El artículo que reproducimos íntegro en esta entrada fue publicado por primera vez en el número extraordinario de la revista LIFE (en español) del 30 de enero de 1956, edición monográfica dedicada al Cristianismo. Se trata de un documento de gran interés porque refleja lo que se pensaba generalmente de Pío XII estando aún en vida (todavía quedaban casi tres años de pontificado). Su autor, Emmet John Hughes (1920-1982), fue un periodista católico, redactor de los discursos del presidente Dwight Eisenhower y jefe de redacción de TIME-LIFE.
LA MAGIA EXTRAÑA Y SILENCIOSA DE PÍO XII
En la abrumadora tarea de recibir a gente del mundo entero,
el Santo Padre impresiona a todos los que lo ven
el Santo Padre impresiona a todos los que lo ven
Por EMMET JOHN HUGHES
Pío XII, Obispo de Roma, Vicario de Jesucristo y Sucesor del Príncipe de los Apóstoles, es el 262º hombre que ocupa el trono más antiguo del mundo occidental. Este simple hecho basta para que decenas de millones de hombres y mujeres lo vean con devoción y veneración. Sin embargo, es mucho mayor aún el número de los que pueden dar fe de un hecho todavía más notable: que las palabras del Pontífice influyen –en una forma jamás igualada por ninguno de sus predecesores– en el ánimo de millones de seres que no pertenecen a la Iglesia Católica Apostólica y Romana. Y la razón principal de esto es que la humanidad siente o vislumbra que en medio de tantos y tantos honrosos títulos y ritos tan antiguos y venerables como los que le rodean, se yergue la personalidad singular de Pío XII: ese hombre pálido y delgado, de ojos oscuros y brillantes, llamado Eugenio Maria Giuseppe Giovanni Pacelli.
En la tarde el último sábado de noviembre, Su Santidad regresó a Roma en su gran Cadillac negro, procedente de Castel Gandolfo, adonde por lo regular se retira en verano. Allí estuvo en meses recientes recuperando el vigor que le restó la enfermedad que durante el invierno anterior lo llevó al borde de la tumba. En el transcurso de esos meses, Pío XII no pudo desentenderse de los incontables deberes administrativos y doctrinarios propios de un sumo pontífice pero trató, por lo menos, de ahorrar sus escasas energías, limitando las audiencias y funciones públicas.
A pesar de esa limitación que él mismo de fijó, el Papa concedió 30 audiencias generales a un total de 200 mil personas; pronunció 30 discursos, dos de ellos por radio; recibió, en sendas ceremonias, las credenciales de los nuevos representantes diplomáticos de Pakistán, Argentina, Panamá, Líbano, Cuba y Egipto; preparó once documentos pontificales para su publicación; y concedió audiencias privadas al primer ministro de Irlanda, el príncipe consorte de Holanda y el secretario de Estado norteamericano.
Una carga tan pesada como ésta, sobre los hombros de una persona de 79 años, y además convaleciente, revela, posiblemente con más claridad que cualquier otro hecho, el temperamento de este hombre y el espíritu de su pontificado. Para el mundo entero, Pío XII ha sido, sobre todas las cosas, un papa asequible y una figura de relieve universal. En toda la historia de la Iglesia Católica no ha habido un papa que haya estrechado la mano de tantos hombres y mujeres de todos los países, clases sociales y creencias, como Pío XII. Ante él han desfilado jefes musulmanes, ministros bautistas, campesinos franceses, legisladores norteamericanos, peregrinos latinoamericanos, jugadores e fútbol, sopranos, actores del teatro y del cine, primeros ministros, ciclistas y, en suma, los grandes, los seudograndes y los humildes.
Acerca de esa extraordinaria procesión de gente se puede decir que lo más notable de ella, aun tomando en cuenta sus dimensiones y variedades, es la forma sorprendente en que reaccionan los individuos que la forman anye la personalidad de Eugenio Pacelli. “…Y todo el tiempo me estuvo mirando…” Tal es, más o menos, la frase que durante mucho tiempo repiten maravilladas las personas menos dadas a exagerar, recibidas en audiencias generales, sin pensar que en tan memorables ocasiones estuvieron rodeadas por cientos o miles de individuos que también creen, en la mayoría de los casos, que fueron objeto de la misma distinción.
