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"De hecho, en todos los pueblos cuyas costumbres conocemos, por lo menos cuando no han sido obligados por la violencia a renegar de las leyes más sagradas de la naturaleza humana, se encuentran sacerdotes, aunque a menudo estén al servicio de falsas deidades; doquiera se profesa una religión, doquiera se levantan altares, hay también un sacerdote a quien se rodea de muestras especiales de honor y veneración" (Pío XI, "Ad.Catholici Sacerdotii", 20 de diciembre de 1935).
El 25 de julio de 1898 decía León XIII, en su Encíclica "Caritatis studium": "La esencia de la religión implica necesariamente el sacrificio (...) Si se suprime el sacrificio, no puede existiría religión ni puede pensé en ella".
Santo Tomás, nos muestra muy claramente que la religión, virtud anexa a la virtud de justicia, vuelve a unirnos con Dios: "La religión importa propiamente orden a Dios" (...) "Tiene dos clases de actos: unos propios e inmediatos, que ejerce, por los cuales el hombre se ordena sólo a Dios, como el sacrificio, adoración y otros de esta naturaleza. Y tiene otros actos que produce por medio de algunas virtudes, a las cuales impera, ordenándolos a la divina reverencia, como visitar a los huérfanos y a las viudas, lo cual es un acto emanado de la misericordia".
El sacrificio que significa la oblación y la sumisión del hombre a Dios es el acto exterior que conviene más perfectamente a la naturaleza del hombre. En la cuestión 85, art. 1, nos dice Santo Tomás: "Procede de la razón natural que el hombre use de ciertas cosas sensibles, ofreciéndolas a Dios en señal de la debida sumisión y honor, a semejanza de los que ofrecen algunas cosas a sus amos en reconocimiento de su dominio. Y como esto pertenece a la esencia del sacrificio, por consiguiente, la ofrenda del sacrificio pertenece al derecho natural".
Nada hay, pues, tan profundamente inscripto en la naturaleza humana como la religión, cuyo acto esencial es el sacrificio. Pero para hacer sagrada a una cosa, sacrum faceré, deberá haber también personas consagradas, destinadas, capaces de aproximarse a Dios y servirle. Esas personas serán los sacerdotes, sacerdos, sacra dans. Veremos cómo Dios en su infinita bondad y misericordia ha hecho que los hombres alejados de Él puedan rendirle digno culto.
El Sacerdocio de Nuestro Señor Jesucristo
Si en efecto es verdad que el orden de la naturaleza reclama que la religión, el Sacrificio y el sacerdocio estén estrechamente unidos, al punto de que no se los puede disociar sin arruinar totalmente a la religión, el orden de la Revelación nos lo confirma de modo admirable.
No se puede comprender la Encarnación del Hijo de Dios sin aplicar a Jesús estas nociones fundamentales que son la razón de ser de su Encarnación: "Yo te he glorificado en la tierra, habiendo cumplido la obra que me diste para que hiciera. He dado a conocer tu nombre a los hombres" (San Juan, 17, 4-6). Jesucristo es el religioso de Dios por excelencia. Él es la oblación, la Víctima por excelencia. Nunca meditaremos suficientemente estas realidades tan sublimes y divinas. San Pablo nos ha dejado escritas en términos emocionantes la grandeza del sacerdocio de Nuestro Señor, la sublimidad de su oblación y de su Sacrificio.
Jesús es esencialmente sacerdote-mediador, el Ungido, es decir, Cristo, por su misión hipostática. Será siempre el solo y único auténtico sacerdote, la sola y única Víctima agradable a Dios. "Tú eres sacerdote eternamente, según el orden de Melquisedec". De esa manera, los actos esenciales de nuestra religión natural y sobrenatural están determinados para siempre por Dios en Jesucristo, su Divino Hijo.
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Admiremos cómo Dios ha dispuesto las cosas que conciernen al culto que en lo sucesivo le es debido. Está claro que lo que Dios ha dispuesto lo está para la eternidad y que ninguna creatura podrá cambiar sus normas esenciales.
