sexta-feira, 7 de março de 2014

Al final de nuestro camino nos vamos a encontrar que lo que nos interpela y nos llama y nos fascina, es precisamente lo divino que hay en todo hombre.


EL HOMBRE INTERIOR

María Toscano / Germán Ancochea



Desnudo el pecho y descalzo entra

El hombre en el mercado. Está cubierto

De barro y polvo, pero ¡como sonríe! Sin recurrir

A poderes místicos hace florecer, en un momento,

Los árboles marchitos. (Cuento Zen)






Atraídos por lo envolvente El protagonista de todos esos procesos que hemos descrito hasta aquí (1), desde Plotino y Proclo, hasta Eckhart y sus sucesores, ha sido el hombre. ¿Quién es ese hombre interior que ha permitido a Eckhart ser Eckhart, a Proclo ser Proclo y a Dionisio ser Dionisio, y, en definitiva, a todos nosotros ser aquello que somos? No hay otra misión en el hombre, no hay otro valor, no hay otra plenitud que alcanzar lo que uno ya es. Estamos llamados a ser lo que somos y por lo tanto toda la vida de interiorización nos va a conducir o nos debe conducir a ser eso que, en el fondo, ya somos; no vamos a conseguir otra cosa fuera de nosotros mismos sino lo que ya somos.
Cuando nos acercamos a esos grandes místicos que nos han fascinado y atraído, tenemos que plantearnos, precisamente, por qué nos han fascinado y por qué nos han atraído. En el fondo nos fascinan y nos atraen porque hay algo en nosotros mismos que refleja lo que ellos son.
El hombre de hoy tiene una verdadera necesidad de interiorización, de profundización. El mundo que tenemos fuera cada día nos atrae más, hay más ruido, nos atrae el consumo, el dinero, el mundo de fuera es un mundo lleno de incitaciones, y de repente, el hombre se siente como desgarrado, dividido entre eso que está fuera y nos atrae, incluso legítimamente nos atrae, y esa otra cosa que hay dentro que nos está interpelando y llamando desde una interioridad que nos cuesta mucho trabajo saber que es exactamente.
El camino de la interioridad, el camino de la contemplación es intentar oír por un instante esas voces que vienen desde dentro del hombre; intentar oír esas voces, unas voces que están veladas, ocultas, pero que nos están instando a que las oigamos, porque de ello depende nuestra felicidad.
El camino hacia dentro es el camino de la búsqueda del "yo", el camino de la búsqueda de uno mismo, del uno mismo que está ahí escondido, del uno mismo que está queriendo ser interpelado pero que está oculto en el fondo, velado, más allá de toda explicación, y ese "uno" es un Él que se convierte en Tu, para permitirme descubrir que es un Yo, y así al final de nuestro camino nos vamos a encontrar que lo que nos interpela y nos llama y nos fascina, es precisamente lo divino que hay en todo hombre. Todos nosotros guardamos una chispa divina, y esa chispa divina siente que se ahoga y que necesita ser oída. El camino de interiorización será intentar la búsqueda de esa chispa que escondida y oculta nos llama y nos interpela; y esta interpelación es para todo hombre.
Cuando hablamos de mística estamos hablando de la necesidad que tiene todo hombre de sentir, de alguna forma, la vivencia de lo envolvente, por el gran misterio; ese misterio interpela al hombre, y nos interpela a todos los hombres. La mística no está reservada a unos pocos, como si la experiencia de Dios no estuviese hecha par el hombre, cualquier hombre tiene derecho a esta experiencia y no sólo tiene derecho, sino que la necesita y la ansía. más aún sin participar de algún modo de esa experiencia corre el serio riesgo de frustrarse como hombre.
Pero esta experiencia, en occidente, se la ha proyectado casi siempre hacia fuera, como si Dios fuese algo ajeno al hombre, cuando en el fondo se trata de un Dios íntimo, donde uno se encuentra a sí mismo, ahí va a encontrar lo divino. Por lo tanto, el camino de la interiorización es un camino al centro, es un camino hacia adentro, es un camino de interioridad, no hacia fuera. ¿Por qué? Porque cuanto más identifique yo mi propio camino con lo que yo soy, encontraré en el fondo de lo que yo soy, lo que estoy buscando, que es a Él. "Él" que es el nombre de Dios, último, definitivo, que no sabemos bien lo que significa pero presentimos que hay algo cuando decimos: Él. Él se yo y yo soy Tú y Tú eres Yo, y ahí es dónde el hombre se encuentra con la divinidad.