Pero me parece todavía más sugestivo el recuerdo de un italiano que me dijo en un tono entre risueño y amoscado: «Nunca me olvido de aquel condenado coronel británico que me dijo, poco después de la liberación de Roma, que lo único que le interesaba ver en la Ciudad Eterna, a pesar de ser protestante era al Papa. Un día fuimos al Vaticano con un grupo numeroso y mientras esperábamos que el Papa entrara en el salón el coronel, rumiando sus escrúpulos religiosos, rezongó: “Le digo que no me he de arrodillar ante un hombre que eso, en resumidas cuentas, es lo único que es. No lo haré”. Y yo le contesté: “Amigo mío, está muy bien que no se arrodille. Por mí, cuélguese de las arañas, si quiere”. En eso se acercó el Papa a darnos la mano y cuando me volví hacia el coronel para decirle algo en voz baja, lo vi de rodillas, boquiabierto, contemplando al Papa».
En la tarde el último sábado de noviembre, Su Santidad regresó a Roma en su gran Cadillac negro, procedente de Castel Gandolfo, adonde por lo regular se retira en verano. Allí estuvo en meses recientes recuperando el vigor que le restó la enfermedad que durante el invierno anterior lo llevó al borde de la tumba. En el transcurso de esos meses, Pío XII no pudo desentenderse de los incontables deberes administrativos y doctrinarios propios de un sumo pontífice pero trató, por lo menos, de ahorrar sus escasas energías, limitando las audiencias y funciones públicas.
A pesar de esa limitación que él mismo de fijó, el Papa concedió 30 audiencias generales a un total de 200 mil personas; pronunció 30 discursos, dos de ellos por radio; recibió, en sendas ceremonias, las credenciales de los nuevos representantes diplomáticos de Pakistán, Argentina, Panamá, Líbano, Cuba y Egipto; preparó once documentos pontificales para su publicación; y concedió audiencias privadas al primer ministro de Irlanda, el príncipe consorte de Holanda y el secretario de Estado norteamericano.
Una carga tan pesada como ésta, sobre los hombros de una persona de 79 años, y además convaleciente, revela, posiblemente con más claridad que cualquier otro hecho, el temperamento de este hombre y el espíritu de su pontificado. Para el mundo entero, Pío XII ha sido, sobre todas las cosas, un papa asequible y una figura de relieve universal. En toda la historia de la Iglesia Católica no ha habido un papa que haya estrechado la mano de tantos hombres y mujeres de todos los países, clases sociales y creencias, como Pío XII. Ante él han desfilado jefes musulmanes, ministros bautistas, campesinos franceses, legisladores norteamericanos, peregrinos latinoamericanos, jugadores e fútbol, sopranos, actores del teatro y del cine, primeros ministros, ciclistas y, en suma, los grandes, los seudograndes y los humildes.
Acerca de esa extraordinaria procesión de gente se puede decir que lo más notable de ella, aun tomando en cuenta sus dimensiones y variedades, es la forma sorprendente en que reaccionan los individuos que la forman anye la personalidad de Eugenio Pacelli. “…Y todo el tiempo me estuvo mirando…” Tal es, más o menos, la frase que durante mucho tiempo repiten maravilladas las personas menos dadas a exagerar, recibidas en audiencias generales, sin pensar que en tan memorables ocasiones estuvieron rodeadas por cientos o miles de individuos que también creen, en la mayoría de los casos, que fueron objeto de la misma distinción.
Pero me parece todavía más sugestivo el recuerdo de un italiano que me dijo en un tono entre risueño y amoscado: «Nunca me olvido de aquel condenado coronel británico que me dijo, poco después de la liberación de Roma, que lo único que le interesaba ver en la Ciudad Eterna, a pesar de ser protestante era al Papa. Un día fuimos al Vaticano con un grupo numeroso y mientras esperábamos que el Papa entrara en el salón el coronel, rumiando sus escrúpulos religiosos, rezongó: “Le digo que no me he de arrodillar ante un hombre que eso, en resumidas cuentas, es lo único que es. No lo haré”. Y yo le contesté: “Amigo mío, está muy bien que no se arrodille. Por mí, cuélguese de las arañas, si quiere”. En eso se acercó el Papa a darnos la mano y cuando me volví hacia el coronel para decirle algo en voz baja, lo vi de rodillas, boquiabierto, contemplando al Papa».
