quinta-feira, 15 de outubro de 2009

O CONCÍLIO VATICANO II SEGUNDO A OBRA IOTA UNUM DE ROMANO AMERIO(CONT)












Dado que estaremos fora alguns dias e para não deixar os nossos amigos visitadores em jejum, tomamos a liberdade de vos sugerir de ler cada dia algum ponto dos capítulos da Obra Iota Unum de R0mano Amerio que a seguir apresentamos :boa leitura , calma, e até breve.


CAPITULO V

EL POSTCONCILIO

47. LA SUPERACIÓN DEL CONCILIO. EL ESPÍRITU DEL CONCILIO

Como hemos visto, el Concilio rompió con toda su preparación y se desarrolló mediante una superación del Concilio tal como había sido preparado. Pero después de la clausura, el período postconciliar, que habría debido suponer la realización del Concilio, supuso sin embargo también la superación de éste. Este hecho se deplora con frecuencia incluso en los discursos del Papa, quien lo dijo expresamente, por ejemplo, el 31 de enero de 1972, refiriéndose a “pequeñas minorías, pero audaces y fuertemente disolventes”.

También queda demostrado por las no pocas voces que, considerando insuficientes las novedades conciliares, piden un VATICANO III para impulsar a la Iglesia a dar el paso adelántela al cual se resistió o vaciló dar en el primer encuentro.

Los excesos son particularmente palpables en el orden litúrgico, donde la Misa se encontró transmutada de arriba abajo; en el orden institucional, que fue investido de un espíritu democrático de consulta universal y de perpetuo referendum; y más aún en el orden de la mentalidad, abierta a componerse con doctrinas alejadas del principio católico.

La superación tuvo lugar bajo el lema de una causa compleja, anfibológica, diversa y confusa, que se denominó espíritu del Concilio. Y así como éste superó su propia preparación, o más bien la dejó de lado, su espíritu superó al mismo Concilio.

La idea de espíritu del Concilio no es una idea clara y distinta, sino una metáfora: significa propiamente su inspiración. Reconducida al terreno de la lógica, está ligada a la idea de aquello que es principal en un hombre y le mueve en todas sus operaciones.

La Biblia habla del espíritu de Moisés y narra que Dios tomó el espíritu de Moisés y lo llevó a los setenta ancianos (Núm. 11, 25). El espíritu de Elías entró en su discípulo Eliseo (IV Rey. 2, 15). Cien veces más menciona el espíritu del Señor. En todos estos pasajes, el espíritu es lo que en un hombre precede a todo acto y preside todos sus actos como primum movens.

Los setenta ancianos que empiezan a profetizar cuando Dios les lleva el espíritu de Moisés tienen por ideal y por motor supremo el mismo que Moisés. El espíritu de Elías en Eliseo es el pensamiento de Elías, que se hace propio de Eliseo. El espíritu del Señor es el Señor mismo, convertido en razón y motivo de operación en todos los que tienen el espíritu del Señor. Del mismo modo, el espíritu del Concilio es el principio ideal que motiva y da vida a sus operaciones, y, por decirlo a la manera estoica, [lo hegemónico] en él.

Pero dicho esto, queda claro que si bien el espíritu del Concilio (lo que subyace en el fondo de sus decretos y viene a ser su a priori) no se identifica ciertamente con su letra, tampoco es independiente de ella. ¿En qué cosas se expresa un cuerpo deliberante, sino en sus disposiciones y en sus deliberaciones? La apelación al espíritu del Concilio, y sobre todo por parte de quienes pretenden superarlo, es un argumento equívoco y casi un pretexto para poder introducir en él su propio espíritu de innovación.

Puede observarse aquí que siendo el espíritu de aquella magna asamblea nada menos que su principio informante, admitir en él una multiplicidad de espíritus equivaldría a plantear una multiplicidad de Concilios, considerada por algunos autores como algo enriquecedor. La suposición de que el espíritu del Concilio sea múltiple puede surgir solamente de la incertidumbre y de la confusión que vician ciertos documentos conciliares y dan lugar a la teoría de la superación de éstos por obra de aquel espíritu.

48. LA SUPERACIÓN DEL CONCILIO. CARÁCTER ANFIBOLÓGICO DE LOS TEXTOS CONCILIARES

En realidad, el rebasamiento del Concilio apelando a su espíritu se debe unas veces a una franca superación de su letra, y otras a la amplitud y negligencia de los términos. Es una franca superación cada vez que el postconcilio ha desarrollado como conciliares cuestiones que no encuentran apoyo en los textos, y de los cuales éstos ni siquiera conocen la expresión. Por ejemplo, la palabra pluralismo no se encuentra más que tres veces, y siempre referida a la sociedad civil. [1]

Del mismo modo, la idea de autenticidad como valor moral y religioso de la conducta humana no aparece en ningún documento, ya que si bien la voz authenticus aparece ocho veces, su sentido es siempre el filológico y canónico referido a las Escrituras auténticas, al magisterio auténtico, o a las tradiciones auténticas, y jamás el de ese carácter de inmediatez psicológica celebrado hoy como indicio cierto de valor religioso.

En fin, el vocablo democracia con sus derivados no se encuentra en ningún punto del Concilio, aunque se encuentre en los índices de ediciones aprobadas de los textos conciliares. Pese a ello, la modernización de la Iglesia postconciliar resulta en gran parte un proceso de democratización.

Existe también una abierta superación cuando, descuidando la letra del Concilio, se desarrollan las reformas en sentido opuesto a su voluntad legislativa. El ejemplo más conspicuo es el de la universal eliminación de la lengua latina en los ritos latinos, cuando según el artículo 36 de la Constitución sobre la liturgia debería conservarse en el rito romano; de facto fue proscrita, celebrándose en todas partes la Misa en lengua vulgar, tanto en la parte didáctica como en la parte sacrificial. Ver §§ 277-283.

Sin embargo, prevalece sobre la superación abierta la que tiene lugar apelando al espíritu del Concilio e introduciendo el uso de nuevos vocablos destinados a llevar consigo como mensaje una idea concreta, aprovechándose para este fin de la ambigüedad misma de los enunciados conciliares [2].

A este propósito es sumamente importante el hecho de que habiendo dejado el Concilio tras de sí, según es costumbre, una comisión para la interpretación auténtica de sus decretos, ésta no haya dado jamás explicaciones auténticas y no sea citada nunca. De este modo, el tiempo postconciliar, más que de ejecución, fue de interpretación del Concilio.

Faltando una interpretación auténtica, se abandonó a la disputa de los teólogos la definición de los puntos en los que la mente del Concilio se mostró incierta y cuestionable, con ese grave perjuicio para la unidad de la Iglesia que Pablo VI deploró en el discurso del 7 de diciembre de 1969. Vér 4 7.

El carácter anfibológico de los textos conciliares [3] proporciona así fundamento tanto a la interpretación modernista como a la tradicional, dando lugar a todo un arte hermenéutico tan importante que no es posible eludir aquí una breve referencia.

49. HERMENÉUTICA DEL CONCILIO EN LOS INNOVADORES. VARIACIONES SEMÁNTICAS. LA PALABRA “DIALOGO”

La profundidad de la variación operada en la Iglesia en el período postconciliar se deduce también de los imponentes cambios producidos en el lenguaje. Ya no entro en la desaparición en el uso eclesiástico de algunos términos como infierno, paraíso, o predestinación, significativos de doctrinas que no se tratan ni siquiera una vez en las enseñanzas conciliares: puesto que la palabra sigue a la idea, su desaparición implica desaparición, o cuando menos eclipse, de esos conceptos, en un tiempo relevantes en el sistema católico.

