terça-feira, 17 de fevereiro de 2009

ESTRUCTURA DA SANTA MISSA TRIDENTINA



Estructura de la Santa Misa

MISA DE LOS CATECÚMENOS o ANTEMISA:

En la primera parte el hombre se dirige a Dios por la oración; y en la segunda, es Dios el que habla al hombre por la lectura; debemos, pues, en ese tiempo, orar y escuchar; orar subiendo desde nuestra mezquindad hasta el trono de Dios; y escuchar, oyendo al Mensajero de Dios en la Epístola, al Hijo de Dios en el Evangelio, y a la Iglesia católica en la predicación sagrada.

1ª parte: el hombre se dirige a Dios
- Desde el principio hasta el Gloria
2ª parte: Dios habla al hombre
- Desde la Oración Colecta hasta el Credo

MISA DE LOS FIELES O MISA SACRIFICIAL:

Comprende tres partes, más la Despedida; en la primera, llamada Ofertorio, o paso al acto sacrificial, demostramos nuestra participación en el Sacrificio por medio de la ofrenda; en la segunda, que es lo más santo de la Misa, y se llama Canon, se verifica el Sacrificio de nuestro Redentor; y en la tercera, o Comunión, participamos del banquete eucarístico; tres cosas, pues, debemos hacer en la llamada Misa de los fieles: ofrecer, sacrificar y recibir.

1ª parte: Ofertorio: ofrendas a Dios
- Desde el Ofertorio hasta el Sanctus
2ª parte: Canon: Sacrificio del Redentor
- La Consagración
3ª parte: Comunión: Banquete Eucarístico
- Desde el Pater Noster hasta la Poscomunión
4ª parte: Despedida
- Desde el "Ite, Missa est" hasta el final
MISA DE LOS CATECÚMENOS


1ª PARTE: DESDE EL PRINCIPIO HASTA EL GLORIA

- Pónese el Sacerdote al pie del altar, reconociéndose indigno de celebrar tan alto Misterio, y se fortifica con la señal de la Cruz, que tanta relación tiene con la Misa. Empieza la Misa en Nombre de la Santísima Trinidad y a ella se dirige la Misa; y es el único ofrecimiento digno de Dios que puede el hombre presentarle, porque le ofrecemos a su mismo Hijo, igual al Padre y al Espíritu Santo. Cuando decimos que se celebra una Misa a la Virgen o a los Santos, se entiende siempre ofrecida a Dios y poniendo por intercesores a la Virgen María o a los Santos.

- EL SALMO 42. El Sacerdote reza el Salmo cuarenta y dos, que es como un suspiro de desterrado, que desea contemplar de nuevo la montaña santa con sus tabernáculos; pide con humildad a Dios que ilumine su entendimiento con la verdad, a fin de que caiga de sus ojos la venda de la ilusión y que, con esta luz, vea la vanidad de lo presente y las bellezas de las cosas santas.

Por este salmo realiza el alma una verdadera peregrinación hasta Dios; al sentir en sí aspiraciones elevadas por una parte, y por otra inclinaciones bajas, que provienen del yo inferior, del demonio y del mundo, que impiden su acercamiento a Dios, acude al Señor el alma diciéndole: Líbrame de la gente impía y del hombre inicuo y engañoso que hay en mí; y confiada en Dios que es su fortaleza y conducida como por dos ángeles que son luz y fidelidad divina, llega al monte santo, en donde puede cantar las alabanzas del Señor, con la cítara del corazón.


Se omite, juntamente con el Gloria Patri con que suele terminar, en las Misas de Difuntos y en las del Tiempo de Pasión.

- El Sacerdote pide perdón por sí y por los fieles antes de subir al altar y rezan todos humildemente el Confíteor Deo.

- EL CONFITEOR. Sirve de fórmula para confesar, ante la Iglesia entera, las miserias y pecados y así poderse acercar al Señor. Los fieles, imitando al Sacerdote, repiten esa misma confesión, diciendo a Dios: perdónanos, porque hemos pecado.

Durante esta Confesión puedo considerar que estoy ante el tribunal divino; en el centro está el Juez Supremo; a su alrededor están la Virgen María; el caudillo de Dios San Miguel; el que preparó los caminos del Señor, Juan Bautista; y los príncipes de los Apóstoles, Pedro y Pablo; todos me acusan por mi infidelidad a la gracia. Pero he aquí, que en el momento mismo en que confundido y humillado, me arrepiento y pido a Dios perdón, veo que todos los Santos que asisten ante el divino Juez, dejan su actitud de severidad, y se convierten en intercesores y abogados míos.

- Así preparado, el Sacerdote sube las gradas del altar, confiado en Dios, y liberado del peso de sus culpas,y lo besa en el lugar donde están las reliquias de los Mártires (siendo, por esta razón, como un pequeño sepulcro sagrado). Como el altar representa a Jesús, suele besarlo antes de dirigirse a los fieles, como pidiendo a Jesús la bendición o saludo que va a darles. Además, ese beso puede significar el ósculo que el alma da humildemente a Dios, su Esposo y su Salvador.