Sencillez y dignidad
La impresión que causa se puede atribuir, inicialmente, a determinadas cualidades discernibles de su apariencia y sus modales que, combinadas, lo envuelven en un aura de vitalidad dramática. Su complexión delgada (pesa a lo sumo 79 Kg.), su largo y pálido rostro, sus movimientos y, en fin, todo él es de una fragilidad y una gracia tales que un escritor francés no pudo menos que describirlo de esta manera: “Su cuerpo, casi transparente, parece hecho apenas para servir de envoltura a su alma”. Los luminosos ojos oscuros, tras los cristales de sus gafas de oro, son difíciles de olvidar, porque en ellos brillan simultáneamente el fuego de la inteligencia y la hoguera de su bondad.
Una mezcla, más o menos igual, de cualidades parece mover esas manos de finas venas, tan vigorosa cuando estrecha las de los visitantes como gentil cuando ayuda a levantarse al peregrino arrodillado. Y en casi todas las audiencias, de la expresión recogida del Papa manan unas corrientes misteriosas y dulces de simpatía, compasión y gracia. A veces, en plena bendición, hace una breve pausa para mover el índice, con aire juguetón, hacia un rostro conocido que ha divisado en medio de la muchedumbre. O bien toma de las manos de un peregrino octogenario el gorro que éste le ha pedido que bendiga y se cubre con él, a tiempo que ofrece su solideo al peregrino., con la misma sencillez y dignidad con que acepta y agradece un modelo de avioncito o una placa de oro que lo acredite como bombero honorario de una ciudad americana.
Puede saludar a grupos que aparentemente no tienen grandes aspiraciones espirituales –equipos atléticos, conductores de tranvías o motociclistas– y con unas cuantas frases sencillas parece iluminar súbitamente sus actividades exaltando la minúscula importancia de éstas, con lo cual se sienten mejor que si les hubiera otorgado un premio espiritual. Por sus palabras, por sus gestos, se siente, en resumen, que el Papa es un hombre que practica verdaderamente el amor cristiano; un hombre que, cuando sus indignados consejeros le mostraron unos sacerdotes obesos y pomposos, lejos de enaltecerlas con su ira se encogió de hombros y, sonriendo, exclamó: “No se parecen mucho a mí”.
Examinada en términos generales, la inmensa labor que representa saludar a gentes de todos los países no parece un esfuerzo sobrenatural para un papa que, durante algunas décadas anteriores a su elevación al Pontificado viera tanto mundo y que desde entonces ha aceptado muchas de las costumbres más útiles de los tiempos modernos.
Entre las cosas secundarias, pero no menos sugerentes, que lo distinguen de otros pontífices figuran algunos precedentes que ha establecido en la vida papal: es el primero que ha viajado en avión; el primero que ha visitado (alcanzada ya la dignidad cardenalicia) los EE.UU.; el primero que se ha valido de una máquina de escribir para redactar sus discursos y demás documentos: el primero que se ha dejado entrevistar realmente por un periodista.
Todo esto armoniza con un prelado en cuya carrera eclesiástica han abundado más los problemas del mundo que los pastorales. En 1901, a los dos años de haber recibido las órdenes sacerdotales, fue trasladado de su pequeña parroquia a la Secretaría de Estado del Vaticano. Diez años después formó parte de la delegación papal que asistió a la coronación del rey Jorge V en Londres. En 1917 ayudó a formular el fallido plan de Benedicto XV, “paz sin victoria”. Como Nuncio Papal en Munich y Berlín negoció sendos concordatos con los gobiernos de Baviera y Alemania. En 1929, a los 53 años de edad, recibió el capelo cardenalicio y, dos meses después, el cargo de secretario de Estado. A su regreso de un viaje de casi 13.000 Km. Por todo EE.UU., en 1926, Pío XI lo llamó cariñosamente “Nuestro cardenal transatlántico y panamericano”.
Al ascender al trono de San Pedro, en 1939, era considerado un erudito diplomático viajero. Hablaba ya dos lenguas clásicas y seis modernas: italiano, inglés, alemán, francés, portugués y español. Su imagen, como la describió el Káiser Guillermo II, era la de “un hombre amable y distinguido, de elevada inteligencia y trato exquisito, tipo perfecto de eminente prelado de la Iglesia Católica”.
Ese modelo de prelado universal ha impreso su propio sello a su pontificado. Dentro de la organización vaticana, ha convertido la Secretaría de Estado de un simple despacho de redacción y traducción en todo un ministerio de relaciones exteriores. En la política eclesiástica, ha subrayado, como no lo había hecho ninguno de sus predecesores, el papel de la grey y la Acción Católica. Y en su propia vida oficial ha alimentado insaciablemente su interés en los asuntos políticos del mundo. Cuando se avecina una conferencia con un primer ministro, el Papa se prepara y la aguarda con la ansiedad propia de un pontífice que nunca ha limitado su información a lo que simplemente puedan comunicarle sus fuentes eclesiásticas. ¿Qué cosa más lógica, entonces, que un hombre como él sea el primero que trate siempre de recibir a toda clase de gente, de ser visto y oído dentro y fuera de la Iglesia y, si es posible, tocar el corazón y el cerebro de quienes lo visitan?