También la transposición semántica es un gran vehículo de novedad: llamar operador pastoral al párroco, Cena a la Misa, servicio a la autoridad o a cualquier otra función, autenticidad a la naturaleza (incluso aunque sea deshonesta), etc., arguye una novedad en las cosas a las que antes se hacía referencia con los segundos vocablos.

El neologismo, por lo demás filológicamente monstruoso, está destinado algunas veces a significar ideas nuevas (por ejemplo, concienciar); pero más a menudo nace del deseo de novedades, como es patente en la utilización de presbítero en vez de sacerdote, diaconía en vez de servicio, o eucaristía en vez de Misa. En esta sustitución de los términos antiguos por neologismos se oculta siempre una variación de conceptos, o por lo menos una coloración distinta. Algunas palabras que no habían sido frecuentadas nunca en los documentos papales y estaban relegadas a casos concretos, han conquistado en el corto período de pocos años una difusión prodigiosa.

El más notable es el vocablo diálogo, hasta entonces desconocido en la Iglesia. Sin embargo, el Vaticano II lo adoptó veintiocho (25) veces y acuñó la frase celebérrima que indica el eje y la intención primaria del Concilio: “diálogo con el mundo” (Gaudium et Spes 43) y “mutuo diálogo” entre Iglesia y mundo [4]. La palabra se convirtió en una categoría universal de la realidad, sobrepasando los ámbitos de la lógica y la retórica, a los que en principio estaba circunscrita.

Todo tenía estructura dialéctica. Se llegó hasta configurar una estructura dialéctica del ser divino (no ya en cuanto trino, sino en cuanto uno), de la Iglesia, de la religión, de la familia, de la paz, de la verdad, etc. Todo se convierte en diálogo y la verdad in facto esse se diluye en su propio fieri como diálogo. Ver más adelante §§ 151-156 [5].

50. MÁS SOBRE LA HERMENÉUTICA INNOVADORA DEL CONCILIO. CIRCITERISMOS. USO DE LAS PARTICULAS ADVERSATIVAS “PERO” Y “SINO”. LA “PROFUNDIZACIÓN”

Un procedimiento común en la argumentación de los innovadores es el circiterismo: consiste en referirse a un término indistinto y confuso como si fuese algo sólido e incuestionable, y extraer o excluir de él el elemento que interesa extraer o excluir. Tal es por ejemplo el término espíritu del Concilio o incluso el de Concilio. Recuerdo cómo hasta en la praxis pastoral los sacerdotes innovadores, que violaban las normas más firmes y que ni siquiera después de su celebración habían cambiado, respondían a los fieles, sorprendidos por sus arbitrariedades, apelando al Concilio.

Por supuesto no se me escapa que dadas, por un lado, la limitación de la intentio humana (incapaz de contemplar simultáneamente todos los aspectos de un objeto complejo), y por otro la existencia de un ejercicio libre del pensamiento, el cognoscente no puede sino dirigirse sucesivamente a las diversas partes del complejo. Pero afirmo que esa natural operación intelectiva no puede confundirse con el intencionado apartamiento que la voluntad puede imprimir al acto intelectivo a fin de que (como se dice en el texto evangélico) mirando no vea, y escuchando no entienda (Mat. 13, 13).

La primera operación se encuentra también en la búsqueda legítima (la cual por su naturaleza es progresiva pedetentim), mientras a la segunda conviene un nombre distinto al de “búsqueda”: de hecho, más que a las cosas, concede valor a un quid nacido de la propensión subjetiva de cada cual.

Se suele también hablar de mensaje, y de código con el que se lee y se descifra el mensaje. La noción de lectura ha suplantado a la de conocimiento de la cosa, sustituyendo la fuerza constrictiva de la cognición unívoca por una posible pluralidad de lecturas. Un idéntico mensaje puede ser leído (dicen) en claves distintas: si es ortodoxo puede descifrarse en clave heterodoxa, y si es heterodoxo en clave ortodoxa.

Tal método olvida que el texto tiene su sentido primitivo, inherente, obvio y literal; éste debe ser comprendido antes de cualquier interpretación, y tal vez no admite el código con el que será leído y descifrado en la segunda lectura. Los textos del Concilio tienen, como cualquier otro texto, e independientemente de la exégesis que se haga de ellos, una legibilidad obvia y unívoca, un sentido literal que es el fundamento de todos los demás. La perfección de la hermenéutica consiste en reducir la segunda lectura a la primera, que proporciona el sentido verdadero del texto. La Iglesia no ha procedido jamás de otra manera.

El método practicado por los innovadores en el período postconciliar consiste en iluminar u obscurecer partes concretas de un texto o de una verdad. No es sino un abuso de la abstracción que la mente hace por necesidad cuando examina un complejo cualquiera. Tal es en realidad la condición del conocimiento discursivo (que tiene lugar en el tiempo, a diferencia de la intuición angélica).

A esto se añade otro método, propio del error, consistente en esconder una verdad detrás de otra para después proceder como si la verdad oculta no sólo estuviese oculta, sino como si simpliciter no existiese.

Por ejemplo, cuando se define la Iglesia como pueblo de Dios en marcha, se esconde la verdad de que la Iglesia comprende también la parte ya in termino de los beatos (su fracción más importante, por otra parte, al ser aquélla en la que el fin de la Iglesia y del universo está cumplido). En un paso ulterior, lo que aún se incluía en el mensaje, aunque epocado, acabará por ser expulsado de él, rechazándose el culto a los Santos.

El procedimiento que hemos descrito se realiza frecuentemente según un esquema caracterizado por el uso de las partículas adversativas pero y sino. Basta conocer el sentido completo de las palabras para reconocer inmediatamente la intención oculta de los hermeneutas. Para atacar el principio de la vida religiosa se escribe que “no se pone en cuestión el fundamento de la vida religiosa, sino su estilo de realización”.

Para eludir el dogma de la virginidad de la Virgen in partu se dice que es lícito dudar, “no de la creencia en sí misma, sino de su objeto exacto, del que no se tendría la seguridad de que comprenda el milagro del alumbramiento sin lesión corporal” [6] (Y para disminuir la clausura de las monjas se afirma que “debe mantenerse la clausura, pero adaptándola a las condiciones de tiempo y lugar” [7]

Se sabe que la partícula mas (sinónima de pero) equivale a niagis [más], de la cual proviene, y por tanto con la apariencia de mantener en su lugar la virginidad de la Virgen, la vida religiosa o la clausura, se dice en realidad que más que el principio lo importante son los modos de realizarlo según tiempos y lugares.

Ahora bien, ¿qué queda de un principio si está por debajo, y no por encima de su realización? ¿Y cómo no ver que existen estilos de realización que en vez de ser expresión del fundamento, lo destruyen? Según esto, se podría decir que no se pone en discusión el fundamento del gótico, sino su modo de realización, y prescindir entonces del arco ojival.

Esta fórmula del pero/sino se encuentra a menudo en intervenciones de Padres conciliares, los cuales introducen en el aserto principal alguna cosa que es después destruida con el pero/sino de la afirmación secundaria, de modo que ésta última se convierte en la verdadera afirmación principal.

