sexta-feira, 6 de agosto de 2010

"Iota Unum " de Romano Amerio : CAPITULO VIII LA IGLESIA Y LA JUVENTUD 85. VARIACIÓN EN LA IGLESIA POSTCONCILIAR EN CUANTO A LA JUVENTUD. DELICADEZA DE LA OBRA EDUCATIVA. 86. CARACTERÍSTICAS DE LA JUVENTUD. CRÍTICA DE LA VIDA COMO ALEGRÍA. 87. LOS DISCURSOS DE PABLO VI A LOS JÓVENES. 88. MÁS SOBRE LA JUVENILIZACIÓN EN LA IGLESIA. LOS OBISPOS SUIZOS.


 

                        
                Santa Messa         Pontificale             
                                        
     
        PARROCCHIA di S. SEBASTIANO
ARTALLO (IM)
     
                Domenica 24 Gennaio 2010                SANTA MESSA PONTIFICALE E VESPRI                
nella forma straordinaria celebrati da
     
       
     
        S. E.  R. Mons. RAYMOND  LEO BURKE

CAPITULO VIII  LA IGLESIA Y LA JUVENTUD

85. VARIACIÓN EN LA IGLESIA POSTCONCILIAR EN CUANTO A LA JUVENTUD. DELICADEZA DE LA OBRA EDUCATIVA

Otros aspectos de la realidad humana también son contemplados con mirada distinta por la Iglesia posterior a al Concilio. De la novedosa consideración sobre la juventud existía ya un signo indirecto en la deminutio capitis infligida a la ancianidad en la Ingravescentem aetatem de Pablo VI. Pero otros documentos expresan directamente este nuevo punto de vista.
La filosofía, la moral, el arte y el sentido común, ab antiquo hasta nuestros tiempos, consideraron la juventud como una edad de imperfección natural y de imperfección moral. San Agustín, quien en el sermón Ad iuvenes escribe «flos aetatis, periculum tentationes» (P.L. 39, 1796), insistiendo después sobre la imperfección moral llega a llamar estulticia y locura al deseo de repuerascere.
A causa de la debilidad de su razón, aún no consolidada, el joven es «cereus in vitium flecti» (Horacio, Ars poet., 163) y su minoría reclama un tutor, un consejero y un maestro. En efecto, le hace falta luz para darse cuenta del destino moral de la vida, así como una ayuda práctica para transformarse y modelar las inclinaciones naturales de la persona sobre el orden racional. Esta idea fue colocada como fundamento de la pedagogía católica por todos los grandes educadores, desde San Benito de Nursia a San Ignacio de Loyola, desde San José de Calasanz hasta San Juan Bautista de La Salle o San Juan Bosco.
El joven es un sujeto en posesión de libre albedrío y debe ser formado para ejercitarlo de manera que, eligiendo el cumplimiento del deber (la religión no da a la vida otro fin), se determine a sí mismo hacia ese unum para elegir el cual nos es precisamente dada la libertad. La delicadeza de la acción educativa deriva de tener como objeto un ser que es un sujeto, y como fin la perfección de éste.
En suma, es una acción sobre la libertad humana que no la limita, sino que la produce. Bajo este aspecto la acción educativa es una imitación de la causalidad divina, la cual según la teoría tomista [1]produce la acción libre del hombre precisamente en cuanto libre.
La conducta de la Iglesia hacia la juventud no puede por consiguiente prescindir de la oposición entre los siguientes elementos correlativos: quien es imperfecto ante quien es perfecto (relativamente, se entiende), y quien no sabe y por tanto aprende, ante quien sabe (relativamente, se entiende). No puede dejarse de lado la diferencia entre las cosas y tratar a los jóvenes como maduros, a los proficientes como perfectos, a los menores como mayores, y en último análisis al dependiente como independiente.

