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Presentamos el testimonio de Magdi Cristiano Allam, converso del Islam bautizado por Benedicto XVI en la Vigilia Pascual del año 2008, que ayer ha narrado por primera vez un episodio en el cual ha percibido, siempre según su opinión, “la realidad interna de la Iglesia”, al ver el conflicto entre el Papa y cierto sector de la Curia en relación con su bautismo.
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He mantenido hasta ahora la reserva sobre mi experiencia directa con la realidad interna de la Iglesia, que me ha hecho tocar con la mano la gravedad de un conflicto encendido entre el Papa y el aparato que se ocupa de la gestión del Estado del Vaticano, en consideración de mi eterna gratitud a Benedicto XVI por haber querido ser él quien me diera el bautismo, la confirmación y la Eucaristía en la noche de la Vigilia Pascual el 22 de marzo de 2008.
Era todavía musulmán cuando surgió en mí no sólo una estima particular sino una irresistible atracción por el Papa cuando, con ocasión de la Lectio Magistralis pronunciada en la Universidad de Ratisbona el 12 de septiembre de 2006, tuvo la honestidad intelectual y el coraje humano de decir la verdad histórica sobre el expansionismo islámico realizado a través de guerras, conversiones forzadas y un río de sangre que sometieron las costas orientales y meridionales del Mediterráneo, que eran cristianas en un 95 por ciento. No lo hizo directamente sino citando al emperador bizantino Manuel II Paleólogo.
Se trata de una obviedad histórica atestiguada en los mismos libros de historia que se enseñan en las escuelas de los países islámicos. Y sin embargo, por haberla dicho el Papa, se vio condenado, incluso a muerte, por los gobiernos y por los terroristas islámicos. Así como descubrió que tenía en contra el conjunto del Occidente cada vez más descristianizado y, sobre todo, tuvo que afrontar las críticas internas de su misma Iglesia. Benedicto XVI, de hecho, fue obligado por los regentes de la diplomacia vaticana a justificarse tres veces, repitiendo que no buscaba ofender a los fieles musulmanes, pero sin ceder nunca a la presión de transformar la justificación en una disculpa pública. No bastó para aplacar ni la ira de los islámicos ni la tendencia a la rendición de los diplomáticos vaticanos. Fue así que el Papa fue obligado a ir a Turquía y se encontró al lado del Gran Muftí rezando juntos mirando hacia la Meca en la Mezquita Azul de Estambul.
Aquello, de hecho, marcó un éxito de la diplomacia vaticana obligando al Papa a rendirse a lo que él a menudo define la “dictadura del relativismo”, considerada como el mal profundo de nuestra civilización porque, poniendo al mismo nivel todas las religiones y culturas, prescindiendo de su contenido, termina por legitimar todo y lo contrario de todo, el bien y el mal, la verdad y la mentira, haciéndonos perder la certeza de la fe en el cristianismo.
Me sentí identificado con la experiencia de Benedicto XVI y lo imaginé como un Papa aislado y asediado por un aparato clerical hostil dentro del Vaticano. Su extraordinaria inteligencia, su inmensa cultura y su inigualable capacidad de interpelar nuestra razón y de acompañarnos de la mano a la fe, demostrándonos con humildad cómo el cristianismo es la morada natural de fe y razón, han representado para mí un faro que me ha iluminado dentro hasta hacerme descubrir el don de la fe en Cristo.
Fue así que, cuando gracias a la sabiduría y a la fraterna disponibilidad de monseñor Rino Fisichella, en esa época Rector de la Universidad Lateranense, que me acompañó en mi camino espiritual para acceder a los sacramentos de iniciación a la fe cristiana, el Papa aceptó ser él quien me diera el bautismo, consideré que el Señor había elegido unir mi vida a la del Santo Padre, indicándomelo como el más extraordinario testigo de fe y razón.
Y bien, cuando al final de la ceremonia religiosa en la suntuosidad de la Basílica de San Pedro, después de tres infinitas horas que he percibido como el día más bello de mi vida, me encontré frente al Papa en compañía de mi padrino Maurizio Lupi, él se limitó a una leve sonrisa pero de una serenidad absoluta, de quien está en paz consigo mismo y con el Señor. Pero apenas me dirigí a la izquierda para saludar a su asistente, monseñor Georg Gänswein, encontramos en sus labios una sonrisa intensa, dos ojos radiantes y de sus labios salió una exclamación de júbilo: “¡Hemos vencido!”.
¡Hemos vencido! Si hay alguien que vence, significa que hay alguien que ha perdido. Quién había perdido lo comprendí apenas crucé la puerta de la Basílica para ir a abrazar a monseñor Fisichella. Apareció el cardenal Giovanni Battista Re, en esa época Prefecto de la Congregación para los Obispos, que dirigiéndose en alta voz y con un modo vagamente amenazante, le dijo: “Si Bin Laden estuviese vivo, ¡sabríamos a quién dirigirlo!”
Posteriormente he tenido la certeza, por varias fuentes, de que hasta el último instante el aparato del Estado del Vaticano ejerció fuertes presiones sobre Benedicto XVI para disuadirlo de ser él quien me diera el bautismo, por miedo a las represalias por parte de los extremistas y de los terroristas islámicos, pero que el Papa nunca tuvo ninguna duda.
Es un hecho específico y concreto que pone en evidencia cómo Benedicto XVI ha debido enfrentarse con poderes internos del Vaticano que, con el fin de protegerse en el ámbito de la seguridad, han llegado a concebir que el Papa no debía realizar aquella que es su misión, llevar a Cristo a quien libremente lo elige.
Y es un caso emblemático de la confrontación entre la Iglesia universal que se fundamenta en espiritualidad y un Vaticano terreno que se sumerge en la materialidad a la par de cualquier otro Estado. Éste es el nudo a desatar y es el desafío que, con su renuncia, Benedicto XVI nos deja. La Iglesia está en una encrucijada: permanecer anclada en su misión espiritual encarnándose en los dogmas de la fe y en los valores no negociables, o bien, ceder a las razones de Estado para auto-perpetuarse cueste lo que cueste. Es la pesada herencia que caerá sobre los hombros del próximo Papa.
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Fuente: Io amo l’Italia
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo