sábado, 5 de março de 2011

El Santo Sacrifício de la Misa : I. Qué clase de sacrificio es la Misa. II. De los que ofrecen este sacrificio. III. Eficacia del sacrificio de la Misa. IV. Del valor y frutos del sacrificio. V. Qué método ha de observarse en la aplicación de la Misa.

  El Santo Sacrifício de la Misa  

http://2.bp.blogspot.com/_NpFHzdlacH0/TIPf13dR_SI/AAAAAAAAEZQ/tT0_tzgdUSc/s1600/sacrificio-missa.jpg

I. Qué clase de sacrificio es la Misa.

            Aunque muchos eran los sacrificios en la antigua Ley, en la nueva, sin embargo, sólo existe un único sacrificio, que tanto más perfectamente excede la diferencia de todos los holocaustos de la Ley mosaica cuanto más excelente y aceptable a Dios es la víctima que en él se inmola. Es, pues, la Misa sacrificio latréutico o de adoración, ofrecido a Dios para rendirle el supremo culto y el más alto honor, como a nuestro primer principio y nuestro último fin, en testimonio de su excelencia infinita, de su dominio y majestad, y de nuestra dependencia, servidumbre y sujeción a El. Es eucarístico: acción de gracias por todos los beneficios (que nos hace el mismo Dios en cuanto es nuestro bienhechor) de naturaleza, de gracia y de gloria. Es propiciatorio y satisfactorio por los pecados y las penas merecidas, pues aplica a todos aquellos por quienes se ofrece la fuerza y la virtud del sacrificio de la cruz; más aún, es el mismo sacrificio en la substancia ("quoad substantiam"), la misma hostia y el mismo oferente principal, aunque se ofrezca de diverso modo. Y se llama propiciatorio porque por esta oración el Señor es aplacado y concede la gracia y el don de la penitencia a los pecadores que no ponen obstáculos; condona las penas merecidas por el pecado porque por el sacrificio de la Misa se aplica el sacrificio de Cristo, quien satisfizo en la cruz por los pecados de todo el mundo. Condona las mismas penas a los difuntos que están en el purgatorio, porque con este fin fue instituido también por Cristo, como consta por la postestad que se confiere a los sacerdotes en la ordenación, de ofrecerlo por vivos y difuntos; este efecto nunca se puede impedir, porque es imposible que aquéllos pongan óbice alguno. Por tanto, para aquellos por los cuales se ofrece, vivos o difuntos, la remisión de la pena será en la misma medida que en su misericordia fijó el mismo Cristo. Pues aunque la víctima que se ofrece es de valor infinito, sin embargo, nuestra oblación, según enseñan comúnmente los teólogos, sólo tiene un efecto finito. Para los que conjuntamente ofrecen el sacrificio, este efecto se aumenta según la devoción y disposición interior de cada uno. Por último, habiéndonos merecido Cristo no sólo la remisión de los pecados, sino también otros muchos beneficios, este sacrificio es por consecuencia también impetratorio de todos los bienes, primero de los espirituales, y en segundo lugar de los temporales, en cuanto que a aquéllos conducen. Pero como de por sí solamente tiene el poder de impetrar en general, para que algo determinado se impetre, la intención del oferente debe aplicarse a ello de modo especial. Sin embargo, para impetrar por la Iglesia siempre interviene la intención de la misma Iglesia, principalmente con relación a aquello que en las oraciones de la Misa se pide a Dios; pues también la Iglesia es oferente en la persona de su ministro.
http://www.statveritas.com.ar/Imagenes/Misa-San-Gregrorio01-s.jpg
II. De los que ofrecen este sacrificio.

            El primero y principal oferente es Cristo, el único que pudo ofrecer un sacrificio aceptable al Padre, y por ofrecerlo diariamente y por medio de sus ministros sacerdotes, se dice que es sacerdote eterno, según está escrito: «Tu es sacerdos in aeternum secundum ordinem Melchisedech». «Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec». Cristo, pues, no sólo es oferente por haber instituido el sacrificio y por haberle conferido toda la fuerza de sus méritos, sino sobre todo porque el sacerdote en su persona, en cuanto ministro y legado de Cristo, realiza el sacrificio en representación suya, como consta por las palabras de la consagración; pues no dice: «Este es el Cuerpo» o «Esta es la Sangre de Cristo», sino  «Este es mi Cuerpo» o «Esta es la Sangre de Cristo», sino «Este es mi Cuerpo», «Esta es mi Sangre». Por lo tanto, Cristo juntamente con el sacerdote ofrece a Dios Padre por los hombres el mismo sacrificio; y en virtud; y en virtud de su Persona, que es de una santidad purísima y de una dignidad infinita, este sacrificio es siempre puro y grato a Dios, aunque se ofrezca por un ministro pecador.
            El segundo oferente es la Iglesia católica, de quien es ministro el sacerdote y todos sus fieles no excomulgados, que de algún modo lo ofrecen también por medio del sacerdote no en cuanto ministro, sino en cuanto legado o mediador. Pues así como se dice que toda sociedad obra lo que su legado realiza en su nombre, de la misma manera puede decirse también que todos los católicos ofrecen el sacrificio porque el sacerdote, en la persona de toda la Iglesia, sacrifica en nombre de ellos. Aunque no todos de la misma manera, pues unos ofrecen el sacrificio sólo habitualmente, porque ni están presentes en el sacrificio, ni piensan en él; no obstante, al estar todos unidos a la Iglesia por la caridad, se supone que hacen habitualmente lo que ella hace. Otros de manera causal, mandando o procurando que alguien celebre el santo sacrificio, lo que ocurre sobre todo cuando se dan limosnas con este fin. Otros, por último, lo ofrecen actualmente; son los que están de hecho presentes en el sacrificio.
            El tercer oferente y ministro propio de este sacrificio es el sacerdote legítimamente ordenado, cuya potestad es tan firme e inamovible que, aun en el caso en que sea hereje o esté suspenso, depuesto, degradado o excomulgado, realiza y ofrece este sacramento, aunque ilícitamente, siempre que emplee la materia y la forma legítimas. Y no se mengua tampoco el valor del sacrificio aunque el sacerdote sea totalmente indigno o esté apartado de la Iglesia; pues el fruto no depende de la cualidad del ministro, sino de la institución de Cristo.

III. Eficacia del sacrificio de la Misa.

            Se puede considerar en este sacrificio una doble eficacia, una que llaman los teólogos «ex opere operato» , independiente del mérito y de la dignidad del ministro; otra «ex opere operantis», que depende del sacerdote oferente, de su mérito y santidad, de quien recibe su valor y virtud. Enseñan los teólogos que el primer efecto «ex opere operato» ni el sacerdote ni los fieles lo reciben, en cuanto oferentes, sino en cuanto el sacrificio se ofrece por ellos; pues el sacrificio no produce este efecto sino en favor de aquellos para quienes fue instituido y del modo según el cual fue instituido; ahora bien, fue instituido para que se ofreciera por los hombres, y precisamente en provecho de aquellos por quienes se ofrece; y como quiera que aplica la virtud del sacrificio de la cruz, no causa este efecto sino en la persona a quien se aplica tal virtud, cosa que realiza el oferente al hacer la oblación por una persona determinada. Fue siempre opinión constante entre los católicos que este sacrificio produce «ex opere operato» (es decir, si no pone obstáculo la persona por quien se ofrece) efectos infalibles y determinados, como son la remisión de alguna pena debida por pecados ya perdonados o el don de una gracia preveniente para obtener la remisión de los pecados cometidos. Por lo que se refiere a la eficacia impetrativa, sabemos por experiencia cotidiana que no es infalible, pues no siempre obtenemos todo lo que pedimos ni aquella intención por la que se ofrece el sacrificio. Esto procede de la naturaleza de la impetración que exige libertad en el que concede, de tal manera que puede conceder o negar a su arbitrio aquello que se pide. Pedimos, pues, exponiendo nuestras razones que creemos pueden mover a Dios a obrar en un sentido, sin que esté obligado por ello en virtud de un pacto establecido. En consecuencia, no pedimos nada sin que nuestra voluntad esté conforme, respecto de lo que pedimos, con la voluntad de Cristo, a la que por sernos desconocida no podemos acomodarnos del todo. Es cierto, sin embargo, que el sacrificio no carece de este efecto, porque aunque Dios no conceda lo que precisamente pedimos, nos otorga lo que  «hic et nunc» juzga más conveniente para nosotros.
            Respecto al segundo efecto «ex opere operantis», dos son los motivos por los que puede aumentar su eficacia. El primero es la probidad y dignidad del celebrante, cuya raíz son la gracia santificante y las virtudes que acompañan a la gracia; pues cuanto más santo y más grato a Dios sea el sacerdote, tanto más aceptables serán sus dones y oblaciones. La segunda es la devoción actual con la que se ofrece el sacrificio; pues cuanto mayor sea aquélla, tanto más le servirá de provecho. Y así como las demás obras buenas que hace el justo son tanto más meritorias e impetratorias, y valen más para la satisfacción y remisión de la pena como cuanto con mayor perfección y fervor se hagan, así también este sacrificio, ya se considere como sacrificio o como sacramento, cuanto más devotamente se ofrece y se recibe, tanto más aumenta el mérito y aprovecha más a quienes lo ofrecen por sí mismos y lo reciben y a aquellos por los que se ofrece. Debe procurar, por tanto, el sacerdote ser muy grato y acepto a Dios por el continuo ejercicio de las virtudes heroicas, crecer ante El en gracia y santidad, y celebrar siempre con gran fervor y devoción. Y con ello, él mismo como aquellos por quienes se ofrece el sacrificio, alcanzan mayores y más eficaces efectos «ex opere operantis».

IV. Del valor y frutos del sacrificio.

            Aunque algunos teólogos estiman que este sacrificio tiene «ex opere operato» un valor o eficiencia de intensidad infinita por cuanto en sustancia es el mismo sacrificio de la cruz, y la víctima ofrecida, el Cuerpo y la Sangre de Cristo, es de un precio infinito, y el mismo Cristo, oferente principal, es una Persona de dignidad infinita, sin embargo, la opinión más cierta y más común es que no tiene sino un valor finito. La razón principal de lo que acabamos de decir se deduce de la voluntad de Nuestro Señor Jesucristo, quien no quiso instituir este sacrificio para conferir un fruto intensamente infinito; lo mismo que de hecho los ángeles rebeldes no fueron redimidos porque Cristo no quiso aplicarles los méritos de su pasión. Otra razón estriba en que para la eficacia infinita del sacrificio, además de la infinitud de la hostia y del oferente principal, se exige también infinitud por parte de aquel que inmediatamente ofrece. Y como quiera que el sacerdote inmediatamente operante es de dignidad finita, también el valor del sacrificio en cuanto a su eficiencia y a su influjo actual será finito, porque aquella acción es producida inmediatamente por una persona finita, y en esto difiere nuestro sacrificio del de la Cruz, ya que éste fue ofrecido inmediatamente por una Persona infinita, y, por tanto, fue una acción infinita en su entidad moral, e infinitamente grata a Dios Padre. Apoya esta doctrina el sentir común de los fieles, que procuran ofrecer sacrificios muchas veces por sí y por los suyos, lo cual ciertamente no harían si reconociesen una eficacia infinita en cada sacrificio. Y también los sacerdotes podrían satisfacer en ese caso seiscientas obligaciones con un único sacrificio, lo cual está prohibido terminantemente por decretos eclesiásticos. En vano se ofrecerían tantos sacrificios por un solo difunto; bastaría uno para librar a todas las almas del purgatorio. Finalmente, la Misa de cualquier sacerdote se equipararía al sacrificio de Cristo en la cruz, que ciertamente fue único por ser de valor infinito. Y no hay que concebir lo que se contiene en el sacrificio como una entidad natural que obra en proporción al máximo grado de su eficiencia, sino como un ser libre cuya operación tiene el grado de eficacia que determina el agente principal, Cristo nuestro Redentor, quien, por medio de este incruento sacrificio, quiere aplicarnos sólo un fruto de su pasión, finito y limitado. Por tanto, el sacrificio tiene una eficacia finita en orden a todos sus efectos, a excepción de la fuerza impetrativa, de la que todos están de acuerdo en afirmar que es finita precisamente porque no consiste en algo producido por el sacrificio, sino en la excelencia y su intrínseca dignidad, en cuanto que objetivamente mueve a Dios a que conceda lo que se pide, aunque no siempre lo conceda, sino cuando juzga que el concederlo conviene a nuestra salvación.
            Si hablamos, en cambio, de una infinitud extensiva, a saber: si el sacrificio ofrecido por muchos aprovecha igualmente a cada uno como lo produciría si por él solo se ofreciese, se nos presenta un grave problema, que hay que resolver distinguiendo antes los frutos de la Misa. Pues hay tres partes en el valor de la Misa, o sea, un triple fruto: general, especial y medio. El primero se extiende a todos los fieles; el segundo es propio del celebrante, y el tercero depende de la voluntad del sacerdote, que lo aplica a quien quiere. El primero se sigue de que este sacrificio se ofrece de modo general por todos los fieles vivos y difuntos; es, pues, lo mismo en cuanto a la sustancia que el sacrificio de la Cruz, que fue ofrecido por todos, y consta por el Canon de la Misa que el sacerdote debe aplicarlo por todos, por el Papa, por el Obispo, por toda la Iglesia militante y purgante, sin poder dejar de hacer esto, ya que fue precisamente destinado para ello de modo especial por la misma Iglesia. Por lo cual, este fruto se aplica a todos los fieles que participan de la unidad de la Iglesia y que no ponen óbice, y así puede ser en cierto modo extensivamente infinito, y todos y cada uno, si no queda por ellos, pueden percibir el fruto íntegro como si se tratara de uno solo. Se discute si este fruto supone sólo la impetración o también la satisfacción. El segundo fruto tiene su fundamento en que el sacerdote ofrece el sacrificio también por sí mismo. «Offero -dice- pro innumerabilibus peccatis et offensionibus et negligentiis meis». Debe, pues, como dice el Apóstol: «Quemadmodum pro populo ita etiam pro semetipso oferre pro peccatis», y por esta razón debe ofrecer sacrificio en descuento de los pecados, no menos por los suyos propios que por los del pueblo. El sacerdote recibe este fruto, en cuanto celebra por sí mismo como ministro público; el fruto de que hablamos, por tanto, no es aplicable a otro, pues al ofrecer el sacrificio por sí mismo con las palabras «pro peccatis et offensionibus meis», a sí mismo se las aplica, y lo que se aplica a sí mismo no se lo puede aplicar a los demás. El tercero se colige de la misma naturaleza del sacrificio, que por estar instituido para los hombres debe, por tanto, aprovechar a aquellos por quienes se ofrece. Según opinión común, este fruto medio no es extensivamente infinito, sino que a cuantos más se extiende más disminuye. El sacerdote debe aplicar este fruto a aquel por quien especialmente está obligado a celebrar por razón de beneficio, limosna, precepto del superior o por cualquier otro título; y esto antes de la Misa, o al menos antes de la Consagración; pues si la esencia de la Misa consiste únicamente como sostienen la mayoría de los autores, en la consagración, de nada valdría hacer después la aplicación del fruto estando ya el sacrificio consumado «quoad substantiam».