- INTROITO. Luego se dirige el Sacerdote al Misal, para leer el Introito o entrada; éste era antes un salmo entero, que se cantaba mientras los ministros sagrados llegaban al altar procesionalmente, desde la sacristía situada cerca de la puerta de la iglesia. Ha quedado reducido ese salmo a la antífona, a un versículo de salmo (el principio del mismo), al Gloria Patri, y a la repetición de la antífona. El Sacerdote se santigua al empezar el Introito; pero en las Misas de Requiem hace la Cruz en el aire, de cara al misal. El Gloria Patri del Introito se omite en las Misas de Difuntos, y en las del Tiempo de Pasión. En Tiempo Pascual, al fin del primer versículo, se añaden dos Aleluyas.

En general el salmo del Introito está en consonancia con la Misa que se celebra, para situar a la comunidad en un ambiente adecuado, de tristeza, de gozo, de confianza, etc., propio de cada Misa.


- LOS KYRIES. Terminado el Introito, va el Sacerdote al medio del altar para dirigirse, por tres veces, a cada una de las personas de la Santísima Trinidad, pidiendo misericordia. Al decir las nueve invocaciones que empiezan por las palabras Kyrie o Christe, es buena devoción unirse con el pensamiento a las alabanzas que dirigen a Dios los nueve coros angélicos.

Estas súplicas recuerdan aquellas procesiones de penitencia que se tenían en la primitiva Iglesia, en determinados días, cuando se dirigían los fieles, entonando las letanías de los santos, desde una iglesia (iglesia de la reunión) a la iglesia de la Estación (o guardia), donde se celebraba la Misa.

Como antiguamente la lengua oficial de la Iglesia romana fue la griega, y estas súplicas arraigaron tanto entre los fieles, de aquí que se conservasen en griego aun después de haberse adoptado el latín como lengua oficial de la Iglesia... San Gregorio el Grande fue el que redujo las invocaciones a tres grupos, prescribiendo que alternando con los Kyries, se cantase también el Christe. Con estas súplicas de desterrados, hemos de pedir a la Trinidad Augusta que desaparezca de nuestra alma toda esa región pagana que tenemos en ella, aun sin redimir.


- GLORIA IN EXCELSIS. A continuación reza el Sacerdote el Gloria, que empieza por el Cántico que entonaron los Ángeles en el Nacimiento de Jesucristo, y que continúa con frases repetidas de acción de gracias, y con una paráfrasis del Gloria Patri. Esta gran doxología trinitaria (gran alabanza) se llamó antiguamente “Himno angélico”, por empezar con las palabras que en la noche del Nacimiento de Jesucristo dejaron caer los ángeles como un mensaje celestial de paz sobre la tierra.

Podemos unirnos a los espíritus bienaventurados, que cantan la Gloria en los cielos, ante el Padre celestial que está sentado en su trono, junto al cual se halla el Espíritu Santo, y nuestro Redentor, que colocado delante de la Majestad infinita del Padre, tiene en sus manos abierto un libro, con estas dos palabras escritas: Gloria y Paz.

El carácter de alegría y gozo que tiene ese cántico obliga a que se omita en las Misas de Difuntos y de Penitencia durante el Adviento y la Cuaresma. También se omite en las Misas votivas ordinarias, etc.


- EL "DÓMINUS VOBISCUM". El Señor sea con vosotros. Este saludo venerando es de origen judío, y con él desea la Iglesia que more Jesucristo en nosotros, es decir, que seamos siempre portadores de Cristo, y que se cumpla en nosotros lo que significa el nombre de cristianos. Con él, parece como si el Sacerdote, habiendo juntado las manos para tomar en ellas a Cristo, las abriese luego para hacer entrega del mismo Señor a los fieles.

Con la respuesta del ministro hecha en nombre de la asamblea, y dirigida al celebrante, la Iglesia alude al gran poder que el Sacerdote ha recibido del Espíritu Santo. Es un saludo dirigido al pueblo y cuatro veces se dice de cara al mismo, y se contesta deseando al Sacerdote el mismo bien que él nos desea.


2ª PARTE: DESDE LA ORACIÓN COLECTA HASTA EL CREDO

- LA COLECTA. En cada Misa hay al principio, por lo menos, una Oración llamada Oración de la Misa y antiguamente Colecta, nombre que alude a su origen. En la primitiva Iglesia los fieles se reunían, primero en una iglesia, y después se dirigían procesionalmente a otra, en la que se celebraba la Santa Misa. A la primera se la llamó iglesia de la reunión, en latín, ecclesia colecta, en la cual se rezaba una Oración antes de la procesión, la Oración de la colecta, es decir, la Oración de la Comunidad reunida; y aunque más tarde se suprimieron la reunión y la procesión, con todo siguió llamándose esa Oración con el mismo nombre de Colecta; hoy día, en la liturgia, se llaman colectas a las oraciones imperadas.

La primera Oración de la Misa, que es una súplica, hace ordinariamente alusión a la fiesta que se celebra, menos en los Domingos, en los que se suele pedir a Dios que nos facilite la práctica del bien y nos ayude para huir del mal.

Si nos fijamos en la estructura de la Colecta, vemos que, en general, contiene estas tres partes: un saludo o invocación; un motivo de una petición y, finalmente, la misma petición o súplica; la Colecta termina invocando a Jesucristo, al que presentamos como intermediario ante el Padre Celestial. Puede decirse que, en general, las Colectas van dirigidas al Padre eterno, nunca al Espíritu Santo, y alguna vez al mismo Jesucristo.

