I DOMINGO DE ADVIENTO
La Comunidad de Hermanos de la Fraternidad de Cristo Sacerdote, que tienen como Rito propio el Uso extraordinario, celebraron el Primer Domigo de Adviento en la Iglesia del Salvador de Toledo, donde a diario celebran la Santa Misa -Uso extraordinario- y el Oficio Divino Tradicional.
La Misa diaria de Comunidad es a la 8.15 de la mañana. Los domingos y festivos la Misa cantada es a las 9 de la mañana. Los fieles también pueden participar a diario en las Horas del Oficio, especialmente Laudes a las 7.45 de la mañana, Vísperas cantadas a las 6 de la tarde y Completas a las 9.15 de la noche.
En cuanto nos disponemos a vivir el tiempo litúrgico del Adviento, casi de forma mecánica y espontánea, viene a nuestra mente el recordatorio de la virtud teologal de la esperanza. Efectivamente, Adviento es tiempo de esperanza, como habrá de serlo todo el tiempo que dure nuestra vida, nuestro paso por este mundo pasajero, en el que somos caminantes, viadores y peregrinos hacia la meta definitiva: el puerto de la feliz eternidad.
El camino vital que cada uno ha de recorrer personalmente, sin olvidar que no caminamos solos, pues avanzamos en compañía de nuestros hermanos, y viene en todo momento el Señor a nuestro lado, y contamos con la presencia íntima y cercana de nuestra Madre la Virgen y con la compañía de los Santos que no cesan de interceder por nosotros. Ese camino vital, decimos, no está exento de peligros, dificultades y escollos que habremos de salvar. No es una senda llana, ni un viaje apacible, pues como nos advierte el mismo Señor: “Entrad por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta y espaciosa la senda que lleva a la perdición, y son muchos los que por ella entran. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosta la senda que lleva a la vida, y cuán poco los que dan con ella! (Mt 7, 13-14).
Esa realidad del camino y de la peregrinación llena de dificultades y peligros, requiere de nosotros la conciencia clara de que nuestra vida es una verdadera milicia, lo que nos convierte en soldados de Cristo –Milites Christi-, teniendo presente en todo instante “que no es nuestra lucha contra la sangre y la carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires” (Ef. 6, 12) Veamos, pues, como la Palabra de Vida eterna nos ilumina con desbordante claridad y nos sitúa con todo realismo frente a las dificultades que de forma permanente y continua se hacen presentes en nuestra andadura cotidiana con el fin de desalentarnos en la lucha, desviarnos del camino y desesperarnos en el dolor.
No es difícil comprender, ante esta realidad que venimos describiendo, hasta que punto se nos impone la necesidad de la virtud de la esperanza, pues ¿qué sentido tendría la lucha sin la esperanza de vencer?, ¿qué sentido el camino sin la esperanza de alcanzar un día la meta?, ¿y qué sentido el sufrimiento y el padecer sin la esperanza de alcanzar una ulterior, plena y definitiva felicidad? Sin esperanza no se puede luchar. Sin esperanza no se puede caminar. Sin esperanza no se puede padecer ni sufrir pacientemente.
Si el tener valor para la lucha nos parece harto difícil, al igual que la fortaleza para caminar sin claudicar, quedándose tendido al borde el camino, o si la paciencia para perseverar en medio de los sufrimientos y penalidades se nos antoja casi imposible, dada nuestra extrema pobreza y debilidad. ¿Qué pensar, entonces, de la virtud de la esperanza, tan necesaria como imprescindible para caminar, luchar y padecer? ¿Estará a nuestro alcance?
Sin duda alguna que lo está, no porque nosotros logremos alcanzarla, sino porque por pura gracia, por pura misericordia y por puro amor, nos ha sido acercada, dada e infundida en lo profundo de nuestro ser, en el centro mismo de nuestra alma. Como virtud teologal la poseemos desde el día del santo bautismo. Como semilla sembrada en la tierra de nuestra alma fue depositada por el Espíritu Santo con la finalidad de crecer, desarrollarse, florecer y fructificar.
