INTERPRETACIÓN DEL CONCILIO VATICANO II Y SU RELACIÓN CON LA CRISIS ACTUAL DE LA IGLESIA
La crisis sin precedentes que atraviesa actualmente la Iglesia se puede comparar con la crisis general del siglo IV, cuando el arrianismo había contaminado a la abrumadora mayoría del episcopado y asumido una posición dominante en la vida de la Iglesia. Por un lado, debemos procurar ver la presente situación con realismo, y, por otra parte, con espíritu sobrenatural, con profundo amor por la nuestra Santa Madre Iglesia, que está sufriendo la Pasión de Cristo a causa de esta tremenda y general confusión doctrinal, litúrgica y pastoral.
Tenemos que renovar nuestra fe para creer que la Iglesia está en las seguras manos de Cristo, y que Él siempre intervendrá para renovarla en los momentos en que parece que la barca de la Iglesia está a punto de zozobrar, como resulta patente en nuestros días.
Por lo que respecta a nuestra actitud con relación al Concilio Vaticano Segundo, hay que evitar dos extremos: rechazarlo totalmente (como hacen los sedevacantistas y un sector de la Fraternidad San Pío X (FSSPX), o atribuir un carácter infalible a todo lo que dijo el Concilio.
El Concilio Vaticano II fue una asamblea legítima presidida por los pontífices, y tenemos que mantener una actitud respetuosa hacia el mismo. Ahora bien, eso no quiere decir que nos esté vedado expresar dudas razonablemente fundadas o proponer con respeto mejoras con respecto a determinadas cuestiones, en tanto que lo hagamos basados en la totalidad de la Tradición de la Iglesia y su Magisterio perenne.
Las tradicionales y constantes afirmaciones del Magisterio a lo largo de un los siglos tienen precedencia y constituyen un criterio para verificar la exactitud de las afirmaciones magisteriales posteriores. Toda nueva declaración del Magisterio debe ser de por sí más precisa y más clara, pero nunca ambiguas ni parecer que contradiga previos pronunciamientos constantes del Magisterio.
Las afirmaciones del Concilio Vaticano II que son ambiguas deben ser leídas e interpretadas según las de la totalidad de la Tradición y del Magisterio constante de la Iglesia.
En caso de duda, las afirmaciones del Magisterio constante (es decir, los concilios y documentos pontificios cuyo contenido ha demostrado ser una tradición segura y constante durante siglos en un mismo sentido) se imponen sobre las que son objetivamente ambiguas o las afirmaciones novedosas del Concilio Vaticano II que, con toda objetividad, difícilmente concuerdan con las afirmaciones del Magisterio constante anterior (v.g., el deber del Estado de venerar públicamente a Cristo, Rey de toda sociedad humana, el verdadero sentido de la colegialidad episcopal con relación al primado petrino y al gobierno universal de la Iglesia, el carácter nocivo de las religiones no católicas y el peligro que suponen para la salvación eterna de las almas).
Hay que ver y aceptar el Concilio Vaticano II como tenía por objeto ser y como lo que fue en realidad: un concilio ante todo pastoral. Es decir, que la intención de dicho concilio no era proponer nuevas doctrinas ni hacerlo de forma definitiva. La mayor parte de sus afirmaciones confirmaban la doctrina tradicional y perenne de la Iglesia.
Algunas de las nuevas afirmaciones del Concilio (v.g. la colegialidad, la libertad religiosa, el diálogo ecuménico e interreligioso, la actitud para con el mundo) carecen de carácter definitivo, y por ello aparentemente o en realidad, no se ajustan a las afirmaciones tradicionales y constantes del Magisterio, y es necesario complementarlas con explicaciones más exactas y suplementos doctrinales más precisos. Una aplicación ciega del principio de la “hermenéutica de la continuidad” tampoco ayuda, porque de ese modo se crean interpretaciones forzadas que no convencen ni ayudan a llegar a un conocimiento más claro de las verdades inmutables de la fe católica y su aplicación concreta.
A lo largo de la historia se han dado casos de afirmaciones no definitivas de concilios ecuménicos que más tarde, gracias a un sereno debate teológico, fueron matizadas o tácitamente corregidas (por ejemplo, las afirmaciones del Concilio de Florencia con relación al sacramento del Orden, según lo cual la materia la constituía la entrega de instrumentos, cuando la más cierta y constante tradición afirmaba que bastaba con la imposición de manos por parte del obispo; esto fue confirmado por Pío XII en 1947). Si después del Concilio de Florencia los teólogos hubieran aplicado ciegamente el principio de la “hermenéutica de la continuidad”, a dicha declaración del Concilio de Florencia (que es objetivamente errónea), defendiendo la tesis de que la entrega de instrumentos como materia del sacramento del Orden se ajustaba al Magisterio constante, probablemente no se habría llegado a un consenso general de los teólogos con respecto a la verdad que afirma que sólo la imposición de manos por el obispo constituye la verdadera materia del sacramento del Orden.
Es necesario fomentar en la Iglesia un clima sereno de debate doctrinal en relación con aquellas declaraciones del Concilio Vaticano II que son ambiguas o han dado lugar a interpretaciones erróneas. No hay nada de escandaloso en tal debate doctrinal; todo lo contrario, contribuirá a mantener y explicar de un modo más seguro e integral el depósito de la fe inmutable de la Iglesia.