V. Qué método ha de observarse en la aplicación de la Misa.

            Como ya dijimos que el fruto debe ser aplicado por los sacerdotes, se hace necesario, según la común y más extendida opinión de los teólogos, establecer alguna práctica o método para hacer esta aplicación que sirva a los sacerdotes para no resbalar en cosa de tanta importancia ni faltar a su obligación. Primero hay que tener en cuenta que el sacerdote ofrece este sacrificio en nombre de muchos: en nombre de Cristo, primero y principal oferente de cuyo mérito emana el valor del sacrificio y de cuya voluntad depende en gran manera su aplicación; además, en nombre de la Iglesia, a la que Cristo concedió la dispensación de sus méritos y satisfacciones; después en su propio nombre, en cuanto que ofrece por su libre voluntad y lo aplica a sí mismo y a otros, según su arbitrio; finalmente, en nombre de los otros fieles, quienes, juntamente con él o por medio de él, ofrecen el sacrificio con voluntad interna, a saber: aquellos que ayudan y asisten a Misa, o han dado limosnas para su celebración. Además, Cristo y la Iglesia quieren que todos los fieles sean partícipes de los frutos del sacrificio cuantas veces se ofrezca, siempre que sean capaces y no pongan por su parte ningún óbice; tampoco se exige aplicación alguna por parte del sacerdote celebrante, para que este fruto común se extienda a todos. Sin embargo, por voluntad y disposición del mismo Cristo, una parte notable de todos los frutos se deja a la libre aplicación y determinación tanto del mismo sacerdote celebrante, en cuanto ministro y dispensador de sus misterios, como de los otros que ofrecen junto con él; lo cual se desprende del consentimiento común de la Iglesia, que aprueba la costumbre de los fieles, según la cual este sacrificio se ofrece particularmente por ellos; y en vano harían esto si todo el fruto del sacrificio estuviese ya aplicado y nada quedara para aplicar por la intención del sacerdote. El sacerdote, en la acción de este sacrificio, es superior a los otros que ofrecen con él; de esta manera la aplicación de los frutos depende principalmente de la intención; pues, como es un acto de la potestad de orden, está sujeto a su voluntad.
            Pero es del todo incierto cuánta y cuál sea la parte del fruto que Cristo Nuestro Señor quiso correspondiese ya a todos los fieles en general, ya especialmente a aquellos a los que se aplica por la intención particular del sacerdote celebrante; ni la Sagrada Escritura, ni la Tradición de la Iglesia, ni los Concilios, ni los Santos Padres han declarado ni definido nada acerca de esto. En consecuencia, basta que el sacerdote quiera aplicar según su obligación o devoción el fruto del sacrificio a determinadas personas, en la medida en que Cristo Nuestro Señor le concedió el poder aplicarlo.
            Debe tenerse en cuenta, en segundo lugar, que para que el sacerdote aplique válidamente el fruto del sacrificio es necesaria la intención que, como dicen los teólogos, se requiere para conferir válidamente cualquier sacramento. No es, pues, suficiente que la intención sea habitual; que sea actual es óptimo y laudable, aunque no necesario; basta, pues, la intención virtual, es decir, aquella que procede de la actual, y que, al no haber sido revocada, se mantiene todavía en vigor. Esta intención, sin embargo, debe coincidir con la misma realización del sacrificio, ser cierta y determinada y no dejar en suspenso el efecto del sacrificio, ya que no puede depender de condición futura. Ahora bien, si el sacerdote no aplica a nadie el fruto del sacrificio, o aquel por quien lo ofrece no es capaz o no lo necesita, el fruto queda en el tesoro de la Iglesia. De donde infieren los teólogos que en tal caso es mejor tener condicionada la voluntad y aplicar el sacrificio por alguien que pueda gozar de este fruto. A algunos les parece también ser muy conveniente que el sacerdote, que quiere celebrar por varias personas, las mencione especial y concretamente, no de un modo general y confuso, porque en este caso aprovecha menos a cada uno en particular; el sacrificio produce, pues, su efecto según el modo en que se aplique, y la aplicación es más perfecta en cuanto se les nombra a todos por separado. Para evitar los escrúpulos que puedan surgir a causa de la aplicación, debe el sacerdote dejar de lado todas las opiniones inciertas y aplicar el fruto del sacrificio primera y principalmente por aquel por quien está obligado a celebrar en razón de beneficio, limosma, promesa u obligación especial. Entonces, sin ningún perjuicio por esa parte, hasta donde le sea permitido, podrá asimismos aplicar por otros especialmente unidos o encomendados a él por caridad o por cualquier otra razón, conformando y subordinando perfectamente su intención a la intención de Cristo, de quien él está constituido dispensador, extender a muchos una parte de los frutos, parte que, dada la suma e inefable misericordia de Dios, no se puede esperar que sea sino abundantísima.
           
DE:http://caminoteresiano.es.tl/

# A GRANDEZA DO SANTO SACRIFÍCIO DA MISSA: I. É Jes... # A NECESSIDADE DO SANTO SACRIFÍCIO DA MISSA – SÃO L... # The Holy Mass as referred to in this essay is the ... # * Cardeal Joseph Ratzinger: "creio que a longo pra... # Cardeal Ratzinger sobre a Liturgia:"Sempre que haj... # VEN. PÍO XII : "Es a través del sacrificio del alt... # SS Benedicto XVI pidió a los aspirantes al sacerdo... # Visita di Benedetto XVI al Pontificio Seminario Ro... # # ¿Para que sirven los santos? # D O C T O R E S Y... # Juventutem London at Corpus Christi, Maiden Lane o... # Pictures of Gregorian Mass from Thornley # D. Nicola Bux fala sobre a Instrução e a Reforma d...

A GRANDEZA DO SANTO SACRIFÍCIO DA MISSA: I. É Jesus Cristo a vítima oferecida na Santa Missa II. Na Santa Missa é Jesus Cristo o oferente principal III. A Santa Missa é uma representação e renovação do sacrifício da cruz IV. A Santa Missa é o maior presente de Deus OS QUATRO FINS DO SANTO SACRIFÍCIO DA MISSA I. A Santa Missa é um sacrifício latrêutico II. A Santa Missa é um sacrifício propiciatório III. A Santa Missa é um sacrifício eucarístico IV. A Santa Missa é um sacrifício impetratório


http://www.santamariadasvitorias.com.br/img/Consagracao.jpg







 

 I. É Jesus Cristo a vítima oferecida na Santa Missa


 
O Concílio de Trento (Sess. 22) diz da Santa Missa: “Devemos reconhecer que nenhum outro ato pode ser praticado pelos fiéis que seja tão santo como a celebração deste imenso mistério”. O próprio Deus todo-poderoso não pode fazer que exista uma ação mais sublime e santa do que o santo sacrifício da Missa. Este sacrifício de nossos altares sobrepassa imensamente todos os sacrifícios do Antigo Testamento, pois não são mais bois e cordeiros que são sacrificados, mas é o próprio Filho de Deus que se oferece em sacrifício. “O judeu tinha o animal para o sacrifício, o cristão tem Cristo”, escreve o venerável Pedro de Clugny; “seu sacrifício é, pois, tanto mais precioso, quanto mais acima de todos os sacrifícios dos judeus está Jesus Cristo”. E acrescenta que, “para os servos (isto é, para os judeus, no Antigo Testamento), não convinham outros animais senão aqueles que eram destinados ao serviço do homem; para os amigos e filhos foi Jesus Cristo reservado como cordeiro que nos livra do pecado e da morte eterna” (Ep. cont. Petrobr.). Tem, portanto, razão São Lourenço Justiniano, dizendo que não há sacrifício maior, mais portentoso e mais agradável a Deus do que o santo sacrifício da Missa (cfr. Sermo de Euch.).

S. João Crisóstomo diz que durante a Santa Missa o altar está circundado de anjos que aí se reúnem para adorar a Jesus Cristo que, nesse sacrifício sublime, é oferecido ao Pai celeste (De sac., 1, 6). Que cristão poderá duvidar, escreve S. Gregório (Dial. 4, c. 58), que os céus se abram à voz do sacerdote, durante esse Santo Sacrifício, e que coros de anjos assistam a esse sublime mistério de Jesus Cristo. S. Agostinho chega até a dizer que os anjos se colocam ao lado do sacerdote para servi-lo como ajudantes.
II. Na Santa Missa é Jesus Cristo o oferente principal
O Concílio de Trento (Sess. 22, c. 2) ensina-nos também que neste sacrifício do Corpo e Sangue de Jesus Cristo é o próprio Salvador que oferece em primeiro lugar esse sacrifício, mas que o faz pelas mãos do sacerdote que escolheu para seu ministro e representante. Já antes dissera São Cipriano: “O sacerdote exerce realmente o ofício de Jesus Cristo” (Ep. 62). Por isso o sacerdote diz, na elevação: "Isto é o meu corpo; este é o cálice de meu sangue".
Belarmino (De Euch., 1. 6, c. 4) escreve que o santo sacrifício da missa é oferecido por Jesus Cristo, pela Igreja e pelo sacerdote; não, porém, do mesmo modo por todos: Jesus Cristo oferece como o sacerdote principal, ou como o oferente próprio, contudo, por intermédio de um homem, que é, no mesmo tempo sacerdote e ministro de Cristo; a Igreja não oferece como sacerdotisa, por meio de seu ministro, mas como povo, por intermédio do sacerdote; o sacerdote, finalmente, oferece como ministro de Jesus Cristo e como medianeiro ele todo o povo.
Jesus Cristo, contudo, é sempre o sacerdote principal na Santa Missa, onde ele se oferece continuamente e sob as espécies de pão e de vinho por intermédio dos sacerdotes, seus ministros, que representam a sua Pessoa quando celebram os santos mistérios. Por isso diz o quarto Concílio de Latrão (Cap. Firmatur, de sum. Trinit.) que Jesus Cristo é ao mesmo tempo o sacerdote e o sacrifício. De fato, convém à dignidade deste sacrifício que ele não seja oferecido, em primeiro lugar, por homens pecadores, mas por um sumo sacerdote que não esteja sujeito ao pecado, mas que seja santo, inocente, imaculado, separado dos pecadores e mais elevado que os céus (Heb 7, 26).
III. A Santa Missa é uma representação e renovação do sacrifício da cruz
Segundo São Tomás (Off. Ss. Sac., I. 4), o Salvador nos deixou o Santíssimo Sacramento para conservar viva entre nós a lembrança dos bens que nos adquiriu e do amor que nos testemunhou com sua morte. Por isso o mesmo Doutor chama a Sagrada Eucaristia “um manancial perene da paixão”.
Ao assistires, pois, à Santa Missa, alma cristã, pondera que a hóstia que o sacerdote oferece é o próprio Salvador que por ti sacrificou o seu sangue e a sua vida. Entretanto, a Santa Missa não é somente uma representação do sacrifício da cruz, mas também uma renovação do mesmo, porque em ambos é o mesmo sacerdote e a mesma vítima, a saber, o Filho de Deus Humanado. Só no modo de oferecer há uma diferença: o sacrifício da cruz foi oferecido com derramamento de sangue; o sacrifício da missa é incruento; na cruz, Jesus morreu realmente; aqui, morre só misticamente (Conc. Trid., Sess. 22, c. 2).
Imagina, durante a Santa Missa, que estás no monte Calvário, para ofereceres a Deus o sangue e a vida de seu adorável Filho, e, ao receberes a Santa Comunhão, imagina beberes seu precioso sangue das chagas do Salvador. Pondera também que em cada Missa se renova a obra da Redenção, de maneira que, se Jesus Cristo não tivesse morrido na cruz, o mundo receberia, com a celebração de uma só Missa, os mesmos benefícios que a morte do Salvador lhe trouxe. Cada Missa celebrada encerra em si todos os grandes bens que a morte na cruz nos trouxe, diz São Tomás (In Jo 6, lect. 6). Pelo sacrifício do altar nos é aplicado o sacrifício da cruz. A paixão de Jesus Cristo nos habilitou à Redenção; a Santa Missa nos faz entrar na posse dela e comunica-nos os merecimentos de Jesus Cristo.
 
