CAPITULO IX LA IGLESIA Y LA MUJER
89. IGLESIA Y FEMINISMO
La acomodación de la Iglesia al mundo manifestada en la idolatrización de la juventud es patente también en el apoyo al feminismo, planteado desde sus inicios como un sistema de emancipación e igualación integral de la mujer respecto al hombre. Sin embargo, por razones estrictamente dogmáticas, dicho apoyo no ha podido llegar hasta la igualdad en el sacerdocio, excluida desde siempre por la Tradición (que es una fuente dogmática), y siendo esta exclusión de derecho divino positivo.
El mensaje del Concilio a las mujeres del 8 de diciembre de 1965 había sido muy reservado sobre la cuestión de la promoción de la mujer. Aunque aseguraba que «ha llegado la hora en que la vocación de la mujer se cumple en plenitud» (n. 3), esta vocación era descrita al modo tradicional como «la guarda del hogar, el amor a las fuentes de la vida, el sentido de la cuna» (n. 5). El mensaje exhortaba además: «transmitid a vuestros hijos y a vuestras hijas las tradiciones de vuestros padres» (n. 6).
Quedaban muy claros los méritos de la Iglesia , que «está orgullosa de haber elevado y liberado a la mujer, de haber hecho resplandecer, en el curso de los siglos, dentro de la diversidad de los caracteres, su innata igualdad con el hombre» (n. 2).
El desarrollo postconciliar se salió en general de estos términos, alabando no ya la conservación de los valores tradicionales, sino los impulsos de emancipación y de igualdad.
Como todos los demás principios de la fe y de las costumbres, la imposibilidad del sacerdocio de las mujeres fue firmemente confirmada por Pablo VI en la carta al Primado anglicano (OR, 21 agosto 1971); pero a causa de dicha breviatio manus característica, como hemos dicho, de su Pontificado (§ 65), las reivindicaciones feministas no fueron contradichas ni contenidas eficazmente. El III Congreso mundial para el apostolado de los laicos (Roma, octubre de 1967), entre otras instancias doctrinalmente erróneas y disimuladas por el diario de la Santa Sede como «constatación de facto del sentimiento de los laicos», formuló un voto «para que un estudio doctrinal serio determine la situación de la mujer en el orden sacramental» (OR, 21 octubre 1967).
En Francia, una asociación llamada Juana de Arco persigue como objetivo el sacerdocio de la mujer, mientras en los Estados Unidos subsiste y opera sin escándalo del episcopado una Convención nacional de religiosas norteamericanas que exige la ordenación de mujeres. La osadía de este movimiento se hizo evidente, para estupefacción del mundo, con ocasión de la visita de Juan Pablo II a dicho país, cuando sor Teresa Kane (presidenta de la Convención ) se enfrentó le improviso al Sumo Pontífice reivindicando el derecho de la mujer al sacerdocio e invitando a los cristianos a abandonar toda ayuda a la Iglesia mientras tal derecho no fuese reconocido (ICI, n. 544, 1979, p. 41).
También en la Conferencia internacional de la mujer reunida en Copenhague, el obispo Cordes, delegado de la Santa Sede , declaró que (la Iglesia Católica se alegra ahora de la sed de una vida plenamente humana y libre que está en el origen del gran movimiento de liberación de la mujer», dando a entender que después de dos mil años de cristianismo esta vida plenamente humana le había sido negada demasiado a menudo.
De hecho, todavía no puede decirse que la mujer es acogida como el Creador y Cristo la han querido, es decir, por sí misma como una persona 'humana plenamente responsable» (OR, ed. francesa, 12 agosto 1980). La tendencia feminista circula por la Iglesia incluso con ostentaciones clamorosas, como la de la presidenta le la Juventud católica de Baviera, que durante la visita de Juan Pablo II renovó el gesto de la norteamericana (Rl, 1980, p. 1057).
Dos rasgos del pensamiento innovador se dibujan claramente en el movimiento: primero, la adopción del vocabulario propio del feminismo; segundo, la denigración de la iglesia histórica.
Con ocasión de dirigirse a un vasto auditorio femenino, Juan Pablo II ha compartido a visión histórica propia del feminismo: «Es triste ver cómo la mujer en el curso de los siglos ha sido tan humillada y maltratada» (OR, 1 mayo 1979).
Y puesto que estas palabras incluyen también (parece) a los siglos cristianos, el OR del 4 de mayo intentaba hacer una distinción a la defensiva, atribuyendo a la incoherencia de los cristianos, y no a la Iglesia, las citadas injusticias y vejaciones contra la mujer.
Pero este subterfugio no es válido, ya que en tiempos en los cuales toda la civilización estaba informada por el espíritu y las prescripciones de la Iglesia , no se puede quitar a ésta la responsabilidad de los acontecimientos (me refiero a los acontecimientos en general) de aquellos siglos; sí, puede quitársele, sin embargo, hoy día, cuando la sociedad en su conjunto ha apostatado de la religión y la rechaza. Y es curioso que mientras se pretende disculpar a la Iglesia de las cosas malas del pasado, se la culpe de una crisis nacida precisamente de la defección el mundo moderno respecto a ella (§ 55).
La verdad histórica impide secundar la denigración de la Iglesia histórica; más bien obliga a refutarla. El primer gran movimiento femenino organizado fue, en nuestro siglo, Acción católica femenina suscitada por Benedicto XV, quien en audiencia concedida n 1917 delineaba sus motivos y fines: «Las nuevas condiciones de los tiempos han alargado el campo de la actividad de la mujer: un apostolado en medio del mundo ha sucedido para la mujer a aquella acción más íntima y restringida que ella desenvolvía antes entre las paredes domésticas».
Frente a las civilizaciones antiguas, que mantenían a la mujer en la abyección mediante el despotismo masculino, la prostitución sagrada, y el repudio casi ad libitum, el cristianismo la emancipó de esas servidumbres execrables: santificando y haciendo inviolable el matrimonio, estableciendo la igualdad sobrenatural de hombre y mujer, enalteciendo a un tiempo la virginidad y el matrimonio, y en fin (cumbre inalcanzable para el hombre), coronando e incorporando a la especie humana por encima de sí misma exaltando a la mujer madre de Dios.
El derecho perpetuo e inviolable de la mujer en el matrimonio (derivado de la indisolubilidad) fue defendido por los Romanos Pontífices contra el despotismo masculino en ocasiones famosísimas. No voy a negar que en las célebres causas del emperador Lotario, Felipe Augusto (es memorable el grito de Ingeburga: «¡Mala Francia, mala Francia! Roma, Roma!»), de Enrique IV de Francia, de Enrique VIII de Inglaterra, o de Napoli, junto a la principal razón religiosa de la indisolubilidad imperasen de modo concurrente y subordinado (o contraoperasen) aspectos políticos.
Pero eran sólo concausas secundarias, siempre superadas por el principio firmísimo de la paridad de los sexos en el matrimonio. No hay en la historia ejemplo alguno, fuera de la Iglesia romana, de un sacerdocio alzándose con toda su fuerza moral en defensa del derecho de la mujer.
90 CRÍTICA DEL FEMINISMO. EL FEMINISMO COMO MASCULINISMO
Hay una parte de la variación acaecida en las costumbres y en la disposición del mundo moderno que, como necesaria conformación del principio católico a las mutables accidentalidades históricas, no puede no repercutir sobre la vida de la Iglesia : toda variación en las circunstancias repercute siempre en las costumbres, en la mentalidad, en los ritos, y en las manifestaciones exteriores de la Iglesia ; pero son sólo variaciones circunstanciales, es decir, de actos y de modos que circundan la esencia de la vida cristiana, que cambian precisamente para conservar lo idéntico, y no pueden perjudicarlo.
Más arduo de discernir es en qué medida los cambios surgidos en un momento histórico dado atacan al principio, y qué medida lo amplían y desarrollan (§ 25); y es oficio de Iglesia preservar y a la vez desarrollar el principio, temperando el espíritu existencial de edad con el espíritu esencial de conservación, como lo enseñó Pablo VI definiendo a Iglesia como «intransigente conservadora» (OR, 23 de enero de 1972): no puede extirpar y desecar su raíz para implantarse en otra.
También en el feminismo la cuestión estriba en el principio de dependencia, que se pretende debilitar para así emancipar y desvincular lo que en la naturaleza y en la Revelación está dado como dependiente y vinculado. El catolicismo rechaza toda dependencia del hombre respecto a otro hombre.
Profesa sin embargo la del hombre respecto a su propia esencia, es decir, una dependencia que excluye el principio de creatividad. Al ser esencias en cuanto tales formas divinas increadas, y al ser en cuanto existencias participación de aquéllas (puestas en acto mediante creación), en última instancia esta dependencia lo es respecto al Ser primero. El hombre consciente de ella y capaz de asumirla realiza un acto de obediencia moral al ser divino.
El fondo del error del feminismo moderno consiste en que, desconociendo la peculiaridad de la criatura femenina, no se ha dedicado a reivindicar para la mujer lo que se encuentre como propio de ella mediante la contemplación de la naturaleza humana, sino aquello que parece pertenecer a la naturaleza humana considerando al varón. El feminismo se reduce por consiguiente a una imitación de lo masculino, perdiendo aquellos caracteres recogidos por la naturaleza humana a partir de la dualidad de los géneros. Bajo aspecto, el feminismo es un caso evidente de abuso de la abstracción, origen del igualitarismo; pretende desvestir a la persona de las características impresas por la naturaleza.
En último análisis, no se trata de una exaltación de la mujer, sino de una obliteración de lo femenino y su reducción total a lo masculino. Su evolución última (como se está viendo) es la negación del matrimonio y de la familia, solemnizados por aquella dualidad. La igualdad natural de los sexos no impide la peculiaridad de la mujer y mantiene su primordial destino hacia la vida interna de la familia y hacia funciones incomunicables al otro sexo.
Y en el n. 25 declara que la sociedad debe estar ordenada de modo que «ut uxores matresque re non cogantur opus foris facere, necnon ut earum familiae possint digne vivere ac prosperari etiam cum illae omnes curas in propriam familiam intendunt»[2].
El Papa recoge aquí el pensamiento al cual había hecho referencia en las oraciones por el Sínodo de obispos sobre la familia: «Est profecto ita! Necesse est familiae nostrae aetatis ad pristinum statum revocentur» [3]. E igualmente lo recoge sor Teresa de Calcuta en una entrevista en el «Giornale nuovo» del 29 de diciembre de 1980: «La mujer es el corazón de la familia. Y si hoy tenemos grandes problemas se debe a que la mujer ya no es el corazón de la familia, y cuando el niño vuelve a casa ya no encuentra a su madre para recibirlo».
Por tanto, el feminismo es en realidad un masculinismo, que equivoca la dirección de su propio movimiento y no toma como modelo su prototipo propio, sino la masculinidad. Por ejemplo, cuando se habla de emancipación de la mujer respecto al hombre, no se entiende el respeto hacia ella por parte de él, obligándole a la fidelidad y a la castidad conyugal, sino su conducción hacia el libertinaje y las costumbres del hombre.
Y en su forma más delirante, la reivindicación emancipadora lleva ese igualitarismo contranatural no sólo hasta al repudio de una imaginaria inferioridad, sino también de las ventajas que la civilización reconoce al género femenino.
Así, son rechazadas como indicio de disparidad las consideraciones prescritas por la ley hacia las mujeres embarazadas y en periodo post-parto, la prohibición de imponer a las mujeres trabajos pesados, las pensiones sociales a las viudas (los viudos no la reciben) y en general cualquier protección especial hacia las madres de familia.
Todo esto por la razón de que «este reparto tradicional de las tareas y deberes entre hombre y mujer debilita a la mujer en el mercado de trabajo»[4].
La igualdad de los desiguales es contraria a la variedad del ser creado; choca contra el principio de contradicción, pero se fundamenta en una situación de soberbia que rechaza el propio beneficio si procede de una disparidad considerada humillante (cuando por el contrario es originalidad y riqueza).
91. LA TEOLOGÍA FEMINISTA
La pérdida de los verdaderos nombres de las cosas, el extravío doctrinal, el circiterismo histórico, o la generalizada tendencia a secundar el espíritu del siglo, han producido también una teología feminista. Esta teología (contradictoria hasta en el mismo vocablo, referido al discurso en torno a Dios) incluye al sujeto teologizante en el objeto teologizado, y hace de la mujer la luz bajo la cual deben verse las cosas de la mujer. En la teología auténtica la mujer es vista bajo la luz de la Revelación y en relación a Dios, que es su objeto formal.
El diario de la Santa Sede no se libró de la teología feminista. No me refiero al intento de eliminar el concepto de paternidad del Padrenuestro: dicha tentativa deriva de una repugnancia hacia el género gramatical masculino, comúnmente privilegiado para expresar la excelencia; a causa de análoga repugnancia, la Conferencia Episcopal de los Estados Unidos ha sustituido en la liturgia la voz hombre por la voz gente. Me refiero al OR del 1 diciembre de 1978, donde se denigra a la Iglesia histórica, a la cual el feminismo contemporáneo habría revelado los valores femeninos después de dos milenios, y donde el postulado de la mujer cristiana es configurado como «solicitud de ser considerada persona [5] y consiguientemente poder actuar como tal: como un ser que se realiza y se expresa a sí mismo». Evidentemente, no siempre el pensamiento precede a la palabra, y por eso no siempre lo que se dice consigue también ser algo pensable.
Que la Iglesia durante dos milenios haya honrado, catequizado, dado los sacramentos, y hecho sujeto de derechos y de canonizaciones, a seres a quienes negaba el ser persona, resulta un simple compuesto de palabras, del que si algo es posible descifrar es la ignorancia de la autora en torno a lo que es ser persona, lo que es la libertad, lo que es el fin del cristiano, y lo que es la Iglesia[6].
Más temerario aún («Seminari e teología», abril 1979) es el intento de una monja de introducir el género femenino en la Santísima Trinidad, convirtiendo al Espíritu Santo en una Espíritu Santa.
La ignorancia histórica anima a la autora hasta la insolencia, llamando «extrañísima anomalía» y «descomunal equivocación» a la teoría trinitaria de la teología católica, al no haberse dado cuenta de que la tercera persona de la Santísima Trinidad es la Espíritu Santa; la voz hebraica traducida al griego con un neutro y al latín con un masculino sería en realidad femenina, y el Espíritu Santo de nuestra Vulgata sería un Dios-madre, una Espíritu Santa [7].
Desde una óptica histórica, sólo la ignorancia puede encontrar nueva esta extravagancia de la Espíritu Santa. Se encuentra ya recogida por Agobardo (PL. 104, 163) y la profesaban los herejes llamados Obscenos, que hacían mujer a la tercera persona y la adoraban encarnada en Guillermina Boema. Desde una óptica teórica, causan pavor las monstruosidades lógicas y biológicas originadas por esa extravagancia. La Santísima Virgen (Mat. 1, 18) sería cubierta por la sombra de un ente de género femenino, y de ese modo Jesús nacería de dos mujeres.
Y si la tercera persona es la Madre, como procede del Hijo, se tendría el absurdo de una madre originada por su hijo. Como se ve por estos argumentos teológicos de la monja, no escribir es para ella mucho más difícil que escribir.
Conviene además señalar que la introducción de la mujer en la Santísima Trinidad habría encontrado ocasión (que no se dió) y creído encontrar sufragio en un discurso del Papa Luciani, quien en torno a un pasaje de Isaías había afirmado que Dios es madre.
Pero aquel pasaje habla sobre la misericordia divina y dice que Dios es como una madre, o más bien que es madre, porque «¿Puede acaso la mujer olvidarse del niño de su pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Y aun cuando ella pudiera olvidarle, Yo no me olvidaría de tí» (Is. 49, 15). Se trata de una figura poética bellísima que no supone la existencia de feminidad en Dios, sino de una ilimitada misericordia divina sobre la cual Juan Pablo II escribió después la encíclica Dives in misericordia.
Giovanni Testori, un literato convertido que no ha abandonado el vicio de amplificarlo todo y llegar al extremo de causar escándalo, llegó a escribir que «la Virgen ha entrado en la Trinidad». En conclusión, es evidente que la teología feminista confunde los atributos ad intra con los atributos ad extra, y asigna a la Trinidad un carácter sexual propio solamente del orden creado, el cual transportado al orden trinitario da lugar a conclusiones meramente equívocas.
92. LA TRADICIÓN IGUALITARIA DE LA IGLESIA. SUBORDINACIÓN Y PRIMACÍA DE LA MUJER
La igualación de la mujer al hombre (introducida hasta en la Trinidad) es menos aceptable que la superioridad afirmada por los jacobinos; éstos la deducían del relato del Génesis, donde la mujer es creada después del hombre por ser una criatura más perfecta que supone un grado de actividad creativa más avanzado [8].