Aún en el Sínodo de Obispos de 1980, el Grupo B de lengua francesa afirma: “El Grupo se adhiere sin reservas a la Humanae vitae, pero haría falta superar la dicotomía entre la rigidez de la ley y la ductilidad pastoral”. La adhesión a la encíclica se convierte así en puramente vocal, porque más que ella lo que importa es plegarse a la ley de la humana debilidad (OR, 15 octubre de 1980). Más abierta es la fórmula de quien pide la admisión de los divorciados a la eucaristía: “No se trata de renunciar a la exigencia evangélica, sino de conceder a todos la posibilidad de ser reintegrados a la comunión eclesial” (ICI, n. 555, 13 de octubre de 1980, p. 12).

Y todavía en el Sínodo de 1980 sobre la familia apareció en los grupos innovadores el uso del vocablo profundización. Mientras se persigue el abandono de la doctrina enseñada por la Humanae vitae, se le profesa una completa adhesión, pero pidiendo que la doctrina sea profundizada: es decir, no confirmada con nuevos argumentos, sino transmutada en otra. La profundización consistiría en buscar y buscar hasta llegar a la tesis opuesta.

Aún más relevante resulta que el método del circiterismo haya sido adoptado alguna vez en la redacción misma de los documentos conciliares. El circiterismo fue impuesto entonces intencionadamente para que posteriormente la hermenéutica postconciliar pudiese resaltar o negligir las ideas que le interesase. “Lo expresamos de una forma diplomática, pero después del Concilio extraeremos las conclusiones implícitas” [8]. Se trata de un estilo diplomático (etimológicamente, doble) en el cual la palabra es elegida con vistas a la hermenéutica, invirtiendo el orden natural del pensamiento y de la escritura.

51. CARACTERES DEL POSTCONCILIO. LA UNIVERSALIDAD DEL CAMBIO

La primera característica del período postconciliar es el cambio generalizadísimo que revistió todas las realidades de la Iglesia, tanto ad intra como ad extra.

Bajo este aspecto el Vaticano II supuso una fuerza espiritual tan imponente que obliga a colocarlo en un puesto singular en la lista de los Concilios.

Esta universalidad de la variación introducida plantea además la siguiente cuestión: ano se trata quizá de una mutación sustancial, como dijimos en §§ 33-35, análoga a la que en biología se denomina modificación del idiotipo?

La incógnita planteada consiste en saber si no se estará produciendo el paso de una religión a otra, como no se recatan en proclamar muchos clérigos y laicos. Si así fuese, el nacimiento de lo nuevo supondría la muerte de lo viejo, como sucede en biología y en metafísica. El siglo del Vaticano 11 sería entonces un magnus articulus temporurn la cima de uno de los giros que el espíritu humano viene haciendo en su perpetuo revolverse sobre sí mismo.

El problema puede también plantearse en otros términos: ¿no sería quizá el siglo del Vaticano II la demostración de la pura historicidad de la religión católica, o lo que es lo mismo, de su no-divinidad?

Puede decirse que la amplitud de la variación es casi exhaustiva[9]. De las tres clases de actitudes en las cuales se compendia la religión (las cosas que creer, las cosas que esperar, y las cosas que amar), no hay ninguna que no haya sido alcanzada y transformada tendenciosamente. En el orden gnoseológico, la noción de fe pasa de ser un acto del intelecto a serlo de la persona, y de adhesión a verdades reveladas se transforma en tensión vital, pasando así a formar parte de la esfera de la esperanza (§ 164).

La esperanza deprecia su objeto propio, convirtiéndose en aspiración y expectativa de una liberación y transformación terrenales (§ 168). La caridad, que como la fe y la esperanza tiene un objeto formalmente sobrenatural (§ 169), rebaja del mismo modo su término volviéndose hacia el hombre, y ya vimos cómo el discurso de clausura del Concilio proclamó al hombre condición del amor a Dios.

Pero no sólo han sido alcanzados por la novedad estas tres clases de actitudes humanas concernientes a la mente, sino también los órganos sensoriales del hombre religioso y creyente. Para el sentido de la vista han cambiado las formas de los vestidos, los ornamentos sacros, los altares, la arquitectura, las luces, los gestos.

Para el sentido del tacto la gran novedad ha sido poder tocar aquello que la reverencia hacia lo Sagrado hacía intocable. Al sentido del gusto le ha sido concedido beber del cáliz.

Al olfato, por el contrario, le resultan casi vetados los olorosos incensarios que santificaban a los vivos y a los muertos en los ritos sagrados. Finalmente, el sentido del oído ha conocido la más grande y extensa novedad jamás operada en cuestión de lenguaje sobre la faz de la tierra, habiendo sido cambiado por la reforma litúrgica el lenguaje de quinientos millones de personas; la música ha pasado además de melódica a percusiva, y se ha expulsado de los templos el canto gregoriano, que desde hacía siglos suavizaba a los hombres la edad del enmudecimiento de los cánticos (cfr. Ecl. 12, 1-4) y rendía los corazones.

Y no anticipo aquí lo que se verá más adelante sobre las novedades en las estructuras de la Iglesia, las instituciones canónicas, los nombres de las cosas, la filosofía y la teología, la coexistencia con la sociedad civil, la concepción del matrimonio: en fin, en las relaciones de la religión con la civilización en general.

Se plantea entonces el difícil discurso de la relación entre la esencia y las partes contingentes de una cosa, entre la esencia de la Iglesia y sus accidentes. ¿Acaso no pueden todas esas cosas y géneros de cosas ser reformadas en la Iglesia, y permanecer la Iglesia idéntica?

Sí, pero conviene observar tres cosas.

Primero: también existen lo que los escolásticos llamaban accidentes absolutos, aquéllos que no se identifican con la sustancia de la cosa, pero sin los cuales tal cosa no puede existir. Tales son la cantidad en la sustancia corpórea, o la fe en la Iglesia.

Segundo: aunque en la vida de la Iglesia haya partes contingentes, no todos los accidentes pueden ser asumidos o excluidos indiferentemente por ella, ya que así como toda cosa posee unos accidentes determinados y no otros (una nave de cien estadios, decía Aristóteles, ya no es una nave), y así corno, por ejemplo, el cuerpo tiene extensión y no tiene conciencia, así la Iglesia se caracteriza por ciertos accidentes y no por otros, y los hay que no son compatibles con su esencia y la destruyen.

El perpetuo combate histórico de la Iglesia consistió en rechazar las formas contingentes que se le insinuaban desde dentro o se le imponían desde fuera, y que habrían destruido su esencia. Por ejemplo, ¿no era acaso el monofisismo un modo contingente de entender la divinidad de Cristo? Y el espíritu privado de Lutero, ¿no era acaso un modo accidental de entender la acción del Espíritu Santo?

Tercero: aunque las cosas y los géneros de cosas afectados por el cambio postconciliar son accidentes en la vida de la Iglesia, éstos no se deben considerar indiferentes, como si pudieran ser o no ser, ser de un modo o ser de otro, sin que resultase cambiada la esencia de la Iglesia. No es ciertamente éste el lugar para introducir la metafísica y aludir al De ente et essentia de Santo Tomás. Sin embargo es necesario recordar que la sustancia de la Iglesia no subsiste más que en los accidentes de la Iglesia, y que una sustancia inexpresada, es decir, sin accidentes, es una sustancia nula (un no-ser).

Por otra parte, toda la existencia histórica de un individuo se resume en sus actos intelectivos y volitivos: ahora bien, ¿qué son intelecciones y voliciones sino realidades accidentales que accidunt vienen y van, aparecen y desaparecen? Y sin embargo el destino moral de salvación o de condenación depende precisamente de ellas.

