JAVIER MELLONI RIBAS: La madurez en la oración Está en no pedir nada sino abrirse a la Presencia que está siempre en todo. Orar es abrirse y recibirse desde la profundidad que late en todo.

JAVIER MELLONI RIBAS:
“Me apasiona todo aquello que contenga Verdad, Belleza y bondad, venga de donde venga y vaya hacia donde vaya, porque todo proviene de la misma Fuente.”



Nací en Barcelona en 1962 como cuarto hijo de cinco hermanos, de padre italiano y madre catalana. Entré en la Compañía de Jesús a los dieciocho años y desde entonces la semilla que se plantó en este terreno fértil ha ido creciendo. No hubiera crecido tanto en otro lugar y por ello amo la tierra que me nutre. Es abierta, le toca el sol y hay una simpática diversidad de especies que convivimos con mutuo respeto.

• ¿Cuándo supiste que Dios era tu camino?

Se manifestó a los catorce años en forma de un Amor incandescente. Irrumpía a ráfagas en mí y me llamaba a entregarme del todo a ese Fuego. Amor pedía amor para dar combustible a esas llamas.

• ¿Cómo ha ido evolucionando tu fe a lo largo de estos años?

De un modo paulatino e irreversible. Estudié primero antropología y ello me sacó de mi eurocentrismo y y también de mi cristianocentrismo. Empecé a vislumbrar sabidurías que complementaban a la nuestra sin oponerse entre ellas. Tenía la impresión de que comenzaban donde en Occidente habíamos acabado. Pero la experiencia definitiva fue la estancia de nueve meses que pasé en la India hace ahora doce años. Nueve meses: el tiempo de una nueva gestación y la ocasión de un nuevo nacimiento. La India supuso encontrarme con una civilización milenaria cuyas alturas espirituales llegan a los Himalayas. Yo conocía los Pirineos y los Alpes, pero no había sospechado que pudiera haber nieves tan puras y valles tan profundos. Pobreza y riqueza significan allí cosas muy diferentes que en Occidente, sin negar que tienen que resolver problemas sociales muy serios.

• El diálogo interreligioso, ¿permite priorizar a Dios en lugar del dogma, la tradición, la cultura?

Lo que permite el diálogo interreligioso es dos cosas: descubrir que la propia tradición religiosa es sólo un acceso posible al Misterio y a la vez permite abrirse a la riqueza espiritual de la humanidad, que hoy percibimos como un patrimonio común y necesario para dar respuesta a los grandes retos que tenemos como personas y como especie.

• ¿Qué hizo despertar en ti el interés por otras religiones y filosofías como el hinduismo, budismo, zen, …?

La búsqueda de la interioridad y el modo de acceder al corazón de la Realidad. El Dios personal bíblico es de una gran belleza pero con frecuencia es demasiado antropomórfico. Por otro lado, la teología cristiana del S.XX estaba marcada por la muerte de Dios preconizada por Nietzsche y por Auswichzt. Sin negar el escándalo del mal, yo percibía su presencia, su discreta presencia en todo y nuestra teología y filosofía sobre la ausencia de Dios no me satisfacía. Era demasiado mental. Buscaba un silenciamento capaz de revelar su presencia en todo. Y esto es lo que aportan sobre todo los caminos de oriente: la sabiduría del silenciamiento para que entonces la Presencia hable.

• ¿En qué se han equivocado las religiones para causar cierto rechazo cuando la búsqueda de sentido de vida es inherente al ser humano?

Las religiones se han equivocado en su pretensión de totalidad, que les ha hecho secuestrar el Misterio. Cada una ha pensado que agotaba los caminos hacia el Absoluto absolutizando su propio camino, en lugar de aceptar y de alegrarse de que puedan haber otros múltiples accesos para llegar a esa misma Plenitud.

• La Espiritualidad y el crecimiento personal están tomando gran relevancia en nuestra sociedad ¿Qué crees que está motivando esta vuelta a lo trascendente?

Creo que hay dos razones: por un lado vemos que el ritmo frenético que nos hemos impuesto para lograr más bienestar material nos produce un vacío espiritual porque no cuidamos esa profundidad que nos constituye como seres humanos. Por otro lado, estamos descubriendo que no es necesaria la rigidez de una determinada religión para ir en busca de la trascendencia. Vamos entendiendo que la verdadera experiencia espiritual no encierra sino que abre.

• Espiritualidad, creencia y religión son diferentes. ¿Qué tienen en común?

Podríamos decir que las religiones son las copas; la espiritualidad, el vino; las creencias, las denominaciones de origen de cada vino, y la mística es beber de ese vino hasta embriagarse. Cuando se confunde la copa con el vino y el vino con la experiencia de beberlo es cuando surgen los conflictos. ¿Son necesarias las copas para beber el vino? Unos considerarán que sí, y serán practicantes de una determinada tradición. Otros preferirán beber el vino directamente de la bota, con el riesgo de que se les escape entre las manos o no sepan ponerle límite. Lo característico de nuestro tiempo es que cada cual es libre y responsable de sus propias decisiones, sin amenazas que nos infantilicen.
 
Los ejercicios espirituales que propones en la Cova de Sant Ignasi combinan oración, respiración, meditación. ¿Qué se consigue?
Hace quinientos años, Ignacio de Loyola se retiró durante un año en una cueva a la entrada de Manresa a hacer de ermitaño. Antes había pasado por Montserrat donde aprendió algunos métodos de oración. Durante meses en la cueva fue traspasando capas de su ser atravesando infiernos y culpabilidades hasta llegar a un lugar de pura luz. Todo ello lo fue anotando en un cuaderno que luego se convertirían en los Ejercicios Espirituales, una de las pocas prácticas iniciáticas que existen en Occidente. Actualmente existe una casa de espiritualidad construida sobre esta cueva donde tratamos de actualizar la propuesta de San Ignacio con elementos de Oriente, como el Yoga, Chi Kung, dieta vegetariana, etc.

• Es bueno y necesario retirarse de vez en cuando para hacer una revisión de vida. Puede ser revelador, pero lo ideal es poder estar en paz y armonía en el día a día: en el atasco yendo a trabajar, en la cola del súper, etc. ¿Cómo se consigue?

Poniendo conciencia a cada acto que hacemos. Al tomar conciencia, se abre un espacio entre nosotros y la situación y este espacio se llena de autopresencia y de Presencia. Además de esto, me parece indispensable que al comenzar y al acabar el día uno disponga de un tiempo –su duración depende de cada cual- en el que disponerse a ofrecer a lo que ese día viviré y al acabar el día, recogerse para agradecerlo y ofrendarse de nuevo.

• Escucharnos y escuchar ¿Por qué nos cuesta tanto?

Porque vivimos extrovertidos. Pensamos que todo vendrá de fuera y corremos y corremos tras ello sin darnos tiempo de recibir lo que estamos buscando y que ya está ahí pero no lo percibimos.

• El valor del silencio…

El silencio no es la ausencia de ruido sino de ego. El ruido del ego es el murmullo continuo de lo que hay que conseguir o que defender. El silencio, en cambio, es el acallamiento de ese murmullo, un estado de apertura y de agradecimiento ante una Presencia que está permanentemente en todo y a la que se llega por medio de la autopresencia.

• ¿Qué nos recomendarías para acallar el ruido mental que tantas veces nos acompaña?

Lo más básico y sencillo es tomar conciencia de la respiración y entrar en ella. La respiración contiene el ritmo fundamental de la vida: acoger y entregar, recibir y ofrecer. Además de los espacios más largos que deberíamos cuidar al comenzar y acabar el día a los que me he referido anteriormente, durante la jornada también es muy bueno detenerse por unos momentos y escuchar este ritmo de la respiración para percibir que la vida se nos está dando continuamente como don, mucho antes de que pretendamos conseguir algo. Lo más importante se es ofrecido continuamente y no nos enteramos. Conectar con la respiración es el modo más sencillo, más cercano, más inmediato de sumergirse en el don continuo en el que somos, nos movemos y existimos.

• ¿Qué es para ti el AMOR?

Plenitud compartida. Cuanto más se comparte, más plenitud genera.

• El valor de la gratitud…

Es el retorno a la inocencia y una de las actitudes más nobles del ser humano. En cambio, la exigencia y la sospecha engendran monstruos.

• La madurez en la oración…

Está en no pedir nada sino abrirse a la Presencia que está siempre en todo. Orar es abrirse y recibirse desde la profundidad que late en todo.

• ¿Dónde reside la paz?

En aceptarlo todo y aceptarse del todo. Entonces, dejamos que se manifieste esa Presencia que está en la transparencia del ahora recibido sin condiciones ni expectativas.

• Las Enfermeras cuidamos de las personas en su globalidad y complejidad. La dimensión espiritual, que no tiene porque ser religiosa, toma especial relevancia en situaciones de enfermedad o final de vida. ¿Qué opinas de este aspecto del cuidado?

Las enfermeras estáis presentes en un momento límite de las personas, como es la enfermedad, el dolor o la cercanía de la muerte, el último viaje. Es un momento propicio para que caigan los mecanismos de defensa y se entreabra esa dimensión que puede estar olvidada, relegada, o negada. Escuchar el momento de cada paciente para dejar que se abra en él esos poros de su piel es una tarea sagrada. Cuanto más se trabaja y escucha uno interiormente, más capacidad hay para escuchar lo que late en la otra persona y encontrar las palabras, gestos y silencios adecuados para conectarle con esa dimensión que le pertenece.