La actitud del Sacerdote durante la Colecta, al ponerse con los brazos extendidos, no sólo hace alusión a la cruz del Redentor, sino que nos recuerda también la costumbre de orar en esta forma, en la antigüedad; además, nos puede sugerir el que estemos dispuestos a abrir el corazón resueltamente a la gracia divina.


Los fieles nos debemos unir todos con el Sacerdote en la Colecta, ya que él invita a los presentes con la palabra: Oremus, “recemos”, para pedir todos por todos, olvidándonos de miras particulares, y pensando que la Colecta es como un incensario de oro en el que coloca la Iglesia Católica el incienso de sus mejores súplicas.

De ordinario no se dice más que una colecta, pero hay días en que se prescriben una o dos, haciendo con ellas las llamadas Conmemoraciones. El orden que se guarda en las mismas suele estar señalado en el Calendario litúrgico diocesano.

- LA EPÍSTOLA. En esta segunda parte de la antemisa es Dios el que se dirige a nosotros para instruirnos por las lecturas de la Epístola y del Evangelio, y por los comentarios de los mismos.

La primera de las lecturas se llama Epístola, si se toma de alguna carta de los apóstoles (pues la palabra epístola en griego significa carta), o bien recibe el nombre de Lección si pertenece a alguno de los restantes libros sagrados. Esta primera lectura consiste en un solo fragmento bíblico cada día, menos en determinadas ocasiones, en que son varios, como sucede con algunas Misas de Témporas. Antiguamente no se seleccionaban estos fragmentos bíblicos, sino que se seguía la lectura, hasta terminarla, de cada uno de los libros Sagrados; costumbre que aún se conserva hoy día en la Iglesia griega; pero en la romana, desde el siglo quinto, sólo se leen determinados pasajes escogidos, llamados perícopes. En ellos, aunque nos instruye Dios, podemos considerar que es la Iglesia la que nos habla en los domingos, y en las fiestas o Estaciones, el Santo de la fiesta o de la Estación; esta lectura de la Epístola se hacía antiguamente desde un púlpito bajo, llamado ambón.

El Sacerdote, cuando lee la epístola, tiene las manos apoyadas sobre el libro, para indicar su adhesión a la doctrina del texto sagrado. Fuera de algunos casos extraordinarios, se lee una sola. Al fin de la lectura debemos agradecer a Dios el beneficio de la Revelación, diciendo Deo Gratias.

- EL GRADUAL. Terminada la Epístola, se lee el Gradual, que recuerda los antiguos salmos que se cantaban desde una grada del ambón. Era el Gradual la parte de la Misa que más se prestaba para la armonía; y, al efecto, se escogían buenos cantores, que modulaban melodías suaves y de suma delicadeza. Eran como un alivio para el ánimo después de las profundas y graves meditaciones de la Epístola.

Durante el año, se añaden al Gradual dos “Aleluyas”, un versículo de salmo, y un “Aleluya”; durante el tiempo de Septuagésima y Cuaresma, después del Gradual se omiten los “Aleluya” y su versículo, y se dice en su lugar el “Tracto”, compuesto de varios versículos de salmo; y durante el tiempo Pascual se omite el Gradual y el tracto, y se dicen varios Aleluyas y varios versículos de salmo y de la sagrada Escritura. En las Ferias de Adviento, y sólo en ellas, cuando durante la semana se toma la Misa señalada para el Domingo, después del Gradual se omiten los “Aleluya” y su versículo, y no se dice nada más antes del Evangelio. Desde Septuagésima hasta la Feria tercera después del Domingo de Quincuagésima inclusive, cuando en las Ferias se toma de nuevo la Misa del Domingo, no se dice el “Tracto”, sino sólo el «Gradual». Y en Adviento se omite el Aleluya y el verso siguiente, y se dice sólo el Gradual.

- ALELUYA. Esta hermosa palabra, que significa “alabad a Dios”, es el canto que el cristiano entona como remero en su viaje hacia el puerto de la eternidad. El aleluya es nuestro zeleusma celestial, nuestra dulce canción de remeros, como la llamó San Agustín, exhortando a los fieles a repetirla. Se dice principalmente en el tiempo Pascual y en otras ocasiones de regocijo espiritual. Por esto durante la Cuaresma se omite, y se dice en su lugar el Tracto.

EL TRACTUS era un salmo que se cantaba en tono grave, por un solo cantor, seguidamente (tractim), sin que contestase el coro. Ha quedado reducido a algunos versículos, y se dice en los tiempos de penitencia, o cuando se conmemora la Pasión de nuestro Redentor.

- LA SECUENCIA. En señal de santa alegría, desde antiguo, cuando se cantaba el Aleluya, solían los cantores detenerse en la última vocal de esa palabra, por lo que recibió dicha modulación el nombre de “jubulatio”, júbilo. Más tarde, en vez de esa vocal se introdujeron unos himnos que, por seguir al Aleluya, se llamaron Secuencia. Éstos fueron reducidos a cuatro sólo, por el Papa San Pío V, en el siglo XVI, que son: la Secuencia del día de Pascua, debida, según se cree, al benedictino Notker; la del día de Pentecostés, atribuida con mayor probabilidad a Inocencio III; la del día de Corpus (y Octava), compuesta por Santo Tomás de Aquino, y la de la Misa de Difuntos, escrita por el franciscano Tomás de Celano, según parece; más tarde se añadió una quinta Secuencia, cuyo autor es probablemente Jacopone de Todi, también franciscano, para las Misas de los Dolores de la Virgen María.