Más allá de la ascética Cuando emprendemos el camino de la interiorización, tendemos a detenernos en la parte de la ascética: hay que limpiar, hay que purificar, y hemos perdido tanto tiempo purificándonos, hemos perdido tanto tiempo en la penitencia, que nos hemos olvidado del motivo. Es como cuando se invita a alguien importante a casa y se está todo el día arreglado la casa, pero haciendo tanto hincapié en la preparación (la limpieza, la purificación, la ascética, el pecado) acabamos olvidándonos del invitado. Él llama a la puerta y no le oímos porque estamos enfrascados en el ruido de la aspiradora. Ha llegado el momento de que nos olvidemos un poco de tanta limpieza. Nosotros no hemos e perder el tiempo continuamente en purificarnos, nosotros no podemos perder el tiempo en la penitencia, porque si estamos todo el tiempo limpiando la casa y llegan las once de la noche y el invitado no ha venido, hemos perdido el fin de la invitación. No es que no sea imprescindible la limpieza para la vida espiritual, pero no es el fin de la vida espiritual (2). Dios o el misterio, o como lo queramos llamar, esa última esencia de la realidad nos ama mucho antes de habernos purificado, no nos ama porque seamos limpios, nos ama gratuitamente: «Desde el seno materno me llamó; desde las entrañas de mi madre recordó mi nombre» (Isaias 49:1)
Nuestra vida está hecha para buscar la presencia del invitado, la vida espiritual no es más que la búsqueda de la presencia de lo envolvente. Y esa pura presencia ya es purificadora, si alguna vez alcanzáramos de verdad llevar a nuestra mesa el "invitado", su sola presencia purificaría todo lo demás. Por eso, a veces, es nuestra espiritualidad tan pobre, porque se limita a hacernos luchar, continuamente, contra el pecado, contra la suciedad. Y está claro que si uno invita a alguien tiene interés en que encuentre lo mejor posible la mesa, es obvio para las personas que se sienten atraídas por la invitación que traten de buscar la limpieza, pero no como fin, sino como medio. La purificación a la que nos lleva la ascesis es un medio para el fin, y el fin es la presencia de lo envolvente, la presencia de lo último, es Dios mismo quien queremos que esté allí, no pasarnos la vida luchando con nuestras imperfecciones, nuestras pequeñeces, nuestra falta de limpieza, nuestra opacidad; está claro que somos opacos, está claro que a veces no estamos limpios, pero todo eso es previo al encuentro, y hay que darle la importancia que tiene. La purificación está en todas las religiones de todos los pueblos de la Tierra, todo hombre sabe que la presencia de Dios por sí misma abrasa, limpia, quema, ella sola limpia todo lo demás. Es verdad que se necesita la predisposición para el encuentro, pero el encuentro mismo es purificador, es lo que se llama en la tradición clásica de nuestra mística, la purificación pasiva, ¡que más purificación que estar en la presencia del Amado!
El camino es a la vez viaje y fin, pero en la medida en que en cada instante del viaje se convierta en el encuentro con el Amado, si no hay encuentro con la Presencia, mi viaje espiritual no vale para nada. No vale nada si uno lucha con sus defectos y al final no encuentra la presencia de lo que está buscando. Solamente tengo que luchar contra mis defectos para que no me obnubile la vista ante la presencia del Amado, una vez que estoy delante de Él todo se borra.
Por eso, una primera actitud que uno descubre en los grandes místicos, es su actitud de predisposición al encuentro, indudablemente limpia, honesta, como base, pero no como fin. la predisposición última de la vida espiritual es el sentimiento profundo de una presencia incognoscible, incomprensible, inaprensible y cuando uno nota y vislumbra la presencia, puede decir que está empezando a entender que es esto del viaje o del camino espiritual.
También el cuerpo que somos forma parte de nuestra vida contemplativa. De hecho, cuando una persona inicia una vida de oración, inicia una vida contemplativa, el cuerpo entero parece que va cambiando y se va habituando y hasta se producen cambios fisiológicos. La persona que ora normalmente tiene un cuerpo flexible, atractivo, acogedor. Los cuerpos rígidos, duros, repelen hacia fuera porque el hombre se está defendiendo y no está acogiendo. La oración siempre hace que un cuerpo sea atractivo, aunque no cumpla ninguna de las reglas de la estética, porque la oración cambia los hábitos del hombre y cambia hasta la fisionomía, un hombre que ora, un hombre contemplativo acaba teniendo un cuerpo de contemplativo, porque el cuerpo es parte de la contemplación. El cuerpo forma parte de nuestra integridad y de nuestra integridad espiritual, somos un todo espiritual.
Toda nuestra creación está gimiendo con dolores de parto (3), pero aunque gimamos con dolores de parto sabemos que un parto siempre acaba dando a luz al algo que es la vida. Y mientras gimamos tenemos que preparar el cuerpo para el cuerpo glorioso, que es en definitiva para lo que estamos llamados a ser.