• ¿En qué proyectos estás trabajando actualmente?

Tengo proyectos en los tres ámbitos en los que me muevo: la docencia, el acompañamiento espiritual y la escritura. En la docencia, ir profundizando en la mística comparada entre las tradiciones espirituales. En las propuestas de acompañamiento espiritual, ir creciendo en el camino de la no-dualidad. En el campo de la escritura, tengo varios libros comenzados. Trabajo como un pintor o un escultor en su taller, que tiene varias piezas comenzadas a la vez, en función de encargos o de impulsos personales. Pero, en verdad, el proyecto más importante de todos es llegar a no tener proyectos y dejarme configurar desde el fondo de mi ser por la Presencia que en todo momento nos engendra.

• ¿Qué te apasiona?

Todo aquello que contenga verdad, belleza y bondad, venga de donde venga y vaya hacia donde vaya, porque proviene de la misma Fuente.



¿Qué nos recomiendas para cuidar nuestra salud espiritual?
Saber lo que nos nutre y darnos tiempo para ello. Las cosas esenciales son de orden diario: el comer, el dormir, la higiene. También ha de ser diario el tiempo de nutrirse interiormente si queremos tener salud espiritual.

• ¿Quieres compartir algo más con nosotros?

Todo. Nada nos pertenece. Así que lo desearía compartir todo.

• ¿Nos regalas una oración?

¡Oh Profundidad infinita que asomas por doquier!,

danos la obertura de la mente y del corazón

para que podamos reconocerte en todo.

Que cada instante sea el camino por el que volvamos a ti

del mismo modo que tú vienes a nosotros en cada situación.

Que todo momento sea la oportunidad y la celebración

de este encuentro que se hace transparente a tu Presencia.

FONTE

Liberar nuestro corazón de su ganga, escuchar allí donde ya ora, entregarnos a esa oración hasta que la voz del Espíritu en nosotros llegue a ser nuestra propia oración.

Oración y Silencio

Siempre se trata de la misma técnica: liberar nuestro corazón de su ganga, escuchar allí donde ya ora, entregarnos a esa oración hasta que la voz del Espíritu en nosotros llegue a ser nuestra propia oración.

Pero es necesario que os volváis sobre vuestro corazón, y dominéis vuestro cuerpo. Por tanto, no desesperéis hasta encontrar allí los tesoros que valen la pena. Cuando nada oscurece ya nuestro corazón, puede abrirse totalmente a la luz, porque Dios es amor y Dios es luz.

Hesiquio de Batos: “Quien vela cuidadosamente sobre su corazón, por naturaleza, irradia luz. Como un ascua arde, como el fuego enciende el cirio, así Dios hace arder nuestro corazón con vistas a la contemplación, él, que desde el bautismo habita en nuestro corazón.

Las técnicas de oración no tiene otra finalidad que hacernos conscientes de lo que ya hemos recibido, enseñarnos a sentir, a discernir, en la plena y tranquila certeza del Espíritu, la oración que en nuestras profundidades echó raíces y no cesa de trabajar. Esta oración debe subir a la superficie de nuestra conciencia.LEER...

En el interior habita Dios como en su templo, desde el interior Cristo enseña al hombre la verdad.

 

INTERIORIDAD

No busques la felicidad en la región de la muerte. No está allí.

No puede haber felicidad donde ni siquiera hay vida verdadera (Conf 4,12,18).

Por experiencia sabemos que en el hombre existen como dos dimensiones: una interior y otra exterior. El

hombre exterior es dinamismo biológico, es decir, instinto, emoción, sensación… crece de fuera hacia

adentro por la adquisición de conocimientos, habilidades y experiencias, se guía por el principio del placer y

por eso necesita disciplinarse. En cambio el hombre interior es dinamismo espiritual, vale decir, conciencia,

sensibilidad… crece por auto expansión desde adentro hacia afuera, se define como alguien que necesita ser

estimulado y se guía por la libertad sin coacciones para desarrollar lo mejor que hay en él. El hombre

comprueba su madurez en la medida en que el hombre interior asume las riendas sobre el hombre exterior.

¿Es posible cuidar la interioridad en medio del ruido y el stress que impone la vida moderna? Cuidar

la interioridad es cuidar el corazón. Cuando decimos corazón estamos hablando de la persona completa. Hay

que cuidar el corazón, saber a quienes hemos entregado su llave, conocer qué sentimientos nos habitan,

distanciarse del ruido y del trabajo, contemplar, re-cor-dar, es decir, volver al corazón, tomar el pulso de la

propia vida… tareas todas que constituyen el contrapunto agustiniano a la cultura de la exterioridad.

Hablo de interioridad no como huida, sino como raíz de la propia vida, como invitación a entrar a la

casa de la verdad, al espacio adecuado para la escucha del Maestro Interior. El camino de la interioridad

agustiniana es la vía para no caer en las redes del vacío o la superficialidad, por tanto, busca tiempo para

estar contigo mismo. Porque, ¿qué empresa es más importante que uno mismo? Mira pues, la vida, como tu

gran proyecto. Entrar y vivir dentro de ti no es olvidar las realidades circundantes, sino mirarlas desde

dentro, desde lo esencial, no desde la periferia.

Es en la interioridad donde decidimos nuestro destino, donde aprendemos a conocernos y valorarnos.

Es en la interioridad donde construimos nuestra propia vida, nuestra preciada identidad. En clave agustiniana

más que uno mismo no se puede ser, pero con menos no basta. En el interior del hombre está la verdad

sentencia san Agustín. En el interior habita Dios como en su templo, desde el interior Cristo enseña al

hombre la verdad. La interioridad agustiniana no es un método de introspección. Si no hay trascendencia

puede convertirse en narcisismo, en fría y estéril soledad. Trascenderse es salir al encuentro de Dios y empeñarse

en la construcción de quien todavía no somos. Trascenderse es un camino de superación y esperanza.

Quien bucea en su interior vive una experiencia difícil de explicar: se da cuenta de que está habitado.

Busca, pero sobre todo es buscado. Llama pero sobre todo es llamado. Da pasos, pero es atraído y seducido

por Alguien. Nuestra actitud es más acogida que búsqueda; recibimos la constante invitación de la gracia que

nos llama a encontrarnos con Aquel que es la razón de nuestra existencia. La persona solo inicia su camino

hacia Dios porque desde el primer momento Dios está en el fondo de su ser atrayéndola hacia su propio

misterio. Buscamos a Dios a tientas, pero El no está lejos de ninguno de nosotros, pues en El somos, nos

movemos y vivimos (Act 17,27).

La primera necesidad humana es ser uno mismo, persona libre, autónoma, con las riendas de la vida

en las propias manos. Si te sientes atrapado por lo exterior pasas a ser esclavo. El hombre sin interioridad

apoya su existencia en la acción desenfrenada, en darle soga al instinto o en el dulce matar el tiempo. Acepta

ser una pieza en el engranaje del trabajo, tiene miedo a quedarse a solas, porque interiormente es pura

ausencia, se siente deshabitado. Por eso huye, corre, habla, consume, prende la tele. Quien ha encontrado a

Dios vive, como Agustín, entregado a Él, pero a través de los hombres. Entonces la caridad se convierte en

control de calidad de su experiencia vital.

La interioridad es el mayor y mejor descubrimiento de Agustín. Es el retorno al propio centro, es ver

la realidad desde Dios. Quien mira la realidad desde la periferia, solo ve fragmentos. Quien la observa desde

el centro la abarca en su totalidad. Las cosas exteriores toman su medida exacta cuando se ven desde el

interior. Por eso el hombre interiorizado comprende siempre al que vive confundido y desorientado, pero no

a la inversa.

San Agustín cultivó la vida interior y experimentó su gozo: porque tú eres la luz permanente a quien

yo acudía para consultar sobre la existencia, la naturaleza y el valor de todas las cosas. Y yo escuchaba tus

enseñanzas y tus órdenes. Sigo haciendo esto con frecuencia. Me llena de gozo. Por eso, siempre que puedo

liberarme de los quehaceres forzosos, me refugio es este placer. Confesio. 10,40,65 ¿La cultivamos

nosotros?

El abismarse dentro del propio interior supone penetrar en el abismo sin fondo del Misterio divino.

1. Un abismo interior

La dispersión y la superficialidad, tentaciones propias del ser humano, alcanzan en nuestra sociedad la fuerza de una verdadera epidemia. No resulta difícil hallar sus consecuencias en la desorientación, el constante disgusto profundo y camuflado o la insensibilidad ante lo que nos rodea. Sus efectos son aun más perversos porque amenazan sin cesar nuestra interioridad, ese íntimo santuario donde la persona aprende a vivir en diálogo constante con el Misterio divino. ¿Cómo vivir entonces desde Dios nuestra vida cotidiana? Se juegan en la interioridad nuestra identidad personal y cristiana.

