El modernismo tiene cien años. De hecho, el Larousse describe esa herejía como la crisis religiosa que marcó el pontificado de san Pío X (1903-1914). El diccionario señala lo que estaba en juego en esa crisis al precisar que pretendía acomodar la doctrina de la Iglesia a las nuevas ideas, en especial a la filosofía y a la crítica bíblica moderna. En suma, se trataba de un conflicto generacional en el seno de la Iglesia eterna, que se resolvió poniendo un freno drástico al afán de novedades. Y es que las innovaciones siempre le parecieron sospechosas a la Iglesia fiel a los Apóstoles. Vista desde la perspectiva de dos mil años de cristiandad, esta herejía parece ocupar un lugar poco importante entre las crisis padecidas tantas veces por la vieja Roca. Por lo demás, desde san Pío X el asunto quedó zanjado. Entonces, ¿para qué traer a colación un caso ya cerrado? ¿Por qué volver a tocar un tema pasado de moda, que sólo puede interesar a un estudioso de la historia de la Iglesia?
Sin embargo, el modernismo está lejos de ser un hecho superado, muerto y sepultado. Ese mismo movimiento, camuflado para las necesidades de la causa, es el que ha vuelto a salir a la superficie en la Iglesia y parece triunfar hoy sobre la Iglesia. El único propósito de nuestro libro es formular una tesis sobre la identidad de dicho movimiento. En la presente introducción sólo queremos poner en evidencia el fundamento y la necesidad de semejante investigación. Y es que hay un problema por resolver: la súbita aparición de otra Iglesia, o dicho de otro modo, la crisis que la Iglesia católica siente respecto de sí misma. Si a partir de este momento el lector admite que la Iglesia contemporánea está pasando por un estado de crisis excepcional, deseará seguirnos en nuestra investigación, consciente de que la muerte o la supervivencia de la Iglesia dependen de su resultado.
Esta crisis acometió a la Iglesia sobre todo en los años sesenta y setenta. La Iglesia pretendía renovarse y llevar a cabo un aggiornamento. Todos, y en especial el Papa Pablo VI, esperaban una primavera con una aurora radiante de juventud. El resultado del cambio fue una amarga decepción. La duda, la autocrítica y la inestabilidad se establecieron en todas partes, conduciendo a la autodemolición. Durante esos años cruciales, las naciones se rebelaron como nunca antes contra el Decálogo y contra Jesucristo. Las vocaciones disminuyeron peligrosamente, y los fieles abandonaron las iglesias para afiliarse a las sectas más extrañas o a la religión del propio gusto. Los sacerdotes y los religiosos de ambos sexos colgaron los hábitos con una frecuencia inusitada. Los obispos, custodios de la fe y de los tesoros de la Iglesia, en vez del Evangelio del Crucificado, predicaban una doctrina edulcorada sobre el amor fraterno, un discurso social insulso, y planteaban propuestas de diálogo con los protestantes. Roma parecía reducida a la impotencia, incapaz de reaccionar con rigor o de esclarecer a los descarriados…
Sin embargo, el modernismo está lejos de ser un hecho superado, muerto y sepultado. Ese mismo movimiento, camuflado para las necesidades de la causa, es el que ha vuelto a salir a la superficie en la Iglesia y parece triunfar hoy sobre la Iglesia. El único propósito de nuestro libro es formular una tesis sobre la identidad de dicho movimiento. En la presente introducción sólo queremos poner en evidencia el fundamento y la necesidad de semejante investigación. Y es que hay un problema por resolver: la súbita aparición de otra Iglesia, o dicho de otro modo, la crisis que la Iglesia católica siente respecto de sí misma. Si a partir de este momento el lector admite que la Iglesia contemporánea está pasando por un estado de crisis excepcional, deseará seguirnos en nuestra investigación, consciente de que la muerte o la supervivencia de la Iglesia dependen de su resultado.
Esta crisis acometió a la Iglesia sobre todo en los años sesenta y setenta. La Iglesia pretendía renovarse y llevar a cabo un aggiornamento. Todos, y en especial el Papa Pablo VI, esperaban una primavera con una aurora radiante de juventud. El resultado del cambio fue una amarga decepción. La duda, la autocrítica y la inestabilidad se establecieron en todas partes, conduciendo a la autodemolición. Durante esos años cruciales, las naciones se rebelaron como nunca antes contra el Decálogo y contra Jesucristo. Las vocaciones disminuyeron peligrosamente, y los fieles abandonaron las iglesias para afiliarse a las sectas más extrañas o a la religión del propio gusto. Los sacerdotes y los religiosos de ambos sexos colgaron los hábitos con una frecuencia inusitada. Los obispos, custodios de la fe y de los tesoros de la Iglesia, en vez del Evangelio del Crucificado, predicaban una doctrina edulcorada sobre el amor fraterno, un discurso social insulso, y planteaban propuestas de diálogo con los protestantes. Roma parecía reducida a la impotencia, incapaz de reaccionar con rigor o de esclarecer a los descarriados…
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Padre Dominique Bourmaud - Cien años de Modernismo http://devocioncatolica.blogspot.com/