El silencio El silencio. Purificación, cuerpo, silencio. El silencio es condición sine qua non de la vida interior: «Tu cuando ores entra en tu cuarto y después de cerrar la puerta ora a tu Padre que está allí en lo secreto» (Mt. VI,6)
El silencio tiene muchos grados, muchas formas, muchas actitudes. En la mística, se empieza por lo que se llama el silencio de los sentidos. El silencio físico es el primero, el silencio como punto de encuentro con lo divino. El silencio como punto de encuentro con algo que no se deja oír, porque no le dejamos que se manifieste.
El siguiente silencio es mucho más costoso, mucho más problemático, mucho más difícil: el silencio mental o psíquico. Vivimos desgarrados existencialmente, vivimos desgarrados por el sufrimiento, por la incomprensible presencia del mal en la vida del hombre. Vivimos desgarrados por los deseos. Por tantas cosas que gritan llamando nuestra atención para ser deseadas. Vivimos desgarrados por nuestros miedos, que se alzan vociferantes para detener nuestros pasos. Y todo eso genera ruido, un ruido que nos impide oír y que nos impide enfrentarnos con una realidad que está llamando a la puerta, pero que no oímos. Segundo momento de silencio: el silencio psíquico, este cuesta más trabajo que el anterior. Este es el que aparece imprescindible en todas las culturas contemplativas.
Para la vida espiritual es necesario el sentido de la «epogé» del que hablaba Husserl en la filosofía existencia, es decir, el poner entre paréntesis. Y lo que debe ser puesto entre paréntesis, en este caso, es mi yo entero. Y el silencio es el paréntesis que encierra mi yo.
Esa epogé sirve para encontrarme con mi propia desnudez. La desnudez espiritual es absolutamente imprescindible, aquello que llevó a Francisco de Asís a quedarse desnudo en la plaza delante del obispo y decir "en este instante empieza mi camino espiritual", y con esto significo que no hay nada que me ate", ese acto de desnudez es un acto fundamental en la vida para poder avanzar hacia el fondo de lo divino. La desnudez espiritual es absolutamente previa a toda otra cosa, necesitamos desnudarnos, quitarnos todas las capas que tenemos encima y eso, que no es nada fácil, forma parte íntegra del silencio. Desnudez del éxito, de la vida, del que dirán, de lo que opinan los demás. Desnudez de mis propios apegos, es decir, de aquello que me gusta, de aquello que quiero, de aquello que me ata. En el fondo nos encantan las ataduras, estar atado a lo hondo de la caverna es muy confortable, estar atado a lo terreno, a la tierra, a lo físico, da mucha seguridad y la vida espiritual es riesgo; y la vida espiritual es, con frecuencia, frío y desconcierto. ¿Por qué supo Abraham que era Dios quien le hablaba? Porque no sabía adonde iba, porque aquello que Dios le pedía era una locura, por eso sabía Abraham que era verdadero. ¡Sal de tu tierra y deja todo y vete! ¿A dónde? No se sabe.
La vida espiritual es pura fascinación, pura locura, no saber a dónde se va, y cuanto menos sepamos a dónde vamos, y cuanto menos trillado sea el camino, más seguros estamos de que es verdadero. El camino espiritual es riesgo, es desnudez, es simplicidad. La simplicidad consiste en desprenderse del yo, de todo lo que es múltiple, de todo lo que no es el Uno. Lo que Dios quiere es la pureza del corazón del hombre. No hay más sacrificio que un corazón puro, es decir, desnudo, sin ataduras, completamente entregado a una Realidad que se le escapa, que reside en la oscuridad que está al fondo del camino espiritual, que encierra aquella Tiniebla Luminosa de la que hablaba Dionisio. Precisamente en la tiniebla, en esa tiniebla oscura, en esa densidad se oculta lo que nosotros vamos buscando.