El camino hacia el interior que nos ayuda a recorrer la beata Isabel de la Trinidad podría describirse como un silencioso abismarse en el propio corazón. Sin embargo, y a diferencia de muchas sugerencias que se nos ofrecen como un producto más de consumo, este abismarse de Isabel no tiene ningún rastro de intimismo ni exaltación del propio ego y su subjetividad. Por el contrario, nos abre el camino hacia las profundidades insondables del Misterio que nos habita.

Isabel descubre la ambigüedad del corazón humano. Por un lado, es ese centro de la persona, centro habitado donde los Tres, que ella dice cariñosamente, tratan de amistad con quien les acoge. Hondón del alma que el Espíritu convierte lentamente en templo de gloria, celda en soledad para escuchar la música callada de la Trinidad. El abismarse dentro del propio interior supone penetrar en el abismo sin fondo del Misterio divino.

Al mismo tiempo, el corazón humano descubre a quien emprende el camino de la interioridad una profundidad de limitación e, incluso, de vacío. Nuestra condición creada y finita, agraciada y pecadora, se hace dolorosamente palpable para quien afronta el reto de descubrir su propio interior a la luz del Espíritu. No faltan resistencias ante esta realidad ineludible del ser humano. Quizá en el pasado se hizo un énfasis poco cristiano –y poco humano, en consecuencia- sobre este aspecto de negatividad. Sin embargo, también es cierto que, en el fondo, todos nos obstinamos en negar de alguna manera lo oscuro de nuestro corazón. Isabel no tiene duda: no se puede caminar hacia la intimidad con Dios si se evita entrar en el propio corazón, templo divino y, con todo, abismo de miseria y nada.

A pesar de esto, la mística cristiana no anula nada de lo humano, muy al contrario. ¿Cómo afrontar, entonces, este entrar en el propio abismo? ¿No se podrá caer en una visión negativa del ser humano? Quienes temen esto pueden mirar sin miedo la vida de los místicos. Isabel de la Trinidad concretamente mostrará, con toda la pasión de su temperamento y su juventud, que se trata de la más grande liberación de la persona, la posibilidad de hacerse grande hasta acoger toda la fuerza del amor divino.

La diferencia, aparentemente sutil, pero decisiva, está sin duda en la dirección y meta de su mirada. El “abismo interior” no es para ella fin en sí mismo, sino puerta para sumergirse en “ese abismo de amor que poseemos en nosotros y en el cual, si somos fieles entrando en él, nos espera la beatitud” (de la carta de comienzos de julio de 1906 a su hermana). Aquí está lo verdaderamente importante, el Misterio trinitario, verdadero abismo de Amor infinito y creador que nos envuelve. No se busca a sí misma, sino que busca al Otro y, como es natural, también en la vida ordinaria serán los otros los que busque el corazón inmerso en el abismo de Dios.

Entrar en sí será siempre para Isabel “descender”: bajar del propio ego, del orgullo y la falsa imagen de sí para asumir nuestro verdadero lugar como criaturas y, al mismo tiempo, hijos e hijas de Dios. En este descenso se irán iluminando las zonas más oscuras del propio ser, las mismas que tantas veces queremos negar e ignorar. Paradójicamente, su final será el gozo inmenso de descubrir que el Amor que nos envuelve también nos penetra hasta lo más profundo y nos transforma. Es el camino para encontrar que perderse significa hallarse y hallar nuestra última verdad en el abismo de Dios Trinidad que se hace Vida de nuestra vida.

 

http://www.cipecar.org/es/c/?iddoc=4528

Mons. Fulton Sheen: O Calvário e a Missa - 2ª Parte : O Ofertório

 

Introibo ad altare Dei

O Ofertório

"Em verdade te digo que hoje estarás comigo no Paraíso". (Lc. 23,43)

Chegamos agora ao Ofertório da Missa, pois Nosso Senhor oferece-Se ao Seu Pai Celestial. Para nos lembrar, porém, que não Se oferece sozinho, mas sim em união conosco, Ele junta à Sua oferta a alma do ladrão crucificado à Sua direita. Para que a Sua ignomínia fosse mais completa, num golpe de maldade suprema, crucificaram-nO entre dois ladrões.

Durante a Sua vida, Jesus andara entre os pecadores; foi, pois, entre eles que Lhe ergueram a Sua cruz. O Salvador modificou o quadro, e fez dos dois ladrões dois símbolos - a ovelha e o bode - representando assim aqueles que estarão à Sua direita e à Sua esquerda, quando Ele descer, por entre as nuvens do Céu, com a Sua Cruz triunfante, a julgar os vivos e os mortos.

Ambos os ladrões, a princípio, revoltaram-se e blasfemaram; mas um deles, aquele a quem a tradição chamou Dimas, voltou a sua cabeça para ler na face do Salvador crucificado a resignação e a dignidade.

Tal como um pedaço de carvão arremessado ao fogo se transforma numa brasa resplandecente, luminosa, também a alma escura daquele ladrão, arremessada às chamas da crucificação, se abrasou no amor do Coração Divino. Enquanto o ladrão da esquerda dizia: "Se és o Cristo, salva-Te e salva-nos", o ladrão arrependido censurava-o; "Não temes a Deus, visto que sofreste a mesma condenação. Nós padecemos justamente, ao passo que este homem nenhum mal praticou". Este mesmo ladrão proferiu então uma prece, não para solicitar um lugar nos céus, mas sim e apenas para não ser esquecido. "Lembra-Te de mim, quando estiveres no Teu reino".

Tal tristeza e fé não podiam ficar sem recompensa. Naquela ocasião, em que o poderio de Roma não consegiu que Jesus falasse, quando os Seus amigos julgavam que tudo estava perdido, e em que os Seus inimigos se julgavam vencedores, o Salvador quebrou o silêncio. Ele, o Crucificado, transformou-Se em Juiz; Ele, o Crucificado, transformou-Se no Divino Protetor de almas: "Eu te digo, hoje estarás comigo no Paraíso".

Por meio dessas palavras, Nosso Senhor, que estava a oferecer-Se a Seu Pai, como grande holocausto, juntava à Sua oferta, na patena da Cruz, a primeira hóstia humilde, jamais oferecida na Missa - a hóstia do ladrão arrependido; uma brasa tirada da fogueira; um feixe desprezado, esquecido pelos ceifeiros da terra; o grão moído da crucificação e transformado em pão pela Eucaristia.

O Salvador não sofre sozinho na Cruz, pois sofre conosco. E foi essa a razão pela qual Ele uniu o sacrifício do ladrão ao Seu próprio sacrifício. É o que significam as palavras de São Paulo quando diz que devemos sofrer aquelas penas que são necessárias aos sofrimentos de Cristo. Isto não significa que Nosso Senhor não sofresse na Cruz tudo quanto pode sofrer, mas sim que o físico, o Cristo histórico padeceu tanto quanto cabia na Sua natureza humana, nem que o Cristo Místico, que é o Cristo e nós, não tenha sofrido pela nossa plenitude.

Nem todos os ladrões que existem na história do mundo reconheceram as suas culpas, nem tampouco pediram para ser lembrados. Nosso Senhor está agora no Céu e já não pode, portanto, sofrer na Sua natureza humana, mas pode padecer ainda mais nas nossas naturezas humanas e pede-nos que, à semelhança do bom ladrão, nos unamos a Ele na Cruz, para que, participando da Sua Crucificação, possamos participar da Sua Ressurreição e da Sua glória celestial.

Assim como, naquele dia, Deus Nosso Senhor escolheu o ladrão para representar a pequena hóstia do sacrifício, escolhe-nos hoje a nós que, assim, representamos outras tantas pequenas hóstias, unidas a Ele, na patena do Altar.

Recordemos a Missa, tal como era celebrada nos primeiros séculos da Igreja, antes que as civilizações tivessem modificado o mundo, sob os pontos de vista econômico e financeiro. Nesses tempos remotos cada qual levava para o Santo Sacrifício, em cada manhã, algum pão ázimo e algum vinho, dos quais o sacerdote tomava uma pequena parte. O restante era posto de lado, abençoado e distruído aos pobres. Nos nossos tempos não trazemos o pão nem vinho, mas trazemos o equivalente, isto é, com que os comprar- as moedas coletadas entre os fiéis durante o ofertório.

Qual a razão desta oferta?

É que o pão e o vinho são, entre as coisas de natureza, aquelas que melhor simbolizam a substância da vida. O trigo é a própria medula, a essência da terra, e o vinho das cepas é o seu próprio sangue. Ambos eles sustentam o nosso corpo e o nosso sangue.

A oferta destas duas substâncias que alimentam a nossa vida, simbolizam a oferta de nós mesmos no Sacrifício da Missa. A nossa presença está, sob as aparências de pão e de vinho - os símbolos do nosso corpo e do nosso sangue. Nós não somos apenas simples espectadores passivos, assistindo a um espetáculo teatral, pois também fazemos a nossa oferta, em união com Cristo.

Poder-se-ia representar o nosso papel neste drama, por meio da seguinte imagem: Uma grande cruz, na qual Jesus está pregado e, em torno do Calvário, uma multidão de pequenas cruzes, outras tantas hóstias, por meio das quais nos oferecemos em união com Ele, numa pura oblação ao Pai Celestial. Naquele momento cumprimos literalmente a ordem do Salvador: "Tomai a tua cruz diariamente e segue-Me".