IV. A Santa Missa é o maior presente de Deus
Na Santa Missa, o próprio Jesus Cristo dá-se a nós. É uma verdade de fé que o Verbo Encarnado se obrigou a obedecer ao sacerdote, quando este pronuncia as palavras da consagração e a vir às suas mãos sob as espécies do pão e do vinho. Fica-se estupefato por Deus ter obedecido outrora a Josué e mandado ao sol que parasse, quando ele disse: Sol, não te movas de Gabaon, e tu, ó lira, do vale de Ajalon (Jos 10, 12). Entretanto, muito mais admirável é que Deus mesmo desce ao altar ou a qualquer outro lugar a que o Padre o chama com umas poucas palavras, e isso tantas vezes quantas é chamado pelo sacerdote, mesmo que este seja seu inimigo. E, tendo vindo, se põe o Senhor à inteira disposição do sacerdote; este o leva, à vontade, de um lugar para o outro, coloca-o sobre o altar, fecha-o no tabernáculo, tira-o da igreja, toma-o na Santa Comunhão, e o dá em alimento a outros. São Boaventura diz que o Senhor, em cada Missa, faz ao mundo um benefício igual àquele que lhe fez outrora pela encarnação (cfr. De inst. Novit., p. 1, c. 11). Se Jesus Cristo não tivesse vindo ao mundo, o sacerdote, pronunciando as palavras da consagração, o introduziria nele. “Ó dignidade sublime a do sacerdote”, exclama por isso Santo Agostinho (Mol. lnstr. Sach., t. 1, c. 5), “em cujas mãos o Filho de Deus se reveste de carne, como no seio da Virgem Mãe”.
Numa palavra, a Santa Missa, conforme a predição do profeta (Zac 9, 17), é a coisa mais preciosa e bela que possui a Igreja. São Boaventura (De inst. Nov., 1. c.) diz que a Santa Missa nos põe diante dos olhos todo o amor que Deus nos dedicou e que é, de certo modo, um compêndio de todos os benefícios que ele nos fez.
OS QUATRO FINS DO SANTO SACRIFÍCIO DA MISSA
I. A Santa Missa é um sacrifício latrêutico
No Antigo Testamento os homens procuravam honrar a Deus por toda a espécie de sacrifícios, no Novo Testamento, porém, presta-se maior honra a Deus com um só sacrifício da Missa do que com todos os sacrifícios do Antigo Testamento, que eram só figuras e sombras da Sagrada Eucaristia. Pela Santa Missa se presta a Deus a honra que lhe é devida, porque, por meio dela, Ele recebe a mesma honra infinita que Jesus Cristo lhe prestara sacrificando-se na cruz. Uma só Missa presta a Deus maior honra que todas as orações e penitências dos santos, todos os trabalhos dos apóstolos, todos os sofrimentos dos mártires, todo o amor dos serafins e mesmo da Mãe de Deus, porque todas as honras dos homens são de natureza finita, enquanto a honra que Deus recebe pela Missa é infinita, pois lhe é prestada por uma pessoa divina, o seu Filho.
Devemos por isso reconhecer, com o santo Concílio de Trento, que a Santa Missa é a mais santa e divina de todas as obras (Sess. 22). Nosso Senhor morreu especialmente para esse fim, para poder criar sacerdotes do Novo Testamento. Não era necessário que o Salvador morresse para remir o mundo; uma só gota do seu sangue, uma lágrima, uma só oração teria bastado para operar a salvação de todos, porque, sendo essa oração de valor infinito, seria suficiente para remir não só um mundo, mas também mil mundos. Para criar, porém, um sacerdote devia Jesus Cristo morrer, pois, do contrário, donde se tiraria esse sacrifício que agora oferecem a Deus os sacerdotes do Novo Testamento, esse santo e imaculado sacrifício que, por si só, basta para dar a Deus a honra que lhe é devida? Ainda que se sacrificasse a vida de todos os anjos e santos, mesmo assim, esse sacrifício não prestaria a Deus essa honra infinita, que lhe dá uma única Santa Missa.
II. A Santa Missa é um sacrifício propiciatório
Pode-se deduzir já da instituição da Sagrada Eucaristia que a Santa Missa é verdadeiramente um sacrifício propiciatório, ou seja, que inclina Deus a nos perdoar a pena e a culpa dos pecados, que foi feita especialmente para a remissão dos pecados: Este é o meu, sangue, que será derramado por muitos, para remissão dos pecados, disse Jesus Cristo (Mt 26, 28). A Santa Missa perdoa até os maiores pecados, não imediatamente, mas só mediatamente, como afirmam os teólogos, isto é, Deus, em consideração ao sacrifício do altar, concede a graça que leva o homem a detestar seus pecados e a purificar-se deles no sacramento da Penitência. Quanto às penas temporais, que devem ser expiadas depois da destruição da culpa, são elas perdoadas por virtude da Santa Missa, ao menos parcialmente, quando não de todo. Numa palavra, a Santa Missa abre os tesouros da divina misericórdia em favor dos pecadores.
Desgraçados de nós se não houvesse esse grande sacrifício, que impede à justiça divina de nos enviar os castigos que merecemos por nossos pecados. É certo que todos os sacrifícios do Antigo Testamento não podiam aplacar a ira de Deus contra os pecadores. Se se sacrificasse a vida de todos os homens e anjos, a justiça divina não seria satisfeita devidamente nem sequer por uma única falta que a criatura tivesse cometido contra seu Criador. Só Jesus Cristo podia satisfazer por nossos pecados: Ele é a propiciação pelos nossos pecados (1 Jo 2, 2). Por isso o Padre Eterno enviou o seu Filho ao mundo, para que se fizesse homem mortal e, pelo sacrifício de sua vida, o reconciliasse com os pecadores. Esse sacrifício é renovado em cada Missa. Não há dúvida: o sangue inocente do Redentor clama muito mais fortemente por misericórdia em nosso favor, que o sangue de Abel por vingança contra Caim.
Este sacrifício pode ser oferecido também pelos defuntos. Por isso o sacerdote, na Santa Missa, pede ao Senhor que se recorde de seus servos que partiram para a outra vida e que lhes conceda, pelos merecimentos de Jesus Cristo, o lugar de repouso, da luz e da paz. Se o amor de Deus que possuem as almas ao saírem desta vida não basta para purificá-las, essa falta será reparada pelo fogo do Purgatório; muito melhor, porém, a repara o amor de Jesus Cristo por meio do sacrifício eucarístico, que traz às almas grande alívio e, muitas vezes, até a libertação completa dos seus sofrimentos. O Concílio de Trento declara que as almas que sofrem no Purgatório podem ser muito auxiliadas pela intercessão dos fiéis, mas em especial pelo santo sacrifício da Missa. E acrescenta (Sess. 22, c. 2) que isso é uma tradição apostólica. Santo Agostinho exorta-nos a oferecer o sacrifício cia Santa Missa por todos os defuntos, caso que não possa aproveitar às almas pelas quais pedimos.
III. A Santa Missa é um sacrifício eucarístico
É justo e razoável que agradeçamos a Deus pelos benefícios que nos fez em sua infinita bondade. Mas que digno agradecimento podemos dar-lhe nós, miseráveis? Se Deus nos tivesse dado uma única vez um sinal de sua afeição, estaríamos obrigados a um agradecimento infinito, porque esse sinal de amor seria o favor e dom de um Deus infinito. Mas eis que o Senhor nos deu esse meio de cumprir com nossa obrigação e de agradecer-lhe dignamente. E como? Tornando-nos possível oferecer-lhe na Santa Missa a Jesus Cristo. Dessa maneira dá-se a Deus o mais perfeito agradecimento e satisfação; pois, quando o sacerdote celebra a Santa Missa, dá-lhe um digno agradecimento por todas as graças, mesmo por aquelas que foram concedidas aos santos no céu; uma tal ação de graças, porém, não podem prestar a Deus todos os santos juntos, de maneira que também nesse respeito a dignidade sacerdotal sobrepuja todas as dignidades, não excetuadas as do céu.
Na Santa Missa, a vítima que é oferecida ao Eterno Pai é seu próprio Filho, em quem pôs toda a sua complacência. Por isso dirigia Davi suas vistas a este sacrifício, quando pensava num meio de agradecer a Nosso Senhor pelas graças recebidas: Que darei ao Senhor por tudo que ele me tem feito? pergunta ele, e responde: Tomarei o cálice da salvação e invocarei o nome do Senhor (S1 115, 12). O próprio Jesus Cristo agradeceu a seu Pai celeste todos os benefícios que tinha feito aos homens, por meio deste sacrifício: E, tomando o cálice, deu graças e disse: Tomai-o e distribuí-o entre vós (Lc 22, 17).
IV. A Santa Missa é um sacrifício impetratório
Se já temos a segura promessa de alcançar tudo que pedimos a Deus em nome de Jesus Cristo (cfr. Jo 16, 23), muito maior deve ser a nossa confiança se oferecemos a Deus seu próprio Filho. Este Salvador que nos ama roga por nós sem cessar lá no céu (cfr. Rom 8, 31), mas, de modo todo especial, durante a Santa Missa, em que se sacrifica a seu Eterno Pai, pelas mãos do sacerdote, para nos alcançar suas graças. Se soubéssemos que todos os santos e a Santíssima Virgem estão rezando por nós, com que confiança não esperaríamos de Deus os maiores favores e graças. Está, porém, fora de dúvida que um só rogo de Jesus Cristo pode infinitamente mais que todas as suplicas dos santos.
No Antigo Testamento era permitido unicamente ao sumo sacerdote, e isso uma só vez no ano, entrar no santo dos santos; hoje, porém, todos os sacerdotes podem sacrificar todos os dias ao Eterno Pai o cordeiro divino, para alcançar de Deus graças para si e para todo o povo.
O sacerdote sobe ao altar para ser o intercessor de todos os pecadores. “Ele exerce o ofício de um medianeiro”, diz São Lourenço Justiniano (Sermo de Euchar.), “e por isso deve ser um intercessor para todos que pecam”. "Dessa maneira“, diz São João Crisóstomo, “está o Padre no altar, no meio, entre Deus e o homem; oferece a Deus as súplicas dos homens e alcança-lhes as graças de que precisam” (Hom. 5 in Jo.). Deus distribui as suas graças sempre que é rogado em nome de Jesus Cristo, mas as distribui com mais largueza durante a Santa Missa, atendendo às suplicas do sacerdote, diz São João Crisóstomo; pois essas súplicas são então acompanhadas e secundadas pela oração de Jesus Cristo, que é o sacerdote principal, visto que é ele mesmo que se oferece neste sacrifício para nos alcançar graças de seu Eterno Pai.
Segundo o Concílio de Trento (Sess. 22, c. 2), é especialmente durante a Santa Missa que o Senhor está sentado naquele trono de graças ao qual devemos nos chegar, diz o Apóstolo, para alcançarmos misericórdia e encontrarmos graças no momento oportuno (Heb 4, 16). Até os anjos esperam o tempo da Santa Missa, diz São João Crisóstomo (Hom 13. De incomp. Dei nat.), para pedirem com mais resultado por nós, acrescentando que dificilmente se alcançará aquilo que não se consegue durante a Santa Missa.
A Santíssima Virgem, depondo uma vez o Menino Jesus nos braços de Santa Francisca Farnese, disse-lhe: “Eis aqui o meu Filho; aprende a torná-lo favorável a ti, oferecendo-o muitas vezes a Deus. Dize, por isso, a Deus, quando vires presente no altar o divino Cordeiro: Ó Pai Eterno, ofereço-vos hoje todas as virtudes, todos os atos e todos os afetos de vosso mui amado Filho. Recebei-os por mim, e por seus merecimentos, que ele mos deu e, por isso, são meus, dai-me as graças que Jesus Cristo pedir por ruim. Ofereço-vos esses merecimentos para vos agradecer por todas as misericórdias que tendes usado comigo e para satisfazer por meus pecados. Pelos merecimentos de Jesus Cristo espero alcançar de vós todas as graças, o perdão, a perseverança, o céu, mas especialmente o mais precioso de todos os dons, o vosso puro e santo amor”.
 
