quarta-feira, 22 de dezembro de 2010

El cardenal Domenico Bartolucci, de 93 años de edad, luego de haber ingresado al Colegio Cardenalicio el 20 de noviembre, celebró el pasado 8 de diciembre una solemne Misa en la forma extraordinaria del Rito Romano en la iglesia de la Santísima Trinidad de los Peregrinos, parroquia personal de la diócesis de Roma para la celebración con el Misal de Juan XXIII. Presentamos su homilía en la que el anciano cardenal ha demostrado, con la fuerza de su testimonio, que finalmente ha “resistido”, como le pidió en su momento el cardenal Joseph Ratzinger: “¡Resista, Maestro, resista!”.

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Queridos hermanos y hermanas,

Me ha agradado mucho la invitación por parte del padre Kramer a presidir esta solemne celebración; por lo tanto, quiero en primer lugar agradecerle por el gentilísimo pensamiento. Confieso que al comienzo estuve un poco inseguro ya que, a mi edad, aún deseándolo, no es siempre fácil ir al encuentro de muchos pedidos, ni trabajar con el mismo empeño y la misma fuerza que cuando era más joven. Por otra parte, confiando en el Señor y en Su Santísima Madre, que hoy veneramos particularmente como Virgen Inmaculada, quise aceptar para poder ofrecer también yo mi contribución como músico, sobre todo en este momento en que el Santo Padre me ha agregado al Colegio Cardenalicio.

La noticia de mi nombramiento ha representado para mí una profunda turbación interior y las palabras pronunciadas por el Santo Padre durante la homilía en la Solemnidad de Cristo Rey me han invitado a renovar y profundizar todavía más mi fe en el Señor, ahora más que nunca que he sido llamado, como cardenal, a un vínculo estrecho con el sucesor del apóstol Pedro. Por eso, como en toda mi vida, quiero una vez más referirme a María y encontrar en ella la fuente de inspiración para mí mismo, donde reforzar mi fe y ponerla al servicio de la Iglesia y del pueblo cristiano.

En mi sacerdocio, no he sido un predicador, ni un teólogo, ni un pastor de una diócesis, y no he pronunciado nunca grandes discursos. Sin embargo, he tratado de fructificar los dones que el Señor me ha dado y lo he hecho a través de la música sacra, un noble arte capaz de penetrar eficazmente en el alma de los fieles, invitándolos a la conversión, a la alegría, a la oración.

En particular en la cultura occidental, la música y el arte, más que cualquier otra cosa, debe agradecer a la Iglesia. En ella, de hecho, ha nacido, ha crecido y se ha desarrollado. Como pude decir ya con ocasión del concierto ofrecido al Santo Padre en la Capilla Sixtina, los coros han representado la cuna del arte musical. La Iglesia misma de los primeros siglos, en cuanto tuvo la posibilidad de dar gloria al Señor públicamente, se empeñó en la creación de las “scholae cantorum” que gradualmente a lo largo de los siglos nos han dejado en herencia el patrimonio del canto sagrado, el canto gregoriano y la polifonía, auténticos instrumentos de predicación, que con frecuencia, precisamente por su intensidad, logran hacer percibir el mensaje contenido en la palabra de Dios.

Este patrimonio que hoy debemos necesariamente recuperar y que por desgracia ha sido descuidado, no ha querido nunca constituirse como “ornamento” de la celebración litúrgica. El cantor, como nos han enseñado nuestros maestros del pasado, es sencillamente un ministro que expresa y hace vivo de la mejor manera el texto sagrado y la palabra de Dios. Con demasiada frecuencia nosotros, músicos de Iglesia, hemos sido acusados de querer impedir la participación de los fieles en los sagrados ritos y yo mismo, como director de la Capilla Sixtina, he debido afrontar momentos difíciles en los cuales la santa Liturgia sufría banalizaciones y áridas experimentaciones.