Pero todo feminismo choca contra el orden natural, el cual diferencia los dos géneros y no los subordina unilateralmente, sino recíprocamente. Esta distinción armónica no es (como algunos biólogos se atreven a sostener) un efecto puramente social que desaparecería o se invertiría al desaparecer o invertirse las tendencias sociales. Sin esa diferenciación, la naturaleza no estaría completa, porque ha sido arquetípicamente ideada en dicha dualidad.
El sentido de la soledad de Adán es el sentido profundo del propio ser (que apela a la totalidad).
No voy a internarme en el aspecto metafísico de la dualidad sexual (dualidad ordenada a la unidad) ni necesito evocar el mito del andrógino, intuición de la unión conyugal. Me bastará recordar que al estar los sexos coordinados uno con otro, esa subordinación innegablemente natural en el acto conyugal [9] no supone que la identidad en el fin (la procreación o la donación personal, da igual ahora) suponga entre los dos una igualdad absoluta.
Del mismo modo, esa subordinación no supone que las funciones naturalmente diferenciadas de los dos respecto a las consecuencias y al efecto de tal acto unitivo sean moral y socialmente de igual valor. La doctrina de la inferioridad de la mujer como masculus occasionatus (macho castrado) no es doctrina católica, pero sí lo es la coordinación de los dos desiguales en una unidad igualadora.
Y en la unidad de los desiguales, son innegables tanto la subordinación fisiológica de la mujer, como su prioridad psicológica en el sentido inverso del orden de la atracción, pues el polen de la seducción no lo liba el hombre sino la mujer, y si el hombre es activo en el congressus conyugal lo es después de ser subyugado por la solicitación en la fase de aggressus.
Por esta reciprocidad de subordinaciones pierde todo sentido la antigua controversia (frecuente en la literatura) en torno a la mayor fuerza amatoria de uno u otro sexo, y se convierten en puras anécdotas el caso de Mesalina, el caso contrapuesto del mitológico Hércules, y el famoso decreto de la reina de Aragón[10]. Lo que haya de verdad en estos hechos reflejaría solamente predisposiciones individuales, que no alteran esa reciprocidad de influencias a que hemos hecho referencia.
La primacía de la mujer se actúa de modo peculiar en el ámbito estrictamente doméstico, y Juan Pablo 11 se ha distanciado explícitamente de las visiones innovadoras en el importante documento promulgado en 1983 como Carta de los derechos de la familia. El Papa enseña que el lugar natural donde se expresa la persona de la mujer es la familia, y su misión es la educación de los hijos. El trabajo fuera de casa es un desorden que debe corregirse.
El art. 10, sobre la remuneración del trabajo, establece que «debería ser tal que no obligue a las madres a trabajar fuera de casa, en detrimento de la vida familiar y especialmente de la educación de los hijos». Y al pedir oraciones para el Sínodo de obispos sobre la familia, el Pontífice parece auspiciar una restauración del orden familiar antiguo: «Est profecto ita! Necesse est familae aetatis nostrae ad pristinum statum revocentur. Necesse est Christum consectentur». Pero la enseñanza papal fue pronto abiertamente contradicha por el Congreso de las mujeres católicas al proclamar la tesis innovadora: «Ninguna mujer considera positivo renunciar a la experiencia del trabajo fuera de casa, ni ninguna se plantea ser ama de casa durante toda la vida» (OR, 1 abril 1984).
En sentido religioso, tanto la igualdad como la subordinación de los dos géneros pertenece al orden sobrenatural. Según el relato del Génesis (2, 21-2) aludido por San Pablo (I Cor. 11, 8), la mujer fue extraída del hombre para apartarle de la experiencia de la soledad, de modo que al despertar del sueño enviado por Dios se encontró siendo «hombre y mujer». La mujer es por consiguiente secundaria al hombre en línea de creación. Está sujeta al hombre, pero no porque el hombre sea el fin de la mujer. El fin de ambos es idéntico y superior a ambos. San Pablo dice con firmeza que respecto al fin «no hay varón y mujer» (Gál. 3, 28), como no hay judío ni gentil, libre ni esclavo. No es que no existan esas cualidades con sus diferencias, sino que todos los bautizados están revestidos del mismo Cristo y en cuanto tales no existe entre ellos ninguna diferencia.