Autor: Edward Saint-Omer
Fonte:
LIGÓRIO, Santo Afonso Maria. Escola da Perfeição Cristã. Org: Pe. Saint-Omer
Extraído de:
www.quadrante.com.br
Saiba mais
: Catecismo da Igreja Católica, 1322-1419.

A NECESSIDADE DO SANTO SACRIFÍCIO DA MISSA – SÃO LEONARDO DE PORTO-MAURÍCIO


  http://i87.servimg.com/u/f87/13/77/87/11/purgat10.jpghttp://2.bp.blogspot.com/_Qj3UsToau3A/TT3cXjmLkXI/AAAAAAAAA6o/VCjqhTsLQzE/s1600/DEATH+Purgatory+2b62d11b1abd56e604810bec8bb665da_medium.jpg

NECESSIDADE DO SANTO SACRIFÍCIO
"S. Leonardo de Porto-Maurício"
(As Excelências da Santa Missa, 1737)
Se não houvesse o Sol, que seria da Terra? Oh! Tudo seria trevas, horror, esterilidade e desolação.
E se o Mundo não tivesse a Santa Missa, que seria de nós? Infelizes! Ficaríamos privados de todos os bens, sobrecarregados de todos os males. Estaríamos expostos a todos os raios da cólera de DEUS.
Alguns há que se admiram, e acham que, de certo modo, DEUS mudou a sua maneira de governar. Antigamente Ele se nomeava de DEUS dos exércitos, e falava ao povo do meio das nuvens, manejando o trovão; e de fato, era com todo o rigor da justiça que castigava os pecados. Por um único adultério, mandou passar a fio da espada vinte e cinco mil homens da tribo de Benjamim (Juiz 20, 46).
Por um leve pecado de orgulho de Davi em computar o povo, enviou Ele uma peste tão terrível que, em poucas horas pereceram setenta mil pessoas (II Sam. 24, 15).
Por um só olhar curioso e desrespeitoso dos betsamitas, fez que cinqüenta mil deles perecessem (I Sam. 6, 19).
E agora suporta, com paciência, não só vaidades e irreverências, mas adultérios, os mais vergonhosos escândalos gravíssimos, e tantas blasfêmias horríveis que muitos cristãos vomitam contras Seu Nome Santíssimo.
Por que assim acontece? Por que tão grande mudança de conduta? Serão as ingratidões dos homens mais escusáveis hoje do que outrora? Bem ao contrário, são muito mais culpáveis, já que os imensos benefícios de DEUS se multiplicam cada dia.
A verdadeira razão desta clemência espantosa é a Santa Missa, pela qual esta grande Vítima, que se chama JESUS, se oferece ao Eterno PAI. Eis aí o sol da Santa Igreja que dissipa as nuvens e torna sereno o céu.
Eis aí o arco-íris que detém os raios da Divina Justiça. Creio para mim que, não fosse a Santa Missa, o Mundo estaria já no abismo, incapaz de suportar o imenso fardo de suas iniqüidades.
A Santa Missa é o poderoso sustentáculo que lhe permite subsistir.
Concluí, de tudo isto, quanto este divino Sacrifício é necessário; assim então, sabei aproveitá-lo o máximo que for possível.
Para isto, quando participamos da Santa Missa, devemos imitar Afonso de Albuquerque. Achando-se, com sua frota, em perigo de naufragar numa horrível tempestade, teve uma inspiração: tomou nos braços uma criança que viajava em sua nau, e, elevando-a ao alto, exclamou: "Se todos somos pecadores, esta criaturinha é certamente sem mácula. Ah! Senhor, por amor deste inocente, compadecei-vos dos culpados!" Acreditareis? A vista dessa criança inocente agradou tanto a DEUS, que Ele acalmou o mar e devolveu a alegria àqueles infelizes, gelados já pelo terror da morte certa.
Ora, qual pensais seja a atitude do Eterno PAI, quando o sacerdote, levantando a Santa Hóstia, lhe apresenta o Divino FILHO? Ah! Seu amor não pode resistir à vista do inocente JESUS; Ele se sente forçado a acalmar nossas tormentas, e acudir a todas as nossas necessidades. Sem esta santa vítima, portanto, sem JESUS sacrificando por nós, primeiro sobre a Cruz, e todos os dias sobre nossos altares, estaríamos perdidos, e poderia cada um dizer a seu companheiro: "Até à vista no Inferno! Sim, sim, no Inferno, no Inferno! Até à vista no Inferno"
Mas, com este tesouro da Santa Missa a nosso alcance, nossa esperança renasce; e, se não opusermos obstáculos, teremos assegurado o Paraíso.
Deveríamos, portanto, beijar nossos altares, perfumá-los de incenso, e sobretudo honrá-los com nosso máximo respeito, pois que deles nos vêm tantos bens.
Juntai as mãos e agradecei a DEUS PAI que nos deu o mandamento tão doce de oferecer-Lhe muitas vezes a Vítima celeste. Agradecei-Lhe, sobretudo, pelo imenso proveito que dela recebeis, se sois fiel não somente em oferecê-la, mas de fazê-lo para os fins a que nos foi concedido este dom tão precioso.