Una mezcla, más o menos igual, de cualidades parece mover esas manos de finas venas, tan vigorosa cuando estrecha las de los visitantes como gentil cuando ayuda a levantarse al peregrino arrodillado. Y en casi todas las audiencias, de la expresión recogida del Papa manan unas corrientes misteriosas y dulces de simpatía, compasión y gracia. A veces, en plena bendición, hace una breve pausa para mover el índice, con aire juguetón, hacia un rostro conocido que ha divisado en medio de la muchedumbre. O bien toma de las manos de un peregrino octogenario el gorro que éste le ha pedido que bendiga y se cubre con él, a tiempo que ofrece su solideo al peregrino., con la misma sencillez y dignidad con que acepta y agradece un modelo de avioncito o una placa de oro que lo acredite como bombero honorario de una ciudad americana.
Puede saludar a grupos que aparentemente no tienen grandes aspiraciones espirituales –equipos atléticos, conductores de tranvías o motociclistas– y con unas cuantas frases sencillas parece iluminar súbitamente sus actividades exaltando la minúscula importancia de éstas, con lo cual se sienten mejor que si les hubiera otorgado un premio espiritual. Por sus palabras, por sus gestos, se siente, en resumen, que el Papa es un hombre que practica verdaderamente el amor cristiano; un hombre que, cuando sus indignados consejeros le mostraron unos sacerdotes obesos y pomposos, lejos de enaltecerlas con su ira se encogió de hombros y, sonriendo, exclamó: “No se parecen mucho a mí”.
Examinada en términos generales, la inmensa labor que representa saludar a gentes de todos los países no parece un esfuerzo sobrenatural para un papa que, durante algunas décadas anteriores a su elevación al Pontificado viera tanto mundo y que desde entonces ha aceptado muchas de las costumbres más útiles de los tiempos modernos.
Entre las cosas secundarias, pero no menos sugerentes, que lo distinguen de otros pontífices figuran algunos precedentes que ha establecido en la vida papal: es el primero que ha viajado en avión; el primero que ha visitado (alcanzada ya la dignidad cardenalicia) los EE.UU.; el primero que se ha valido de una máquina de escribir para redactar sus discursos y demás documentos: el primero que se ha dejado entrevistar realmente por un periodista.
Todo esto armoniza con un prelado en cuya carrera eclesiástica han abundado más los problemas del mundo que los pastorales. En 1901, a los dos años de haber recibido las órdenes sacerdotales, fue trasladado de su pequeña parroquia a la Secretaría de Estado del Vaticano. Diez años después formó parte de la delegación papal que asistió a la coronación del rey Jorge V en Londres. En 1917 ayudó a formular el fallido plan de Benedicto XV, “paz sin victoria”. Como Nuncio Papal en Munich y Berlín negoció sendos concordatos con los gobiernos de Baviera y Alemania. En 1929, a los 53 años de edad, recibió el capelo cardenalicio y, dos meses después, el cargo de secretario de Estado. A su regreso de un viaje de casi 13.000 Km. Por todo EE.UU., en 1926, Pío XI lo llamó cariñosamente “Nuestro cardenal transatlántico y panamericano”.
Al ascender al trono de San Pedro, en 1939, era considerado un erudito diplomático viajero. Hablaba ya dos lenguas clásicas y seis modernas: italiano, inglés, alemán, francés, portugués y español. Su imagen, como la describió el Káiser Guillermo II, era la de “un hombre amable y distinguido, de elevada inteligencia y trato exquisito, tipo perfecto de eminente prelado de la Iglesia Católica”.