86. CARACTERÍSTICAS DE LA JUVENTUD. CRÍTICA DE LA VIDA COMO ALEGRÍA


También en lo referente a la juventud, la profunda teoría tomista de la potencia y el acto sirve de guía al estudioso de las realidades humanas, sosteniéndole en la búsqueda de las características esenciales de esta edad de la vida y preservándole de la desviación a la que le impulsan las opiniones hoy dominantes.
Siendo la juventud una vida incipiente, es necesario que comprenda y le sea explicado el todo de la vida, es decir: el fin en el cual la virtualidad del incipiente debe realizarse, y la forma en la cual la potencia debe desplegarse. La vida es difícil, o si se quiere, seria.
En primer lugar, porque el hombre es una naturaleza débil, en combate con su finitud en medio de la finitud de los otros hombres y de la finitud de las cosas (que tienden a invadirse recíprocamente).
En segundo lugar (y esto es un dato de fe católica) el hombre está corrompido y tiende al mal. Y a causa de las malas inclinaciones, la condición de la vida humana, atraída por motivos opuestos, es una condición de milicia, o más bien de guerra, o mejor aún de asedio.
La vida es difícil, y las cosas difíciles son las cosas interesantes, porque interesante es lo situado dentro de la esencia (inter-est), dada como potencia y que quiere salir y explicitarse.
El hombre no debe realizarse (como se suele decir), sino realizar los valores para los cuales ha sido creado y que exigen su transformación. Y es curioso que mientras la teología postconciliar frecuenta la palabra metanoia, que quiere decir transformación de la mente, haga luego tanto hincapié en la realización de sí mismo.
Seguir la pendiente es suave; castigar al propio Yo para modelarlo es áspero. Tal aspereza fue reconocida en la filosofía, en la poesía gnómica, en la política, en el mito. Todo bien se adquiere o se conquista a precio de fatiga.
 Los dioses, dice el sabio griego, han interpuesto el sudor entre nosotros y la virtud, y afirma Horacio: «multa tulit fecitque puer, sudavit et alsit» (Ars poet. 413).
Que la vida humana es combate y fatiga era un lugar común de la educación antigua y se convirtió en símbolo de ello la letra epsilon, no la de dos brazos igualmente inclinados, sino la pitagórica con un brazo recto y otro doblado. La antigüedad formó sobre ella la divulgadísima fábula de Hércules en la encrucijada.
Hoy se le presenta la vida a los jóvenes, de un modo no realista, como alegría, sustituyendo la alegría de la esperanza que serena el ánimo in via por la alegría plena que lo apaga solamente in termino. Se niega o disimula la dureza del humano vivir, descrita en tiempos como valle de lágrimas en las oraciones más frecuentadas.
 Y pues con ese cambio se presenta la felicidad como el estado propio del hombre, constituyendo así algo que le es debido, el ideal consiste en preparar a los jóvenes una senda «libre de todo obstáculo y desgarro» (Purg., XXXIII, 42).
Por eso a los jóvenes les parece una injusticia cualquier obstáculo que deban salvar, y no consideran las barreras como una prueba, sino como un escándalo. Los adultos han abandonado el ejercicio de la autoridad para de este modo agradarles, porque creen que no podrán ser amados si no se comportan con suavidad y no les conceden sus caprichos. A ellos va dirigida la admonición del Profeta: «Vae quae consuunt pulvillos sub omni cubito manus et faciunt cervicalia sub capite universae aetatic» (Ez. 13, 18) [2].

