CAPITULO IV EL DESARROLLO DEL CONCILIO
El discurso inaugural del Concilio pronunciado por Juan XXIII el 11 de octubre de 1962 es un documento complejo porque, según informaciones fiables, reflejó la mente del Papa en una redacción sobre la cual influyó una mente que no era la suya. Además, hasta en la identificación misma del texto el documento plantea problemas canónicos y filológicos. Para dar a conocer su sustancia la centraremos en torno a algunos puntos.
En primer lugar, el discurso se abre con una enérgica afirmación del aut aut ordenado a los hombres por la Iglesia Católica, que rechaza la neutralidad y utralidad entre el mundo y la vida celeste y ordena todas las cosas temporales a un destino eterno.
Aparte del texto profético de Luc. 2, 34, según el cual Cristo será signo de contradicción y se convertirá en resurrección o ruina para muchos, el Papa cita el más decisivo de Luc. 11, 23: «Qui non est mecum, contra me est [Quien no está conmigo, está contra Mí] ».
Estos textos jamás fueron citados después en los documentos conciliares, dado que la asamblea buscó más los aspectos compartidos por la Iglesia y el mundo y hacia los que ambos convergen, que aquéllos en los cuales se oponen y combaten.
La perfecta coherencia de esta parte. de la alocución inaugural con la mentalidad católica aparece también allí donde se asegura que «todos los hombres, particularmente considerados o reunidos socialmente, tienen el deber de tender a conseguir los bienes celestiales» (pág. 748, n. 13): se trata del concepto tradicional del señorío absoluto de Dios, que afecta a la realidad humana no sólo como persona individual, sino también como sociedad, y sanciona la obligación religiosa del Estado.
El segundo punto relevante del discurso es la condena del pesimismo de quienes «en los tiempos modernos no ven otra cosa que prevaricación» (n. 9). Observando el nuevo curso del mundo, el Papa reconoce un general alejamiento de las inquietudes espirituales, pero encuentra ese alejamiento compensado con la ventaja de que «por la vida moderna desaparezcan los innumerables obstáculos que en otros tiempos impedían el libre obrar de los hijos de la Iglesia» (n. 11).
La referencia histórica es doble, quedando la duda de si el Papa tenía en mente la indebida injerencia ejercitada por el Imperio y la Monarquía absoluta sobre la Iglesia (en tiempos en los que en último término todo dependía de la religión) o por el contrario las vejaciones sufridas por la Iglesia desde el siglo XVIII hasta ahora por obra del Estado liberal (en tiempos en que la separación de la religión respecto de la esfera civil preparaba la actual condición de la civilización).
Más bien parece lo primero que lo segundo; pero es necesario señalar que la Iglesia luchó continuamente en la teoría y en la práctica contra la servidumbre de la Iglesia ante la potestad civil, especialmente en la elección de obispos y en la instauración de beneficios eclesiásticos. Bastaría recordar hasta qué punto la deploraba Rosmini.
Incluso el llamado derecho de veto (en la práctica, una pura condescendencia de hecho) fue muchas veces considerado nulo y pasado por alto, como ocurrió en los cónclaves que eligieron a julio III, a Marcelo 11, a Inocencio X, e incluso a San Pío X: es decir, todas las veces que el coraje supo prevalecer sobre la intimidación de la razón política.
El juicio optimista del Pontífice acerca de la actual libertad de la Iglesia concuerda ciertamente con la realidad de la Iglesia de Roma, liberada de la carga del poder temporal; pero lo contradicen crudamente las circunstancias de las Iglesias nacionales, muchas de las cuales se encuentran hoy encadenadas.
Por otra parte, la llamativa ausencia de episcopados enteros a los que sus gobiernos impidieron acudir al Concilio no pudo escapar al lamento del Papa, que confesaba experimentar «un vivísimo dolor por la ausencia de tantos pastores de almas para Nos queridísimos, los cuales sufren prisión por su fidelidad a Cristo» (n. 12).
Conviene además señalar cómo dicha deplorada servidumbre era en los siglos pasados un aspecto de la compenetración de la vida religiosa con la sociedad: dicha compenetración era debida a una imperfecta distinción entre valores subordinados religiosos y civiles, considerados como un conjunto informado por la religión. Al contrario, la presente liberación procede de la pérdida de autoridad de la Iglesia en los espíritus del siglo, invadidos por una aspiración eudemonista y por la indiferencia doctrinal.
