Las bodas de Caná. El Hijo, no sujeto ya a la
Madre, lleva a cabo para Ella el primer milagro.
Veo una casa. Una característica casa oriental: un cubo
blanco más ancho que alto, con raras aberturas, terminada en
una azotea que está rodeada por un pequeño muro de
aproximadamente un metro de alto y sombreada por una pérgola de vid
que trepa hasta allí y extiende sus ramas sobre más de la
mitad de esta soleada terraza que hace de techo. Una escalera exterior
sube a lo largo de la fachada hasta una puerta, que se
abre a mitad de altura. En el nivel de la calle hay unas puertas bajas y
distanciadas, no más de dos por cada lado, que dan a
habitaciones también bajas y oscuras. La casa se alza en medio de una
especie de era (más espacio amplio herboso que era) que
tiene en el centro un pozo. Hay higueras y manzanos. La casa mira
hacia el camino, pero no está situada en él; está un poco
hacía dentro, y un sendero, entre la hierba, la une a aquél, que parece
camino de primer orden.
Se diría que la casa está en la periferia de Cana: casa de
propietarios campesinos que viven en medio de su finca. El
campo se extiende tras la casa con sus lejanías verdes y
apacibles. Hay un bonito sol y un azul tersísimo de cielo. En principio no
veo nada más. La casa está sola.
Después veo a dos mujeres, con largos vestidos y un manto
que hace también de velo. Vienen por el camino y luego por
el sendero. Una es más anciana: cincuenta años
aproximadamente, y viste de oscuro: un color pardo-marrón como de lana
natural. La otra está vestida de un color más claro: un
vestido amarillo pálido y manto azul, y aparenta unos treinta y cinco años.
Es muy hermosa, esbelta, y tiene un porte lleno de
dignidad, a pesar de ser toda gentileza y humildad. Cuando está más cerca,
noto el color pálido del rostro, los ojos azules y los
cabellos rubios que pueden verse sobre la frente bajo el velo. Reconozco a
María Santísima. Quién pueda ser la otra, que es morena y
más anciana, no lo sé. Hablan entre ellas. La Virgen sonríe. Cerca ya
de la casa, alguien, encargado de ver quiénes iban
llegando, lo comunica, y salen a su encuentro hombres y mujeres—todos
vestidos de fiesta — que las acogen con gran alegría,
especialmente a María Santísima.
La hora parece matutina, yo diría que hacia las nueve —
quizás antes — porque el campo tiene todavía ese aspecto
fresco de las primeras horas del día por el rocío que hace
aparecer más verde a la hierba y por el aire aún exento de polvo. La
estación me parece primaveral pues la hierba de los prados
no está quemada por el verano y el trigo de los campos está aún
tierno y sin espiga, todo verde. Las hojas de la higuera y
del manzano también están verdes, y todavía tiernas, y también las de la
parra. Pero no veo flores en el manzano; y no veo fruta,
ni en el manzano, ni en la higuera, ni en la vid. Señal de que el manzano
ha florecido ya, pero hace poco tiempo, y los pequeños
frutos todavía no se ven.
María, agasajada por un anciano que la acompaña — parece
el dueño de la casa — sube la escalera exterior y entra en
una amplia sala que parece ocupar toda o buena parte de la
planta alta.
Creo comprender que los recintos de la planta baja son las
habitaciones propiamente dichas, las despensas, los
trasteros y las bodegas; mientras que ésta sería el
recinto reservado para usos especiales, como fiestas de carácter excepcional,
o para trabajos que requieran mucho espacio, o también
para colocar holgadamente productos agrícolas. Si de fiestas se trata,
lo vacían completamente y lo adornan, como hoy, con ramas
verdes, esterillas y mesas ricamente surtidas de viandas. En el
centro, suntuosamente provista de manjares, hay una de
estas mesas; encima, ya preparado, ánforas y platos colmados de
fruta. A lo largo de la pared de la derecha, respecto a mí
que miro, otra mesa, aderezada, aunque menos ricamente. A lo largo
de la pared izquierda, una especie de largo aparador y
encima de él platos con quesos y otros manjares (me parecen tortas
cubiertas de miel, y dulces). En el suelo, junto a esta
misma pared, otras ánforas y tres grandes recipientes con forma de jarra de
cobre (más o menos; son una especie de tinajas).
María escucha
benignamente a todos; después, se quita el manto y ayuda, bondadosa, a terminar
los preparativos del
banquete. La veo ir y venir, poniendo
en orden los divanes, derechas las guirnaldas de flores, mejorando el aspecto
de los
fruteros, comprobando si en las lámparas hay aceite. Sonríe y habla poquísimo y en
voz muy baja, pero escucha mucho y con
mucha paciencia.
Un gran rumor de instrumentos musicales viene del camino
(realmente poco armónicos). Todos, menos María, corren
afuera. Veo entrar a la novia, toda adornada y feliz,
rodeada de parientes y amigos, al lado del novio, que ha sido el primero en
salir presuroso a su encuentro.