87. LOS DISCURSOS DE PABLO VI A LOS JÓVENES

Todos los motivos de esta juvenilización del mundo contemporáneo, compartida por la Iglesia, se dieron cita en el discurso de abril de 1971 a un grupo de hippies reunidos en Roma para manifestarse por la paz. El Papa señala con alabanzas «los valores secretos» que buscan los jóvenes, y los enumera.
En primer lugar la espontaneidad, que al Papa no le parece en contradicción con el intento de pretenderla, pese a que si se procura la espontaneidad, ésta deja de ser tal. No le parece muy en contradicción ni siquiera con la moralidad, aunque ésta, por ser intencionalidad consciente, se superponga a la espontaneidad y pueda contradecirla.
El segundo valor de la juventud es «la liberación de ciertos vínculos formales y convencionales». El Papa no precisa cuáles son. Además, las formas son la apariencia de la sustancia: son la sustancia misma en su manifestación, en su presencia en el mundo. Y lo convencional es lo convenido, es decir, lo que se acuerda, y es bueno si es un acuerdo sobre cosas buenas.
El tercero es «la necesidad de ser ellos mismos». Pero no se aclara cuál es el Yo que el joven debe realizar y en el cual reconocerse: de hecho, en una naturaleza libre existe una pluralidad de ellos, modificable en todas las formas posibles. El Yo verdadero no exige que el joven se realice de cualquier manera, sino que se transforme e incluso se convierta en algo más allá de sí mismo. Además, las palabras del Evangelio no admiten interpretación: «abneget semetipsum [renúnciese a sí mismo]» (Luc. 9, 23). El Papa mismo había exhortado el día anterior a la metanoia. ¿En qué quedamos, entonces? ¿Realizarse o transformarse?
El cuarto es el impulso «a vivir e interpretar su propia época«. Sin embargo el Papa no da a los jóvenes la clave para interpretar su tiempo; ni señala que, según la religión, en la brevedad de su propio tiempo el hombre no ha de buscar lo efímero, sino el fin último que permanece a través de todo lo efímero.
Habiendo desarrollado el discurso sin ninguna explicitación religiosa, Pablo VI concluye un poco por sorpresa: «Nos pensamos que en esta búsqueda interior vuestra vosotros percibís la necesidad de Dios».
En verdad el Papa habla aquí opinativamente y no magisterialmente.
La semiología de la juventud hecha por el Papa en el discurso del 3 de enero de 1972 es aún más claramente antitética a la tradicional católica. Se describen como cualidades positivas el natural desinterés por el pasado, el fácil genio crítico, la previsión intuitiva.
Estos caracteres no convienen a la verdadera psicología de la juventud, y no son positivos.
Separarse del pasado es una imposibilidad moral, histórica y religiosa: basta decir que para el cristiano toda su vida y su compromiso en la vida dependen del bautismo, que es un antecedente; y el bautismo, a su vez, de la familia, otro antecedente; y la familia, finalmente, de la Iglesia, que constituye el antecedente último.
Que la juventud tenga sentido crítico (es decir, juicio de discernimiento) es difícil de sostener si se reconoce la evolución en la formación del hombre, si se distingue el momento de inmadurez del ya maduro, y si se admite que primitivamente el sujeto se encuentra en una situación en la cual debe convertirse en lo que todavía no es.
Finalmente, la previsión es cosa novísima en la psicología, que ha reconocido siempre en el joven un «tardus previsor» (Horacio, Ars poet. 164): alguien que ve tardíamente no sólo los acontecimientos del mundo, sino también su propia utilidad. En realidad, «temeritas est florentis aetatis, prudentia senescentis» (Cicerón, De senectute, VI, 20).
Pero el entusiasmo por Hebe lleva al Pontífice a proclamar que «vosotros podéis estar en la vanguardia profética de la causa conjunta de la justicia y de la paz» porque «vosotros, antes y más que los demás, tenéis el sentido de la justicia», y «todos [los no jóvenes] están a favor vuestro»: éstos como triarios, los jóvenes como [vanguardistas].
No es difícil descubrir en el discurso juvenilizante de Pablo VI a la Ciudad de los Muchachos una singular inversión de las naturalezas, por la cual quien debe guiar es guiado, y el inmaduro es ejemplo para el maduro.
 La atribución a la juventud de un sentido innato de la justicia no tiene fundamento en ninguna semiología católica. Ciertamente la conmoción de su ánimo (contagiado por el temple juvenil) inclinó al Papa hacia una doxología de la juventud. Esta misma inclinación al entusiasmo efébico le condujo en otra ocasión a cambiar la letra del texto sagrado, leyendo «los jóvenes» donde está escrito «los niños» (Mat. 21, 15), en apoyo de la afirmación según la cual «fue la juventud la que intuyó la divinidad de Cristo» (OR, 12 de abril de 1976).