Ao pronunciar estas palavras, Ele não nos pedia algo que Ele próprio já não tivesse feito. Não há, portanto, desculpa para dizer-mos: "Eu sou uma hóstia, um holocausto pobre, insignificante", pois também o ladrão o era. Repare-se que houve duas atitudes na alma daquele ladrão, e que ambas foram aceitas por Nosso Senhor. A primeira foi o reconhecimento do fato de que ele mereceu o que estava sofrendo, e que Jesus, que não tinha pecados, não merecera a Sua Cruz. A segunda foi a fé n'Aquele que os homens rejeitaram e que o ladrão reconheceu como sendo o Rei dos reis.

Quais as condições que nos transformam em pequeno holocausto no Sacrifício da Missa?

Como pode o nosso sacrifício unir-se ao de Cristo e ser aceito, como sucedeu com o ladrão?

Apenas reproduzindo nas nossas almas as duas atitudes que a alma do bom ladrão manifestou; penitência e fé. Antes de mais, façamos penitência, dizendo: "Eu mereço castigo pelos meus pecados. Preciso de fazer penitência". Quantos ignoram até que ponto têm sido cruéis e ingratos para com Deus! E, se assim é, não deveríamos queixar-nos das mágoas e reveses da vida. Nestas circunstâncias, as nossas consciências assemelham-se a quartos escuros, de onde a luz foi há muito tempo expulsa. Se corrermos as cortinas, verificaremos que tudo quanto julgávamos limpo está coberto de pó.

Algumas consciências estão de tal maneira integradas no hábito da desculpa, que dizem, orando, como o Fariseu: "Agradeço-Te, ó Deus, não ser como resto dos homens". Outros, blasfemam contra Deus e contra o Céu, à conta dos seus sofrimentos e pecados, mas não se arrependem.

A Guerra Mundial, por exemplo, representou uma expiação do mal e serviu para nos ensinar que não podemos viver no afastamento de Deus; mas o mundo não aprendeu a lição. Tal como o ladrão da esquerda, recusa-se à penitência, nega-se a ver qualquer relação de justiça entre o pecado e o sacrifício, entre a rebelião e a Cruz.

Quantos mais contritos formos, tanto menos esforços faremos para fugir à nossa cruz. Quanto mais reconhecermos o que somos, mais convictos diremos, como o bom ladrão: "Eu mereci esta cruz"

Ele não pediu para ser desculpado, nem para lhe serem atenuadas as culpas, nem tampouco para ser libertado ou despregado do madeiro de suplício. Ele pediu apenas para ser perdoado. Ele fez penitência porque aceitou o seu holocausto, a sua cruz. Nós não temos também coutra maneira de nos transformarmos em pequenas hóstias, senão unindo-nos a Cristo na Santa Missa.

Se os nossos corações não estiverem despedaçados pela tristeza, se não reconhecermos que estamos realmente feridos, como poderemos sentir necessidade de ser consolados e curados? Se não tomarmos a nossa parte de dor na Crucificação, como poderemos pedir que os nosso pecados nos sejam perdoados?

A segunda condição que nos permite ser uma hóstia no ofertório da Missa, é a fé. O ladrão, olhando por sobre a cabeça de Jesus, leu a palavra rei. Estranho Rei aquele, que estava coroado de espinhos, e cuja púrpura real era o próprio sangue, tinha por trono uma cruz, por cortesãos os seus carrascos, e fora coroado na crucificação! A despeito de todos aqueles horrores, o ladrão viu o "ouro" e ergueu a sua voz, a sua prece, acima de todas as blasfêmias.

A sua fé era tão forte que ele aceitava, contente, a sua cruz. O ladrão crucificado à esquerda pedia para ser despregado; mas não o da direita, porque ele sabia que há males maiores do que a crucificação, e outra vida para além da cruz. Ele tinha fé no Homem da Cruz central, pois sabia que ele poderia, se quisesse, transformar os espinhos em grinaldas e os pregos em flores. Ele acreditava no Reino que fica para além da Cruz, e sabia que os sofrimentos deste mundo são insignificantes, comparados com as alegrias futuras.

Ele disse como o salmista: "Embora eu siga por entre as sombras da morte, não receio o mal, porque o Senhor está comigo". Tal fé assemelhava-se à dos três jovens na fornalha ardente, à qual o rei Nabucodonosor os condenara, por se terem recusado a adorar a estátua de ouro. A resposta dos mancebos foi esta: "Deves saber, ó rei, que o Deus a quem adoramos pode tirar-nos da fornalha de fogo ardente e livrar-nos das tuas mãos. E, se Ele o não fizer, fica tu sabendo, ó rei, que nós não honramos os teus deuses, nem adoramos a estátua de ouro que erigiste".

E, depois de dizerem isto, eles entregaram-se nas mãos de Deus e confiaram n'Ele como Jó. Também o bom ladrão sabia que Nosso Senhor podia libertá-lo, mas não Lhe pediu que o retirasse da cruz, pois também Jesus não Se retirava a Si próprio, embora os Seus carrascos escarninhos O desafiassem a isso.

Isto não queria dizer que o bom ladrão não amasse a vida, porque ele amava-a como todos nós a amamos. Ele desejava a vida, mais a vida eterna que, finalmente, obteve. Também é dado a cada um de nós descobrir essa Vida, mas só entraremos nela por meio da penitência e da fé que nos une à Grande Hóstia - ao Sacerdote e Vítima que é Cristo. Desta maneira nos transformaremos em ladrões espirituais, para, mais uma vez, nos apoderarmos do Céu.

Arcebispo Fulton J.Sheen : A Missa é o maior acontecimento da história da humanidade.

 

O púlpito, onde as palavras de Jesus são repetidas, não nos une a Ele; o coro, no qual os suaves sentimentos são cantados, não nos aproxima tanto da Sua Cruz. Um templo sem altar de sacrifício não existiu entre os próprios povos primitivos, e nada significa entre os cristãos. Na Igreja Católica é, pois, o altar, e não o púlpito, ou o coro, ou o órgão, que representa o centro de amizade, pois é ali que se renova a memória da Paixão.... A Missa é o maior acontecimento da história da humanidade: o único Ato sagrado que afasta a ira de Deus de um mundo pecador, porque eleva a Cruz entre a terra e o Céu, renovando assim aquele decisivo momento em que a nossa triste e trágica humanidade viu desenrolar-se na sua frente o caminho para a plenitude da vida sobrenatural.

... Não é possível fugirmos à cruz, a não ser que façamos o que fizeram os Fariseus ou vendendo Cristo, como o fez Judas, ou crucificando-O, tal como fizeram os seus carrascos. Todos nós vemos a Cruz, quer para abraçá-la, para nos salvarmos, quer fugindo dela, para nos perdermos.

Como é, porém, que a cruz se torne visível?

Como se perpetuou e renovou o cenário do Calvário?

No Santo Sacrifício da Missa, porque, quer no Calvário, quer durante o Santo Sacrifício, o Sacerdote e a Vítima são os mesmos. As sete palavras derradeiras são idênticas às sete partes da Missa. Assim como as sete notas musicais comportam uma infinita variedade de harmonias e combinações, também na Cruz há sete notas divinas que o Cristo moribundo fez soar através dos séculos e que, no seu conjunto, constituem a sublime melodia da Redenção do mundo.

Cada palavra é uma parte da Missa.

A primeira, "Perdoai-lhes", representa o Confiteor; a segunda, "Hoje estarás comigo no paraíso", é o Ofertório; a terceira, "Mulher, eis aqui o teu filho", é o Sanctus; a quarta, "Por que me abandonaste?", é a Consagração; a quinta. "Tenho Sede", é a Santa Comunhão; a sexta, "Tudo está consumado", é o "Ite missa est"; a sétima, "Pai, nas Vossas mãos entrego o Meu espírito", é o Último Evangelho.

Representai, pois, na vossa idéia, o Sumo Sacerdote, Cristo, saindo da sacristia do Céu para o altar do Calvário. Ele já se revestiu da nossa natureza humana, colocou no braço o manípulo do nosso sofrimento, a estola do sacerdote, a casula da Cruz. O Calvário é a Sua Catedral; a rocha do Calvário é a pedra do altar; o rubor do sol poente a lâmpada do Santuário; Maria e João são as imagens vivas dos altares laterais; a Hóstia é o Corpo de Jesus; o vinho o Seu sangue. Ele está de pé, como sacerdote, e prostrado, como vítima.

Confissão (1ª Parte)

“Pai, perdoai-lhes, porque eles não sabem o que fazem”. (Lc 23,34)

A Missa principia com a confissão. A confissão é uma prece na qual confessamos os nossos pecados e pedimos à Nossa Mãe Santíssima e aos Santos para que intercedam junto de Deus pelo nosso perdão, pois apenas os limpos de coração poderão ver a Deus. Nosso Senhor inicia também a Sua Missa com a Confissão, embora ela seja diferente da nossa neste ponto: Ele é Deus e, portanto, sem pecado. “Qual de vós me arguirá de pecado?” A sua Confissão não pode, portanto, ser uma prece pelo perdão dos Seus pecados, mas sim uma oração pelo perdão dos nossos pecados.