De la nada a la Nada Por eso la contemplación, el camino espiritual, es un camino de la nada a la Nada, y de la oscuridad a la Oscuridad. Por eso, a veces, la misericordia de Dios, en medio de esa lucha por la vida espiritual, de ese miedo, de ese pavor, nos proporciona consuelos espirituales que son como descansillos en el camino. Si uno está atento se dará cuenta –en definitiva el camino espiritual no es más que un permanente afinamiento del «ojo del corazón» para aprender a «darse cuenta»– , se dará cuenta de que la vida está llena de regalos, aparentemente muy pequeños, pero que permiten descansar, intuir, paladear por anticipado. Eso que llamaban en la mística clásica: las consolaciones. Las consolaciones están ahí, son absolutamente necesarias porque somos débiles, no podemos avanzar sin ellas, pero son gratuitas, Dios regala el consuelo cuando quiere, a quien quiere, donde quiere. No se puede vivir la vida espiritual en una exaltación continua, no se puede pensar que la vida espiritual es puro júbilo espiritual. Los místicos lo han experimentado pero es el final de un largo proceso, mientras tanto, hay que vislumbrar el objeto, que en el fondo es la plenitud humana; esa plenitud, esa totalidad, se hace presente en un instante en nuestra vida, y a ese instante le llamamos iluminación.
Podemos darle muchos sentidos a la palabra iluminación. Cuando uno inicia el camino de la meditación, de la purificación, del olvido de sí mismo, de la desnudez, empieza a tener pequeños flashes, de repente hay algo que se ilumina, ves algo. ¿Qué es lo que ves? Ves la realidad de una manera nueva y dura un segundo, luego quieres volver a repetir la experiencia y eres incapaz, como esos sueños que por la mañana están recientes y cuando los vas a atrapar ya se han escapado, no hay sueño que uno pueda retener. Pues con esta iluminación pasa igual, el hombre que inicia la vida espiritual, el hombre que inicia el camino, se encuentra de repente con pequeños destellos, con una luz interior que le ilumina y le hace ver que hay una cierta certidumbre profunda.
Hay otro tipo de iluminación. En la espiritualidad orienta, la luz forma parte de la vida espiritual de sus santos, tanto es que se dice que sus santos son ¡santos iluminados!. Esto tiene mucho que ver con la forma en que uno vive su propia espiritualidad. Para un santo oriental, la luz, sale del cuerpo, es un cuerpo luminoso porque la santidad es una realidad objetiva en el hombre; la santidad no es una cosa ajena al ser humano, la santidad es algo que está en la propia naturaleza del ser humano en tanto en cuanto por este camino se acerca a la única y verdadera santidad que es el Uno que está detrás del camino. Los santos orientales hablan de iluminación como iluminación física, como una iluminación real; cuando a un santo se le pinta con una aureola, es la forma popular que hemos tenido de decir que irradiaba santidad. Los santos irradian, se les ve, porque han alcanzado una plenitud tal que su cuerpo se vuelve traslúcido, dicen los hesicastas.
