sexta-feira, 21 de maio de 2010

Pocos llaman a conversión y reforma. Les falta esperanza, no la creen posible. Y a veces ni siquiera necesaria. Viene incluso a producirse un cambio profundo en la misma concepción de la Iglesia, pasando del modelo católico, que incluye unas coordenadas mentales y conductuales –dogmas y cánones disciplinares–, a un modelo protestante, sin dogmas ni leyes.

(84) La ley de Cristo –V. los Apóstoles. 1

 

–Un buen pastor suele llevar siempre bastón.
–Y perro, si de verdad procura el bien de su rebaño.
Reforma o apostasía. La anomía generalizada actualmente en la doctrina y en toda la vida cristiana personal y comunitaria es en las Iglesias decadentes una de las causas principales de su ruina. Ya lo he dicho, pero lo repito. Esa gran mayoría de bautizados que creen en unos dogmas sí y en otros no, y que se mantienen durante decenios alejados de la Penitencia y de la Eucaristía, adictos a la anticoncepción, aquellos que enseñan contra la doctrina católica impunemente, tantos sacerdotes que realizan sacrilegios en la Misa, en el sacramento del Perdón… Todo esto es horrible. Pero es un horror que no horroriza, porque cuando una situación se establece de modo generalizado, suele ser vista como normal, o al menos como inevitable. Pocos se alarman. Pocos llaman a conversión y reforma. Les falta esperanza, no la creen posible. Y a veces ni siquiera necesaria. Viene incluso a producirse un cambio profundo en la misma concepción de la Iglesia, pasando del modelo católico, que incluye unas coordenadas mentales y conductuales –dogmas y cánones disciplinares–, a un modelo protestante, sin dogmas ni leyes.
Pero «al principio no fue así» (Mt 19,8). En varios artículos iré recordando la historia de la disciplina apostólica de la Iglesia. Tendré que limitarme, por supuesto, a traer únicamente algunos documentos más significativos. Pero espero que sean suficientes para entender que la anomía eclesial hoy generalizada es inadmisible. Reforma o apostasía. Al principio, y durante muchos siglos, no fue así.
La autoridad de los Apóstoles es ante todo caridad pastoral, amor que guarda a la comunidad cristiana en la verdad, en la unidad y en la santidad. De este modo los Apóstoles son imágenes del Buen Pastor, «que da su vida por sus ovejas» (Jn 10, 11), que las lleva a los buenos pastos de la verdad, que las defiende de los lobos, y que carga con amor sobre sus hombros a la oveja perdida (Lc 15,3-7). Los Apóstoles entendieron perfectamente su autoridad pastoral como un servicio de amor eclesial:
San Pedro exhorta a los presbíteros: «apacentad el rebaño de Dios que os ha confiado, no obligados por fuerza, sino voluntariamente, al modo de Dios. No por sórdido lucro, sino con prontitud de ánimo. No como dominadores de la heredad, sino sirviendo al rebaño de ejemplo (tipoi: iconos, prototipos). Así, al aparecer el Pastor soberano, recibiréis la corona imperecedera de la gloria. Y vosotros, los jóvenes, vivid obedientes a los presbíteros, y todos ceñidos de humildad en el trato mutuo, pues Dios resiste a los soberbios y a los humildes da su gracia» (1Pe 5,1-5).
San Pablo con frecuencia expresa el amor que tiene por los cristianos con términos conmovedores: «os llevo en el corazón… Dios me es testigo de cuánto os amo a todos en las entrañas de Cristo Jesús» (Flp 1,7-8). Su amor le exige a veces corregirles, y lo hace fielmente, aun sabiendo que por eso va a tener que sufrir no poco: «yo de muy buena gana me gastaré y me desgastaré hasta agotarme por vuestra alma, aunque, amándoos con un amor mayor, sea por vosotros menos amado» (2Cor 12,15). El Apóstol tenía de esto una clara conciencia: «si aún buscase yo agradar a los hombres, no podría ser [fiel] servidor de Cristo» (Gál 1,10; cf. 1Tes 2,4).
No voy a insistir en la exposición de estas verdades de la fe porque, aunque sean vividas a veces deficientemente, son hoy entendidas con facilidad por Pastores y fieles. Por el contrario, se ignora con frecuencia que la caridad pastoral lleva a corregir y a castigar, cuando es preciso. Y que si los Pastores no ejercitan suficientemente la exhortación y la corrección, las ovejas se pierden, y el rebaño se dispersa. Sabemos por experiencia que en la Iglesia la anomía lleva a la apostasía.Por eso trataré aquí –en Reforma o apostasía– con especial atención de estas verdades, que hoy son olvidadas y negadas, con gran ruina para las Iglesias.
Cristo manda a los Apóstoles que corrijan a los pecadores públicos, y que les castiguen, en caso extremo con la excomunión, cuando su pecado es grave y persisten en él, arriesgándose a la condenación eterna y dañando a la comunidad cristiana con escándalos de error y de pecado. Recordemos la norma que Cristo da a sus apóstoles. «Si pecase tu hermano contra ti, corrígelo en privado. Si no te escucha, busca una o dos personas más, para que el asunto se decida por la declaración de dos o tres testigos. Si se niega a hacerles caso, comunícalo a la Iglesia, y si tampoco quiere escuchar a la Iglesia, considéralo como gentil o publicano. Yo os aseguro que todo lo que atéis en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desatéis en la tierra, quedará desatado en el cielo» (Mt 18,15-17).
Todo hace pensar que se refiere Cristo en esa norma a un pecado grave, y a un pecado que va más allá de la ofensa personal –que podría ser perdonada sin más «setenta veces siete»–. Se trata de un pecado tan grave que, si no es seguido del arrepentimiento, puede llevar a la excomunión de la Iglesia. Y el amor de Cristo, Buen Pastor, dando esa norma pastoral a sus Apóstoles, pretende dos cosas: que los pecadores contumaces puedan salvarse, al ser fuertemente corregidos, y que la comunidad eclesial no se vea escandalizada e inficcionada por graves errores y culpas.
Los Apóstoles corrigen a los pecadores, llamándolos a conversión. Dejan así que Cristo, el Buen Pastor, obre a través de ellos: «yo reprendo y corrijo a quienes amo» (Apoc 3,20). Los Apóstoles no serían fieles discípulos suyos si no le imitaran en el ejercicio de su ministerio pastoral. «Yo os he dado ejemplo para que vosotros hagáis también como yo he hecho» (Jn 13,15). Son muchos los lugares de la Escritura que muestran como una acción amorosa el ministerio de la corrección, ejercitado por sacerdotes, padres de familia, autoridades civiles y escolares.
«El Señor corrige a quien ama y azota a todo el que recibe por hijo. Soportad la corrección. Dios se porta con vosotros como con hijos. ¿Pues qué hijo hay a quien su padre no corrija? Si Dios no les corrigiera, como lo hace con todos, sería para pensar que sois bastardos y no hijos… Nuestros padres carnales nos corregían, y no por eso dejábamos de respetarlos. Con mayor razón, pues, debemos someternos al Padre de nuestro espíritu para alcanzar la vida…. Dios nos corrige para nuestro bien, para comunicarnos su santidad. Es cierto que ninguna corrección parece por el momento agradable, sino dolorosa; pero al fin produce frutos de paz y de justicia a los que han sido adiestrados por ella» (Heb 12,6-11).