Outros teriam gritado, amaldiçoado, ter-se-iam contorcido, quando os cravos atravessaram os Seus pés e as Suas mãos. Nem a revolta nem a vingança encontram, porém, lugar no peito do Salvador; os Seus lábios não proferem uma única exclamação de represália contra os Seus algozes, nem sequer murmuram uma prece para obter mais forças que Lhe ajudem a suportar as Suas dores.

O Amor Incarnado esquece a angústia e, naquele momento da agonia concentrada, revela algo na altura, da profundidade e inspiração do maravilhoso amor de Deus, quando Jesus pronuncia a sua Confissão: “Pai, perdoai-lhes, porque eles não sabem o que fazem”.

Ele não disse “Perdoa-Me”, mas sim “perdoai-lhes”. O momento da morte era, certamente, o mais adequado para provocar a confissão do pecado, porquanto a consciência, na solenidade das últimas horas, afirma a sua autoridade. Nem sequer esboço de contrição se escapou dos Seus lábios. Jesus associou-Se aos pecadores, mas nunca Se associou ao pecado. Tanto na morte como na vida, Ele nunca teve a consciência de ter descurado um único dever para com Seu Pai Celestial. E porque? Porque um homem imaculado, absolutamente isento de culpa, é algo mais que um homem – é Deus. E é nisso que reside a diferença.

Nós vamos buscar as nossas orações às profundidades da nossa consciência do pecado: a própria palavra “perdoa”, prova que Ele é o Filho de Deus. Repare-se nos termos em que Jesus pediu a Seu Pai que nos perdoasse - “Pai, perdoai-lhes, porque eles não sabem o que fazem”.

Quando alguém nos ofende ou censura sem razão, nós comentamos amargamente a falta de conhecimento de quem assim procede. Quando, porém, nós pecamos contra Deus, Ele encontra uma desculpa para perdoar – a nossa ignorância.

Não há redenção para os anjos caídos. As gotas de sangue que caem da Cruz, na Missa de Sexta-Feira Santa de Cristo, não tombam sobre as suas cabeças. E porque? Porque eles sabiam o que faziam. Eles previam as conseqüências dos seus atos, tão claramente como nós vemos que dois mais dois são quatro, e que uma coisa não pode existir e deixar de existir, ao mesmo tempo. Verdades desta natureza, uma vez compreendidas, não podem ser refutadas, pois são irrevogáveis e eternas.

Foi essa razão pela qual, quando os anjos decidiram revoltar-se contra o Altíssimo, não puderam voltar atrás com a sua decisão. Eles sabiam o que estavam a fazer!

Conosco, no entanto, é diferente. Nós não vemos as conseqüências dos nossos atos com a mesma clareza, porque somos mais ignorantes que os anjos. Se, contudo, soubéssemos que cada pecado de orgulho tece uma coroa de espinhos para a fronte de Jesus; se soubéssemos que cada transgressão dos Seus Divinos Mandamentos é a negação da própria Cruz; se soubéssemos que os atos da avareza e soberba correspondem aos cravos que trespassam as mãos e pés de Jesus; se, conhecendo a bondade de Deus, continuássemos a pecar, nunca teríamos sido salvos.

É apenas a nossa ignorância do infinito amor do Sagrado Coração que nos abrange na prece da Sua Confissão, pronunciada do alto da Cruz: “Pai, perdoai-lhes porque eles não sabem o que fazem.”

Estas palavras devem ser gravadas no íntimo das nossas almas, e não constituírem desculpa para a nossa reincidência no pecado, mas serem, antes, um motivo de contrição e penitência. O perdão não é uma negação do pecado. Nosso Senhor não nega o horrível fato do pecado, e é precisamente neste ponto que o mundo erra, pois considera-o como que um retrocesso ao processo evolucionário, uma sobrevivência de influências do passado e identifica-o com a verbosidade psicológica. Numa palavra, o mundo moderno nega o pecado.

Nosso Senhor lembra-nos que ele é a mais terrível de todas as realidades. Sendo assim, porque, é, porém, que Ele deu uma cruz àqueles que não pecam? Porque é que deixou derramar sangue inocente? Porque é que estão ligados ao pecado, sentimentos horríveis, como a cegueira moral, a covardia, o ódio e a crueldade? Porque é que Ele saiu do reino do imaterial, revestiu a forma material, e permitiu que a Inocência fosse crucificada num madeiro?

Jesus, que amou os homens até a ponto de morrer por eles, permitiu que o pecado exercesse a sua vingança sobre Ele, para mostrar todo o horror representado pela crucifixão de Aquele que mais amava. Aqui, não há, portanto, negação do pecado; a despeito de toda a monstruosidade que ele representa, a Vítima perdoa. A morte de Jesus revela a suprema depravação do pecado, mas tem também a marca de perdão divino. Sendo assim, não há homem que, olhando para um crucifixo, possa afirmar que o pecado não uma coisa grave, nem também possa asseverar que ele não tem perdão.

Pela maneira como sofreu, Jesus revelou a realidade do pecado. Pela maneira como suportou os seus tormentos, Ele revela a Sua compaixão pelo pecador. Ele é a Vítima que sofreu e perdoa. Assim na Vítima, tão humanamente bela, tão divinamente adorável, qualquer de nós pode recordar um Grande Crime e um Grande Perdão. Sob o escudo, que é o sangue de Cristo, podem abrigar-se os maiores pecadores, pois esse sangue tem o poder de sustar as marés da vingança que ameaçam submergir o mundo.

O mundo pode explicar o pecado à sua maneira e desculpá-lo; só, no Calvário, podemos encontrar o perfeito conhecimento da divina contradição do pecado perdoado. A renúncia voluntária e o divino amor transformam o pecado na ação mais nobre e na mais suave e piedosa súplica que o mundo jamais viu e ouviu – a Confissão de Cristo: "Pai, perdoai-lhes, porque eles não sabem o que fazem”.

Aquela palavra “perdoai”, que soou do alto da Cruz naquele dia em que o pecado se ergueu a toda a altura e com toda a sua força, para ser vencido pelo Amor, produziu um eco que ainda não se extinguiu.

Pouco antes da Sua Morte, o Divino Salvador instituía os meios para prolongar o perdão, através do espaço e do tempo, até ao fim do mundo. Reunindo à Sua volta os membros da Sua Igreja, Ele disse aos Seus Apóstolos: “Aquele a quem perdoardes os pecados serão perdoados”. Em qualquer ponto do mundo dos nossos dias, desde então, os sucessores dos Apóstolos têm o poder de perdoar. Não nos cabe perguntar:

Mas, como pode um homem absolver os pecados, se, realmente, um homem não tem esse poder? É Deus quem perdoa, por intermédio do homem. Pois não foi essa a maneira como Ele perdoou àqueles que o pregaram na Cruz, visto que estava revestido da natureza humana? Não será, pois, razoável esperar que Ele nos perdoe os pecados por intermédio de outras naturezas humanas, às quais Ele conferiu esse poder?

E onde encontraremos essas naturezas humanas? Lembro, a propósito, a história daquela caixa, cujo conteúdo fora durante muito tempo ignorado e até ridicularizado pela sua provável insignificância, até ao dia em que foi aberta e se descobriu que encerrava o coração de um gigante. Esse caixa existe em todas as igrejas católicas, e damos-lhe o nome de confessionário. Alguns ignoram-na, ou escarnecem-na; mas a verdade é que nela se contém o Sagrado Coração de Jesus que perdoa aos pecadores, por meio da mão do sacerdote que se ergue, tal como Ele perdoou, quando as Suas mãos se ergueram e foram pregadas nos braços da Cruz.

Na realidade, existe apenas o perdão de Deus. A exclamação “Perdoai-lhes”, foi proferida uma vez – num ato divino e eterno, com o qual a humanidade entrou em contacto através dos tempos. Assim como não podemos ouvir as melodias e palavras que pairam no ar, a não ser que liguemos os rádio-receptores, também as nossas almas só podem sentir a alegria eterna da divina exclamação “Perdoai-lhes”, acorrendo ao confessionário, onde nos será dado ouvir a divina palavra soltada do alto da Cruz.

Deus deseja que, em vez de negar a culpa, o espírito dos nossos dias a admita, olhe para a Cruz, em busca do perdão; Deus quer que as consciências desassossegadas, que não podem encarar a luz e receiam as trevas, procurem alívio, não no domínio da medicina, mas sim na Divina Justiça.

Aqueles cujos espíritos estão imersos nas sombras, devem recorrer à confissão, único meio de expurgar as suas culpas. Em vez de enxugar as suas lágrimas em silêncio, os pobres mortais devem procurar a mão que lhes enxugue o pranto e os absolva. A maior tragédia da vida humana não é, precisamente, aquilo que às almas acontece, mas sim aquilo que lhes falta.

E haverá maior tragédia do que a falta de paz, provocada pelo estado de pecado, cuja absolvição se não procura?

A confissão, proferida aos pés do altar, é uma declaração da nossa ausência de merecimento: o “Confiteor” da Cruz é a nossa esperança de perdão e absolvição. As feridas do Salvador foram terríveis; a pior de todas, porém, será aquela que for infligida pelas nossas culpas.