El hesicasmo es una forma de oración espiritual que consiste, fundamentalmente, en vivir continuamente la presencia de Dios repitiendo el nombre divino. Grandes místicos orientales viven continuamente la presencia de Dios, simplemente repitiendo el nombre de Dios durante todo el día. Esta oración, que se llama la "oración de Jesús", consiste en la repetición continua de un nombre hasta que se convierte en melodía. Eso que llama San Juan de la Cruz: La música callada; «mi amado las montañas, los valles solitarios nemorosos, las ínsulas extrañas, la música callada». Esa es la presencia del Amado, una presencia sutil, pequeña, que va formando parte de tu respiración y de tu vida, todo el día, y toda la noche, porque cuantas veces en la vida de estos místicos, se levantan y no son capaces de dormir porque repiten continuamente el nombre, o, mejor dicho, el nombre se repite en ellos. Y ese nombre se va entrando en la vida del hombre, y ese nombre pasa a formar parte de su luminosidad. La luz de los santos, lo que ellos llaman luz cósmica, es luz real, se ve.
¿Qué papel juega, en el impulso contemplativo, el amor? "Dios es amor" (1Jn IV,16) y si Dios es el/lo único que en realidad es, el Amor es lo único que en realidad existe y, por tanto, parafraseando el citado discurso de Pablo en el Areópago «en Él (el Amor) vivimos, nos movemos y existimos». El amor es el origen de nuestra existencia, el medio en que se desenvuelve, la energía que la mantiene, la atracción que nos pone en marcha en el camino de retorno, y el punto final de ese camino.
Y cuando el impulso amoroso nace en el hombre ¿qué es lo primero a lo que impulsa? Lo primero a lo que impulsa el amor es a romper los límites; el amor lo que intenta, precisamente, es que ese yo pequeño rompa los límites y alcance un amor ilimitado, no sin sufrimiento –el amor es una de las experiencias humanas más duras, profundas y comprometidas- cuando uno rompe sus propios límites siente el abismo de la divinidad. Dios es abismo, Dios es profundidad, Dios es totalidad, y el hombre, de repente, se encuentra perdido en esa totalidad.
El impulso contemplativo, nace de una necesidad de plenitud que está dentro de la naturaleza humana, no es algo añadido a la naturaleza. El amor es el gran suplicante, el amor es lo que te hace ver la distancia enorme que existe entre ese yo pequeño que nosotros somos (ese yo limitado, ese ser lleno de debilidad, de pequeñez, de límites, límites mentales, límites intelectuales, límites físicos contra los que chocamos continuamente) y la infinitud del Amado.
El propio desgarro que sufre el yo del hombre, respecto a ese otro Yo que le está esperando, es un desgarro total, es una lucha entre mi pequeñez y Su grandeza. Es precisamente esa grandeza, algo que se presenta fuera y a la vez dentro, lo que me hace ver mi propia precariedad. Es esa sensación de precariedad la que inicia la plegaria. La plegaria nace de la sensación que tiene el hombre de la pequeñez, ante lo grande de la divinidad, ante lo inmenso de la divinidad, ante algo que me sobrepasa y sin embargo me ama y me atrae. "... porque también somos de su linaje" (Hech XVII, 20)
Esa lucha entre la pequeñez y la grandeza es lo que le hace a Pablo decir: "cuando soy débil es precisamente cuando soy fuerte" (2Co XII, 10), porque a la debilidad no le queda más salida que la entrega y la entrega produce la unión y la unión lleva a la fusión que le hace al hombre exclamar: «El Padre y yo somos uno» (Jn x,30)

