Jesús está junto a sus seis discípulos. Tanto el otro día
como hoy, no he visto a Judas Tadeo, que también había
expresado su deseo de ir a Jerusalén con Jesús.
Deben ser todavía las fiestas pascuales, porque continúa
habiendo mucho gentío por la ciudad. Anochece. Muchos se
apresuran hacia las casas.
También Jesús se dirige a la casa en que lo hospedan. No
es la del Cenáculo — que está más en la ciudad, aunque en las
afueras —. Esta es una casa de campo en el pleno sentido
de la palabra, entre tupidos olivos. Desde la pequeña y agreste
explanada que tiene delante, se ven descender colina
abajo, en escalones, los árboles, deteniéndose a la altura de un pequeño
torrente escaso de agua, que discurre por el valle situado
entre dos colinas poco altas: en la cima de una colina está el Templo;
en la otra colina, sólo olivos y más olivos. Jesús está en
la parte baja de la ladera de este delicado alcor que sube sin asperezas:
serenos árboles, todo manso.
- Juan, hay dos hombres que esperan a tu amigo - dice un
hombre anciano, que debe ser el agricultor o el propietario
del olivar. Yo diría que Juan lo conoce.
- ¿Dónde están? ¿Quiénes son?
- No lo sé. Uno, sin duda, es judío. El otro... no sabría
decirte. No se lo he preguntado.
-¿Dónde están?
- Esperando en la cocina y... y... sí... bueno... hay
también uno lleno de llagas... Le he dicho que se estuviera allí
porque... no quisiera que estuviera leproso... Dice que
quiere ver al Profeta que ha hablado en el Templo.
Jesús, que hasta ese momento había estado callado, dice:
- Vamos primero adonde éste. Di a los otros que vengan, si
quieren. Hablaré aquí, en el olivar, con ellos - Y se dirige
hacia el punto indicado por el hombre.
- ¿Y nosotros? ¿Qué hacemos? - pregunta Pedro.
- Venid, si queréis.
Un hombre todo cubierto y embozado está apoyado en el
pequeño, rústico muro que sostiene un escalón del terreno,
el más cercano al límite de la propiedad. Debe haber
subido hasta allí por un senderillo que sigue el curso del torrente y conduce
a ese lugar.
Cuando ve a Jesús venir hacia él, grita:
- ¡Atrás, atrás! ¡Pero ten piedad! - Y descubre su torso
dejando caer el vestido. Si el rostro aparece cubierto de costras,
el tronco es un recamado de llagas: unas ya convertidas en
agujeros profundos, otras simplemente como rojas quemaduras,
otras blanquecinas y brillantes como si tuvieran encima un
cristalito blanco.
-¡Estás leproso! ¿Qué quieres de mí?
- ¡No me maldigas! ¡No me apedrees! Me han dicho que anteayer
tarde te has manifestado como Voz de Dios y
Portador de la Gracia. Me han dicho que has asegurado que alzando tu signo sanas
todo mal. Álzalo sobre mí. Vengo de los
sepulcros... Allí... Me he arrastrado como una serpiente
entre los arbustos del torrente para llegar hasta aquí sin ser visto. He
esperado a que anocheciera para hacerlo, porque en la
penumbra se me identificaba menos. He osado... he encontrado a éste,
de la casa, que es rico en bondad. No me ha matado. Sólo
me ha dicho: "Espera apoyado en el muro". Ten Tú también piedad».
Y dado que Jesús se acerca — Él solo, porque los seis
discípulos y el propietario del lugar, con los dos desconocidos, se
han quedado lejos y muestran claramente repulsa — insiste:
- ¡No más adelante! ¡No más! ¡Estoy infectado!
Pero Jesús prosigue. Lo mira con tanta piedad, que el
hombre se echa a llorar y se arrodilla hasta casi tocar con el rostro
en el
suelo y gime:
-¡Tu signo! ¡Tu signo!
- Será alzado en su hora. Pero a ti te digo:
"Levántate. Queda curado. Lo quiero. Y tú séme signo en esta ciudad que
debe conocerme. ¡Levántate, digo! ¡Y no peques, en
reconocimiento hacia Dios!".
El hombre se levanta lentamente. Parece surgir de las
hierbas altas y florecidas como de un sudario... y está curado. Se
mira con los últimos restos de luz. Está curado. Grita:
-¡Estoy limpio! ¡Oh!, ¿qué debo hacer ahora por ti?.
- Obedecer a la Ley. Vete al sacerdote. Sé bueno en el
futuro. Ve.
El hombre hace amago de echarse a los pies de Jesús, pero
se acuerda que todavía es impuro, según la Ley, y se
contiene. Eso sí, se besa las manos y manda el beso a
Jesús, y llora de alegría.
Los otros se han quedado de piedra. Jesús vuelve la
espalda al hombre que ha sido curado y, sonriendo, los hace volver
en sí:
- Amigos, no era más que una lepra de la carne, veréis
caer la lepra de los corazones. ¿Sois vosotros los que me buscáis?
