana - como lo recuerda Monseñor Klaus Gamber - se fue imponiendo progresivamente en Occidente, y es la que ahora Benedicto XVI da de nuevo a la Iglesia.

Esta liturgia gregoriana, expresada por el antiguo ritual romano nos recuerda, a través de su silencio, sus genuflexiónes, su reverencia, la infinita distancia que separa el cielo de la tierra, nos recuerda que nuestro horizonte no es el horizonte terreno, sino el celeste. Nos recuerda que nada es posible sin el sacrificio y que el don de la vida natural y sobrenatural es un misterio.
No se trata de poner en competencia el antiguo rito con la nueva Misa, promulgada y autorizada por los últimos Papas. Se trata de entender como la restitución de la libertad al antiguo rito; levanta una nueva barrera para el secularismo avanzante.

Este rito abre y cierra todos los 21 concilios ecuménicos de la Iglesia, desde Nicea hasta Vaticano II. Fue celebrado bajo las grandiosas bovedas de San Pedro y en las más humildes y remotas capillas de las extremidades de la tierra, hasta donde quiera que llegó el celo de los misioneros. Fue el centro del culto de todas las órdenes religiosas fundadas en la historia. El esplendor de Cluny y el renacimiento litúrgico de Dom Guéranger, lo envolvieron de majestad y de esplendor. Los mártires de la fe del siglo XX, encontraron en él la fuerza de resistir a sus verdugos. El rito romano constituye hoy, en la intención de Benedicto XVI, una respuesta eficaz al desafío de la secularización.

(©L'Osservatore Romano - 17 de Septiembre de 2008)

fonte: http://secretummeummihi.blogspot.com/