Pero el punto relevante y casi secreto al cual es necesario referirse al tratar de la libertad del Concilio es la atadura de esa libertad consentida pocos meses antes por Juan XXIII, al firmar con la Iglesia ortodoxa un acuerdo en virtud del cual el Patriarcado de Moscú aceptaba la invitación papal de enviar observadores al Concilio; el Papa por su parte aseguraba que el Concilio se abstendría de condenar el comunismo.
El pacto tuvo lugar en agosto de 1962 en Metz (Francia) y se conocen todos los detalles de tiempo y lugar a través de una rueda de prensa concedida por mons. Schmitt, obispo de aquella diócesis[1].
La negociación concluyó con un acuerdo que firmaron el metropolita Nicodemo por parte de la Iglesia Ortodoxa, y el cardenal Tisserant (decano del Sacro Colegio) por parte de la Santa Sede. La noticia del acuerdo fue dada en estos términos por «France nouvelle», boletín central del Partido Comunista Francés, en el número de 16-22 de enero de 1963: «Puesto que el sistema socialista mundial manifiesta de forma innegable su superioridad y recibe su fortaleza de la aprobación de centenares y centenares de millones de hombres, la Iglesia ya no puede contentarse con un tosco anticomunismo. Incluso se ha comprometido, con ocasión del diálogo con la Iglesia ortodoxa rusa, a que no habrá en el Concilio un ataque directo contra el régimen comunista». Por parte católica, el diario «La Croix» de 15icodemo aceptó que alguien se acercase a Moscú a llevar una invitación, a condición de que fuesen dadas garantías en lo que concierne a la actitud apolítica del Concilio».
La condición impuesta por Moscú de que el Concilio no se pronunciase sobre el comunismo no fue nunca secreta, pero su publicación en forma aislada no tuvo efecto sobre la opinión pública al no ser retomada ni divulgada por la prensa; esto se debió o bien a una gran apatía y anestesia de los estamentos eclesiásticos en torno a la naturaleza del comunismo, o bien a una acción silenciadora deseada e impuesta por el Pontífice. Pero su efecto fue poderoso (aunque silente) sobre el desenvolvimiento del Concilio, durante el cual, y en cumplimiento de la preterición pactada, se rechazó una propuesta de renovar la condena del comunismo.
La veracidad de los acuerdos de Metz recibió recientemente una impresionante confirmación en una carta de Mons. Georges Roche, secretario del cardenal Tisserant durante treinta años. Con la intención de defender al negociador vaticano, este prelado romano sale al paso de las imputaciones de Jean Madiran y confirma enteramente la existencia del acuerdo entre Roma y Moscú, precisando que la iniciativa de los encuentros fue tomada personalmente por Juan XXIII a sugerencia del card. Montini y que Tisserant «recibió órdenes formales tanto para firmar el acuerdo como para vigilar su exacta ejecución durante el Concilio» [2] .
De este modo, el Concilio se abstuvo de volver a condenar el comunismo; en las Actas no se encuentra ni siquiera esa palabra, tan abundante en los documentos papales hasta aquel momento 3[3]. La gran Asamblea se pronunció específicamente sobre el totalitarismo, el capitalismo o el colonialismo, pero ocultó su juicio sobre el comunismo tras un juicio genérico sobre las ideologías totalitarias.
El debilitamiento del sentido lógico propio del espíritu del siglo arrebata también a la Iglesia el temor a la contradicción. En el discurso inaugural del Concilio se celebra la libertad de la Iglesia contemporánea en el mismo momento en que se confiesa que muchísimos obispos están encarcelados por su fidelidad a Cristo y cuando, en virtud de un acuerdo propugnado por el Pontífice, el Concilio se encuentra constreñido por el compromiso de no pronunciar ninguna condena contra el comunismo.
Esta contradicción, siendo grande, lo es menos si se la compara con la contradicción de fondo consistente en fundamentar la renovación de la Iglesia sobre la apertura al mundo, para luego borrar de entre los problemas del mundo el problema principalísimo, esenciadísimo y decisivo del comunismo. de febrero de 1963 informaba del acuerdo, concluyendo: «Después de esta entrevista, Mons. N ler...