- dice a los dos desconocidos - Aquí estoy. ¿Quiénes sois?
- Te hemos oído la otra tarde... en el Templo. Te hemos
buscado por la ciudad. Uno que dice ser pariente tuyo nos ha
informado de que estabas aquí.
- ¿Por qué me buscáis?
- Para seguirte, si nos aceptas, porque Tú tienes palabras
de verdad.
- ¿Seguirme? ¿Pero sabéis hacia dónde voy?
- No, Maestro, pero ciertamente a la gloria.
- Sí. Pero a una gloria no de la tierra. A una gloria que
tiene su sede en el Cielo y que se conquista con virtud y sacrificio.
¿Por qué queréis seguirme? - vuelve a preguntar.
- Para tener parte en tu gloria.
- ¿Según el Cielo?
- Sí, según el Cielo.
- No todos pueden llegar. Porque Satanás insidia, más que a los demás, a los que
desean el Cielo, y sólo quien sabe
fuertemente querer
resiste. ¿Por qué seguirme, si seguirme a mí quiere decir lucha continua con el
enemigo que está en
nosotros, con el
mundo enemigo, y con el Enemigo, que es Satanás?
- Porque así lo quiere nuestro espíritu, que ha quedado
conquistado por ti. Eres santo y poderoso. Queremos ser tus
amigos.
- ¡¡¡Amigos!!!.... - Jesús se calla y suspira. Después
mira fijamente a quien ha estado hablando, que ahora ha echado
hacia atrás el manto que cubría su cabeza. Es Judas de
Keriot. -
- ¿Quién eres, tú que hablas mejor que un hombre del
pueblo?.
- Judas soy, de Simón. De Keriot soy. Pero soy del
Templo... o... estoy en el Templo. Espero al Rey de los judíos y sueño
con Él. Te he sentido Rey en la palabra. Rey te he visto
en el gesto. Tómame contigo.
- ¿Tomarte? ¿Ahora? ¿Enseguida? No.
- ¿Por qué, Maestro?
- Porque es mejor sopesarse a sí mismo antes de tomar
caminos muy escarpados.
- ¿No crees en mi sinceridad?
- Lo has dicho. Creo en tu impulso. Pero no creo en tu
constancia. Piénsalo, Judas. Yo ahora me iré y volveré para
Pentecostés. Si estás en el Templo, me verás. Sopésate a
ti mismo. ¿Y tú quién eres? - le pregunta al segundo desconocido.
- Otro que te vio. Querría estar contigo. Pero ahora me da
miedo.
- No. La presunción es perdición. El temor puede ser
obstáculo, pero si viene de la humildad es una ayuda. No temas.
También tú piensa, y cuando vuelva...
- ¡Maestro, eres muy santo! Tengo miedo de no ser digno.
No de otra cosa. Porque respecto a mi amor no temo...
- ¿Cómo te llamas?
- Tomás, llamado Dídimo.
- Recordaré tu nombre. Vete en paz.
Jesús se despide de ellos y se retira a la acogedora casa
para cenar.
Los seis que están con Él quieren saber muchas cosas.
-¿Por qué, Maestro, has hecho diferencia entre los dos?...
Porque una diferencia ha habido. Los dos tenían el mismo
impulso... – pregunta Juan.
- Amigo, un impulso, aun siendo el mismo, puede tener
distinto contenido y causar distinto efecto. Es cierto que los dos
tienen el mismo impulso. Pero uno no es igual que el otro
en el fin. Y el que parece el menos perfecto es el más perfecto, porque
no lleva germen de gloria humana. Me ama porque me ama.
- ¡También yo!
- Y yo también.
- Y
yo.
- Y
yo.
- Y
yo.
- Y
yo.
- Lo sé. Os conozco por lo que sois.
- ¿Entonces somos perfectos?
- ¡Oh, no! Pero,
como Tomás, lo seréis si permanecéis en vuestra voluntad de amor. ¡¿Perfectos?! ¡Oh, amigos!,
¿y
quién es perfecto sino Dios?
-¡Tú lo eres!
- En verdad os digo que no por mí soy perfecto, si creéis
que Yo soy un profeta. Ningún hombre es perfecto. Pero Yo soy
perfecto porque el
que os habla es el Verbo del Padre. Parte de Dios, su Pensamiento que se hace
Palabra, Yo tengo la
Perfección en mí. Y tal me debéis creer, si
creéis que Yo soy el Verbo del Padre. Y, no obstante, ¿lo veis, amigos?, Yo quiero ser
llamado el Hijo del
hombre, porque me anonado cargándome todas las miserias del hombre, para
llevarlas — mi primer patíbulo
— y anularlas
después ("llevarlas", no "tenerlas"). ¡Qué peso, amigos!