- EL EVANGELIO. Ya desde antiguo se acompañó de gran pompa su lectura, pues es el mismo Jesucristo, el Maestro del cielo, el que nos habla por el Santo Evangelio.

Las ceremonias que acompañan la lectura del texto evangélico en la Misa solemne indican la grandiosidad de ese momento de la Antemisa. Así vemos que el diácono, arrodillado y profundamente inclinado, ruega a Dios que purifique sus labios y su corazón para leer dignamente el Sagrado texto. Luego pide la bendición al Celebrante, y a continuación se organiza la procesión precediendo el incensario que despide delicados aromas, y siguiendo las luces, el Subdiácono, y finalmente el Diácono, que lleva el libro de los Evangelios sobre el pecho. Al empezar el Diácono la lectura, hace sobre el texto la señal de la cruz, para indicarnos que nos habla Cristo crucificado; luego lo inciensa reverentemente, y todos oyen la lectura con gran respeto; hasta el prelado, cuando está presente, debe descubrir su cabeza; todo lo cual nos hace sentir la presencia de Jesucristo durante la lectura del sagrado texto.

El celebrante, terminada la lectura del Evangelio, lo besa en señal de veneración y también para decirle a Jesucristo que cree en Él, y que le ama.

En las misas rezadas el Sacerdote, para leer el Evangelio, pide al Señor que limpie sus labios y su corazón. Pide especial bendición a Dios, que se omite en las Misas de Difuntos. Al leer el Evangelio el Sacerdote, en señal de respeto a la palabra de Dios, contenida en el Evangelio, hace la señal de la Cruz sobre el libro y al fin lo besa.

Los fieles podrían acomodarse a lo que hace el Sacerdote haciendo la primera Cruz sobre su misal, después sobre sí mismos y finalmente besando el libro en el lugar donde está colocada la Cruz al principio del Evangelio. Antiguamente todos besaban el libro al concluirse el Evangelio; los seglares lo besaban cerrado, y los clérigos abierto en el lugar de la lectura. No es necesario decir palabra alguna al hacer estas cruces.



Para comprender de algún modo la sublimidad de la lectura del sagrado Evangelio, baste recordar las ceremonias de incienso y luces con que se acompaña, al prepararse el Sacerdote a la misma con una oración, y el que la Asamblea se ponga en pie, en actitud decidida y reverente. Al hacer la señal de la cruz sobre la frente, boca y pecho, manifestamos el deseo que tenemos de acomodar nuestros pensamientos, palabras y sentimientos a las enseñanzas del sagrado texto.

- SERMÓN U HOMILÍA. Llámase homilía la explicación que suele hacerse del Evangelio después de leerlo o cantarlo. La Iglesia ha acostumbrado siempre, sobre todo en los domingos y en las Misas más frecuentadas por los fieles, hacer esta breve explicación, siempre necesaria, pero de una manera particular en nuestros días, de tanta ignorancia religiosa.

Obran muy mal aquellos cristianos que no quieren oír semejantes explicaciones, cuando deberían esforzarse todos en asistir a las Misas en que se hace tal explicación. Porque si el Párroco o Sacerdote tiene obligación de hacerla, los fieles la tienen de oírla.



- EL CREDO. Terminadas las súplicas y oídas las enseñanzas divinas, naturalmente brota del corazón el canto o recitación valiente del Credo, fórmula en la que se contienen, en resumen, las verdades de la fe, que debemos creer; el Credo que se dice en la Misa es una combinación del Símbolo de Nicea con el de Constantinopla.

Se dice todos los domingos, pero no en la Misa de un Domingo cuando se dice entre semana; además se dice en las Fiestas del Señor, de la Virgen María, de San José y de los Apóstoles; de los Santos Doctores, de los Ángeles, de Santa María Magdalena, de Todos los Santos, y de los Patronos o Titulares de los sitios en donde lo son; en las de los fundadores de Órdenes religiosas para determinadas iglesias; en las Misas de la Consagración o Dedicación de una iglesia; en las Misas de infraoctava, cuya fiesta principal lo tiene; y en algunas otras ocasiones señaladas en el Calendario litúrgico diocesano.

Con la recitación del Credo termina la Antemisa o Misa de los catecúmenos, siguiéndose a continuación el rito Eucarístico o Misa de los fieles, que empieza con el Ofertorio.



MISA DE LOS FIELES

1ª PARTE: DESDE EL OFERTORIO HASTA EL SANCTUS

- EL OFERTORIO. Retirados los catecúmenos, después de recibir la bendición, porque no entendían aún lo referente a la Eucaristía, empezaba el Ofertorio u ofrecimiento del pan y vino que se habían de consagrar. Al empezarlo, invita el Sacerdote a la asamblea a orar, diciendo la palabra: “Oremus”, oremos. Antiguamente, al llegar a este momento, los fieles se dirigían procesionalmente al altar para ofrecer sus dones a Dios; eran éstos un bodigo de pan blanco, un jarrito de vino, aceite, incienso, lana, cera, fruta, plata y oro. Durante este tiempo se cantaba un salmo, y los diáconos recogían las ofrendas, colocándolas sobre unas mesas dispuestas para este fin. El pan y el vino que se necesitaban para el sacrificio, se llevaban al altar, en donde los recibía el Obispo, rezando en voz baja. Los restantes dones se reservaban para los pobres y para los usos de la iglesia.