El Padre Garrigou-Lagrange lo explica de modo admirable en su libro "Sobre el amor de Dios y la Cruz de Jesús", lo cual dominará toda nuestra santa religión tanto en la tierra como en el cielo: la Cruz de Jesús, altar en que se ha inmolado el Sacerdote y la Víctima, ¡y qué Sacerdote y qué Víctima!
"Tenemos un sumo Pontífice, que ha penetrado en los cielos, Jesús, el Hijo de Dios" (Heb. 4,14).
"Si hay una doctrina revelada que pueda darnos a entrever toda la grandeza del Sacrificio de la Misa —dice el Padre Garrigou-Lagrange— ella es indiscutiblemente la del sacerdocio de Nuestro Señor Jesucristo". Se podría decir también: si hay una doctrina revelada que puede darnos a entrever cómo es nuestro sacerdocio y cómo debería ser, esa es indiscutiblemente la del sacerdocio de Nuestro Señor Jesucristo.
Permitidme atraer vuestra atención especialmente sobre las líneas siguientes: así como toda la grandeza de María, todos sus privilegios y todo lo que es la fuente de su gloria de hoy le vienen de su Maternidad divina, así también la dignidad del sacerdocio, sus privilegios y sus obligaciones provienen de su participación en el sacerdocio de Cristo, que realiza esencialmente cuando pronuncia las palabras de la consagración en la celebración del Santo Sacrificio de la Misa.
Su carácter sacerdotal, su virginidad, su poder radical sobre los Sacramentos y sobre el Cuerpo Místico de Nuestro Señor Jesucristo provienen de su poder sobre el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor mismo. Como dice el Padre Garrigou-Lagrange: cuanto más se sondean las riquezas inefables del sacerdocio de Nuestro Señor, de su Pasión, de su Cruz, de su resurrección, más se penetra en las realidades misteriosas del Sacrificio de la Misa. Así se comprenden mejor las definiciones del Concilio de Trento contra los luteranos: "En el divino Sacrificio que se cumple durante la Misa, Cristo —que se ofreció sobre el altar de la Cruz derramando su sangre por nosotros— se inmola de manera incruenta: es la misma Víctima, es también el mismo sacerdote (...) se ofreció sobre la Cruz, se ofrece ahora por medio de sus ministros: sólo el modo de la oblación difiere..." (Conc.Trid., Sess. 22, c. 2, Denz. 940). Se trata pues, en sustancia, del mismo Sacrificio. De esa manera, para apreciar mejor la importancia del Sacrificio de la Misa, la realidad del carácter del sacerdote que lo asimila a Nuestro Señor Jesucristo —unido hipostáticamente al Verbo—, y por último, la verdad de la presencia natural de Nuestro Señor bajo las especies del pan y del vino, hay que reconocer en el Evangelio todos los alcances del lugar que Nuestro Señor mismo ha conferido a su sacerdocio en la Cena y en la Cruz para esta vida terrena y para todos los tiempos por venir.
Él dirá en la Cruz: "Consummatum est". La tarea está cumplida. Esta es la hora en la que pensó toda su vida: "todavía no ha llegado mi hora" (...) "Sabiendo Jesús que había llegado el momento" (...) "Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado " (San Juan).
Esa hora que Jesús entreveía es la hora del Sacrificio: El la desea, la anhela por aceptación de la voluntad de su Padre. Esa hora domina toda su vida, es la razón de ser de su venida. Es a la vez la hora de su muerte y la hora de su triunfo sobre los poderes de las tinieblas.
Y quien cumple ese Sacrificio y se entrega como Víctima por la redención del mundo es el Verbo de Dios hecho hombre. Es el mismo Sacrificio que realizamos sobre nuestros altares, es el mismo sacerdocio del cual participamos.