San Pablo, ejemplo máximo de Apóstol fiel, cumplía cuidadosamente este deber suyo de caridad pastoral: «no os escribo esto para avergonzaros, sino para corregiros, como a hijos míos muy queridos» (1Cor 4,14). A veces, según las circunstancias, exhorta y corrige mandando, otras veces rogando: «yo tendría plena libertad en Cristo para ordenarte lo que es justo, pero prefiero apelar a tu caridad» (Fil 8-9). Y a sus colaboradores apostólicos les exhorta a ejercitar este ministerio en favor de la comunidad: «a los que falten, corrígeles delante de todos, para infundir temor a los demás» (1Tim 5,20). «Proclama la Palabra de Dios, insiste con ocasión o sin ella, arguye, corrige, exhorta, con paciencia incansable y con afán de enseñar» (2Tim 4,2). Pero, por supuesto, sólamente es capaz de corregir aquel Pastor que es bien consciente de su autoridad apostólica –o aquel pastor carnal, que tiene muy mal genio y poca paciencia–.
El Apóstol hace una primera advertencia a ciertos corintios rebeldes, olvidados de que ha sido él quien los ha engendrado en Cristo por el Evangelio, y les escribe: «¿qué preferís, que vaya a vosotros con la vara o que vaya con amor y espíritu de mansedumbre?» (1Cor 4,18-21). Más tarde les dice con mayor severidad: «aunque vivimos en la carne, no militamos según la carne; porque las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas por Dios para derribar fortalezas, destruyendo falacias y toda altanería que se levante contra la ciencia de Dios, doblegando todo pensamiento a la obediencia de Cristo, prontos a castigar toda desobediencia y a reduciros a perfecta obediencia» (2Cor 10,3-6). Si persisten en su rebeldía, «cuando otra vez vaya, no perdonaré; puesto que buscáis experimentar que en mí habla Cristo, que no es débil para con vosotros, sino fuerte en vosotros… Os escribo esto ausente, para que, presente, no necesite usar de la autoridad que el Señor me concedió para edificar, y no para destruir» (13,2-10).