Aquellos dones eran símbolo de la persona, que se quería ofrecer a sí misma a Dios, y con la persona, la vida; por esto daban el pan, que simboliza el trabajo con el sudor de la frente, y el vino, que por estar hecho de la uva prensada en el lagar, representa el dolor humano; trabajo y dolor, que son el contenido principal de nuestra vida.

El Sacerdote ofrece al Eterno Padre la Hostia colocada sobre la patena. Primer momento solemne, preparatorio a la Consagración. Mezcla después unas pocas gotas de agua en el Vino que se ha de consagrar y ofrece el Cáliz al Padre Eterno para la salvación de todos. La mezcla del agua y del vino representa: 1) la unión de la Naturaleza Divina con la humana en la Persona de Jesús; 2) el agua y sangre que salió del costado de Jesús Crucificado.



Llámase oblata (cosas ofrecidas) el pan y vino que se ofrecen en la Misa.

Desde la más remota antigüedad los fieles contribuían con sus ofertas de pan y vino para la aplicación de la Misa y para el sostenimiento del Sacerdote. Hoy se suple esto con el estipendio o limosna que se da por la celebración del Santo Sacrificio. Recuerden todos que lo que se da para la celebración de la Misa no es su precio, sino una limosna, cuya cantidad señala el Obispo de la Diócesis.

En la antigüedad, del pan que presentaban los fieles, una parte era consagrado en la Misa, otra se bendecía y se daba a los fieles, aun a los ausentes y otra se daba a los pobres. De ahí viene el uso del pan bendito que en algunos lugares se distribuye.

- EL LAVABO. — Significa la limpieza que debe tener el sacerdote para tomar en sus manos el Cuerpo de Jesucristo después de la consagración, y el deseo de acercarse a Dios totalmente purificado. Históricamente el Lavabo es debido a tres motivos: 1) a que el Obispo había impuesto las manos sobre la cabeza de los catecúmenos al despedirlos; 2) a haber recibido y tocado los presentes de pan y vino; 3) a haber manejado el incensario. Durante el Lavabo dice el Sacerdote una Oración que data ya del siglo décimo, y que corresponde al Salmo 25, que se termina con el “Gloria Patri” de ordinario, menos en las Misas de Tiempo de Pasión, y en las de difuntos, en que se omite.



- ORATE, FRATRES. Preparado ya el pan y vino que se han de consagrar, el Sacerdote, invocada la Santísima Trinidad, se vuelve al pueblo y le pide que ruegue para que el sacrificio, suyo y de ellos, que va a ofrecer, sea agradable a la Divina Majestad.

- LA SECRETA. El Sacerdote dice la Oración llamada «secreta», así denominada por recitarse en voz baja, y mejor todavía por ofrecerse con ella lo separado (secretum), de las ofrendas presentadas para el Sacrificio. Dicha esta Oración el Sacerdote ya no se vuelve al pueblo hasta terminado el Sacrificio, quedando además sumido en un misterioso silencio, que interrumpe tan sólo antes de la Consagración, por las palabras del Prefacio.

Se dicen tantas, y por el mismo orden, como Colectas.



- EL PREFACIO. En el Prefacio se hallan fórmulas desprendidas de la plegaria eucarística, llamada «anáfora», en las que se conmemoran, con acción de gracias, los beneficios recibidos de Dios. Empieza por un diálogo entre el celebrante y la asamblea, en el que aquél exhorta a ésta para que ponga su pensamiento y su corazón en la celebración de los divinos misterios. Se termina por el “Sanctus”, repetido tres veces, palabras que oyó el profeta Isaías, cerca de 800 años antes de Jesucristo, entonar a los Serafines, y las de saludo, con las que recibieron a Jesucristo los judíos en Jerusalén el domingo de Ramos.

En resumen, puede decirse que en el Prefacio encontramos: alabanzas en general, dirigidas a Dios; un motivo especial de gratitud, y finalmente alabanzas unidas a las angélicas. El Sacerdote se inclina al decir Sanctus en señal de respeto y adoración.



De entre las palabras del Prefacio son dignas de mención las que el Celebrante emplea para exhortar a la Asamblea a poner su corazón en las cosas santas, y a trasladarse desde la tierra al cielo. Cada uno de los Prefacios encierra motivos de gratitud diferentes, todos ellos muy dignos de ser meditados.

Cuando en los Calendarios litúrgicos no se prescribe ninguno, se dice el Prefacio común. Para las festividades que lo tienen propio, se indica el que debe decirse.