88. MÁS SOBRE LA JUVENILIZACIÓN EN LA IGLESIA. LOS OBISPOS SUIZOS

Para demostrar que el culto de Hebe no es solamente algo propio del Papa, sino que está difundido en todos los órdenes de la Iglesia, no citaré las casi infinitas obras de clérigos y laicos, sino un documento de la Conferencia Episcopal suiza para la fiesta nacional de 1969. Se dice en él que «la protesta juvenil lleva consigo valores de autenticidad, de disponibilidad, de respeto del hombre, de rechazo de la mediocridad, de denuncia de la opresión: valores que, bien mirados, se encuentran en el Evangelio».
Resulta fácil apreciar cómo los obispos helvéticos pecan de indeterminación lógica.
La autenticidad en sentido católico, no consiste en presentarse como naturalmente se es, sino en hacerse como se debe ser: es decir, en última instancia, consiste en la humildad.
La disponibilidad es en sí misma indiferente y se calificará como buena solamente en función del bien hacia el cual el hombre se encuentre disponible.
El respeto del hombre excluye el desprecio por el pasado del hombre y el repudio de la Iglesia histórica. El rechazo de la mediocridad, aparte de pecar de indeterminación (¿mediocridad en qué?), es opuesto a la sabiduría antigua, a la virtud de resignación y a la pobreza de espíritu.
Y que «estamos en presencia de nuevas metas humanas y religiosas» es una afirmación que privilegia lo nuevo en cuanto nuevo, y olvida que no hay otra criatura nueva aparte de la re-fundada por el hombre-Dios, ni otras metas diferentes a las por El prescritas. Ver §§ 53-54.
Después, los obispos llegan hasta señalar a los jóvenes «como un signo de los tiempos y como la voz misma de Dios» ante toda la cristiandad contemporánea, pero ese compuesto de palabras resulta absurdo por lo desmesurado de la adulación, y aún más absurdo que el de vox populi vox Dei, porque hace de un movimiento en gran parte irreflexivo un órgano de la divina voluntad y casi un texto de la divina Revelación.
También va contra el principio católico de la humildad y de la obediencia alabar «que los jóvenes quieran ser protagonistas», ya que la Iglesia no es sólo de los jóvenes ni todos ellos pueden llegar a prevalecer: este protagonismo desconoce los derechos de los demás. Reconocer a los demás es el principio de la religión, aparte del principio de la justicia.
Concluyendo este análisis de la nueva conducta del mundo y de la Iglesia hacia la juventud, notaremos que también aquí se ha consumado una alteración semántica, convirtiéndose los términos paternal y paternalista en términos despreciativos: como si la educación del padre (en cuanto padre) no fuese un ejercicio excelente de sabiduría y de amor, y como si no fuese paternal toda la pedagogía con la cual Dios educó al género humano en el camino de la salvación.
 ¿Cómo no ver que en un sistema donde el valor se apoya sobre la autenticidad y el rechazo de toda imitación, el primer rechazo será hacia la dependencia paterna? Por encima de los eufemismos de clérigos y laicos, lo cierto es que la juventud es un estado de virtualidad e imperfección, y no puede ser considerada como estado ideal ni tomada como modelo.
Además, el valor de la juventud existe en cuanto es futuro y esperanza de futuro, de tal modo que mengua y desaparece cuando el futuro se realiza.
 La fábula de Hebe se convierte en la fábula de Psique. Si se diviniza a la juventud se la conduce al pesimismo, porque se la obliga a desear una perpetuación imposible. La juventud es un proyecto de no-juventud, y la edad madura no debe modelarse sobre ella, sino sobre la sabiduría de la madurez.
 Ninguna edad de la vida tiene como modelo su propio devenir hacia otra edad de la vida, propia o ajena. En realidad el modelo para cada una viene dado por la esencia deontológica del hombre, que debe ser buscada y vivida, y es idéntica para todas las edades de la vida. También aquí el espíritu de vértigo impulsa al dependiente hacia la independencia y a lo insuficiente hacia la autosuficiencia.


[1] Incluso según el molinismo puede decirse que la educación es una imitación de la causalidad divina, en cuanto que dispone las circunstancias favorables para la elección justa.
[2] «¡Ay de las que cosen almohadillas para todas las articulaciones de los brazos y hacen cabezales de todo tamaño para las cabezas, a fin de cazar almas!»