La esperanza cristiana es fruto de la fe, virtud que también como semilla fue sembrada en nosotros por el mismo Espíritu Santo, siendo el fruto de ambas la caridad. Es, por lo tanto, sobre este fundamento de las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad, que se ha de levantar el edificio de nuestra vida cristiana, el templo de nuestra santificación, la cumbre y cima de nuestra identificación con Cristo, que se expresa de forma elocuente y admirable en las palabras del Apóstol San Pablo: “Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Y aunque al presente vivo en carne, vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gal 2, 19-20).
Necesitamos vivir en la esperanza cada uno de los días de nuestra vida, con la clara conciencia de que la misma es un prolongado y continuo adviento a través del cual Cristo que viene nos invita a salir a su encuentro. Él se acerca a nosotros por medio de los sacramentos, especialmente en el Sacramento de su Presencia eucarística, también cuando entramos en la intimidad de nuestro cuarto y cerrada la puerta rezamos a nuestro Padre que está en lo escondido. Se acerca a diario a través de nuestro prójimo, especialmente en sus humildes hermanos: enfermos, pobres y pequeños. Todos estos advenimientos del Señor que sale a nuestro encuentro y se nos acerca, son de alguna manera una preparación para el encuentro definitivo, cara a cara con Él.
Todos los obstáculos que encontramos en el camino, el combate espiritual que libramos en todo momento, lo peligros que permanentemente nos acechan en nuestra andadura, no pretenden más que frustrar nuestro encuentro con Cristo Salvador. Ahora, mientras vamos de camino y luchamos, un encuentro siempre velado. Definitivamente, al final de la lucha un encuentro sin velos y ya definitivo, cara a cara, contemplando la hermosura de su rostro. ¿Cómo vencer, entonces, dichos obstáculos? ¿Podemos nosotros, en cuanto pobres criaturas que somos, luchar contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires, llegando a vencerlos definitivamente? Nuevamente, el Apóstol San Pablo, nos ofrece la respuesta: “Tomad, pues la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y vencido todo, os mantengáis firmes. Estad, pues, alerta, ceñidos vuestros lomos con la verdad, revestida la coraza de la justicia y calzados los pies, prontos para anunciar el evangelio de la paz. Embarazad en todo momento el escudo de la fe, con que podáis apagar los encendidos dardos del maligno. Tomad el yelmo de la salvación y la espada del espíritu, que es la palabra de Dios, con toda suerte de oraciones y plegarias, orando en todo tiempo en espíritu y para ello velando con toda perseverancia y súplica por todos los santos” (Ef. 6, 13-18).
No seremos derrotados en nuestra esperanza si empuñamos las armas que Dios nos ofrece para la lucha que hemos de librar en nuestra peregrinación terrena: el ceñidor de la verdad, la coraza de la justicia, el escudo de la fe, el yelmo de la salvación, la espada del espíritu y toda suerte de oraciones y plegarias. Al crecer nuestra fe en Dios, crecerá nuestra esperanza y con ello crecerá nuestro amor. En la medida en que se espera con mayores ansias la venida y el encuentro con el Amado, del mismo modo se inflama el amor mayormente.
Nuestra espera es una espera confiada, y así cuanto mayor es nuestra confianza mayor es también nuestra esperanza, y cuanto más esperamos más confiamos, porque esperanza y confianza se nutren de su Palabra divina: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Lc. 21, 33) La oración, la escucha atenta y meditativa de su Palabra es el aceite que mantiene viva y chispeante la llama de la esperanza. Permanezcamos, pues, en continua oración, en compañía de la Madre de Jesús y Madre nuestra Santísima. Ella que es Maestra y Modelo de oración no sólo nos enseñará a meditar todas estas cosas guardándolas en nuestro corazón, sino que además nos alcanzará la gracia de una fe más viva, una esperanza más firme y una caridad más ardiente.
¡Ven a librarnos! ¡Ven pronto a visitarnos! ¡Ven, y no tardes! ¡Ven, Señor Jesús!
*P. Manuel María de Jesús