2ª PARTE: LA CONSAGRACIÓN

- EL CANON. Es la parte principal de la Misa. En muchos códices antiguos, la T (primera letra del canon Te igitur) está adornada con finísimas y artísticas miniaturas, incluso con la imagen del Crucifijo. De ahí, ya de muchos siglos, la costumbre de poner al principio del Canon la imagen de Jesús Crucificado. Hace más de 1.400 años que el Canon se reza de la misma manera y consta de las mismas palabras de Jesucristo, de las tradiciones de los Apóstoles y de las piadosas instituciones de los Santos Padres que han gobernado la Iglesia.Las palabras céntricas del Canon son las de la Consagración, con las cuales instituyó Jesucristo el Santísimo Sacramento. Buena práctica es la que tienen los fieles que se acostumbran a ver durante el Canon en el Sacerdote como al intermediario entre Dios y los hombres; el celebrante, para dar mayor solemnidad al acto que realiza, acompaña con gestos misteriosos las palabras que pronuncia.

Durante todo el tiempo del Canon podemos imaginarnos a Jesucristo que está pendiente de la Cruz, sobre el altar, y que tiene a su alrededor, en un grupo, a la Iglesia militante, con el Papa, los Obispos y los Sacerdotes; en otro, a nuestros parientes y amigos que aún viven; en otro, a los Santos del cielo; en otro, a los fieles difuntos, y, finalmente, a nosotros mismos, ciegos, indigentes, tibios, llenos de miserias morales, y aficionados a las cosas de este mundo.



- EL MEMENTO DE LOS VIVOS. Cuando el Sacerdote dice “Te igitur”, pide con humildad a Dios que acepte los dones que le ofrece, y a continuación específica por quiénes ruega con especial mención. Se ruega: 1) por la Iglesia Católica en primer lugar; 2) por el Papa y por todos los Obispos y por el Obispo propio; 3) por los vivos, o sea, de una manera particular, por aquellos que hacen celebrar aquella Misa. Antiguamente el diácono leía los nombres de estos, que estaban escritos en unas tablas pequeñas, dobles, llamadas dípticos. Se aconseja a las personas que tienen la buena costumbre de hacer celebrar Misas que, por regla general, las hagan celebrar siempre a su intención. Así pueden poner, añadir, cambiar las intenciones que quieran, con tal que sea antes de la Consagración de la Misa. No importa que no las sepa el mismo Celebrante. Ya las sabe Dios, a quien se ofrece el Sacrificio.

El Celebrante también ruega por todos los presentes, cuya fe y devoción son conocidos de Dios, con las palabras: et omnium circunstantium, y de todos los circunstantes, alude a la costumbre que había en otro tiempo, de que los fieles estuviesen, no de rodillas, sino de pie, alrededor del altar, durante la celebración de los divinos Misterios. Luego, el celebrante, recordando a la Iglesia triunfante, nombra a la Virgen María, a los doce apóstoles y a doce mártires romanos, todos ellos pertenecientes a los cuatro primeros siglos de la era cristiana. La razón de invocar a los Santos es para que, por su intercesión, recibamos con mayor abundancia los frutos del Santo Sacrificio, que se mencionan en la oración que sigue y que son: la paz en este mundo, el librarnos de la condenación eterna y, por fin, la admisión en la compañía de los bienaventurados. Mientras tanto, el sacerdote extiende las manos sobre la Hostia y el Cáliz ya ofrecidos para señalar así la Víctima del Sacrificio, y como para transferir sobre ella los pecados del mundo.



- LA CONSAGRACIÓN. Con la Consagración se llega al momento más sublime de la Santa Misa, puesto que Jesucristo va a aparecer sobre el altar y va a renovar el Sacrificio de la Cruz; el Sacerdote, hablando en nombre del mismo Señor, y recordando parcialmente el relato de la última Cena, pronuncia las palabras más divinas que se pueden pensar, con las que se transforma el pan y el vino substancialmente en el Cuerpo y Sangre de Jesucristo, el Cordero de Dios, quedando como muerto sobre el santo altar “entre aromas de trigo y reflejos de oro”; el Sacerdote primero, y a continuación la asamblea, se arrodillan, anonadados todos ante Dios, adorando a la Majestad infinita. Adoremus in aeternum sanctissimum Sacramentum.

Para el sacramento del Amor los mejores perfumes y las armonías mejores. Para Jesucristo sacramentado, lo mejor del alma: el corazón, la inteligencia y la voluntad.

A continuación sigue la elevación de la Sagrada Hostia y del Santo Cáliz, rito que empezó a practicarse ya en la Edad Media; antes sólo se mostraba al pueblo el Cuerpo y la Sangre del Señor hacia el fin, en el tiempo en que ahora se hace la pequeña elevación.



Después se conmemora la Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo; por esta anamnesis se cumple el mandato de Jesucristo de celebrar los divinos Misterios en memoria suya.

Desde la Consagración el Sacerdote ya no separa el dedo pulgar del índice sino para tomar la Hostia ya consagrada, y hace genuflexión siempre que ha de tomarla en sus manos, y la repite después de colocarla sobre el altar. Hacen muy mal aquellos cristianos que, sin un fundado motivo de enfermedad, etc., se sientan inmediatamente después de la Consagración.