 http://www.saopiov.org/2009/01/necessidade-do-santo-sacrifcio-da-missa_11.html

The Holy Mass as referred to in this essay is the traditional Latin Mass of the ancient Roman rite, as celebrated until 1965 in the Latin Church

The Beauty and Spirituality of the Traditional Latin Mass



It is the Mass that Cardinal Newman, the leader of the Oxford movement into the Church, said that he could attend forever, and not be tired. Father Faber, priest of the Brompton Oratory in the last century, described the Mass as the "most beautiful thing this side of heaven", and he continued:
"It came forth out of the grand mind of the Church, and lifted us out of earth and out of self, and wrapped us round in a cloud of mystical sweetness and the sublimities of a more than angelic liturgy, and purified us almost without ourselves, and charmed us with the celestial charming, so that our very senses seemed to find vision, hearing, fragrance, taste, and touch beyond what earth can give"

Father Adrian Fortescue, a great English liturgical historian, has said that the Mass of the Roman rite is the most venerable rite in Christendom.
Pious Popes, too, have often wondered at the majesty of the Mass. Pope Clement VII said in 1604:
"Since the Most Holy Sacrament of the Eucharist by means of which Christ Our Lord has made us partakers of His sacred Body, and ordained to stay with us unto the consummation of the world, is the greatest of all the Sacraments, and it is accomplished in the Holy Mass and offered to God the Father for the sins of the people, it is highly fitting that we who are in one body which is the Church, and who share of the one Body of Christ, would use in this ineffable and awe- inspiring Sacrifice the same manner of celebration and the same ceremonial observance and rite"

and Pope Urban VII in 1634 said:
"If there is anything divine among man's possessions which might excite the envy of the citizens of heaven (could they ever be swayed by such a passion), this is undoubtedly the Most Holy Sacrifice of the Mass, by means of which men, having before their eyes, and taking into their hands the very Creator of heaven and earth, experience, while still on earth, a certain anticipation of heaven.
How keenly, then, must mortals strive to preserve and protect this inestimable privilege with all due worship and reverence, and be ever on their guard lest their negligence offend the angels who vie with them in eager adoration!"

The Mass! What a treasure! Christ's very own sacrifice on the cross left for us wrapped in an act seeping with beauty and divine celebration. Below I describe a few of its important qualities that set it apart in this day and age, that truly make it "the most beautiful thing this side of heaven".

1. The Silence of the Canon
The entire Canon of the Mass is devoid of any vocal sounds, other than one phrase "Nobis quoque peccatoribus" where the priest strikes his breast, emphasising his own sinfulness and unworthiness of celebrating such an unspeakably divine action. The only other sound is when the bell is rung, initially at the "Hanc igitur" as a warning bell to inform the faithful of the impending consecration, and then three times at each consecration: when the priest genuflects before the divine oblation, when he raises the divine victim in an elevation of worship and adoration, and finally when he genuflects again. Otherwise, complete silence.
Why this silence, when the canon is the most important part of the Mass? Simply because of that fact. The canon of the Mass joins the earthy sphere to the heavenly sphere. Christ's sacrifice was performed once and for all; it can never be repeated as it was the eternal and perfect sacrifice to end all sacrifices. However, since the victim and the priest was God, the person of our Lord Jesus Christ, the effects are infinite: the entire human race was redeemed wherever they lived, regardless of time or space. But an important fact is that the act that Christ performed was placed within His creation, and at a particular point in time. Therefore, for the sacrifice of the cross to become effective universally over all time, it needed to be perpetuated through the ages by a priesthood acting in the person of our Lord and presenting His sacrifice anew to a new generation. This is why Christ built His Church: to bring forth the graces of the incarnation, to prolong it and "make present" its effects to all people. The sacrifice of the cross, and the consecration in the Mass, are timeless entities in a temporal world.

The silence, therefore, enables us to transcend our present existence and become present at the foot of the cross itself. Our senses, so active in the outside world, are suppressed so that our soul can touch the divine presence of God on the altar, so that we may be lifted up with the oblation to the altar of God Himself in heaven, surrounded by all the Hosts and angels in constant prayer and adoration. We, in effect, dip our toes into the pool of eternity, no longer limited by our earthly existence in time and space, but instead become one with our Lord in offering ourselves to God the Father in the one perfect act of self-giving, love and adoration.
Our senses are not totally silenced though. Through our eyes, we see the Holy Victim raises up to the Father in the form of bread and wine; closing our eyes we see the cross above us and the angelic party beyond. In our ears, we hear the ringing of bells, confirming what we see and what we feel in our hearts. In our nostrils, we smell the sweet odour of incense, floating up to heaven accompanying the Victim to the altar of God. It is truly an entire experience of Body and Soul where the carpet of life is swept from underneath us revealing the eternal reality of the cross and the truth of God's love for each and everyone of us.

Using vocal words in the canon would defy this divine reality, it would seemingly bring the events down to a level of speech and thought, rather than action and sacrifice. We must feel with our heart and soul the event taking place, not hear with our ears the words which enact the event. Only silence can penetrate this mystery, with our spirit lifting us above that temporal actions of the priest into the divine and eternal reality of the High Priest: our Lord on the Cross.

2. The Orientation of the Priest
Traditionally, the priest has always faced east, standing before the altar leading the people in worship and sacrifice with Christ our Lord to our Father in heaven. The east is where the sun rises, a symbol of the rising of the Son of God, His glorious resurrection and the direction of His eventual second coming. Standing before the altar, the symbol of the offering of the sacrifice is clear to all, elevated slightly above the nave and the rest of the sanctuary, lifting the sacrifice heavenward in an act of worship and atonement.
Please note that I do not use the terminology "facing the altar" or "facing the people", because this inevitably confuses why the priest is standing before the altar and not behind it. The people who are there are following the priest along the path to eternal life. Holy Mass is not merely a meeting or an act of praise with the presider guiding the people: it is an act of sacrificial worship and a step to eternal life. We join the priest, who acts in "persona Christi", in offering the sacrifice, Christ Himself, to God the Father. The entire proceedings are a spiritual affair: we leave our worldly worries behind at the doorway and enter a place of dimmed lights, hushed tones and reverence towards the divine presence within. The priest leads the people in prayer and worship, we follow as his obedient flock, as a shepherd leads his sheep to green pastures and lush grass. It allows for intense prayer: the priest concentrates on the offering of the sacrifice, the people concentrate on following him and lifting their hearts up to the Father with their Lord on the cross. The interaction between priest and the faithful is minimised so that the interaction between the soul of each person and God is emphasised through the sacred liturgy.