O “Confiteor” pode salvar-nos, pois, quando o pronunciamos, admitimos que carecemos de perdão, e muito mais do que podemos supor.

Conta-se que certa religiosa, estando um dia a limpar do pó uma pequena imagem do Salvador, a deixou cair. Apanhou-a, intacta, beijou-a e colocou-a no seu lugar, dizendo: “Se não tivésseis caído, não teríeis recebido este ósculo”. Penso, a propósito, se Deus Nosso Senhor seria para nós o que é, se jamais tivéssemos pecado, pois, se assim fosse, não poderíamos chamar-Lhe “Salvador”.

 

fonte:A grande guerra

BENTO XVI: "Os olhos da fé são capazes de ver o invisível". Benedict XVI: BELIEVING IN GOD .BENEDICTO XVI: CREER EN DIOS

 

 

Esta manhã o Santo Padre recebeu os peregrinos em Audiência Geral na Sala Paolo VI. Ouça aqui a sua síntese da catequese e a saudação em língua portuguesa:


Na Sala Paolo VI o Papa recebeu esta manhã milhares de peregrinos em Audiência Geral. Como habitualmente dedica os primeiros minutos da audiência para propôr uma catequese. Hoje deu início a um ciclo de catequeses sobre o Credo. Desde logo pelo príncipio:

O Credo começa assim: "Eu acredito em Deus..." É uma afirmação fundamental, aparentemente simples na sua essencialidade, mas que abre ao infinito mundo da relação com o Senhor e com o seu mistério.

Acreditar em Deus implica adesão a Ele, acolhimento da Sua Palavra e obediência alegre à sua revelação. Como nos ensina o Catecismo da Igreja Católica "a fé é um ato pessoal: é a livre resposta do homem à iniciativa de Deus que se revela". Mas, onde podemos escutar o deus que nos fala? Fundamental é a Sagrada Escritura, onde a Palavra de Deus faz-se audível para nós e alimenta a nossa vida de amigos de Deus. Toda a Bíblia fala da fé e ensina-nos a fé narrando uma história em que Deus leva em frente o seu projeto de redenção. O Santo Padre concretiza estas afirmações:

Muito belo, neste particular, é o capítulo 11 da Carta aos Hebreus onde se fala da fé e se colocam em evidência as grandes figuras bíblicas que a viveram, tornando-se modelo para todos os crentes: A fé é fundamento daquilo que se espera e prova daquilo que não se vê"

Os olhos da fé são capazes de ver o invisível e o coração do crente pode esperar para além de cada esperança, precisamente como Abraão, de quem Paulo diz na Carta aos Romanos "acreditou profundamente na esperança, contra qualquer esperança". A fé conduz Abraão a percorrer um caminho de paradoxo. Ele será abençoado mas sem os sinais visíveis da benção. Abraão, o crente, ensina-nos a fé e é como estrangeiro que nos indica a verdadeira pátria. A fé, assim, faz de nós peregrinos, inseridos no mundo e na história mas em caminho para a pátria celeste. Afirmar "Eu creio em Deus", leva-nos a sair continuamente de nós mesmos, como Abraão, para levar na realidade em que vivemos a certeza que nos vem da fé. O Santo Padre sintetizou a catequese apresentada e saudou os peregrinos presentes em língua portuguesa.

Queridos irmãos e irmãs,
Hoje quero começar a reflectir convosco sobre o Credo, a nossa Profissão de Fé, que inicia com estas palavras: «Creio em Deus»; um Deus, que Se revela e fala aos homens, convidando-os a entrar em comunhão com Ele. Assim no-lo mostra a Bíblia na vida de muitas pessoas. Uma delas é Abraão, chamado «o pai de todos os crentes». A fé leva-o a percorrer um caminho paradoxal, pois será abençoado, mas sem os sinais visíveis da bênção. Abraão, na fé, sabe discernir a bênção divina para além das aparências, confiando na presença do Senhor mesmo quando os seus caminhos são misteriosos. Os olhos da fé são capazes de ver o invisível. Também nós, quando dizemos «Creio em Deus», afirmamos como Abraão: «Entrego-Me nas vossas mãos! Entrego-me a Vós, Senhor!», para fundar em Vós a minha vida e deixar que a vossa Palavra a oriente nas opções concretas de cada dia.Amados peregrinos por rotas e caminhos diversos, mas hoje com paragem comum neste Encontro com o Papa que vos dá as boas-vindas e saúda, especialmente à tripulação da fragata «Liberal» do Brasil e à delegação de várias entidades eclesiais e civis comprometidas na Jornada Mundial da Juventude no Rio de Janeiro e guiadas pelo Arcebispo local, Dom Orani. Só de mãos dadas, podereis realizar a travessia… Agradecido pela visita, dou-vos a minha Bênção, extensiva às vossas famílias.

BELIEVING IN GOD FOLLOWING IN THE FOOTSTEPS OF ABRAHAM

Vatican City, 23 January 2013 (VIS) - "I believe in one God", the first article of the profession of faith that accompanies our lives as believers, was the theme of Benedict XVI's catechesis during this morning's general audience. This sentence is "a fundamental affirmation, seemingly simple in essence, but which opens us to the infinite world of a relationship with the Lord and with His mystery. Believing in God means adherence, … acceptance, … and obedience … Faith is a personal act and a free response... Being able to say that you believe in God is thus both a gift and … a human responsibility in an experience of dialogue with God who, out of love 'speaks to men and women as friends'."

Where can we hear the voice of God who speaks to us? "Fundamentally," the Pope said, in "Sacred Scripture, … which speaks to us of faith … narrating a story in which God carries out His plan of redemption and draws near to humanity through … persons who believe in Him and who entrust themselves to Him." One of these persons is Abraham, "the first great role model in speaking about faith in God." Abraham, who was able to leave his homeland, trusting in God alone and His promise, is considered the "father of all believers". His was a leap in darkness, "but the darkness of the unknown is illuminated by the light of a promise. … In the divine plan he was destined to become 'father of a multitude of nations' and to enter a new land to live in."

"Faith," the pontiff continued, "leads Abraham along a paradoxical path. He will be blessed, but without the visible signs of blessing. He receives the promise of becoming a great nation, but has a life marked by the sterility of his wife, Sarah. He is led to a new land, but will have to live there as a foreigner." … Nevertheless, "Abraham is blessed because, with faith, he is able to discern the divine blessing, going beyond appearance, trusting in God's presence even when His paths seem mysterious."

That is why, "when we affirm that 'I believe in God', we are saying, as does Abraham, 'I trust in You. I entrust myself to You, Lord'. … Saying 'I believe in God' means basing my life on Him, letting His Word guide me every day in my concrete choices, without fear of losing something of myself. … Abraham, the believer, teaches us faith and, like a foreigner on earth, points out our true homeland. Faith makes us pilgrims on earth, situated in the world and in history, but on the path toward our heavenly homeland. Believing in God thus makes us heralds of values that often do not coincide with fashion or the opinion of the moment. … In many societies, God has become the 'great absentee' and many idols have taken His place, above all the desire for possessions and the autonomous 'I'. Also, the significant and positive progress in science and technology has given humanity the illusion of omnipotence and self-sufficiency and a growing selfishness has created many imbalances in personal relationships and in social behaviour."

"And yet," the Holy Father emphasized, "the thirst for God is not quenched and the Gospel message continues to resonate through the words and deeds of many men and women of faith. Abraham, the father of all believers, continues to be the father of the many children who are willing to walk in his footsteps and who make their way in obedience to the divine call, trusting in the Lord's benevolent presence and accepting His blessing in order to become a blessing for all. It is the blessed world of faith to which we are all called, to walk without fear following the Lord Jesus Christ."

"Affirming that 'I believe in God', then, compels us to leave, to continuously go out of ourselves just as Abraham did, in order to bring the certainty that comes to us from faith into our daily realities. It is the certainty of God's presence in history, even today; a presence that brings life and salvation."

You can find more information at: www.visnews.org and www.vatican.va

Où peut-on écouter Dieu parlant, s'est demandé Benoît XVI: Avant tout dans l'Ecriture

DANS LE SILLAGE D'ABRAHAM

Cité du Vatican, 23 janvier 2013 (VIS). Le Saint-Père a consacré la catéchèse de la l'audience générale au premier article du Credo, Je crois en Dieu. Cette phrase, a-t-il dit, constitue "une affirmation fondamentale, apparemment simple dans son caractère essentiel, mais qui ouvre à l'infini le rapport avec le Seigneur et son mystère. Croire en Dieu implique" d'adhérer et de suivre sa Parole, d'y obéir. "Il s'agit d'un acte personnel et d'une réponse libre" de chacun. "Pouvoir dire croire en Dieu" est de la responsabilité humaine, dans une expérience de dialogue avec celui qui, par amour, parle à l'homme comme à un ami".