El noble viajero «Un hombre noble partió hacia un país lejano a fin de conseguir un reino y volvió luego» (Lc XIX, 12) La vida contemplativa culmina en el hombre con una ampliación de la conciencia. La conciencia rompe sus limites, y de repente, el contemplativo percibe mucho más allá que la gente normal. Nosotros mismos somos los que le ponemos limites a nuestra conciencia de la realidad, pero, ¿qué ocurre con la contemplación? Que la contemplación al ir derribando todos los muros, al ir rompiendo los limites, hace que la conciencia emerja y aparezca una conciencia totalizante, unificadora, el hombre integro, el hombre integrado.
El final de toda vida contemplativa es que el hombre acaba siendo una conciencia integrada, integrada consigo mismo, integrada con el cosmos y con el misterio de Dios. Raimon Panikkar suele citar un dicho indio que afirma que cuando un gong está bien templado no importa donde le des el golpe, siempre emitirá un sonido armónico. Una persona integrada no importa dónde reciba los golpes siempre emitirá armonía, necesitamos forjarnos, y eso es la vida espiritual. Forjarnos para llegar a una conciencia tan integrada que nuestro centro constituya el centro de una realidad inamovible.
Para el hombre centrado, el hombre de la conciencia cósmica, el hombre que ha alcanzado en la meditación una situación de realidad tal que le permite volver al centro, no hay problema vital, por terrible que sea, que le impida recuperar su centro una y otra vez. Por eso la conciencia de meditación es una conciencia integradora. ¿Qué prueba tenemos de que hemos llegado a esto? Una cosa clásica, sobre todo en nuestra cultura cristiana: las obras.
Dice el Maestro Eckhart: «Si el hombre se hallara en un arrobamiento tal como San Pablo y supiera de un hombre enfermo que necesitara de él una sopita yo consideraría mucho mejor que tú, por amor, renunciaras (al arrobamiento) y socorrieras al necesitado con un amor más grande».
Todos los místicos acaban en la cotidianeidad. Igual que en el Zen el hombre, después de haber encontrado el buey, símbolo de su búsqueda espiritual, vuelve al mercado. Ellos con una conciencia expandida, con una conciencia sin límites, con una conciencia de cristificación total, acaban haciendo bien lo que tienen que hacer a diario, convirtiendo cada acto cotidiano en un acto Creador. ¿Dónde se nota que un hombre es íntegro? En la vida de diario, ¿dónde se nota que la conciencia integradora ha hecho de ti un hombre luminoso? En la obra de cada día. ¿Dónde reconoce uno que está en el camino que tiene que estar? Cuando hace bien lo que tiene que hacer a diario luminosamente, libremente, radiante. Un santo siempre irradia. La santidad consiste en vivir con transparencia una vida que me lleve a la presencia del Amado. No hace falta ir a ningún sitio raro, no hace falta hacer nada extraño, sino emprender un camino de interioridad, un camino hacia dentro. Hacia «tu Padre que está en lo secreto» (Mt. VI,6)
Es verdad que el camino de interioridad está lleno de dificultades, como hemos dicho, que a veces uno tiene frío, que tiene desolación, que tiene miedo, que tiene pavor, que se encuentra inseguro; pero si uno no corre esos riesgos de la frialdad, de la soledad, de la inseguridad, no merece la pena vivir, porque uno viviría siempre en la capa externa del hombre, en la superficie de la realidad, el hombre tiene que abrir los límites a lo ignoto, a lo desconocido, a lo pavoroso. Dios tiene todos esos rostros. Cuando uno tiene una experiencia profunda de Dios, se da cuenta que es siempre una experiencia ambivalente, porque en definitiva Dios se nos escapa por todas partes. Y como se nos escapa, percibimos en ese instante lo que nosotros estamos preparados para recibir. Dios es siempre el mismo, pero nosotros no.