Ese modelo de prelado universal ha impreso su propio sello a su pontificado. Dentro de la organización vaticana, ha convertido la Secretaría de Estado de un simple despacho de redacción y traducción en todo un ministerio de relaciones exteriores. En la política eclesiástica, ha subrayado, como no lo había hecho ninguno de sus predecesores, el papel de la grey y la Acción Católica. Y en su propia vida oficial ha alimentado insaciablemente su interés en los asuntos políticos del mundo. Cuando se avecina una conferencia con un primer ministro, el Papa se prepara y la aguarda con la ansiedad propia de un pontífice que nunca ha limitado su información a lo que simplemente puedan comunicarle sus fuentes eclesiásticas. ¿Qué cosa más lógica, entonces, que un hombre como él sea el primero que trate siempre de recibir a toda clase de gente, de ser visto y oído dentro y fuera de la Iglesia y, si es posible, tocar el corazón y el cerebro de quienes lo visitan?
La semblanza de Pío XII no podría terminar aquí, porque lo que se ha expuesto hasta ahora no es más que la mitad, rápidamente perceptible, del hombre y porque ilumina un solo lado de este notable diálogo espiritual denominado audiencia papal. Pues es el caso que, en tales audiencias, el visitante, sea por la nerviosidad o por la emoción, no se pregunta: ¿Qué siente él en este instante?
Para Pío XII ninguna carga oficial puede ser tan pesada como ésta que él ha insistido en echarse a cuestas. Y una persona como él, de temperamento humilde, silencioso y retraído, debe sentir, sin duda, ese peso. Los miles de ojos que lo miran con arrobamiento, las miles de manos que ansiosamente se extienden hacia él, constituyen un homenaje casi doloroso. A esta eterna tortura mental se suman comúnmente contratiempos como el de la dama arrodillada cuya corpulencia le impide ponerse de pie sin tirar del Papa hasta encorvarlo. Los grupos de profesionales han creado un tipo propio de molestia: no conformes con un comentario intrascendente exigen ahora un discurso corto que se pueda publicar. Y si el Papa honra de este modo a una sociedad de médicos, ¿cómo se ha de negar a hacer lo mismo con las sociedades de farmacéuticos o veterinarios? Por eso, como lo saben todos sus allegados, nada cansa tanto a Eugenio Pacelli como ese preciso deber que Pío XII parece realizar con la tranquilidad más maravillosa.
Pero todo esto involucra un sacrificio mayor que el de la simple incomodidad física. A través de los años Pío XII ha deseado, en vano, disponer de más tiempo para estudiar y, sobre todo, para orar. Al mismo tiempo se ha acentuado paulatinamente una característica sorprendente de su pontificado: que este pontificado, que generalmente se cree que será memorable por su papel político y diplomático, será ciertamente recordado, más que por este papel, por las proclamaciones doctrinales y el carácter piadoso de Eugenio Pacelli.
Claramente se advierte que el “tipo perfecto" vislumbrado hace décadas por el Káiser Guillermo II y otros observadores políticos de su época no han abarcado nunca la figura completa del hombre. En ese modelo falta un algo de raíces mucho más profundas. Cuando el Papa era apenas un niño tímido y serio, su Italia era una nación recién formada y abrasada todavía por el fuego secular del risorgimento, y Roma era un caldero de emociones anticlericales. Sin embargo, Eugenio Pacelli ya no ambicionaba más que una cosa: ser sacerdote. En su hogar de la calle de los Orsini, separada de la Basílica de San Pedro por el Tíber, su juego favorito era coleccionar velas, manteles y cubiertos de plata para formar un altar ante el cual, con un pedazo de tela de damasco por estola, jugaba a decir misa.
Y cuando al fin se ordenó, fue relevado de los ansiados deberes pastorales, por los cuales había rezado fervorosamente, para que desempeñara otros menos agobiadores que aquéllos en la Secretaría de Estado del Vaticano., tal como lo había pedido su padre, quien aseguraba que la endeble constitución física de Eugenio Pacelli no le permitiría sostener la pesada cruz de las tareas parroquiales. Ocho lustros más tarde, cuando los príncipes del Sacro Colegio de Cardenales se arrodillaron para besar la mano y el pie del hombre a quien acababan de elegir Papa, lo único que éste pudo murmurar varias veces fue: “Miserere mei, Deus” (Ten piedad de mí, Señor). En una ocasión tan grande, esas eran palabras que podían esperarse más de los labios de un monje distraído de sus meditaciones y plegarias que de los de un famoso estadista de la Iglesia.
Desde aquel día del año 1939, la mente de Pío XII se ha enfocado, cada vez con más insistencia, en algo que lleva en el corazón: la doctrina, la devoción, la liturgia. Y sobre todo esto, está su veneración por la Virgen María, Madre de Dios. De ella dan fe dos de los actos más memorables de su pontificado: la proclamación, en 1950, del Dogma de la Asunción (que la Virgen María subió corporalmente al cielo) y la celebración del Año Mariano en 1954, para señalar con toda solemnidad el 100º aniversario de la proclamación del Dogma de la Inmaculada Concepción (que la Virgen María fue concebida sin pecado original).