Por consiguiente, toda la vida histórica de la Iglesia es su vida en sus accidentes y contingencias. ¿Cómo no reconocerlos como relevantes y, si se piensa, como sustancialmente relevantes? Y los cambios que ocurren en las formas contingentes ¿no son cambios, accidentales e históricos, de la inmutable esencia de la Iglesia? Y allí donde todos los accidentes cambiasen, ¿cómo podríamos reconocer que no ha cambiado la sustancia misma de la Iglesia?

¿Qué queda de la persona humana cuando todo su revestimiento contingente e histórico resulta cambiado? ¿Qué queda de Sócrates sin el éxtasis de Potidea, sin los coloquios del ágora, sin el Senado de los Quinientos y sin la cicuta?

¿Qué queda de Campanella sin las cinco torturas, sin la conspiración de Calabria, sin las traiciones y los sufrimientos?

¿Qué queda de Napoleón sin el Consulado, sin Austerlitz y Waterloo? Y sin embargo todas estas cosas son accidentales en el hombre. Los Platónicos, que aíslan la esencia de la historia, la reencontrarán en el hiperuranio. Pero nosotros, ¿dónde la encontraremos?

52. MÁS SOBRE EL POSTCONCILIO. EL HOMBRE NUEVO. GAUDIUM ET SPES 30. PROFUNDIDAD DEI. CAMBIO

Si se estudian los movimientos progresivos o regresivos que han agitado la Iglesia a lo largo de los siglos, se encuentra que abundaron los catastróficos: los que pretenden cambiar ab inus la Iglesia, y por medio de ella a la humanidad entera. Son efecto del espíritu de independencia, que pretende disolver los lazos con el pasado para lanzarse hacia adelante sin contemplaciones (en sentido etimológico).

No se trata de una reforma dentro de los límites de la naturaleza misma de la Iglesia, ni llevada a cabo por medio de ciertas instituciones recibidas como primordiales, sino un movimiento palingenésico que reinventa la esencia de la Iglesia y del hombre dándoles otra base y otros límites. No se trata ya de lo nuevo en las instituciones, sino de nuevas instituciones; ni de la independencia relativa de un desarrollo que germine orgánicamente en dependencia con el pasado, dependiente a su vez de un fundamento otorgado semel pro semper, sino de la independencia pura y simple, o como se dice hoy, creativa.

Hay precedentes de tal intento. Por no alejarme demasiado en las alegaciones yendo a buscarlas en la herética escatología terrena de la Tercera Era (la del Espíritu Santo), me bastará recordar el cariz que la renovación católica tomaba el siglo pasado en el encendido pensamiento de Lamennais, recogido en las cartas inéditas publicadas por Périn.[10]

Según el sacerdote bretón, era imposible que la Iglesia se resistiese a sufrir grandes reformas y profundas transformaciones, las cuales eran tan certísimas como imprevisibles en sus contornos: instaba en cualquier caso a un nuevo estado de la Iglesia, a una nueva era cuyo fundamento sería puesto por Dios mismo mediante una nueva manifestación.

Y tampoco me alargaré demostrando que esta creación de un hombre nuevo, propia de la Revolución moderna, coincide exactamente con la profesada en forma esotérica por el nazismo hitleriano. Según Hitler, el ciclo solar del hombre llega a su término, y ya se anuncia un hombre nuevo que pisoteará la humanidad antigua, resurgiendo con una esencia nueva.[11]

Gaudium et Spes 30 aporta uno de los textos más extraordinarios a este propósito. El oficio moral que debe prevalecer en el hombre de hoy (dice) es la solidaridad social cultivada mediante el ejercicio y la difusión de la virtud, “ut vere novi homines et artifices novae humanitatis exsistant cum necessario auxilio divinae gratiae” [12]

El vocablo novus se encuentra doscientas doce (212) veces en el Vaticano II, con frecuencia desproporcionadamente mayor que en cualquier otro Concilio. Dentro de este gran número, novus aparece a menudo en el sentido obvio de novedad relativa que afecta a las cualidades o las categorías accidentales de las cosas.

Así se habla (es obvio) de Nuevo Testamento, de nuevos medios de comunicación, de nuevos impedimentos a la práctica de la fe, de nuevas situaciones, de nuevos problemas, etc. Pero en el texto citado (y quizá también en Gaudium et Spes 1 “nova exsurgit humanitatis condicio”) el vocablo se torna en un sentido más estrecho y riguroso.

Es una novedad en virtud de la cual no surge en el hombre una cualidad o perfección nueva, sino que resulta mutada su misma base y se tiene una nueva criatura en sentido estrictísimo. Pablo VI ha proclamado repetidamente lo novedoso del pensamiento conciliar: “Las palabras más importantes del Concilio son novedad y puesta al día. La palabra novedad nos ha sido dada como una orden, como un programa” (OR, 3 julio 1974).

Conviene aquí resaltar que la teología católica (o más bien la fe católica) no conoce más que tres novedades radicales capaces de renovar la humanidad y casi transnaturalizarla.

La primera es defectiva, y es aquélla por la cual a causa del pecado original el hombre cayó del estado de integridad y sobrenaturalidad.

La segunda es restauradora y perfectiva, y es aquélla por la cual la gracia de Cristo repara el estado original y lo lleva más allá de la constitución originaria.

La tercera es la que completa todo el orden, y merced a la cual al final de los siglos el hombre en gracia es beatificado y glorificado en una suprema asimilación de la criatura al Creador (asimilación que tanto in vía Thomae como in via Scoti es el fin mismo del universo).

No es por eso posible imaginar una humanidad nueva que permaneciendo en el orden actual del mundo sobrepase la condición de novedad a la que ha sido transferido el hombre por la gracia de Cristo. Tal superación pertenece al orden de la esperanza y está destinada a realizarse en un momento novísimo para todas las criaturas: cuando haya una tierra nueva y un cielo nuevo.

La Escritura adopta para la gracia el verbo crear en un sentido muy conveniente, porque el hombre no recibe por la gracia un poder o una cualidad nueva, sino una nueva existencia y algo que concierne a su esencia. Así como la creación es el paso del no-ser al ser natural, la gracia es el paso del no-ser al ser sobrenatural, discontinuo respecto al primero y completamente original, de tal manera que constituye una nueva criatura (II Car. 5, 17) y un hombre nuevo (Ef. 4, 24)[13].

Esta novedad, injertada durante la vida terrena en la esencia del alma, informa toda la vida mental e informará también la vida corporal en la metamorfosis final del mundo. Pero fuera de esta novedad que confiere al hombre una nueva existencia no sólo moral, sino ontológica (por un algo divino real que se inserta en el Yo del hombre), la religión católica no conoce ni innovación, ni regeneración, ni adición de ser. Por tanto puede concluirse que los novi homines del Concilio no deben entenderse en el sentido fuerte de un cambio de esencia, sino en el sentido débil de una gran restauración de vida en el cuerpo de la Iglesia y de la sociedad humana. Sin embargo, dicha expresión ha sido a menudo entendida en ese estricto e inadmisible sentido, y ha alentado sobre el postconcilio un aura de anfibología y utopía.