No se debe hacer excesivo hincapié en un concilio determinado, otorgándole un carácter absoluto o equiparándolo a la Palabra de Dios oralmente transmitida (Sagrada Tradición) o por escrito (Sagradas Escrituras). El propio Concilio Vaticano II afirmó correctamente (cf. Dei Verbum, 10), que el Magisterio (el Papa, los concilios y el magisterio ordinario y universal) no están por encima de la Palabra de Dios, sino por debajo, supeditados a ella, y es solamente su siervo (de la Palabra de Dios transmitida oralmente = Sagrada Tradición, y de la Palabra de Dios escrita = Sagradas Escrituras)
Desde un punto de vista objetivo, las afirmaciones magisteriales (del Papa y de los concilios) con carácter definitivo tienen más valor y más peso comparados con las de naturaleza pastoral, que son de por sí mudables y temporales en función de las circunstancias históricas o de situaciones pastorales circunscritas a un momento determinado, como sucede con la mayoría de las declaraciones del Concilio Vaticano II.
El aporte original y valioso del Concilio Vaticano II radica en la llamada a la santidad de todos los miembros de la Iglesia (cap. 5 de Lumen gentium), en la doctrina sobre el papel central de Nuestra Señora en la vida de la Iglesia (cap. 8 de Lumen gentium), en la importancia de los fieles laicos para mantener, defender y promover la fe católica y en el deber de éstos de evangelizar y santificar las realidades temporales con arreglo al sentido perenne de la Iglesia (cap. 4 de Lumen gentium), y en la primacía de la adoración de Dios en la vida de la Iglesia y la celebración litúrgica (Sacrosanctum Concilium, nn. 2; 5-10). El resto se podría considerar hasta cierto punto secundario, provisional, y probablemente en un futuro hasta olvidables, como ha sucedido con algunas afirmaciones no definitivas, pastorales o disciplinarias de diversos concilios ecuménicos del pasado.
Las cuatro cuestiones siguientes -Nuestra Señora, la santificación de la vida personal, la defensa de la fe con la santificación del mundo según el espíritu perenne de la Iglesia y el carácter prioritario de la adoración de Dios- son los que con más urgencia se tienen que vivir y aplicar hoy en día. En esto, el Concilio Vaticano II tiene un papel profética que, desgraciadamente, no se ha cumplido todavía de modo satisfactorio.
En vez de vivir estos cuatro aspectos, un sector numeroso de la nomenclatura teológica y administrativa de la Iglesia lleva medio siglo promoviendo cuestiones doctrinales, pastorales y litúrgicas ambiguas, distorsionando con ello la intención original del Concilio o abusando de afirmaciones doctrinales ambiguas o poco claras con miras a crear una iglesia diferente, de tipo relativista o protestante. Hoy en día asistimos a la culminación de este proceso.
La crisis actual de la Iglesia consiste en parte en que a algunas declaraciones del Concilio Vaticano II que son objetivamente ambiguas, o en que a esas pocas afirmaciones que difícilmente se ajustan a la tradición magisterial constante de la Iglesia, se las ha llegado a considerar infalibles. Y así se ha llegado a bloquear un sano debate con las respectivas correcciones necesarias, implícitas o tácitas. Al mismo tiempo, se ha fomentado el surgimiento de afirmación teológicas en conflicto con la tradición perenne (v.g. con relación a la nueva teoría del llamado doble sujeto supremo ordinario del gobierno de la Iglesia, es decir, el Papa por sí solo y todo el colegio episcopal junto con el Papa, la doctrina de la neutralidad del Estado hacia el culto público que debe rendir al Dios verdadero, que es Jesucristo, Rey también de toda sociedad humana y política, y la relativización de la verdad de que la Iglesia Católica es la única vía de salvación querida y ordenada por Dios).
Tenemos que liberarnos de las cadenas que imponen un carácter absoluto e infalible al Concilio Vaticano II y pedir un clima de debate sereno y respetuoso motivado por un amor sincero a la Iglesia y a la fe inmutable de la Iglesia.
Podemos ver una señal positiva de ello en que el 2 de agosto de 2012 Benedicto XVI escribió un prefacio al volumen relativo al Concilio Vaticano II en la edición de sus obras completas, en el cual manifiesta sus reservas con respecto a contenidos concretos de Gaudium et spes y Nostra aetate. Del tenor de dichas palabras de Benedicto XVI se deduce que los defectos concretos de determinadas partes de los documentos no se pueden mejorar con la “hermenéutica de la continuidad”.
Una FSSPX canónica y plenamente integrada en la vida de la Iglesia podría hacer un aporte muy valioso a dicho debate, como deseaba también el arzobispo Marcel Lefebvre. La presencia canónica plena de la FSSPX en la vida de la Iglesia actual contribuiría también a suscitar un clima general de debate constructivo a fin de que lo que siempre creyeron todos los católicos en todas partes durante dos mil años se crea de un modo más claro y seguro también en nuestros tiempos, realizando así la verdadera intención pastoral de los padres del Concilio Vaticano Segundo.
La auténtica finalidad pastoral apunta a la salvación eterna de las almas, la cual sólo se puede alcanzar anunciando toda la voluntad de Dios (Hch.20, 27). Una ambigüedad en la doctrina de la fe y en su aplicación concreta (en la liturgia y en la pastoral) supondría un peligro para la salvación eterna de las almas y sería por consiguiente antipastoral, dado que la proclamación de la claridad y de la integridad de la fe católica y de su fiel aplicación es voluntad explícita de Dios. Únicamente la obediencia perfecta a esta voluntad de Dios, que nos reveló la verdadera fe por medio de Cristo, Verbo Encarnado, y de los apóstoles, la fe interpretada y practicada constantemente en el mismo sentido por el Magisterio de la Iglesia, lleva la salvación a las almas.
+ Athanasius Schneider,
Obispo auxiliar de la arquidiócesis de María Santísima de Astaná, Kazajistán
Fuente: adelante la fe.com