Para la Iglesia de Pío XII estas declaraciones son conceptos de la más profunda piedad; pero, en el fondo, son algo más: son formas elocuentes y adecuadas de marcar un siglo de lucha contra fuerzas e ideas que en un tiempo fueron calificadas, grandiosamente, de “iluminadas” y que ahora, con menos exaltación, se tildan de “seculares”. Para esas fuerzas pecado y santidad han sido siempre palabras tontas, fraudulentas y medievales que no se deben pronunciar nunca ante los intelectuales. La respuesta firme, envuelta en las doctrinas recientemente proclamadas, es ésta: que sin aquéllas, tal como lo ha dicho la Iglesia Católica, el nacimiento carece de sentido; la vida, de norma; la muerte, de significación.
Una aparición al alba
Hace poco más de un año, cuando el Papa parecía haber perdido todas sus energías y sus médicas esperaban, con tranquilidad profesional, lo que juzgaban inevitable, Pío XII obtuvo, gracias a la gravedad misma de su enfermedad, un premio precioso: el tiempo que tanto anhelaba para orar a solas. Y en la aurora del segundo día de diciembre, cuando musitaba la oración del Anima Christi apareció ante sus ojos maravillados una visión del proprio Jesucristo. ¿Aviso de que se acercaba la hora en que su alma alcanzaría el reposo final? ¿Heraldo de una rápida y milagrosa recuperación de aquel cuerpo frágil y débil?
No fue ni lo uno ni lo otro. Todavía faltaba la fase más dolorosa de su enfermedad, después de la cual recobraría al fin la salud y los médicos, otrora desalentados, se felicitarían por su ciencia perseverante.
Ahora, o sea, cuando ha pasado poco más de un año, la divulgación de aquel portento ha tenido un eco significativo. La publicación de la noticia de la aparición fue un suceso infortunado que no produjo más que honda congoja a la única persona a quien concernía directamente. Muchos días después de haberse publicado la noticia (en forma más o menos incompleta), en el pálido rostro del Papa se veía retratada aún su angustia. Bien estaba que Pío XII gozara de una visión inefable, mas no que Eugenio Pacelli saboreara la bendición de un milagro que le permitiese, en pleno siglo XX, celebrar tal portento en su propia persona.
Empero no existe nada en esa “vida dentro de otra vida” –el carácter tímido, el alejamiento espiritual, la fatiga del decaído cuerpo, el perenne anhelo de meditar y orar tranquilamente– que pueda, por lo que se ve hasta ahora, disminuir o empañar la impresión que este santo varón causará a los miles de personas que continuará recibiendo con ánimo tenaz y sonriente. Porque en todas estas cosas no hay nada que pueda borrar la extraña magia silenciosa que ejerce con sus manos lánguidas, con su cara pálida y su mirada brillante: una magia que los miles de personas que lo vean no podrán definir más que con la palabra “santidad”.
En términos generales, una definición así turbaría ciertamente el ánimo de Eugenio Pacelli mucho más que la aclamación de la más vasta y entusiasmada multitud humana. Sin embargo, pensándolo mejor, quizás él juzgaría llegada la hora de que la palabra “santidad” vuelva a usarse como en otros tiempos, y cobraría otra vez ánimo para pasar por entre los fieles arrodillados.
Quizás se vea rodeado de vez en cuando por otro grupo que haga aflorar su humorismo y que conmueva su corazón como aquel que lo visitó hace unos cuantos años. Se encontraba en aquella ocasión en una de las salas del Palacio Apostólico, tapizadas de brocado, y acababa de hablar a un grupo de 60 marineros de la Sexta Flota norteamericana cuando un oficial gritó: “¿Qué les parece, muchachos: tres vivas a su Santidad?” Y el grito de ¡hip, hip, hurra… Su Santidad! que soltaron aquellos mozos hizo vibrar las lágrimas de cristal de las arañas. Fue una reacción única y comprensible al hechizo de aquella delgada figura, vestida de blanco, que acercándose al oído de cada uno de ellos preguntaba en tono cordial y gentil: "¿… de Wichita? … Hermosa ciudad, según tengo entendido… que Dios te bendiga, y bendiga a toda tu familia”.
fonte:Sodalitivm Internationale Pastor Angelicvs