Où peut-on écouter Dieu parlant, s'est demandé Benoît XVI: Avant tout dans l'Ecriture qui nous enseigne la foi en racontant "l'histoire dans laquelle Dieu réalise son projet de salut en se rapprochant des hommes, par le biais...de personnes qui croient en lui et s'en remettent à lui". Abraham est la figure de référence pour croire en Dieu. Il fut capable de quitter son pays "en mettant toute sa confiance en Dieu, confiant dans sa promesse. C'est pourquoi Abraham est considéré comme le père de tous les croyants... Il marcha sans savoir où Dieu le conduisait, mais en totale obéissance... La nuit où il se trouvait était celle de l'inconnu, percée par la lumière d'une promesse... Selon le projet divin, Abraham était destiné à devenir le père d'une multitude de peuples, et à entrer pour s'y établir" dans la terre promise.

La foi, a poursuivi le Pape, "porta Abraham à parcourir un chemin paradoxal. Il sera béni sans les signes visibles de la bénédiction, recevant la promesse de devenir un grand peuple, alors que sa vie était marquée par la stérilité de son épouse Sarah. Conduit dans une nouvelle patrie, il dut y vivre en étranger". Il fut béni "parce que, dans la foi, il sût discerner la bénédiction divine au-delà des apparences, confiant qu'il était dans la présence de Dieu même lorsque ses voies lui semblaient mystérieuses... Lorsque nous disons; Je crois en Dieu, nous suivons Abraham qui disait: J'ai confiance en toi, Seigneur, je m'en remets à toi". Prononcer ces paroles "signifie fonder en Dieu notre vie, laisser sa parole orienter nos jours et nos choix, sans peur de nous perdre nous mêmes... Abraham le croyant nous enseigne la foi, D'étranger sur la terre, il nous indique la patrie véritable. La foi fait de nous des pèlerins sur la terre, des êtres insérés dans le monde et l'histoire tout en cheminant vers leur patrie céleste. Croire en Dieu fait de nous des porteurs de valeurs qui ne coïncident pas toujours avec la mode ou l'opinion du moment... Dans nombre de sociétés, Dieu est le grand absent. A sa place trônent de nombreuses idoles, au premier plan desquelles l'avoir et le culte du moi. Jusqu'aux grands progrès de la science et de la technique à avoir plongé l'homme dans l'illusion de la toute puissance et de l'autosuffisance. Un égocentrisme croissant a fini par provoquer de nombreux déséquilibres dans les rapports interpersonnels et dans les comportements sociaux".

"Malgré ce la soif de Dieu ne s'est pas éteinte, et le message évangélique continue de résonner dans les paroles et les actes des croyants. Abraham leur père continue d'être père des nombreux fils qui suivent sa trace et se mettent en route pour obéir à la volonté divine, confiant en la présence du Seigneur... C'est au monde béni de la foi que tout homme est appelé, en avançant sans peur à la suite de Jésus-Christ... Affirmer: Je crois en Dieu nous pousse, à l'instar d'Abraham, à sortir de nous même pour porter dans la réalité quotidienne la certitude qu'apporte la foi de la présence de Dieu dans l'histoire, d'un présence permanente qui porte vie et salut".

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CREER EN DIOS SIGUIENDO LAS HUELLAS DE ABRAHAM

Ciudad del Vaticano, 23 enero 2013 (VIS).-”Creo en un sólo Dios”, el primer artículo de la profesión de fe que acompaña la vida de los creyentes, ha sido el tema de la catequesis de Benedicto XVI durante la audiencia general de los miércoles. Esa frase es “una afirmación fundamental, aparentemente sencilla en su esencialidad, pero que abre al mundo infinito de la relación con el Señor y con su misterio. Creer en Dios implica adhesión, acogida y obediencia; (...) es un acto personal y una respuesta libre. Decir “Creo” es un don y (...) una responsabilidad; es una experiencia de diálogo con Dios que ,por amor, “nos habla como amigos”.

¿Cómo escuchar la voz de Dios que nos habla? “Fundamentalmente -ha dicho el Papa- en la Sagrada Escritura, (...) que nos habla de fe y nos narra una una historia en la que Dios cumple su proyecto de redención y se acerca a los hombres, a través de (...) personas que creen y confían”. Una de ellas es Abraham, la “primera figura de referencia para hablar de fe en Dios”. Abraham, que fue capaz de salir de su tierra confiando sólo en Dios y su promesa, es considerado el “padre de todos los creyentes” (...) La suya fue “una partida en la oscuridad; (...) pero la oscuridad de lo ignoto(...) estaba iluminada por la luz de una promesa(...). En el proyecto divino estaba destinado a ser padre de una multitud de pueblos y a entrar en una nueva tierra donde habitar”.

“La fe -ha continuado el pontífice- lleva a Abraham a recorrer un camino paradójico: será bendecido pero sin los signos visibles de la bendición: recibe la promesa de dar vida a un gran pueblo, pero con una vida marcada por la esterilidad de su mujer, Sara; es conducido a una nueva patria pero vivirá en ella como un extranjero” y sin embargo, “Abraham es bendecido porque, con la fe, sabe discernir la bendición divina yendo más allá de las apariencias, confiando en la presencia de Dios incluso cuando sus caminos resultan misteriosos”.

Por eso, “cuando afirmamos : "Creo en Dios", decimos, como Abraham: "Me fío de ti, confío en ti, Señor" (...) Decir "Creo en Dios" significa fundar en El mi vida, dejar que su palabra la oriente cada día en las opciones concretas, sin temor de perder algo de mí mismo (...) Abraham, el creyente, nos enseña la fe, y, como extranjero en una tierra que no es la suya, nos muestra la verdadera patria. La fe nos hace peregrinos en la tierra, insertados en el mundo y en la historia, pero en camino hacia la patria celestial. Por lo tanto, creer en Dios nos hace portadores de valores que a menudo no coinciden con la moda y las opiniones del momento. (...) En muchas sociedades, Dios se ha convertido en el "gran ausente" y en su lugar hay muchos ídolos, en primer lugar el deseo de poseer y el “yo" autónomo. E incluso los progresos, notables y positivos de la ciencia y la tecnología han dado a los seres humanos una ilusión de omnipotencia y autosuficiencia, y un creciente egocentrismo ha creado muchos desequilibrios en las relaciones entre las personas y en el comportamiento social”.

“Y, sin embargo -ha subrayado el Santo Padre- la sed de Dios no se ha extinguido y el mensaje del Evangelio sigue resonando a través de las palabras y las obras de muchos hombres y mujeres de fe. Abraham, el padre de los creyentes, sigue siendo el padre de muchos hijos que están dispuestos a seguir sus pasos y se ponen en camino obedeciendo a la llamada divina, confiando en la presencia benevolente del Señor y acogiendo su bendición para transformarse en bendición para todos. Es el mundo bendecido por la fe, al que todos estamos llamados, para caminar sin miedo siguiendo al Señor Jesucristo”.

Decir "Creo en Dios" nos conduce, entonces, “a partir, a salir continuamente de nosotros mismos al igual que Abraham, para llevar a la realidad cotidiana en que vivimos la certeza que viene de la fe: es decir, la certeza de la presencia de Dios en la historia, también hoy, una presencia que da vida y salvación”.

CATECHESI DEL SANTO PADRE: AUDIO ed VIDEO INTEGRALE

UDIENZA GENERALE: VIDEO INTEGRALE

CATECHESI DEL SANTO PADRE: AUDIO INTEGRALE

’UDIENZA GENERALE, 23.01.2013

L’Udienza Generale di questa mattina si è svolta alle ore 10.30 nell’Aula Paolo VI dove il Santo Padre Benedetto XVI ha incontrato gruppi di pellegrini e fedeli provenienti dall’Italia e da ogni parte del mondo.
Nel discorso in lingua italiana il Papa ha continuato il ciclo di catechesi dedicato all’Anno della fede.
Dopo aver riassunto la Sua catechesi in diverse lingue, il Santo Padre ha rivolto particolari espressioni di saluto ai gruppi di fedeli presenti. Quindi ha rivolto un appello per la popolazione di Giacarta, in Indonesia, colpita da una devastante alluvione.
L’Udienza Generale si è conclusa con il canto del Pater Noster e la Benedizione Apostolica.