53. IMPOSIBILIDAD DE VARIACIÓN RADICAL EN LA IGLESIA

Desde el episcopado se elevan indudablemente voces que indican una mutación de fondo. Es como si la crisis de la Iglesia no fuese un sufrimiento que debe soportarse en aras de su conservación, sino un sufrimiento que genera otro ser. Según el card. Marty arzobispo de París, la novedad consiste en una opción fundamental por la cual “la Iglesia ha salido de sí misma para anunciar el mensaje” y hacerse misionera.

Mons. Matagrin, obispo de Grenoble, no es menos explícito y habla de “revolución copernicana, por la cual [la Iglesia] se ha descentrado de sí misma, de sus instituciones, para centrarse sólo sobre Dios y sobre los hombres” (ICI, n. 58(x, p. 30, 15 de abril de 1983). Ahora bien, centrarse sobre dos centros (Dios y el hombre) puede ser una fórmula verbal, pero no resulta algo concebible.

La llamada opción fundamental (es decir, opción por otro fundamento) es católicamente absurda.

Primero, porque proponer que la Iglesia salga de la Iglesia significa estrictamente una apostasía.

Segundo, porque como dice 1 Cor. 3, 11, “nadie puede poner otro fundamento fuera del ya puesto, que es Jesucristo”[14].

Tercero, porque no es posible rechazar a la Iglesia en su ser histórico (que en su continuidad fue apostólico, constantiniano, gregoriano, o tridentino) y a la vez tener como programa saltarse los siglos, como confiesa el P Congar: “la idea consiste en dar un salto de quince siglos”.

Cuarto, porque no se puede confundir la proyección misionera de la Iglesia por el mundo con una proyección de la Iglesia fuera de sí misma. Ésta consiste en pasar del propio ser al propio no-ser, mientras la otra consiste en la expansión y propagación del propio ser hacia el mundo. Por otro lado, es históricamente incongruente caracterizar como misionera a la Iglesia contemporánea, que ya no convierte a nadie, y negar tal carácter a aquélla que en tiempo cercanos a nosotros convirtió a Gemelli, Papini, Psichari, Claudel, Péguy, etc. Por no hablar, naturalmente, de las misiones de Propaganda fide, florecientes y gloriosas hasta época reciente.

El P Congar argumenta que la Iglesia de Pío IX y Pío XII ha concluido, como si fuese católico hablar de la Iglesia de éste o de aquél Pontífice, o de la Iglesia del Vaticano II, en vez de hablar de la Iglesia universal y eterna en el Vaticano II.

Mons. Polge, arzobispo de Aviñón, en OR del 3 de septiembre de 1976, dice con todas sus letras que la Iglesia del Vaticano II es nueva y que el Espíritu Santo no cesa de sacarla del inmovilismo; la novedad estriba en una nueva definición de sí misma, en el descubrimiento de su nueva esencia; y la nueva esencia consiste en “haber recomenzado a amar al mundo, a abrirse a él, a hacerse diálogo”.

Esta persuasión de la innovación acaecida en la Iglesia y que queda demostrada por su universal transformación (desde las ideas hasta las cosas y los nombres de las cosas) se ha hecho patente también en la referencia continua a la fe del Concilio Vaticano II, abandonando la referencia a la fe una y católica, que es la fe de todos los Concilios[15].

Y con una evidencia no menor se manifestó también en la apelación de Pablo VI a la obediencia debida a él y al Concilio, más que a la debida a sus predecesores y a toda la Iglesia. No se me oculta que la fe de un Concilio posterior es la fe de todos los anteriores y las unifica a todas. Sin embargo, no se debe destacar y aislar lo que es un conjunto, ni olvidar que si la Iglesia es una en el espacio, aún lo es más en el tiempo: es la individualidad social de Cristo en la historia.

Puede decirse en conclusión (aunque solamente con la exactitud relativa de todas las analogías históricas) que la situación de la Iglesia en nuestro siglo es la inversa de aquélla en la que se encontró en el Concilio de Constanza: entonces había varios Papas y una sola Iglesia, hoy al contrario hay un solo Papa y varias Iglesias (la del Concilio y las del pasado, epocadas y desautorizadas).

54. MÁS SOBRE LA IMPOSIBILIDAD DE UNA RENOVACIÓN RADICAL

La idea de una variación radical, propuesta con toda suerte de metáforas y circiterismos (en los cuales, probablemente por vicio del estilo, se dice lo que no se querría decir), está naturalmente ligada a la idea de la creación de una nueva Iglesia.

Desconocida la continuidad del devenir eclesial (fundado sobre una base inmóvil), la vida de la Iglesia aparece necesariamente como una incesante creación y un proceso ex nihilo. En el Encuentro eclesial italiano de 1976, mons. Guiseppe Franceschi, arzobispo de Ferrara, dice en una de las ponencias principales: “El problema verdadero es inventar el presente y encontrar en él las vías de desarrollo de un futuro que sea del hombre”.

Pero “inventar el presente” es un compuesto de palabras que no tiene un sentido razonable; y si se inventa el presente ¿qué necesidad hay de encontrar en él las vías de desarrollo del futuro?: basta con inventar también el futuro. La creación no tiene ni presupuestos ni líneas de desarrollo: ex nihilo fit quidlibet.

Tratar con rigor gramático y lógico similares afirmaciones circiterizantes no produce ninguna utilidad para la resolución de la cuestión: tan sólo permite reconocer el general circiterismo del episcopado.

Ya hemos citado la imposibilidad de novedad en el fundamento de la Iglesia y de un renacimiento de la Iglesia que suplante un fundamento por otro. El hombre ha renacido en el bautismo y su renacimiento excluye un tercer nacimiento, que sería un epifenómeno del anterior y una monstruosidad. Antonio Rosmini lo llama formalmente herejía. El cristiano es un renacido y solamente para él renace la Iglesia; y así como no hay para el cristiano un grado ulterior de vida distinto del escatológico, tampoco existe para la Iglesia un ulterior grado distinto del escatológico[16].

También se demuestra históricamente que no puede haber en la Iglesia mutaciones de la base, sino sólo sobre la base. Todas las reformas que han tenido lugar en la Iglesia fueron realizadas sobre un fundamento antiguo, sin intentar crear uno nuevo. Intentarlo es el síntoma esencial de la herejía, desde la gnóstica de los primeros siglos a las de los cátaros o el pauperismo en los tiempos medievales, o la gigantesca herejía de Alemania. Me detendré en dos casos.

Savonarola operó en el pueblo florentino una poderosa elevación del espíritu religioso que rompió con la corrupción del siglo. No rompía sin embargo con la vida cotidiana de los ciudadanos, ni con las bellezas del arte, ni con la cultura intelectual. El movimiento iniciado por él fue ciertamente profundo y extenso, pero incluso levantándose contra el Pontífice Romano el fraile tuvo muy clara la conciencia de no estar promoviendo en la religión una novedad radical o un saltus in aliud genus. La raíz es la que es, y el fundamento ya está puesto. Son decisivas las palabras de su predicación sobre Ruth y Miqueas: “Yo digo que hay cosas que renovar. Pero no cambiará la fe, ni el credo, ni la ley, evangélica, ni la potestad eclesiástica” [17].

Una coyuntura análoga se produjo a principios del siglo XVII como consecuencia de los descubrimientos de las ciencias naturales, cuando hombres de Iglesia demasiado abiertos al saber de la época creyeron que subsistía un incongruente nexo entre fe y filosofía. Pudo entonces parecer a algunos que la profunda variación en la concepción del universo físico suponía una transformación radical del hombre y un rechazo de la certeza religiosa, con una incipiente desacralización del mundo. Pero esta interpretación catastrófica del cambio cultural fue desmentida por los autores mismos del cambio (Galileo, el padre Castelli, Campanella) y por cuantos supieron mantener la separación entre filosofía y teología: el verdadero fruto de aquel-conflicto es la reducción de la teología a su teologalidad.