Pero lo porto con alegría. Mi alegría es portarlo, porque,
siendo el Hijo de
la humanidad, haré a la humanidad hija de Dios. Como el primer día.
Jesús habla dulcemente, sentado ante la sobria mesa,
gesticulando serenamente con las manos sobre la mesa, el rostro
un poco inclinado, iluminado de abajo a arriba por la
lamparita de aceite que está colocada encima de la mesa. Sonríe
levemente. Es Maestro ya sólo por su aspecto grandioso, y
muy amigo en el trato. Los discípulos lo escuchan atentos.
- ¿Maestro... por qué tu primo, aún sabiendo dónde
habitas, no ha venido?.
- ¡Pedro mío!... Tú serás una de mis piedras, la primera.
Pero no todas las piedras son fáciles de usar. ¿Has visto los
mármoles del palacio pretorio?: arrancados fatigosamente
del seno montano, ahora son parte del Pretorio. Mira por el contrario
esos cantos que resplandecen allí, bajo el rayo de luna,
entre las aguas del Cedrón. Procedentes de aquéllos, ahora están en el
lecho del torrente, y si uno los quiere, ¿ves?, enseguida
se dejan coger. Mi primo es como las primeras piedras de que hablo... El
seno del monte, que es la familia, me lo disputa.
- Yo quiero ser en todo como los cantos del torrente. Por
ti estoy dispuesto a dejarlo todo: casa, esposa, pesca,
hermanos. Todo, Rabí, por ti.
- Lo sé, Pedro. Por esto te amo. Pero también Judas
vendrá.
- ¿Quién? ¿Judas, de Keriot? Por mí que no venga. Es un
señorito, pero... prefiero... me prefiero incluso a mí mismo...
Todos se echan a reír de la salida de Pedro.
-¿A qué viene esa risa? Quiero decir que prefiero un
galileo genuino, tosco, pescador, pero sin fraude, a... a los de
ciudad que... no sé... Bueno, el Maestro entiende lo que
quiero decir.
- Sí, entiendo, pero no juzgues. Tenemos necesidad los
unos de los otros en la tierra, y los buenos están mezclados con
los malvados como las flores en el campo. La cicuta está
al lado de la salutífera malva.
- Yo quisiera preguntar una cosa....
- ¿Qué, Andrés?
- Juan me ha hablado del milagro hecho en Caná... Teníamos
gran esperanza de que hicieras uno en Cafarnaúm... y has
dicho que no hacías un milagro sin haber cumplido antes la
Ley. ¿Por qué, entonces, en Caná? Y, ¿por qué aquí y no en tu
tierra?.
- Toda
obediencia a la Ley es unión con Dios y por tanto aumento de nuestra capacidad.
El milagro es la prueba de
la
unión con Dios, de
la presencia benévola y complaciente de Dios. Por ello he querido cumplir con
mi deber de israelita antes de
comenzar la serie de prodigios.
- Pero la Ley no te obligaba a ti.
- ¿Por qué? Como Hijo de Dios, no; como hijo de la Ley,
sí. Israel, por ahora, sólo me conoce como esto segundo...
Incluso más adelante casi todo Israel me conocerá sólo
así, más aún, como menos todavía. Pero no quiero escandalizar a Israel y
obedezco a la Ley.
- Eres santo.
- La
santidad no dispensa de la obediencia. Más aún, la perfecciona. Además de todo,
hay que dar ejemplo. ¿Qué diría s
de un padre, de un hermano mayor, de un maestro, de un
sacerdote que no dieran buen ejemplo?
- ¿Y Caná entonces?
- Caná era el gozo de mi Madre que había que llevar a cabo.
Caná es el anticipo que se debe a mi Madre. Ella es la
Anticipadora de la Gracia. Aquí honro a la Ciudad Santa,
haciendo de ella, públicamente, la iniciadora de mi poder de Mesías.
Allí, en Caná, sin embargo, honraba a la Santa de Dios, a
la Toda Santa. Por Ella el mundo me tiene. Es justo que para Ella sea mi
primer prodigio en el mundo.
Llaman a la puerta. Es Tomás nuevamente. Entra y se echa a
los pies de Jesús.
- Maestro... no puedo esperar a tu retorno. Permíteme
quedarme contigo. Estoy lleno de defectos, pero tengo este
amor, solo, grande, verdadero, mi tesoro. Es tuyo, es para
ti. Déjame, Maestro...
Jesús le pone la mano sobre la cabeza.
- Quédate, Dídimo. Sígueme. Bienaventurados los que tienen
voluntad sincera y tenaz. Benditos vosotros. Me sois más
que parientes, porque me sois hijos y hermanos, no según
la sangre, que muere, sino según la voluntad de Dios y vuestra
voluntad espiritual. Y Yo digo que no tengo pariente más cercano que quien hace
la voluntad del Padre mío, y vosotros la hacéis,
porque queréis el
bien.