CATECHESI DEL SANTO PADRE IN LINGUA ITALIANA

L'Anno della fede. "Io credo in Dio"

Cari fratelli e sorelle,

in quest’Anno della fede, vorrei iniziare oggi a riflettere con voi sul Credo, cioè sulla solenne professione di fede che accompagna la nostra vita di credenti. Il Credo comincia così: “Io credo in Dio”.
E’ un’affermazione fondamentale, apparentemente semplice nella sua essenzialità, ma che apre all’infinito mondo del rapporto con il Signore e con il suo mistero.
Credere in Dio implica adesione a Lui, accoglienza della sua Parola e obbedienza gioiosa alla sua rivelazione. Come insegna il Catechismo della Chiesa Cattolica, «la fede è un atto personale: è la libera risposta dell’uomo all’iniziativa di Dio che si rivela» (n. 166). Poter dire di credere in Dio è dunque insieme un dono – Dio si rivela, va incontro a noi – e un impegno, è grazia divina e responsabilità umana, in un’esperienza di dialogo con Dio che, per amore, «parla agli uomini come ad amici» (Dei Verbum, 2), parla a noi affinché, nella fede e con la fede, possiamo entrare in comunione con Lui.
Dove possiamo ascoltare Dio e la sua parola? Fondamentale è la Sacra Scrittura, in cui la Parola di Dio si fa udibile per noi e alimenta la nostra vita di “amici” di Dio. Tutta la Bibbia racconta il rivelarsi di Dio all’umanità; tutta la Bibbia parla di fede e ci insegna la fede narrando una storia in cui Dio porta avanti il suo progetto di redenzione e si fa vicino a noi uomini, attraverso tante luminose figure di persone che credono in Lui e a Lui si affidano, fino alla pienezza della rivelazione nel Signore Gesù.
Molto bello, a questo riguardo, è il capitolo 11 della Lettera agli Ebrei, che abbiamo appena sentito. Qui si parla della fede e si mettono in luce le grandi figure bibliche che l’hanno vissuta, diventando modello per tutti i credenti. Dice il testo nel primo versetto: «La fede è fondamento di ciò che si spera e prova di ciò che non si vede» (11,1). Gli occhi della fede sono dunque capaci di vedere l’invisibile e il cuore del credente può sperare oltre ogni speranza, proprio come Abramo, di cui Paolo dice nella Lettera ai Romani che «credette, saldo nella speranza contro ogni speranza» (4,18).
Ed è proprio su Abramo, che vorrei soffermarmi e soffermare la nostra attenzione, perché è lui la prima grande figura di riferimento per parlare di fede in Dio: Abramo il grande patriarca, modello esemplare, padre di tutti i credenti (cfr Rm 4,11-12). La Lettera agli Ebrei lo presenta così: «Per fede, Abramo, chiamato da Dio, obbedì partendo per un luogo che doveva ricevere in eredità, e partì senza sapere dove andava. Per fede, egli soggiornò nella terra promessa come in una regione straniera, abitando sotto le tende, come anche Isacco e Giacobbe, coeredi della medesima promessa. Egli aspettava infatti la città dalle salde fondamenta, il cui architetto e costruttore è Dio stesso» (11,8-10).
L’autore della Lettera agli Ebrei fa qui riferimento alla chiamata di Abramo, narrata nel Libro della Genesi, il primo libro della Bibbia. Che cosa chiede Dio a questo patriarca? Gli chiede di partire abbandonando la propria terra per andare verso il paese che gli mostrerà, «Vattene dalla tua terra, dalla tua parentela e dalla casa di tuo padre, verso la terra che io ti indicherò» (Gen 12,1). Come avremmo risposto noi a un invito simile? Si tratta, infatti, di una partenza al buio, senza sapere dove Dio lo condurrà; è un cammino che chiede un’obbedienza e una fiducia radicali, a cui solo la fede consente di accedere. Ma il buio dell’ignoto – dove Abramo deve andare – è rischiarato dalla luce di una promessa; Dio aggiunge al comando una parola rassicurante che apre davanti ad Abramo un futuro di vita in pienezza: «Farò di te una grande nazione e ti benedirò, renderò grande il tuo nome… e in te si diranno benedette tutte le famiglie della terra» (Gen 12,2.3).
La benedizione, nella Sacra Scrittura, è collegata primariamente al dono della vita che viene da Dio e si manifesta innanzitutto nella fecondità, in una vita che si moltiplica, passando di generazione in generazione. E alla benedizione è collegata anche l’esperienza del possesso di una terra, di un luogo stabile in cui vivere e crescere in libertà e sicurezza, temendo Dio e costruendo una società di uomini fedeli all’Alleanza, «regno di sacerdoti e nazione santa» (cfr. Es 19,6).
Perciò Abramo, nel progetto divino, è destinato a diventare «padre di una moltitudine di popoli» (Gen 17,5; cfr Rm 4,17-18) e ad entrare in una nuova terra dove abitare. Eppure Sara, sua moglie, è sterile, non può avere figli; e il paese verso cui Dio lo conduce è lontano dalla sua terra d’origine, è già abitato da altre popolazioni, e non gli apparterrà mai veramente. Il narratore biblico lo sottolinea, pur con molta discrezione: quando Abramo giunge nel luogo della promessa di Dio: «nel paese si trovavano allora i Cananei» (Gen 12,6). La terra che Dio dona ad Abramo non gli appartiene, egli è uno straniero e tale resterà sempre, con tutto ciò che questo comporta: non avere mire di possesso, sentire sempre la propria povertà, vedere tutto come dono. Questa è anche la condizione spirituale di chi accetta di seguire il Signore, di chi decide di partire accogliendo la sua chiamata, sotto il segno della sua invisibile ma potente benedizione. E Abramo, “padre dei credenti”, accetta questa chiamata, nella fede. Scrive san Paolo nella Lettera ai Romani: «Egli credette, saldo nella speranza contro ogni speranza, e così divenne padre di molti popoli, come gli era stato detto: Così sarà la tua discendenza. Egli non vacillò nella fede, pur vedendo già come morto il proprio corpo – aveva circa cento anni – e morto il seno di Sara. Di fronte alla promessa di Dio non esitò per incredulità, ma si rafforzò nella fede e diede gloria a Dio, pienamente convinto che quanto egli aveva promesso era anche capace di portarlo a compimento»(Rm 4,18-21).
La fede conduce Abramo a percorrere un cammino paradossale. Egli sarà benedetto ma senza i segni visibili della benedizione: riceve la promessa di diventare grande popolo, ma con una vita segnata dalla sterilità della moglie Sara; viene condotto in una nuova patria ma vi dovrà vivere come straniero; e l’unico possesso della terra che gli sarà consentito sarà quello di un pezzo di terreno per seppellirvi Sara (cfr Gen 23,1-20). Abramo è benedetto perché, nella fede, sa discernere la benedizione divina andando al di là delle apparenze, confidando nella presenza di Dio anche quando le sue vie gli appaiono misteriose.
Che cosa significa questo per noi? Quando affermiamo: “Io credo in Dio”, diciamo come Abramo: “Mi fido di Te; mi affido a Te, Signore”, ma non come a Qualcuno a cui ricorrere solo nei momenti di difficoltà o a cui dedicare qualche momento della giornata o della settimana.

Dire “Io credo in Dio” significa fondare su di Lui la mia vita, lasciare che la sua Parola la orienti ogni giorno, nelle scelte concrete, senza paura di perdere qualcosa di me stesso. Quando, nel Rito del Battesimo, per tre volte viene richiesto: “Credete?” in Dio, in Gesù Cristo, nello Spirito Santo, la santa Chiesa Cattolica e le altre verità di fede, la triplice risposta è al singolare: “Credo”, perché è la mia esistenza personale che deve ricevere una svolta con il dono della fede, è la mia esistenza che deve cambiare, convertirsi. Ogni volta che partecipiamo ad un Battesimo dovremmo chiederci come viviamo quotidianamente il grande dono della fede.
Abramo, il credente, ci insegna la fede; e, da straniero sulla terra, ci indica la vera patria.
La fede ci rende pellegrini sulla terra, inseriti nel mondo e nella storia, ma in cammino verso la patria celeste. Credere in Dio ci rende dunque portatori di valori che spesso non coincidono con la moda e l’opinione del momento, ci chiede di adottare criteri e assumere comportamenti che non appartengono al comune modo di pensare. Il cristiano non deve avere timore di andare “controcorrente” per vivere la propria fede, resistendo alla tentazione di “uniformarsi”.
In tante nostre società Dio è diventato il “grande assente” e al suo posto vi sono molti idoli, diversissimi idoli e soprattutto il possesso e l’”io” autonomo. E anche i notevoli e positivi progressi della scienza e della tecnica hanno indotto nell’uomo un’illusione di onnipotenza e di autosufficienza, e un crescente egocentrismo ha creato non pochi squilibri all’interno dei rapporti interpersonali e dei comportamenti sociali.
Eppure, la sete di Dio (cfr. Sal 63,2) non si è estinta e il messaggio evangelico continua a risuonare attraverso le parole e le opere di tanti uomini e donne di fede. Abramo, il padre dei credenti, continua ad essere padre di molti figli che accettano di camminare sulle sue orme e si mettono in cammino, in obbedienza alla vocazione divina, confidando nella presenza benevola del Signore e accogliendo la sua benedizione per farsi benedizione per tutti. È il mondo benedetto della fede a cui tutti siamo chiamati, per camminare senza paura seguendo il Signore Gesù Cristo. Ed è un cammino talvolta difficile, che conosce anche la prova e la morte, ma che apre alla vita, in una trasformazione radicale della realtà che solo gli occhi della fede sono in grado di vedere e gustare in pienezza.
Affermare “Io credo in Dio” ci spinge, allora, a partire, ad uscire continuamente da noi stessi, proprio come Abramo, per portare nella realtà quotidiana in cui viviamo la certezza che ci viene dalla fede: la certezza, cioè, della presenza di Dio nella storia, anche oggi; una presenza che porta vita e salvezza, e ci apre ad un futuro con Lui per una pienezza di vita che non conoscerà mai tramonto. Grazie.

APPELLO

Seguo con preoccupazione le notizie giunte dall’Indonesia, dove una grande alluvione ha devastato la capitale Giacarta, provocando vittime, migliaia di sfollati e ingenti danni. Desidero esprimere la mia vicinanza alle popolazioni colpite da questa calamità naturale, assicurando la mia preghiera e incoraggiando alla solidarietà affinché a nessuno manchi il necessario soccorso.

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