Campanella extraía de las novedades astronómicas, de las anomalías (según él creía) celestes, y del descubrimiento de nuevas tierras y nuevas naciones, argumentos para una universal reforma del conocimiento y de la vida, manteniendo sin embargo la renovación dentro de la órbita del catolicismo, o incluso dentro del ámbito de la Iglesia del Papa de Roma.

Y Galileo dirigía la advertencia siguiente a quien creía, como modernamente Bertold Brecht en su drama “La vida de Galileo” (1937), que la revolución astronómica daba inicio a una revolución de la vida en su conjunto: “A quienes se escandalizan por tener que cambiar toda la filosofía, mostraré cómo no es así, y que se mantiene la misma doctrina sobre el alma, sobre la generación, sobre los meteoros, sobre los animales”[18].

Las grandes reformas en el saber y en la religión no rechazan la base del hombre, sino que más bien profesan la existencia de alguna cosa que resiste a la mutación, apoyándose sobre la cual el hombre edifica la novedad auténtica de su propio momento histórico.

Los teólogos del Centre des pastorales des sacrements, órgano del episcopado de Francia, escriben: “La Iglesia no puede ser universalmente signo de salvación sino con la condición de morir a sí misma; de aceptar ver a instituciones que han demostrado su valor resultar caducas; de ver una formulación doctrinal modificada”, y establecen que “cuando hay conflicto entre las personas y la fe, es la fe la que debe ceder” .[19]

En este pasaje la afirmación del cambio catastrófico se erige en teoría que (dada la oficialidad de que está revestido dicho Centro) afecta también al magisterio de la Iglesia y descubre un mal que no pertenece solamente a la categoría de la licenciosidad y de la extravagancia doctrinal de un particular.

Por tanto, parece superfluo alegar el diagnóstico de la crisis de la Iglesia hecho por quienes no pertenecen a ella, coincidentes en considerar que la Iglesia ha “seleccionado en su tradición algunos aspectos para situarlos en primera fila y otros para modificarlos radicalmente”, cohonestándose con el mundo moderno[20]. Esta composición exige una dislocación hacia la inmanencia que el Vaticano II habría alentado, aunque sin intención, mediante una tendencial abolición de la ley en favor del amor, de lo lógico en favor de lo pneumático, de lo individual en favor de lo colectivo, de la autoridad en beneficio de la independencia, del Concilio mismo en beneficio del espíritu del Concilio l[21].

55. LA DENIGRACIÓN DE LA IGLESIA HISTÓRICA

El fenómeno actual de denigración del pasado de la Iglesia por obra del clero y de los laicos supone una viva contraposición con la actitud de fortaleza y coraje que el catolicismo tuvo en el siglo pasado ante sus adversarios. Se reconocía entonces la existencia de adversarios e incluso de enemigos de la Iglesia, y los católicos ejercitaban a un mismo tiempo la guerra contra el error y la caridad hacia el enemigo. Y donde la verdad impedía la defensa de deficiencias demasiado humanas, la reverencia ordenaba cubrir esas vergüenzas, como Sem y Jafet con su padre Noé.

Pero una vez implantada en la Iglesia la novedad radical y la consiguiente ruptura de su continuidad histórica, vinieron a menos el respeto y la veneración hacia la historia de la Iglesia, sustituidos por movimientos de censura y repudio del pasado.

En efecto, el respeto y la reverencia provienen de un sentimiento de dependencia hacia quien es de algún modo nuestro principio: del ser, como los padres y la Patria, o de algún beneficio en el ser, como los maestros. Esos sentimientos implican conciencia de una continuidad entre quien respeta y quien es respetado, por lo que aquellas cosas que veneramos son algo de nosotros mismos y bajo algún aspecto a ellas debemos nuestro ser. Pero si la Iglesia debe morir a sí misma y romper con su historia, y debe surgir una nueva criatura, es evidente que el pasado no debe recuperarse y revivirse, sino rechazarse y repudiarse, dejando de ser considerado con respeto y reverencia. Las mismas palabras de respeto y reverencia incluyen la idea de mirar atrás, que ya no tiene sentido en una Iglesia proyectada hacia el futuro y para la cual la destrucción de sus antecedentes aparece como condición de su renacimiento. Ya había habido síntomas en el Concilio de una cierta pusilanimidad en la defensa del pasado de la Iglesia, vicio opuesto a la constantia pagana y a la fortaleza cristiana; pero el síndrome se desarrolló después rápidamente. No entro en la historiografía de los innovadores sobre Lutero, las Cruzadas, la Inquisición, o San Francisco. Los grandes Santos del catolicismo son reducidos a ser precursores de la novedad o a no ser nada. Pero me detendré en la denigración de la Iglesia y en las alabanzas a quienes están fuera de ella.

La denigración de la Iglesia es un lugar común en los discursos del clero postconciliar.

Por circiterismo mental, combinado con acomodación a las opiniones del siglo, se olvida que el deber de la verdad no sólo se debe cumplir con el adversario, sino también con uno mismo; y que no es necesario ser injusto con uno mismo para ser justo con los demás.

El obispo francés mons Ancel atribuye a las deficiencias de la Iglesia los errores del mundo, porque “a los problemas reales nosotros no suministramos más que respuestas insuficientes”[22].

Ante todo haría falta precisar a quién se refiere el pronombre nosotros: ¿a nosotros, los católicos? ¿a nosotros, la Iglesia? ¿A nosotros, los pastores? En segundo lugar, para el pensamiento católico es falso que los errores nazcan por defecto de soluciones satisfactorias, porque coexisten siempre con los problemas y las soluciones verdaderas (que la Iglesia, en lo que se refiere a las cosas esenciales al destino moral del hombre, posee y enseña perpetuamente).

Y resulta extraño que quienes dicen ser necesario el error para la búsqueda de la verdad digan después bustrofedónicamente que la búsqueda de la verdad se ve impedida por el error. El error tiene además una responsabilidad autónoma que no se debe atribuir a quien no está en el error.

Pierre Pierrard repudia toda la polémica sostenida por los católicos en el siglo XIX contra el anticlericalismo; escribe directamente que el lema Le cléricalisme, voilá l énnemi (entonces considerado infernal) lo hacen hoy suyo los sacerdotes, considerando aquel pasado de la Iglesia como una negación del Evangelio [23].

El franciscano Nazzareno Fabretti (“Gazzetta del popolo”, 23 de enero de 1970), hablando con muchos circiterismos teológicos sobre el celibato eclesiástico, carga con una acusación criminal a toda la historia de la Iglesia: escribe que la virginidad, el celibato y los sacrificios de la carne, “puesto que han sido impuestos durante siglos solamente por autoridad y sin ninguna otra persuasión y posibilidad objetiva de elección a millones de seminaristas y de sacerdotes, representan uno de las mayores plagas que recuerda la historia”.

Mons. Giuseppe Martinoli, obispo de Lugano, sostiene que la religión es responsable del marxismo, y que si los católicos hubiesen actuado de otra manera el socialismo ateo no hubiese llegado [24].