3. The Prayers at the Foot of the Altar
The job of a priest is awesome indeed. Offering any sacrifice to God is a heavy responsibility. When the offering is also God, with God acting through your ordained ministry, the responsibility is beyond human comprehension. Suppose that when walking you turned a corner and met a priest talking to an angel, who would you greet first? The angel would be constantly in the presence of God, sinless and perfect in his praise and worship of God. However, you should greet the priest before the angel, due to the dignity of his vocation: in his capacity, he acts in "persona Christi" bringing forth the graces of God's sacraments, whilst an angel merely carries messages from God, he does not act in His place.
Due to this immense responsibility, in the traditional Latin Mass the priest approaches the altar with extreme care and awareness of his own unworthiness. Once the altar pieces are in place, he positions himself at the level of the surrounding sanctuary (normally two or three steps down from the altar itself) and starts the prayers at the foot of the altar. These include psalm 42, which pleads for God's grace, preparing the priest for his actions on the altar. He then, without moving forwards, bows down low and prays the Confiteor confessing to God - thrice - that through his own fault he has sinned exceedingly in thought, word and deed. The server pleads to God: "May almighty God have mercy on thee and, having forgiven thee thy sins, bring thee to life everlasting" - asking God for his forgiveness for the poor and frail priest! The Confiteor is then repeated, this time for the server and the faithful present, thus signifying a deep divide between priesthood and laity. The priest continues, with the server, in asking for God's help, and finally - after all this - ascends the steps to the altar with the prayer:
    "Take away from us our iniquities, we beseech Thee, O Lord; that, being made pure in heart we may be worthy to enter into the Holy of Holies. Through Christ our Lord. Amen."
These proceedings reflect the theology of the Old Testament priesthood, thus providing us with a continuation and fulfilment of that priesthood in the person of Christ Himself, and the priests He has since ordained.
Once the Mass is over, the priest again bows low and offers up the following prayer:
    "May the lowly homage of my service be pleasing to Thee, O most holy Trinity: and do Thou grant that the sacrifice which I, all unworthy, have offered up in the sight of Thy majesty, may be acceptable to Thee, and, because of Thy loving-kindness, may avail to atone to Thee for myself and for those for whom I have offered it up. Through Christ our Lord. Amen."
Thus the priest further emphasises his inadequacy in offering the divine victim, recognising his human frailty before God and all those present. For me, this is a great expression of humility before Almighty God, who in His own infinite humility in the incarnation, instituted the Catholic priesthood in offering up the Eucharist until the end of the age.

4. The Use of Latin
The use of Latin in the Mass is very important. Firstly, it is the language of the Roman Catholic Church. It symbolises a real and true unity across the many countries in which the Mass is celebrated. Wherever you may enter a church in the Latin rite, the whole proceedings will be instantly familiar to you, bringing home an immediate feeling of the universality of the Church. The Catholic Church is truly universal, not fixed to one country or culture, but transcends national boundaries by simply using the same language, symbolising its unity in faith, authority and sources of revelation.
Secondly, Latin is a dead language. It is no longer used as a language in the streets, therefore it has stopped evolving as vernacular languages constantly do. Due to this, the meaning of the words has set in stone, and the liturgy does not need to be revised to avoid offending certain people for whom the words have taken on a different meaning. The dead language has, then, been turned into a "liturgical language" used for the liturgical celebration of the Church. This is not specific to the Latin rite either. The Russian Orthodox Church (although separate from Rome) uses Church Slavonic and the Greek Orthodox Church uses ancient Greek. When the Church was setting up in China, the missionaries there appealed to Rome that the locals truly could not use Latin as a language since it was so foreign to them. Subsequently, the Vatican decreed that the Church there could use ancient Chinese that was no longer in use, thus retaining its liturgical usage.

Thirdly, Latin exhibits a beauty and elegance that seemingly no vernacular tongue can match. Dietrich von Hildebrand, described by Pope Pius XII as a doctor of the 20th century Church, describes this feature as follows:
"Latin is in a unique position here. First, Latin grammar has an uncommon clarity, and to know it, is an incomparable training for our thinking. Secondly, Latin has a great beauty, a spiritual nobility of quite a special sort. This is also true of medieval Latin, which moreover produced works of highest poetical art and religious depth. One need only think of the Dies irae, which is ascribed to Thomas of Celano, of Jacapone da Todi's Stabat mater, of the magnificent hymns of St. Thomas Aquinas, of the sequences of Venantius Fortunatus, and many others. The role which Latin has played in history, especially in the liturgy, and the universality which it possesses, gives the learning of Latin quite a special place" ("The Devastated Vineyard" by Dietrich von Hildebrand, page 90).
Latin is not a barrier, but an invitation into the treasures of the Church, both in liturgy and music. It cannot be seen as an obstacle to potential converts, or to the laity in general, as the personal piety of the laity, and conversions to the Church and also to the priesthood, were flourishing when the Latin Mass was the jewel in the Church's crown.

5. The Gregorian Chant
As many popular music charts have indicated recently, the Gregorian chant appeals to the soul now as much as ever. Its sublime effect on the proceedings of the Mass is never to be underestimated; it truly seems to be music from heaven. St. Gregory the Great, a Pope in the 6th/7th centuries, organised the Church music and formally defined the Gregorian chant as it has been sung in the Church ever since. St. Pope Pius X further reformed the music of the Church, making a revision "not of the text but of the music. The Vatican Gradual of 1906 contains new, or rather restored, forms of the chants sung by the celebrant, therefore to be printed in the Missal" (according to Adrian Fortescue). Furthermore, the Second Vatican Council stated that the Gregorian chant "should be given pride of place in liturgical services" (Sacrosanctum concilium, 116). Mozart himself said that "he would gladly exchange all his music for the fame of having composed the Gregorian Preface", and Berlioz, who himself wrote a grandiose Requiem, said that "nothing in music could be compared with the effect of the Gregorian Dies Irae" (Latin Mass Society, newsletter no. 111, page 23).
The Gregorian chant connects with the soul, not the mind of the believer (and non- believer alike). Without any knowledge of the traditional Mass, people are somehow drawn towards the divine mysteries of the Church through the treasure of the Gregorian chant. I personally was at a loss in the first Latin Mass I ever attended - a Low Mass - but subsequently I attended a Sung Mass with the Gregorian chant and to term a present day saying: "I was blown away"! It has a mysterious quality that silences the senses and speaks directly to the spirit within, connects with that ever- present desire - however suppressed - that yearns for the "unmoved mover" Who answers all our questions and aspirations. The chant, an expression of most religions, has seemingly found its perfect setting in the Holy Sacrifice of the Mass - not the concert hall or opera house - but praising the merits of our Saviour before the Holy of Holies.

6. The Reception of Communion
The reception of Communion within the rubrics of the traditional Mass takes place within a sublime and prayerful world, separated from the rushed and physical world in which we live. Again, in the traditional Mass the physical actions of the faith are downplayed so that the spiritual aspect of our existence can revel and take precedence.
Firstly, the priest receives Holy Communion at a distinctly separate time apart from the servers and laity. He recites many beautiful prayers whilst consuming the Host and Chalice, before turning his attention to the servers and faithful present. He does, for instance, have a separate "Lord, I am not worthy..." prayer, said three times with the bell ringing. When he turns to the faithful, holding a piece of the Sacred Host towards them, he says "Behold the lamb of God...", and the faithful then recite their own "Lord, I am not worthy...", further emphasising the different roles of priest and laity.
Secondly, when the faithful themselves receive Communion, they receive It kneeling at the altar rail, and directly onto their tongue. This is very significant. Receiving Communion whilst kneeling means that the faithful line up in a row before the sanctuary, and thus have time to prepare themselves for this most sacred of events: coming into spiritual and substantial union with Christ Himself. The communicant kneels down, and whilst he waits for the priest to make his way around, he can settle himself, concentrate on the upcoming Communion with our Lord praying intensely. When it is his turn, the priest says the prayer: "May the body of Our Lord Jesus Christ keep your soul until life everlasting. Amen". This means, besides the beauty and the significance of the words themselves, that the priest says the word "Amen" so that the communicant need not invoke his voice to receive the King of Kings, allowing a constant stream of prayer and thanksgiving to flow from soul to Saviour. The communicant simply needs to expose his tongue, and his side of the proceedings is complete. Upon receiving Christ, he can continue praying for a little while, and only then does he need to return to his seat, leaving room for the next communicant. Moreover, having the priest come over to the communicant signifies that Christ comes to us, feeds us with His own divine life, whilst we wait kneeling and unmoving like little children totally dependent on His love, mercy and compassion. This is the message of the Gospel: to become like little children, submitting our wills to His and depending totally on Him for everything. We cannot even feed ourselves without Christ's help, and the action of Communion in the traditional manner demonstrates this in a very vivid manner.
Finally, receiving Communion directly on the tongue further increases the spiritual tranquillity of the whole act. The priest, as above, performs the entire action in dealing with the sacred Host Itself. The danger of leaving particles of the Host on one's own hands is then avoided, as well as more worrying sacrileges such as the Host being taken away, uneaten, dropped on the floor, or even taken to Satanic gatherings. If a particle is left on the communicant's hand, however small and invisible to the eye, It is still our Lord entire, Body, Blood, Soul and Divinity. He remains fully present in the species of the Host until the Host looses the accidents of bread. Moreover, if we are allowed to directly touch the Blessed Sacrament, we may become casual or careless in our Lord's presence, thus giving rise to irreverence before the great Sacrament Itself. Only allowing the priest to touch the Host also increases our respect and reverence, not only of the Blessed Sacrament, but of the priesthood itself and all who take it upon themselves to enter it. The sacred Host is, after all, the very substance of God incarnate: something that demands our extreme reverence and holy fear. To restrict touching It to the priesthood alone can only increase these virtues.