Cada uno de nosotros, va a ir percibiendo de Dios el rostro que en ese instante esté preparado para percibir. Por eso Dios se presenta como atrayente y como repulsivo. Como algo que te atrae y algo que te fascina pero también como algo que te da miedo. Dios, a veces, aparece como algo inalcanzable, demasiado grande para ser percibido, demasiado pavoroso. Pertenecemos a una tradición en la que se han empeñado en mostrarnos el aspecto justiciero de Dios, como si justiciero quisiese decir vengativo. Pero justiciero significa que pone cada cosa en su sitio; es verdad que a veces el que pongan cada cosa en su sitio es doloroso. Como vivimos llenos de trampas espirituales, nos gustaría que esas trampas se las creyera hasta Dios mismo y entonces a Dios lo tendríamos un poco entrampado. Dios es justiciero cuando nos quita las trampas y coloca en nuestra vida interior cada cosa en su sitio, eso es siempre doloroso, pero es siempre bueno porque nos coloca en nuestro propio ser.
El sufismo nos recuerda que de los 99 nombres don los que se invoca a Dios en el Islam sólo uno se refiere a su aspecto justiciero. Si es verdad que Dios es justiciero, es, por encima de todo profundamente misericordioso. «Superexultat misericordia juditio», la misericordia se ríe del juicio. La misericordia y la bondad de Dios son tan grandes que junto a su justicia hacen que nosotros percibamos de Él aquel aspecto que necesitamos en cada momento de nuestra vida espiritual. Si a veces desde un punto de vista externo nos van mal las cosas, hemos de pensar que esa cosa que nos está pasando tiene un sentido espiritual profundo, Dios siempre habla a través de los signos. Y, al final del camino, ¡Todo es Gracia!
¿Cuáles son las características del mundo interior? Después de haber emprendido este camino de soledad, de frío, de pavor, de apertura, ¿a dónde nos lleva? Para empezar, todo en la vida interior del hombre se nos vuelve, de repente, cargado de significado. Hay un momento en la vida espiritual en que uno entra en un mundo donde todo se convierte en signo. Por eso es tan importante durante el camino abrir bien los ojos y destapar los oídos, porque los ojos del espíritu y los oídos necesitan estar abiertos pues si los tenemos cerrados los signos pasaran delante de nosotros y no los veremos. Hace falta estar atento a los signos.
«Benedictus qui venit un nomine Domini» (Mt. XXI,9), ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!, ¿Qué viene en nombre del Señor? Cualquier cosa, un nombre, una palabra, un acontecimiento, una desgracia, una gran alegría, todo eso viene en nombre del Señor. Dios nos habla siempre a través de signos y si tenemos el oído y el ojo abiertos veremos qué cantidad de signos hay a nuestro alrededor.
La vida espiritual es significativa, por eso el que vive una vida sin interiorizar vive una vida opaca, vive una vida fría, vive una vida muerta, vive una vida que no es Vida.
Aunque pueda parecer incomprensible hay algo en nosotros que atrae la amistad de Dios. «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap. III, 30) ¡No hay nada más bonito! «Si me abres», hay que abrirle, Dios no fuerza, Dios suplica. «El Señor tu Dios es un fuego devorador, un Dios celoso» (Dt IV, 24), exige, absorbe, pero con una exquisitez y con una blandura maravillosas. Ya ha llegado el invitado y de abrir la puerta es de lo que se trata y cuando una ha abierto la puerta y ya tiene en casa al invitado todo reluce, todo está limpio, ya no hace falta limpieza, porque la presencia ya Es. Ya ha hecho de tu vida espiritual el fin, después de eso morir, no se puede ver a Dios y vivir porque en el instante que uno lo ve, muere, ya no puede segur viviendo, porque la vida tiene ese único fin.