San Pablo, en su epístola a los hebreos, describe la superioridad infinita del sacerdocio de Nuestro Señor sobre el de Leví: Jesús es superior a los ángeles, superior a Moisés, incomparablemente superior a los sumos sacerdotes de la Ley antigua. "En estos últimos días nos ha hablado por el Hijo (…) Fue hecho tanto superior a los ángeles, así como el nombre que ha heredado es más excelente que el de ellos ".
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Sacrificio de la Misa, sacrificio de los Sacerdotes
Si deseáis conocer la causa de la realidad de la Santa Misa, de la realidad de vuestro sacerdocio, de la necesidad del celibato —pues el sacerdote casado es solamente una tolerancia, una excepción que deberá tender a desaparecer— analizad la grandeza del sacerdocio de Nuestro Señor Jesucristo y la sublimidad de su Sacrificio.
Comprenderéis entonces que todo vuestro ser sacerdotal está hecho para continuar el Sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo y en consecuencia, para llevar las almas a esa fuente inagotable de gracias para su santificación y su glorificación.
Como dice atinadamente el Padre Garrigou: "Así como el sacerdocio es la función sagrada por excelencia, el Sacrificio, como su nombre lo indica, es la acción sacra por excelencia. No hay sacerdocio sin Sacrificio. No hay Sacrificio sin sacerdocio " (loe. cit, pág. 757). Entre ambos términos existe una relación trascendental, esencial.
Jesús es el más perfecto de los sacerdotes, la más santa de las víctimas, el más unido con su Cuerpo Místico. En efecto, Jesús como sacerdote no podía estar más unido a Dios por ser Dios Él mismo. No podía estar más unido a la víctima por ser Él mismo la Víctima. No podía estar más unido a los hombres por ser la cabeza del Cuerpo Místico y participar de la naturaleza de ellos.
En la Misa están siempre el mismo sacerdote, la misma Víctima, el mismo Cuerpo Místico unido al sacerdote y a Cristo. Los ministros ofrecen el Sacrificio solamente in persona Christi.
Cuanto más nos internamos en estas consideraciones, más se nos impone la conclusión de que el vínculo entre la Cruz y la Misa es real y profundo, y de que entre el Sacerdote Eterno y sus ministros hay un vínculo necesario. Resulta palpable que hay tres realidades esenciales para que la Misa sea continuación del Sacrificio de la Cruz: la realidad del Sacrificio, es decir, la oblación de la Víctima realizada en la consagración; la presencia sustancial y real de la Víctima que debe ser ofrecida, de lo cual la necesidad de la Transustanciación; la necesidad de un sacerdote ministro del Sacerdote principal que es Nuestro Señor y consagrado por su sacerdocio.
La Iglesia, a quien Nuestro Señor ha legado su sacerdocio ministerial hasta el fin de los tiempos, ha realizado con amor y devoción el Sacrificio de la Misa, ha dispuesto sus oraciones, sus ceremonias y ritos para significar sus realidades y para conservar nuestra Fe en esas realidades queridas y fijadas por Dios mismo. Nos lo enseña el Concilio de Trento (Sess. 22, c. V): "Dado que la naturaleza del hombre no puede elevarse fácilmente y sin ciertas asistencias exteriores a la meditación de las cosas divinas, la Iglesia, como buena Madre, ha establecido algunos usos, como el de pronunciar en la Misa determinadas cosas en voz baja y otras en voz alta; y siguiendo la disciplina y Tradición de los Apóstoles, ha introducido ceremonias como las bendiciones místicas, las luces, el incienso, los ornamentos y muchas otras cosas similares para destacar mejor la majestad de tan grande Sacrificio y para excitar el espíritu de los fieles, con esos signos sensibles de piedad y religión, a la contemplación de las grandezas que se ocultan en el Sacrificio".
Debemos afirmar sin temor a equivocarnos que la Misa codificada por San Pío V expresaba claramente las grandes realidades del Sacrificio, de la Presencia Real y del sacerdocio de los celebrantes, así como la relación esencial con el Sacrificio de la Cruz, del cual proviene toda la virtud sobrenatural de la Misa.