Hoy se ejercita pocas veces el ministerio pastoral de la corrección. Y cuando así sucede, los Pastores son «malos padres», y los cristianos «hijos bastardos» (Heb 12,8). Abandonados a los deseos de su corazón, están como «ovejas sin pastor» (Mt 9,36). Si un cristiano no va a Misa, si un teólogo enseña herejías, si un párroco comete sacrilegios… allá ellos. Si se pierden para siempre, si la Iglesia es por ellos herida y arruinada… confiemos en Dios, que es infinitamente misericordioso. Por el contrario, no es ésta la norma de Cristo y de los Apóstoles. Nada tiene que ver esa actitud con las normas de la Iglesia y el ejemplo de los santos.
Pero es normal que la lucha contra el error sea hoy muy insuficiente en la parte mundanizada de la Iglesia, cuando el marco secular está ampliamente afectado por el liberalismo, en el que «hay que respetar todas las ideas»; cuando no se espera el bien común de la verdad natural y revelada, sino de la tolerancia universal, abierta a todo, menos a las convicciones dogmáticas; cuando la buena amistad de la Iglesia con el mundo es pretendida por muchos como un bien supremo; cuando la riqueza engendra soberbia, y generaliza en las sociedades ricas una soberbia hostil a toda corrección autoritativa; cuando no se guarda la verdad ortodoxa en la firme adhesión a la Cruz de Cristo; cuando no pocos Pastores y fieles, afectados de protestantismo y de modernismo, sienten profunda aversión a la ley eclesial, a la autoridad pastoral, a la obediencia, a los dogmas, al Magisterio apostólico.
En un tiempo como éste, no pocos hombres de Iglesia muestran más celo y respeto por la libertad de expresión que por la verdad ortodoxa, y valoran más la tolerancia que la santidad de la comunidad cristiana. Por eso no combaten las actitudes heréticas, cismáticas, sacrílegas, con la eficaz autoridad necesaria. Sólamente así se entiende que en algunas Iglesias locales agonizantes la cizaña del error sea más abundante que el trigo de la verdad. En estas Iglesias los errores doctrinales y las conductas perversas se establecen pacíficamente; en tanto que algunas verdades doctrinales y morales solo son mantenidas por unos pocos con no pocas penalidades martiriales.

El ministerio apostólico de la corrección se inhibe cuando rechaza la Cruz. La corrección es un acto de amor que, buscando el bien del pecador, del hereje, del cismático, enfrenta unas voluntades humanas que en principio están contrarias; es decir, unas voluntades personales que sólo podrán recibir la corrección, doblegándose a la voluntad de Cristo y de sus ministros. Por eso, mientras que la enseñanza o la exhortación pastoral no tienen de suyo por qué ser duras para el oyente –les haga éste más o menos caso–, la corrección, en cambio, es siempre dura para el cristiano carnal, aunque sea hecha con la mayor delicadeza. Eso explica que haya tantos Pastores que son «perros mudos» (Is 56,10). «Todos buscan sus intereses, no los de Jesucristo» (Flp 2,21). «Temen ser excluídos de la sinagoga, porque aman más la gloria de los hombres que la gloria de Dios» (Jn 12,42-43).
Si Dios quiere, más adelante he de recordar la figura de algunos grandes reformadores de la historia de la Iglesia. Pero baste ahora recordar cómo San Benito, por procurar la corrección de una comunidad monástica, sufrió un intento de envenenamiento; San Juan Crisóstomo, por deponer a algunos Obispos de su patriarcado y por tratar de reformar ciertas malas costumbres del clero, del pueblo y de la Corte imperial, murió prácticamente asesinado en el exilio; la reforma intentada contra la simonía por San Gregorio VII, acabó con él en el destierro; en Milán, a San Carlos Borromeo, unos umiliati resistentes a la reforma tridentina, le pegaron un par de tiros… Hay que reconocer que corregir y reformar es tremendamente peligroso. Mucho más tranquila es la vida de aquellos Pastores que permiten herejías, cismas y sacrilegios, bajo capa de benignidad pastoral y de celo por «la paz» (!) y «la unidad» (!) de la Iglesia.
Sin amor a la Cruz, no puede haber ni corrección ni reforma. El sermón sobre los pastores, de San Agustín, denuncia que «hay pastores a quienes les gusta que les llamen pastores, pero que no quieren cumplir con su oficio». De ellos dice el Señor: «¡ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿No son los pastores para apacentar el rebaño?» (Ez 34,2) (Sermón 46,1-2)… Muy grande ha de ser el amor a Jesucristo en un Pastor, para que pueda de verdad apacentar y guardar a sus ovejas: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? –Si, Señor, tú sabes que te amo. –Apacienta mis corderos» (Jn 21,15-17).
José María Iraburu, sacerdote
Indice de Reforma o apostasía