Y en este momento la visión sufre un cambio. Veo, en vez
de la casa, un pueblo. No sé si es Cana u otra aldea cercana. Y
veo a Jesús con Juan y otro, que me parece que es Judas
Tadeo (pero podría equivocarme respecto al segundo). Por lo que
respecta a Juan, no me equivoco. Jesús está vestido de
blanco y tiene un manto azul marino. Al oír el sonido de los
instrumentos, el compañero de Jesús pregunta algo a un
hombre de condición sencilla y transmite la respuesta a Jesús.
- Vamos a darle una satisfacción a mi Madre - dice
entonces Jesús sonriendo. Y se encamina por las tierras, con sus dos
compañeros, hacia la casa. Me he olvidado de decir que
tengo la impresión de que María es o pariente o muy amiga de los
parientes del novio, porque se ve que los trata con
familiaridad.
Cuando Jesús llega, la persona de antes, puesta como
centinela, avisa a los demás. El dueño de la casa, junto con su
hijo, el novio, y con María, baja al encuentro de Jesús y
lo saluda respetuosamente. Saluda también a los otros dos. El novio hace
lo mismo.
Pero lo
que más me gusta es el saludo lleno de amor y de respeto de María a su Hijo, y
viceversa. No grandes
manifestaciones
externas. Pero la palabra de saludo: «La paz está contigo» va acompañada de una
mirada de tal naturaleza, y
una sonrisa tal,
que valen por cien abrazos y cien besos. El beso tiembla en los labios de María pero no lo da.
Sólo pone su mano
blanca y menuda sobre el hombro de Jesús y apenas le toca
un rizo de su larga cabellera: una caricia de púdica enamorada.
Jesús sube al lado de su Madre; detrás, los discípulos y
los dueños de la casa. Entra en la sala del banquete, donde las
mujeres se ocupan de añadir asientos y cubiertos para los
tres invitados, inesperados según me parece. Yo diría que era dudosa
la venida de Jesús y absolutamente imprevista la de sus
compañeros.
Oigo con nitidez la voz llena, viril, dulcísima del
Maestro decir al poner pie en la sala:
-La paz sea en esta casa y la bendición de Dios descienda
sobre todos vosotros - saludo global y lleno de majestad para
todos los presentes. Jesús domina con su aspecto y
estatura a todos. Es el invitado, y además fortuito, pero parece el rey del
convite; más que el novio, más que el dueño de la casa. A
pesar de ser humilde y condescendiente, es Él quien se impone.
Jesús toma asiento en la mesa del centro, con el novio, la
novia, los parientes de los novios y los amigos más notables. A
los dos discípulos, por respeto al Maestro, se les coloca
en la misma mesa.
Jesús está de espaldas a la pared en que están las tinajas
y los aparadores. Por ello, no lo ve, como tampoco ve el afán
del mayordomo con los platos de asado que van siendo
introducidos por una puertecita que está junto a los aparadores.
Observo una cosa: menos las respectivas madres de los
novios y menos María, ninguna mujer está sentada en esa
mesa. Todas las mujeres están — y meten bulla como si
fueran cien — en la otra mesa que está pegando a la pared, y se las sirve
después de que se ha servido a los novios y a los
invitados importantes. Jesús está al lado del dueño de la casa. Tiene enfrente
a
María, que está sentada al lado de la novia.
El banquete comienza. No falta el apetito, ni tampoco la
sed. Los que comen y beben
poco son Jesús y su Madre, la
cual, además, habla
poquísimo. Jesús habla un poco más. Pero, a pesar de ser parco de palabras, no
se manifiesta ni enfadado ni
desdeñoso. Es un
hombre afable, pero no hablador. Si le consultan algo, responde; si le hablan,
se interesa, expone su parecer,
pero después se
recoge en sí como quien está habituado a meditar. Sonríe, nunca ríe. Y, si oye
alguna broma demasiado
irreflexiva, hace
como si no escuchara.
María se alimenta de la contemplación de su Jesús, como Juan, que está hacia el
fondo
de la mesa y atentísimo a los labios de su Maestro.
María se da cuenta de que los criados cuchichean con el
mayordomo y de que éste está turbado, y comprende lo que
de desagradable sucede.
- Hijo - dice bajo, llamando la atención de Jesús con esa
palabra - Hijo, no tienen más vino.
- Mujer,
¿qué hay ya entre tú y Yo? - Jesús, al decir esta frase, sonríe aún más
dulcemente, y sonríe María, como dos
que saben una verdad, que es su gozoso secreto y que
ignoran todos los demás.
Jesús me explica el significado de la frase:
- Ese
"ya", que muchos traductores omiten, es la clave de la frase y
explica su verdadero significado.