Disminuir, amenguar la expresión de nuestra Fe en tales realidades que constituyen la esencia misma del Sacrificio que nos legó Nuestro Señor Jesucristo puede llevar a las consecuencias más desastrosas, porque el Sacrificio de la Misa es el corazón, el alma, la fuente mística de la Iglesia.
La historia toda del protestantismo es la ilustración de esas blasfemas palabras de Lutero: "Destruyamos la Misa y habremos destruido a la Iglesia". Los mártires ingleses recientemente canonizados han sellado con sangre esta verdad.
Las desdichas de la Iglesia y la disminución de la Fe y las vocaciones, la ruina de las sociedades religiosas, esos tristes efectos de los que somos atribulados testigos, ¿no tendrán por causa la ruina de los altares, reemplazados por las mesas de la comida eucarística? Lo dejo a vuestra reflexión.
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Conclusión
He aquí algunas citas que contribuirán a nuestra santificación: "Así como la vida del Salvador estuvo ordenada a su propio Sacrificio, también la vida del sacerdote, que debe reproducir en sí la imagen de Cristo, debe ser con Él, por Él y en Él un Sacrificio agradable a Dios" (S.S. Pío XII, "Menú nostrce", 23 de septiembre de 1950).
Unido estrechamente como está a los misterios divinos, el sacerdote no puede carecer de hambre y sed de justicia, de santidad. Debe ofrecerse e inmolarse con Cristo, pues sentirá necesidad de adaptar su vida a su alta dignidad y orientar sus actos hacia el Sacrificio.
Tampoco se limitará a celebrar la Santa Misa: la vivirá íntimamente. Así adquirirá la fuerza sobrenatural que lo transformará por completo y le dará participación en la vida de Sacrificio del Divino Redentor.
El sacerdote se esforzará por reproducir en su alma lo que sucede sobre el altar del Sacrificio... Así lo advierte San Pedro Crisólogo: "Sed el Sacrificio y el sacerdote de Dios... "
"Sacerdotes e hijos bienamados, tenemos en nuestras manos un gran tesoro, la perla más preciosa: las riquezas inagotables de la Sangre de Jesucristo; abrevemos lo más posible en ese tesoro para ser, mediante el sacrificio total de nosotros mismos al Padre con Jesucristo, los verdaderos mediadores de santidad en lo que hace al culto de Dios ".
El Papa Juan XXIII, retomando las palabras de su predecesor, agregaba: "La Iglesia recuerda esa elevada doctrina cuando invita a sus ministros a una vida ascética y cuando les recomienda celebrar el Sacrificio eucarístico con profunda piedad. ¿No es por defecto en la comprensión del vínculo estrecho y como recíproco que une el don cotidiano de sí mismo con la ofrenda de la Misa por lo que algunos sacerdotes han perdido poco a poco el fervor original de su ordenación? Esa era la experiencia adquirida por el Cura de Ars, quien decía: «La causa de la desmoralización del sacerdote está en que no presta atención a la Misa»" ("Sacerdotii nostriprimordio", 19 de agosto de 1959).
Por último, este consejo del Padre Garrigou-La-grange (loe. cit, pág. 771): "Para terminar con una conclusión práctica: no se podría recomendar demasiado a las almas de vida interior que tengan una gran devoción a la consagración, que es la esencia misma del Sacrificio de la Misa y el momento más solemne de cada uno de nuestros días. Jesús, al instituir la Eucaristía, alzó los ojos al cielo, su rostro se iluminó y tuvo un intensísimo deseo de anonadarse, en cierto modo, bajo las especies del pan y del vino hasta el fin de los tiempos, para permanecer así real y sustancialmente presente entre nosotros dándosenos como alimento.
"Así pues, en el momento de la consagración el sacerdote, ministro del Mediador universal, debe como Él alzar los ojos al cielo con un ardiente deseo de unirse a la oblación de Cristo siempre viviente, que no cesa de interceder por nosotros ni de ofrecer consigo a su Padre a todos los miembros vivos de su Cuerpo Místico, particularmente a los que sufren a ejemplo de Él".