Es Dios quien actúa. Por eso dice Eckhart que el desasimiento es la virtud grande que Dios busca en el alma. Cuanto más vacíos estamos de nosotros mismos, más llenos estamos de Dios. Cuanto más llenos estamos de nosotros mismos, Dios tiene menos sitio. Si soy una oquedad cerrada, Dios no va a forzar la puerta para entrar. Si me limpio, si me vacío, si admito esa presencia como único sentido de mi vida, Él se ira colando por las rendijas. Es una especie de colarse en la vida interior del hombre. El hombre se abre para que Dios entre. El hombre desaparece para que Él sea, con lo cual se culmina la paradoja total de la vida espiritual: yo soy un yo que sin ser yo acaba siendo Él, y Él acaba siendo mi yo que ya deja de ser yo.
Toda vida espiritual culmina en una plenitud de unión par que Él sea lo que ha sido siempre en mí, y que yo, mi "yo" no me permitía ser. Por eso yo tengo que ser un yo pequeño pero afianzado, ara que ese yo afianzado psicológicamente y limpio pueda destruirse en la vida espiritual, la última y gran y tremenda paradoja del hombre: el hombre se autodestruye cuando Es. Ser es el final de toda vida espiritual y ser Él. Por eso ser Él acaba siendo el fin del proceso y el principio, el alfa y el omega. El principio y el fin de una realidad que comienza en el corazón del hombre y termina en el corazón del hombre, empieza en él y acaba en él. Este camino nuestro es un camino de ida y vuelta, es un camino de búsqueda y de regreso. Es un camino donde vamos a encontrar aquello que buscamos, pero que los buscamos porque en el fondo ya lo hemos encontrado. Buscamos lo que ya sabemos que estamos buscando porque si no lo supiéramos ni siquiera iniciaríamos el camino de búsqueda.
Cuando Juan dice: ¡Dios nos amó primero! (4), está diciendo una verdad que nos aturde. Porque nos amó primero es Él el que inicia la vida espiritual en nosotros. Dios me ama no porque yo sea santo, sino para que sea santo. Yo no consigo la santidad, Dios me da su amor porque si, y al recibirlo me dignifica, me cristifica, me hace digno de su presencia. La vida espiritual es pura paradoja, es pura renuncia, porque cuanto más somos menos somos, cuanto más damos más tenemos, cuanto más desaparecemos más estamos en la presencia. La vida espiritual, en el fondo, acaba siendo una búsqueda de algo encontrado. «¡El misterio escondido desde los siglos... el mismo Cristo en vosotros!» (Col I, 26-27)
El amor que inspira toda búsqueda espiritual es un impulso de amor ciego. Un impulso de amor desnudo, hay que amar a Dios por Dios mismo, no por sus delicias, por sus recompensas, por su paraíso. No puedo amarlo para que me compense, no puedo amarlo para salvarme, ¡que espiritualidad, la de la salvación, tan pobre! A Dios hay que amarlo por Él, porque me llama y me enamora, porque me llama y me fascina, porque me llama y me atrae. Absolutamente sin nada más, sin recompensa.
Y entonces «todos nosotros, a cara descubierta, reflejaremos como espejos la gloria (la presencia gloriosa) del Señor y nos transformaremos en esa misma imagen, de gloria en gloria, movidos por el Espíritu del Señor» (2Co. III, 18)

* * * * * * * * * * * *

Fragmento del libro: «MÍSTICOS NEOPLATÓNICOS - NEOPLATÓNICOS MÍSTICOS: de Plotino a Ruysbroek» de María Toscano y Germán Ancochea. Editorial ETNOS - INDICA. ISBN 84-87915-10-8
http://www.jyvathman.hol.es/biblioteca/espiritualidad/otros/interior.htm