Y añade en otra ocasión que “ la religión cristiana se presenta con un nuevo rostro: ya no está hecha de pequeñas prácticas, de exterioridades, de grandes fiestas y de mucho ruido: la religión cristiana consiste esencialmente en la relación con Jesucristo[25]

Mons. Jacques Leclercq pretende que los responsables de la defección de las masas son los sacerdotes que las han bautizado [26].

Finalmente, el Card. Garrone, en OR del 12 de julio de 1979 asegura: “Si el mundo moderno se ha descristianizado, no es porque rechace a Cristo, sino porque no se lo hemos dado”.

En el Encuentro eclesial italiano de 1976 la conclusión del prof. Bolgiani (relator principal) sobre el reciente pasado de la Iglesia en Italia fue completamente negativa: inutilidad del episcopado, compromiso con el poder político, oposición cerril a toda renovación, etc. (OR, 3-4 noviembre de 1976). El Card. Léger, arzobispo de Montreal, en una entrevista en ICI, n. 287 (1 de mayo de 1967), llegaba incluso a decir que “si decrece la práctica religiosa, no es un signo de que se pierde la fe, porque, según mi humilde opinión, no se la ha tenido nunca (me refiero a una fe personal)”.

Según el cardenal, en el pasado no existió en los pueblos cristianos fe verdadera. Más adelante aclararemos el falso concepto de fe que subyace en estas declaraciones. Por último, S. Barreau, autor del libro La reconnaissance ou quést ce que la foi escribe: “Por mi parte, creo que después del siglo XIII ha habido poca evangelización en la Iglesia” (ICI, n. 309, 1 de abril de 1968).

56. CRÍTICA DE LA DENIGRACIÓN DE LA IGLESIA

Esta tesis acusatoria (sustitutiva de la apologética o cuando menos de las alegaciones de la tradición católica) es ante todo superficial, porque supone que la causa del error de un hombre se encuentra de modo determinante y eficiente en el error de otros hombres. Contiene una velada negación del libre albedrío y de las responsabilidades personales.

Además es equivocada, porque aquéllos a quienes se les imputa la culpa del error ajeno serían los únicos protagonistas de la historia, convirtiéndose todos los demás en deuteragonistas, o más bien en simple objeto para ellos. Finalmente, es irreligiosa y da lugar a una consecuencia que entra en conflicto con verdades teleológicas y teológicas. En efecto, aplicando este criterio acusatorio se acaba atribuyendo al mismo Cristo la responsabilidad del rechazo que le opusieron los hombres, culpándole de no haberse manifestado bien y suficientemente, y de no haber disipado por completo la duda acerca de su divinidad: en suma, de no haber cumplido su deber de Salvador del mundo.

De la Iglesia la acusación rebota hacia Cristo, del individuo social al individuo singular que es su Fundador. La verdad es que el éxito de la Iglesia no es un acontecimiento de la historia, sino de la religión y de la fe; y no se puede contemplar la acción de la Iglesia, esencialmente espiritual y ultramundana (incluso cuando es temporal), como si valiesen para ella las leyes de un negocio totalmente humano.

La tesis acusatoria se resiente de la superficialidad teológica de los innovadores, que habiendo epocado completamente el dogma de la predestinación ya no pueden captar ni la profundidad de la libertad humana (a la que se hace depender contradictoriamente de la libertad de otros) ni la profundidad del misterio de redención. Juan Pablo II, en el mensaje de Navidad de 1981 (OR, 26-27 diciembre 1981) ha mostrado bien esta profundidad teológica del misterio cristiano. Es cierto que el misterio cristiano es el nacimiento del hombre-Dios venido al mundo, pero idéntico misterio es que el mundo (incluso en la natividad del Salvador) no Le haya acogido y continúe sin acogerle. El misterio del rechazo al Verbo constituye el misterio profunda de la religión, y supone una gran aridez religiosa ir a buscar la causa de ello en las culpas de la Iglesia.

Cristo, prefigurado en Is. 5, 4 y rememorado en el admirable oficio de la sexta feria en Viernes Santo, interpela al género humano: “Quid est, quod debui ultra facere, et non feci?”[27]. Pero los modernos parecen contestar: “Ultra, ultra debuisti facere et non fecisti”. A la lamentación de Cristo ellos responden: “appensus es in statera et inventus es minus habens” (Dan. 5, 27)[28].

La predicación milagrosa de Cristo dejó a muchísimos en la incredulidad, a muchos en el pecado, a todos en la propensión al pecado. ¿Quedó acaso por ello truncada la Redención?

Los acusadores de la Iglesia no sólo ignoran la psicología de la libertad junto con su misterio y la teología de la predestinación junto con su arcano, sino también la ley mayor de la teodicea, que reconoce en el proyecto de la manifestación de Dios ad extra un fin que se reconduce a la gloria de Dios ad intra. La distinción semántica entre suadere y persuadere [29] es suficiente para justificar la historia de la Iglesia: Ecclesia veritatem suadet, non autem persuadet, porque la historia es el teatro conjunto de la predestinación divina y de la humana libertad.

57. FALSA RETROSPECTIVA SOBRE LA IGLESIA DE LOS PRIMEROS TIEMPOS

Un efecto paradójico de la denigración de la Iglesia a manos de esta nueva historiografía[30] es la exaltación desmesurada de la Iglesia primitiva, cuyo espíritu y costumbres se pretende adoptar. La Iglesia primitiva es presentada como una comunidad de perfectos inspirada por la caridad y practicante ad amussim de los preceptos evangélicos.

La verdad es, por el contrario, que la Iglesia fue en todo tiempo una masa mixta, un campo de trigo y de cizaña, una totalidad sincrética de buenos y malos. Los testimonios comienzan desde San Pablo. Basta recordar los abusos del ágape, las facciones entre los fieles, las defecciones morales, las apostasías ante la persecución.

En tiempo de San Cipriano (siglo III) las masas cristianas se precipitaban en la apostasía al primer anuncio de la persecución, antes aún de que comenzase el peligro real. “Ad prima statim verba minantis inimici maximus fratrum numerus [es decir, la mayoría] fidem suam prodidit. Non expectaverunt saltem ut ascenderent apprehensi, ut interrogati negarent. Ultro ad forum currere” etc. (De lapsis, 4-5)[31].

Por otra parte, ¿no pertenece acaso a los primeros siglos aquel enorme pulular de herejías y de cismas de los que San Agustín enumera en el De haeresibus ad Quodvidideum hasta ochenta y siete formas (desde las más vastas y profundas, como arrianismo, pelagianismo y maniqueísmo, a las locales y extravagantes, como Cayanos y Ofitas)? (PL. 42, 17-50).

La exaltación retrospectiva del cristianismo preconstantiniano sobre la que se apoyan los prospectivas de renovación de la Iglesia carece de fundamento histórico, ya que el Cristianismo es en todo momento la mezcla figurada en la parábola de la cizaña. Volberone, abad de San Pantaleón, llega a escribir que la Iglesia contiene la ciudad de Dios y la ciudad del diablo[32] (creo que erróneamente, porque como enseña San Agustín es el mundo, y no la Iglesia, el que contiene a las dos ciudades).

Tampoco con esto defendemos la imposibilidad de distinguir una época de otra: junto al “nolite iudicare [no juzguéis]” (Luc. 6, 37) se lee “nolite iudicare secundum faciem, sed iustum iudicium iudicare” (Juan 7, 24)[33].

Tanto las acciones de los individuos como las de las generaciones son materia para tan difícil juicio. Y el juicio tiene por criterio lo inmóvil de religión, a la que se conforma en grados distintos la volubilidad de los hombres. Tampoco en esto el juicio histórico sobre la religión difiere, por ejemplo, del juicio estético.