I have covered six main qualities of the traditional Latin Mass above which are certainly not the only ones. The whole ethos of the Mass exhibits a profound belief in the doctrines of the one true Church of Christ, especially in the Holy Sacrifice and the substantial presence of our Lord, Jesus Christ. The beauty and Catholicism of the offertory prayers confirm the doctrine of the Catholic faith in the upcoming consecration, unambiguously. The rubrics of the Mass are very strict; when we attend a Latin Mass we know what to expect - it depends on the Mass itself, not the personalities that surround it. The repeated genuflections of the priest before the sacred species confirm this most divine presence, as well as his repeated signs of the cross over It, before and after the consecration. Before the consecration these actions serve to bless and set the offering apart, after the consecration to signify the reality of the cross before us and its redemptive quality. The genuflections within the creed and the last gospel emphasise our belief in the profound doctrine of the incarnation, the centre of the Christian faith. The striking of the breast, during the Confiteor and the "Lord I am not worthy..." bring in all aspects of our existence to increase our realisation of own unworthiness and the infinite love and mercy of God.

The traditional Mass is not something heard or listened to. It is a divine experience seeping with the beauty of the faith, that touches the heart and soul of all who participate, giving a boost to the spirituality of those who immerse themselves in its mysteries. The secular world is the battleground; the Mass is the place that charges us up, puts us in touch with our divine mission and motivates us to face the prince of this world with great courage and faith.
I conclude by completing the quote by Cardinal Newman, who composed the following glowing praise for the Holy Sacrifice of the Mass, speaking by the mouth of his hero in his book "Loss and Gain":
"I declare, to me nothing is so consoling, so piercing, so thrilling, so overcoming, as the Mass, said as it is among us. I could attend Masses forever and not be tired. It is not a mere form of words, it is a great ACTION - the greatest action that can be on earth. It is not the invocation merely, but, if I dare use the word, the evocation of the Eternal. He becomes present on the altar in flesh and blood, before Whom the angels bow and devils tremble. This is that awful event which is the end and is the interpretation of every part of the solemnity. Words are necessary, but as means, not as ends; they are not mere addresses to the throne of grace, they are instruments of what is far higher, of consecration, of sacrifice. They hurry on, as if impatient to fulfil their mission. Quickly they go - the whole is quick; for they are all parts of one integral action. Quickly they pass, for the Lord Jesus goes with them, as He passed along the lake in the days of His flesh, quickly calling first one and then another. Quickly they pass, because as the lightning which shineth from one part of the heaven unto the other, so is the coming of the Son of man. Quickly they pass; for they are as the words of Moses, when the Lord came down in the cloud, calling on the name of the Lord as He passed by: 'The Lord, the Lord God, merciful and gracious, long-suffering and abundant in goodness and truth.' And as Moses on the mountain, so we, too, 'make haste and bow our heads to the earth, and adore.' So we, all around, each in his place, looking out for the great Advent, 'waiting for the moving of the water,' each in his place, with his own heart, with his own wants, with his own thoughts, with his own intentions, with his own prayers, separate but concordant, watching what is going on, watching its progress, uniting in its consummation; not painfully and hopelessly following a hard form of prayer from beginning to end, but like a concert of musical instruments, each differing but concurring in a sweet harmony, we take our part with God's priest, supporting him, yet guided by him. There are little children there, and old men, and simple laborers, and students in seminaries, priests preparing for Mass, priests making their thanksgiving; there are innocent maidens, and there are penitent sinners; but out of these many minds rises one eucharistic hymn, and the great Action is the measure and the scope of it."

fonte:http://www.latin-mass-society.org/

* Cardeal Joseph Ratzinger: "creio que a longo prazo... * Cardeal Joseph Ratzinger - O Cuidado com a Liturg... * Alguns discursos e intervenções do Cardeal Joseph ... * Georg Ratzinger raconte Benoît XVI

Cardeal Ratzinger sobre a Liturgia:"Sempre que haja aplauso pelos aspectos humanos na Liturgia, é sinal de que a sua natureza se perdeu inteiramente"

A dança nunca fez parte da Liturgia II

A dança não é uma forma de expressão cristã. Já no século II, os círculos gnósticos-docéticos tentaram introduzi-la na Liturgia. Eles consideravam a crucificação apenas como uma aparência: segundo eles, Cristo nunca abandonou o corpo, porque nunca chegou a encarnar antes de Sua paixão; consequentemente, a dança podia ocupar o lugar da Liturgia da Cruz, tendo a cruz sido apenas uma aparência.
As danças cultuais das diversas religiões são orientadas de maneiras variadas: invocação, magia analógica, êxtase místico; porém, nenhuma dessas formas corresponde à orientação interior da Liturgia do "sacrifício da Palavra". É totalmente absurdo, na tentativa de tornar a Liturgia "mais atraente", recorrer a espetáculos de pantominas de dança, possivelmente com grupos profissionais que, muitas vezes, terminam em aplauso.
Sempre que haja aplauso pelos aspectos humanos da Liturgia, é sinal de que a sua natureza se perdeu inteiramente, tendo sido substituída por diversão de gênero religioso.
Joseph Ratzinger, Introdução ao Espírito da Liturgia
“A liturgia não vive de surpresas “simpáticas”, de intervenções “cativantes”, mas de repetições solenes (…) Também por isso ela deve ser “predeterminada”, “imperturbável”, porque através do rito se manifesta a santidade de Deus. Ao contrário, a revolta contra aquilo que foi chamado “a velha rigidez rubricista”, (…) arrastou a liturgia ao vórtice do “faça-você-mesmo”, banalizando-a, porque reduzindo-a à nossa medíocre medida” (Cardeal Ratzinger, A Fé em crise; 1985).
“Atualmente também deveria ser redescoberta e valorizada a obediência às normas litúrgicas como reflexo e testemunho da Igreja, una e universal, que se torna presente em cada celebração da Eucaristia. O sacerdote, que celebra fielmente a Missa segundo as normas litúrgicas, e a comunidade, que às mesmas adere, demonstram de modo silencioso mas expressivo o seu amor à Igreja. (…) A ninguém é permitido aviltar este mistério que está confiado às nossas mãos: é demasiado grande para que alguém possa permitir-se de tratá-lo a seu livre arbítrio, não respeitando o seu caráter sagrado nem a sua dimensão universal.” (Papa João Paulo II, Ecclesia de Eucharistia, n. 52)

Cesse a prática reprovável de que sacerdotes, ou diáconos, ou mesmo os fiéis leigos, modificam e variem, à seu próprio arbítrio, aqui ou ali, os textos da sagrada Liturgia que eles pronunciam. Quando fazem isto, trazem instabilidade à celebração da sagrada Liturgia e não raramente adulteram o sentido autêntico da Liturgia” (cf. Redemptionis Sacramentum, nº. 59).

Estas coisas perecerão, mas Tu permanecerás, e todas envelhecerão como um vestido… Tu porém és sempre o mesmo, e os teus anos não têm fim” (Salmo 101, 27). Jesus Cristo é sempre o mesmo ontem e hoje; Ele o será também por todos os séculos. Não vos deixeis levar por doutrinas várias e estranhas” (Hebr. 13, 8-9). Por isso a verdade não tem idade nem época. O que era verdadeiro no tempo de Cristo, é verdade hoje e o será sempre. E o que era pecado no tempo de Cristo, foi na Idade Média, é hoje e o será sempre. “Não seriam necessárias muitas leis para a sociedade. Bastam os 10 mandamentos da Lei de Deus: observando-os tudo estaria resolvido”.

Retirado do livro ”Quer agrade quer desagrade”, Padre Fernando Arêas Rifan

É totalmente absurdo, na tentativa de tornar a Liturgia “mais atraente”, recorrer a espetáculos de pantominas de dança, possivelmente com grupos profissionais, que muitas vezes, terminam em aplauso. Sempre que haja aplauso pelos aspectos humanos na Liturgia, é sinal de que a sua natureza se perdeu inteiramente, tendo sido substituída por diversão de gênero religioso.” (RATZINGER, Joseph. Introdução ao Espírito da Liturgia. Paulinas: Prior Velho (Portugal), 2006, p.147)