No hay en el orden de la gracia acepción o excepción de personas. Todos son hechos miembros de Cristo e informados de una unidad de vida. Sin embargo San Pablo prescribe la subordinación de la mujer, retomando así la ordenación primitiva del Génesis: «Mulieres, subditae estote viris sicut oportet in Domino [Mujeres, estad sujetas a vuestros maridos, como conviene en el Señor]» (Col. 3, 18), donde el verbo del original está quizá peor traducido con un predicado nominal que con uno verbal reflexivo, porque el sentido más cercano al griego [someteos] es someteos por vosotras mismas[11].
Y es notable que el texto indique también modo y límite de la sujeción, que ha de ser in Domino: es decir, ha de tener por norma la servidumbre debida a Dios, que es servidumbre liberadora. Y si in Domino se enlaza con subditae stote, entonces está indicada la razón suprema de sujetarse al marido, que ciertamente no es el marido, sino el primer principio de toda obediencia.
La libertad cristiana no es liberación de todo orden y subordinación, sino elección del orden al que someterse. Y como explica Ef. 5, 22, esa sujeción al marido es una sujeción al Señor[12].
Es difícil reducir la subordinación de la mujer al hombre a contingencias puramente históricas, como suele hacerse, siguiendo esquemas de historiografía marxista, con toda cuestión e institución católica que desagrada al siglo.
No solamente tiene su origen en la legislación divina de los inicios de la humanidad. Ni solamente se funda en la diversidad de la naturaleza de los dos sexos, uno marcado por el sello de las virtudes de gobierno y movido por el instinto de la procreación, otro marcado por el sello de la dirigibilidad y de la adhesión al marido.
También la recalca la Revelación en el texto de I Cor. 11, 3, en el cual el carácter no servil de la sujeción está asegurado por una gradación de entidades teológicas, diciendo el Apóstol que ésta sucede porque «la cabeza de todo varón es Cristo, y el varón, cabeza de la mujer, y Dios, cabeza de Cristo».
La subordinación se encuentra esculpida en la naturaleza, no contemplándola en su abstracción genérica, sino reconociéndola con la impronta de los dos sexos. Negar su consistencia es una vez más efecto de una abstracción viciosa y falaz, que después de haber desvestido a los seres de sus notas especificantes e individuantes, se encuentra delante de una esencia genérica y la toma como si fuese una realidad.
En verdad lo es, pero no con esa forma abstracta, sino con la forma individual y concreta. Y tomando la abstracción como un hecho, se derivan de ella títulos de derecho, los cuales por el contrario derivan de hechos reales: por ejemplo, el derecho del trabajador a su sueldo no deriva de ser hombre, sino de ser circunstancialmente trabajador.
Se podrá oponer que históricamente la posición de la mujer en la Iglesia fue a veces de subordinación, más de sierva que de socio. Se podrán así aducir algunos juicios envilecedores de Padres de la Iglesia (sobre todo de la Iglesia griega) y algunas discriminaciones litúrgicas. Entre las primeras está el célebre pasaje de Clemente de Alejandría (Paedagogus 2): «Toda mujer debería morir de vergüenza ante el pensamiento de ser mujer». Entre las segundas no se puede incluir la exclusión del sacerdocio, porque es de derecho divino positivo.
Una de las discriminaciones más visibles y notorias era la exclusión de las mujeres del presbiterio, que duró hasta la reciente reforma litúrgica, pero que no puede considerarse como una discriminación debida al sexo, ya que fue mantenida (por San Carlos, por ejemplo) incluso respecto a los soberanos; expresaba la contraposición entre sacerdotes y laicos, no entre hombres y mujeres. Discriminaciones ciertamente concernientes al sexo son sin embargo las que en siglos lejanos gravaban más a la mujer que al hombre en la penitencia impuesta por el mismo pecado, y la que alejaba a la mujer de la Eucaristía en determinados ciclos.
Pero algunas de estas discriminaciones están conectadas con la idea (acogida también en el Viejo Testamento) de la impureza producida por ciertos hechos fisiológicos a los que se consideraba inseparables de una impureza moral, en la cual por otra parte están en ciertos casos unidos hombre y mujer.