Así como las obras de arte se comparan con su modelo, y en cuanto que confrontadas con el modelo al que tienden (lo atestigua el trabajo del artista, que sabe cuándo se acerca al ideal y cuándo no) pueden también cotejarse entre sí, así también las diversas épocas del cristianismo son parangonables conforme al principio de la religión; y calibradas de este modo son también comparables una con otra.

Un período de crisis de la Iglesia es aquél en el que su alejamiento del principio llega hasta hacerla peligrar. Pero no tomaremos como medida de un momento histórico otro momento histórico arbitrariamente privilegiado: no juzgaremos, por ejemplo, el estado actual de la Iglesia confrontándolo con la Iglesia medieval, sino que compararemos todos ellos con su principio común suprahistórico e inmutable (como corresponde a la inmutabilidad divina).



[1] Ver dicha voz en las citadas Concordantiae del Vaticano II.

[2] Tal incertidumbre es confesada por un testigo autorizado, el card. PERICLE FELICI, secretario general del Concilio, según el cual la Constitución Gaudium et Spes maiore litura habría podido ser perfeccionada en algunas expresiones” (OR, 23 de julio de 1975). Por otro lado, la redacción original de Gaudium et Spes fue parcialmente en francés.

[3] Esta ambigüedad es admitida también por los teólogos más fieles a la Sede Romana, que se esfuerzan en disculpar al Concilio. Pero es evidente que la necesidad de defender la univocidad del Concilio es ya un indicio de su equivocidad. Ver por ejemplo la defensa que hace PHILIPPE DELHAYE, Le métaconcile, en “Esprit et Vi—, 1980, pp. 513 y ss.

[4] En realidad, decir mutuo parece superfluo, ya que si sólo habla la Iglesia no hay diálogo sino monólogo.

[5] Es también significativo el uso de la voz maniqueo, aplicada a cualquier contraposición (incluida la de bien vs mal) para rechazar todo absoluto axiológico. Quien califica un comportamiento moral como malo es enseguida acusado de maniqueísmo.

[6] Ver J. H. La virginité de Maríe Friburgo (Suiza) 1957 que combate la tesis heterodoxa de A. MITTERER , Dogma und Biologie, Viena 1952 .

[7] Estos dos textos están tomados del gran Informe en tres tomos de la Union des Superiorieurs de France citada en Itinéraires, n. 155 (1971), P. 43.

[8] Declaración del P. SHILLEBEECKS EN la revista holandesa “De Bazuin” n. 16. 1965: Traducción francesa en “Itinéraires” n. 155 (1971, p. 40).

[9] P. Hegy, en una tesis publicada en la colección Théologie historique, dirigida por el P. Daniélou, sostiene que “este Concilio ha modificado todos los dominios, de la vida religiosa, excepto la organización eclesiástica del poden, y que el Vaticano II no es solamente una revolución sino una revolución incompleta (L´autorité dans le catholicisme contemporain, París 1975, pp 15- 17).

[10] En Mélanges de politique et économie, Lovaina 1882.

[11] Ver las Tischreden de Hitler, dadas a conocer por HERMANN RAUSCHNING en Hitler me dijo, Ed. Atlas, Madrid 1946, especialmente el cap. XLII. “La Revolución eterna”.

[12] ... de forma que se conviertan verdaderamente en hombres nuevos y en creadores de una nueva Humanidad, con el auxilio necesario de la divina gracia”.

[13] Sobre esta doctrina, aparte de la Summa theol, I, II, q. 114, a. I, 2 v 4, ver también Rosmini, Antropología soprannaturale lib. I, cap. IV, a. 2 (ed. nac., vol. XXVII, p.44) y Santo Tomás de Aquino. Comm. in Epist. II ad Cor. V, 17, lect. IV.

[14] En otro lugar dice que el fundamento son los Apóstoles, pero véase lo que dice Santo Tomás en el comentario a este pasaje.

[15] La reducción de la Iglesia al Vaticano II (es decir, la negación simultánea de la historicidad y de la supra historicidad de la Iglesia) es la idea que inspira movimientos postconciliares enteros. En el congreso de estudios de Comunión y Liberación (Roma, octubre de 1982), fue acertadamente destacado el carácter escatológico de la Iglesia, pero se pasó por alto la oposición entre ese carácter y la tendencia de los innovadores a celebrar los afanes mundanos del hombre; cuando éste (según se dijo) se eleva hacia el Cielo, rebota en el Cielo tornando a sus labores terrestres. Todo el Congreso estaba fundado sobre la idea de que el deber del católico hoy día es la realización del Concilio (OR, 4-5 de octubre de 1982).

[16] ANTONIO ROSMINI Risposta ad agostino Theiner, parte I Cap 2 ed. nac. vol, XLII, p.12.

[17] Ed. nac., vol. I, Roma 1955, p. 188.

[18] Ed. nac., vol, VII, Florencia 1933, p. 541.

[19] Opúsculo De quel Dieu les sacrements sont signe, edit. Centre Jean Bart, s.l., 1975, pp. 14-15. Mons. CADOTSCH, secretario de la Conferencia episcopal helvética, declara también en, Das neue Volk”, 1980, n. 31, que la Iglesia está experimentando una mutación, y que hoy la teología es crítico-interrogativa (“kritisclifiagende”)

[20] N. ABBAGNANO “ Il giornale nuovo”, 7 de julio de 1977.

[21] Es la opinión, por ejemplo, del P. P. DE LOCHT en ICI, n. 518, 15 de septiembre de 1977, p. 5, y del P. COMAO, O.P, en la televisión Suisse Romande, el 8 de septiembre de 1977: “Realmente es la Iglesia la que ha cambiado muy profundamente, y en particular porque ha terminado por aceptar lo que ha ocurrido en Europa después de finales del siglo XVIII”.

[22] Pastor BOEGNER, L´ éxigence oecumenique, París 1968, p. 291.

[23] Le prétre aujourd'hui, París 1968.

[24] “Giornale del popolo”, Lugano, 6 de julio de 1969.

[25] “Giornale del popolo”, 6 de septiembre de 1971.

[26] Oú va lÉglise dáujourd´hui , Tournai, 1969.

[27] ¿Qué más había de hacer yo por mi viña que no lo hiciera?

[28] Has sido pesado en la balanza y hallado falto de peso.

[29] El primer verbo significa “proponer”, el segundo “imponer”.

[30] La denigración de la Iglesia histórica ha tenido en época postconciliar pocas refutaciones. Es notable la que Mons. VINCENI, obispo de Rayona, hizo leer en la Radio Vaticana el 7 de marzo de 1981 y publicó después en su Boletín Diocesano. Refuta uno a uno los artículos de la difamación: que la Iglesia fuese puramente ritual, que se ignorase la Biblia, que faltase el sentido litúrgico, o que la cuestión sexual fuese obsesiva. El prelado observa que “esta oposición entre el pasado y el presente tiene algo de infantil, caricaturesco y malsano”.

[31] “En seguida, ante las primeras voces de amenaza del enemigo, la inmensa mayoría de los hermanos traicionó su propia fe. No esperaron siquiera a ser arrestados, a comparecer ante el tribunal y a ser interrogados. Corrieron espontáneamente a presentarse”.

[32] PL., 195, 1062.

[33] “No juzguéis según las apariencias, sino que vuestro juicio sea justo”.