Terminadas las palabras conmemorativas, siguen dos Oraciones de un encanto particular las dos; en la primera pasan ante nuestros ojos la figura de Abel, con su sacrificio de lo mejor que poseía; la de Abrahán, con el suyo, al llevar a su hijo Isaac al Monte Moria; y la de Melquisedec, ofreciendo a Dios en sacrificio pan y vino; en ellos tenemos un modelo de pureza de vida, de fe rendida, y de generosidad magnánima. En la Segunda Oración se pide a Dios que el Sacrificio sea llevado por manos de su Santo Ángel desde el altar de la tierra al celestial, ante la Majestad divina, a fin de que los que comulgamos de este altar seamos llenos de las gracias celestiales.



- EL MEMENTO DE LOS DIFUNTOS. Cuando se considera ya aceptado por Dios el Santo Sacrificio, pide el Sacerdote que sus frutos se apliquen a los fieles difuntos; los nombres de éstos estaban antiguamente escritos en pequeñas tablas que se leían al llegar a este punto de la Misa; en ellos sólo podían ser incluidos los bautizados que habían muerto en la paz de la Iglesia. Ahora, esta Madre generosa recuerda todos los días a todas las almas de los muertos, aun de aquellos cuyo recuerdo ha desaparecido de la tierra.



- EL NOBIS QUOQUE PECCATORIBUS. Por esta Oración pedimos, abrazados a la Cruz, como María Magdalena, participar de la comunión de los Santos, es decir, la salvación eterna. Como se echa de ver fácilmente, esta oración está impregnada de humildad toda ella; nos llamamos pecadores, y pedimos estar en un rincón del cielo.

3ª PARTE: DESDE EL PATER NOSTER HASTA LA POSCOMUNIÓN

- EL PATER NOSTER. Con esta dulcísima plegaria ora el Sacerdote confiadamente, pidiendo a Dios, entre otras gracias, el pan celestial de cada día; teniendo a Jesús presente sobre el altar, le dirige esta plegaria, llena de confianza y de filial amor. Le preceden unas palabras con las que se manifiesta la grandiosidad de la misma; tan santa les parecía a los antiguos cristianos esta Oración, que la guardaban en secreto, sin escribirla, para que no fuera conocida de los paganos.

En el “Pater noster” se contienen todos los frutos de la Santa Misa; su recitación sirve también admirablemente como preparación para recibir el manjar eucarístico.



- LA FRACCIÓN DEL PAN. Esta es una práctica antiquísima; la encontramos ya en la última Cena, y en Emaús, cuando Jesús dio su cuerpo a aquellos dos discípulos suyos; se tomó esta frase, durante mucho tiempo, como equivalente de banquete eucarístico.

Para algunos significa la muerte violenta de Jesucristo, así como la mezcla del cuerpo y sangre, al dejar caer el Sacerdote en el cáliz una partecita de la Hostia consagrada, representaría la resurrección del Salvador. Al dividirse la Hostia, no se divide el Cuerpo de Cristo, que permanece vivo y entero en cada una de las partes en que aquélla se divide. Antiguamente el Papa hacía llevar parte de la Hostia por él consagrada a los Obispos de Roma y a los Sacerdotes de las iglesias titulares, los cuales la mezclaban con la Sangre de su respectivo Cáliz para comulgar.

Como en la antigüedad los panes consagrados y destinados a la Comunión de los asistentes, eran grandes, los diáconos procedían a la fracción de los mismos; reduciéndolos a pequeños trocitos, para que pudieran ser repartidos fácilmente entre los fieles. En este tiempo se entonaba ya el “Agnus Dei”.



- LAS ORACIONES PREPARATORIAS DE LA COMUNIÓN. En las tres encontramos ideas y sentimientos a propósito para disponer al alma para comulgar; pero sobresalen, en la primera, la súplica por la paz; en la segunda, la confianza en Dios y, finalmente, en la tercera, una sincera y profunda humildad; tranquilizada el alma, dos ángeles nos acompañan a la Sagrada Mesa; el ángel de la confianza y el ángel de la humildad.




- LA COMUNIÓN. El sacrificio comprendía siempre, aun entre los antiguos, tres momentos bien diferentes, pero unidos estrechamente entre sí; y eran:

a) el ofrecimiento de la víctima a Dios;
b) la inmolación o destrucción de la misma;
c) la participación por la cual los que la ofrecían comían parte de la misma víctima.

Jesús ha conservado estos tres momentos y los ha sublimado de una manera admirable. El mismo Jesús es la Divina Víctima; la única Víctima agradable a Dios después que Él abolió los sacrificios de la antigua Ley. Y esta Víctima:

la ofrecemos al Padre Eterno en el Ofertorio;
se inmola por nosotros en la Consagración;
se comunica a nosotros en la Comunión.

La Comunión es el natural complemente del sacrificio; y los antiguos fieles no sabían separar estas dos cosas: asistir a la Misa y comulgar. También lo recomienda la Iglesia.

Llegado el momento divino de la Comunión, recibe primero el Celebrante a Jesucristo bajo las dos especies, y luego los fieles sólo bajo la especie del pan.

El Sacerdote, después de tomar la Sagrada Hostia, en esos momentos de silenciosa admiración, se pregunta: ¿Qué devolveré yo al Señor por todo lo que me ha dado? Y a continuación él mismo se responde: Tomaré la Sangre de Salvación; es el único modo de agradecer a Dios sus beneficios, devolverle sus mismos dones.