Yo era el Hijo sujeto a la Madre hasta el momento en que
la voluntad del Padre me indicó que había llegado la hora de
ser el Maestro. Desde el momento en que mi misión comenzó, ya no era el Hijo sujeto a
la Madre, sino el Siervo de Dios. Rotas
las ligaduras
morales hacia la que me había engendrado, se transformaron en otras más altas,
se refugiaron todas en el espíritu,
el cual llamaba
siempre "Mamá" a María, mi Santa. El amor no conoció detenciones, ni enfriamiento, más
bien habría que decir
que jamás fue tan perfecto como cuando, separado de Ella
como por una segunda filiación, Ella me dio al mundo para el mundo,
como Mesías, como Evangelizador. Su tercera, sublime,
mística maternidad, tuvo lugar cuando, en el suplicio del Gólgota, me
dio a luz a la Cruz, haciendo de mí el Redentor del mundo.
"¿Qué
hay ya entre tú y Yo?". Antes era tuyo, únicamente tuyo. Tú me mandabas,
yo te obedecía. Te estaba "sujeto".
Ahora soy de mi
misión.
¿Acaso no lo he dicho?: "Quien, una vez puesta la
mano en el arado, se vuelve hacia atrás a saludar a quien se queda,
no es apto para el Reino de Dios". Yo había puesto la
mano en el arado para abrir con la reja no la tierra sino los corazones, y
sembrar en ellos la palabra de Dios. Sólo levantaría esa
mano una vez arrancada de allí para ser clavada en la Cruz y abrir con mi
torturante clavo el corazón del Padre mío, haciendo salir
de él el perdón para la Humanidad.
Ese "ya",
olvidado por la mayoría, quería decir esto: "Has sido todo para mí, Madre,
mientras fui únicamente el Jesús de
María de Nazaret, y
me eres todo en mi espíritu; pero, desde que soy el Mesías esperado, soy del
Padre mío. Espera un poco
todavía y, acabada
la misión, volveré a ser todo tuyo; me volverás a tener entre los brazos como
cuando era niño y nadie te
disputará ya este
Hijo tuyo, considerado un oprobio de la Humanidad, la cual te arrojará sus
despojos para cubrirte incluso a ti
del oprobio de ser
madre de un reo. Y después me tendrás de nuevo, triunfante, y después me
tendrás para siempre, tú
también triunfante,
en el Cielo. Pero ahora soy de todos estos hombres. Y soy del Padre que me ha
mandado a ellos".
Esto es lo que quiere decir ese pequeño, y tan denso de
significado, "ya".
María ordena a los criados:
- Haced lo que El os diga - María ha leído en los ojos
sonrientes del Hijo el asentimiento, revestido de una gran
enseñanza para todos los "llamados".
Y Jesús ordena a los criados:
- Llenad de agua los cántaros.
Veo a los criados llenar las tinajas de agua traída del
pozo (oigo rechinar la polea subiendo y bajando el cubo que
gotea). Veo al mayordomo echarse en la copa un poco de ese
líquido con ojos de estupor, probarlo con gestos de aún más vivo
asombro, degustarlo y hablarles al dueño de la casa y al
novio (estaban cercanos).
María mira una vez más al Hijo y sonríe; luego, tras una
nueva sonrisa de Jesús, inclina la cabeza, ruborizándose
tenuemente; se siente muy dichosa.
Un murmullo recorre la sala, las cabezas se vuelven todas
hacia Jesús y María; hay quien se levanta para ver mejor,
quien va a las tinajas... Silencio, y, después, un coro de
alabanzas a Jesús.
Pero El se levanta y dice una frase:
- Agradecédselo a María - y se retira del banquete. Los
discípulos lo siguen. En el umbral de la puerta vuelve a decir:
- La paz sea en esta casa y la bendición de Dios descienda
sobré vosotros - y añade: - Adiós, Madre.
La visión cesa.
Jesús me instruye
así:
- Cuando dije a los
discípulos: "Vamos a hacer feliz a mi Madre", había dado a la frase
un sentido más alto de lo que
parecía. No la
felicidad de verme, sino de ser Ella la iniciadora de mi actividad taumatúrgica
y la primera benefactora de la
Humanidad.
Recordadlo siempre: mi primer milagro se produjo por María; el primero: símbolo
de que es María la llave del
milagro. Yo no
niego nada a mi Madre. Por su oración anticipo incluso el tiempo de la gracia.
Yo conozco a mi Madre, la segunda
en bondad después
de Dios. Sé que concederos una gracia es
hacerla feliz, porque es la Toda Amor. Por esto, sabiéndolo, dije;
"Vamos a
hacerla feliz".
Además quise
mostrar al mundo su potencia junto a la mía. Destinada a unirse a mí en la
carne — puesto que fuimos
una carne: Yo en
Ella, Ella en torno a mí, como pétalos de azucena en torno al pistilo oloroso y
colmo de vida —, destinada a
unirse a mí en el
dolor — puesto que estuvimos en la cruz Yo con la carne y Ella con su espíritu,
de la misma forma que la
azucena perfuma
tanto con la corola como con la esencia que de ésta se desprende —, era justo
unirla a mí en la potencia que
se muestra al
mundo.
Os digo a vosotros
lo que les dije a aquellos invitados: "Dad gradas a María. Por Ella os ha
sido dado el Dueño del
milagro y por Ella
tenéis mis gracias, especialmente el perdón".