Hoy más que nunca debemos asumir la responsabilidad de analizar críticamente lo que ha sido hecho y debemos tener el coraje de recordar la importancia de nuestras tradiciones de belleza que exaltan y dan gloria a Dios y son también eficaces medios de conversión. Recuerdo, con ocasión de los conciertos de la Capilla Sixtina, el entusiasmo de la gente, incluso en países como Turquía y Japón donde se registraron conversiones al catolicismo. “¡Quien no ama la belleza, no ama a Dios!”, dijo el Santo Padre en una de sus homilías. Por lo tanto, debemos saber reapropiarnos de nosotros mismos y de todo lo que la tradición eclesial nos ha donado.

Como escribió Benedicto XVI en vísperas de la asamblea general de los obispos italianos, reunida en Asís el pasado mes de noviembre: “"Todo verdadero reformador es un obediente de la fe: no se mueve de manera arbitraria, ni se arroga ningún juicio personal sobre el rito; no es el amo, sino el custodio del tesoro instituido por el Señor y confiado a nosotros”.

Queriendo seguir con esta descripción, podemos mirar precisamente la figura de María: fue ella la primera custodio del Verbo encarnado, la sierva del Señor que supo actuar siempre según su voluntad.

Como María, también nosotros estamos llamados a ser obedientes en la fe, sin movernos de modo arbitrario, sino sabiendo recibir cuanto nos ha sido confiado. Esta es nuestra fuerza, esta es la fuerza siempre nueva del cristiano que, como san Pablo, transmite aquello que ha recibido de la fuente de gracia que tanto para él como para nosotros es el encuentro con el Señor.

También por esto, encontrarme aquí, en la iglesia de la Trinidad de los Peregrinos, donde está vivo el compromiso a favor de la difusión de la liturgia tradicional, es para mí motivo de alegría y de esperanza que me hace tocar con la mano algunos frutos que han seguido a la publicación del Motu proprio Summorum Pontificum.

En un momento difícil estamos todos llamados en nuestro servicio a unirnos al sucesor de Pedro: como Pedro, también nosotros debemos convertirnos al Señor crucificado y resucitado, no desanimándonos nunca frente a la realidad de la cruz y con la certeza de compartir un día su misma resurrección.

Antes que nuestro, este ha sido el camino de María, un camino que la Iglesia ha buscado proponer como modelo y que precisamente los fieles han querido exaltar y expresar en la riquísima devoción popular. También yo, entre las músicas compuestas desde que era joven seminarista, he dedicado una gran parte justamente a María. La fiesta de la Inmaculada me hace pensar en tanta música escrita en honor de la Virgen: misas, himnos, motetes, magnificat, stabat mater, pero me hace pensar sobre todo en las numerosas antífonas marianas que el pueblo supo hacer propias y que cantaba en honor de la Madre celestial encontrando en ella el ícono de la fe.

María, entonces como ahora, sigue siendo la imagen más bella y perfecta de la fe, ya que en su vida ha sabido siempre reconocer y seguir a Jesús: ella fue capaz en la fe de decir sí al anuncio del ángel que le participaba el designio de Dios; ella fue discípula fiel de su Hijo viviendo junto a Él “conservando y meditando todo en su corazón”; ella, precisamente por esto, pudo convertirse en instrumento de gracia de su Hijo como cuando ordenó, en Caná de Galilea, “haced lo que Él os diga”. Aún sin ver nunca todo, María reza, se abandona, confía en Dios: “Ecce ancilla Domini, fiat mihi secundum verbum tuum”.

Al mismo camino fueron invitados los discípulos, san Pedro, la Iglesia naciente de entonces y la de hoy: desde nuestra inadecuación todos somos llamados a reconocer, creer, rezar y confiar nuestra vida a Dios para estar unidos a Él, para estar con Él primero sobre la cruz, en el momento de la espada que atraviesa nuestra alma, luego en la alegría de la resurrección.

Con estos sentimientos nos unimos desde ahora al Santo Padre en el acto de homenaje que hará esta tarde a la estatua de la Inmaculada en Piazza Spagna. Pedimos a María, y a través de ella al Señor, para que nuestra fe no venga a menos sino que pueda ser testimoniada eficazmente y contribuir a la edificación de la Iglesia. Vivamos como María en una perenne acción de gracias, cantando con ella: Magnificat anima mea Dominum et exultavit spiritus meus in Deo salutari meo. Amén.

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