Inmediatamente después de recibir el Sacerdote a Jesucristo bajo ambas especies, se procede, como se ha dicho, a la Comunión de los fieles, haciendo el Celebrante, sobre cada uno de los comulgantes, con la Sagrada forma, una cruz, mientras pide que el Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo guarde su alma hasta la vida eterna.

Y en esos instantes sublimes se verifica lo que quiere decir esa palabra: Comunión, es decir, común unión, pues al recibir el cuerpo de Jesucristo, se verifica esta deseada unión del Señor con los fieles, y de éstos entre sí. Para este tiempo en que se distribuye la Sagrada Eucaristía, hay en cada Misa unas palabras que encierran un pensamiento delicado, y que se repiten para que se graben en la mente de los fieles que forman la asamblea: son el eco de un canto del cielo, que eleva hacia los esplendores de la virtud y de la santidad. No es su sentido eucológico, o de plegaria, sino más bien ornamental.

Todo lo que sigue después de la Comunión va encaminado a dar gracias a Dios por el Sacrificio ofrecido y por la Comunión recibida. La gratitud debida a Dios ocupa un lugar preferente en la liturgia de la Iglesia.




- LA POSCOMUNIÓN. Por fin hay una oración en la que se pide a Dios, por intercesión de Jesucristo, o de la Virgen Santísima o de los Santos, las gracias necesarias para vivir como deben hacerlo los que han asistido a la celebración de los sagrados misterios y han participado del Cuerpo de Jesucristo.

Después la Misa se termina rápidamente; con ello parece como si quisiera indicar la Iglesia que, mejor aún que con largas fórmulas de gratitud, en reconocimiento por el beneficio inestimable recibido, desea Jesucristo el agradecimiento de una vida cristiana, de una vida santa.

Que la respuesta al inmenso favor del banquete celestial sean: nuestro dolor, nuestro amor y la generosidad en sobrellevar los trabajos inherentes a la situación de caminantes que se dirigen a la Patria por este camino de destierro.

Se dicen tantas, y por el mismo orden, como Colectas.




4ª PARTE: DESDE EL "ITE, MISSA EST" HASTA EL FINAL

- EL "ITE, MISSA EST". Terminada la acción de gracias, antiguamente un Diácono, en nombre del Celebrante, se dirigía al pueblo y le decía: Podéis retiraros, porque la Misa ha terminado ya. Aun ahora, en las Misas solemnes, mientras el Diácono canta el Ite, Missa est, el Sacerdote permanece de cara al pueblo.

En las Misas de penitencia no se despedía así al pueblo, el cual debía quedarse en la Iglesia, terminada la Misa, para asistir al rezo de las Horas Canónicas. Actualmente el Sacerdote, de cara al altar, dice: Benedicamus Dómino, a lo que se contesta: Deo gratias.

En las Misas de difuntos tampoco se despedía al pueblo, que debía permanecer en el templo para tomar parte en los Responsos que se decían por los difuntos. Dice el Sacerdote: Requiscant in pace, también de cara al altar. Se contesta: Amen.





- LA BENDICIÓN. Ésta, que solía darse sólo por los obispos, se fue generalizando poco a poco de tal modo, que se llegó a conceder por todos los sacerdotes celebrantes.

Es ésta una bendición paternal que por medio del Sacerdote da a sus hijos el mismo Dios, para que los frutos del Santo Sacrificio se difundan en sus almas y para que luchen denodadamente contra todos los enemigos del alma.

Se da en general en todas las Misas; pero, por tener cierto carácter de alegría y de solemnidad, se omite en las de Difuntos.





- EL ÚLTIMO EVANGELIO. Se lee en la mayor parte de las misas, después de la bendición, el principio del Evangelio de San Juan, como reminiscencia de la costumbre que tenían antiguamente los cristianos de pedir que se les leyera esa página llena de luz acerca del Verbo divino. En ella vemos a Jesucristo radiante de luz en toda su grandiosidad; y al oír que se hizo carne y vivió entre nosotros, brota del fondo del corazón una palabra de gratitud, y decimos: Gracias a Dios.

Hay dos Misas en el año en las cuales por último Evangelio se lee otro distinto del de San Juan, y que ya señala el mismo misal. Son en la tercera Misa de Navidad y el día de Ramos; y para ello se pasa el misal a la parte del Evangelio.

- LAS TRES AVEMARÍAS. Deben rezarse de rodillas en todas y solas las Misas rezadas; pero se podrían omitir cuando la Misa ha revestido alguna solemnidad externa, como en las Misas de primera Comunión o de Comunión general, etc. A estas Avemarías siguen algunas breves oraciones, que terminan con las tres jaculatorias al Sagrado Corazón de Jesús. Todo esto va encaminado a rogar por las necesidades de la Iglesia.

- Nadie debe salir de la Iglesia hasta que el Sacerdote esté fuera del altar. 1) Lo desea la Iglesia, que concede indulgencias a los que rezan las últimas oraciones juntamente con el Sacerdote. 2) Lo pide el buen ejemplo que hemos de dar a los demás. 3) Lo exige la buena educación y urbanidad.

- Muchos de los que tal hacen considerarían una grosería, en una función profana, salirse del local mientras los actores están en el escenario; y no obstante cometen esa grosería en la iglesia, marchándose, sin ninguna urgente necesidad, mientras el Sacerdote está en el altar.

Fonte: Una Voce Cadiz