Otro histórico discurso papal “con ocasión de las felicitaciones navideñas”
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Todos  los años, con ocasión de la fiesta de Navidad, el Papa recibe  tradicionalmente a los miembros de la Curia Romana. En este encuentro,  el Decano del Colegio Cardenalicio dirige unas palabras de saludo al  Santo Padre y éste responde con un discurso en el que, partiendo de las  felicitaciones navideñas, traza un balance del año que termina y de los  grandes acontecimientos de la vida de la Iglesia en este período. 
El  discurso pronunciado por Benedicto XVI en el año 2005 ha pasado a la  historia por abordar la cuestión de la correcta hermenéutica del  concilio Vaticano II. Esta mañana el Papa ha vuelto a pronunciar un  discurso muy valioso en el que ha hablado sobre el Año Sacerdotal y el  escándalo de los abusos, el Sínodo para Oriente Medio y la beatificación  del cardenal Newman. Presentamos el texto del discurso, que Zenit ha  traducido al español. 
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Señores cardenales, venerados hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio, queridos hermanos y hermanas
Me  encuentro con vosotros con vivo agrado, queridos Miembros del Colegio  Cardenalicio, representantes de la Curia Romana y de la Gobernación,  para esta cita tradicional. Os dirijo a cada uno un cordial saludo,  empezando por el cardenal Angelo Sodano, a quien doy las gracias por las  expresiones de devoción y de comunión, y por los fervientes augurios  que me ha dirigido en nombre de todos. Prope est jam Dominus, venite, adoremus! Contemplamos  como una única familia el misterio del Emmanuel, del Dios-con-nosotros,  como dijo el cardenal decano. Os devuelvo de buen grado vuestras  felicitaciones y deseo agradeceros vivamente a todos, incluyendo a los  representantes pontificios diseminados por el mundo, la aportación  competente y generosa que cada uno presta al Vicario de Cristo y a la  Iglesia.
"Excita, Domine, potentiam tuam, et veni"  – con estas palabras y otras similares, la liturgia de la Iglesia reza  repetidamente en los días del Adviento. Son invocaciones formuladas  probablemente en el periodo de decadencia del Imperio Romano. La  descomposición de los ordenamientos que sostenían el derecho y de las  actitudes morales de fondo, que daban fuerza a aquellos, causaban la  ruptura de los márgenes que hasta aquel momento habían protegido la  convivencia pacífica entre los hombres. Un mundo estaba desapareciendo.  Frecuentes cataclismos naturales aumentaban aún más esta experiencia de  inseguridad. No se veía fuerza alguna que pudiese frenar aquel ocaso.  Tanto más insistente era la invocación del poder propio de Dios: que Él  viniera y protegiera a los hombres de todas estas amenazas.
"Excita, Domine, potentiam tuam, et veni".  También hoy tenemos nosotros muchos motivos para asociarnos a esta  oración de Adviento de la Iglesia. El mundo, con todas sus nuevas  esperanzas y posibilidades, está al mismo tiempo angustiado por la  impresión de que el consenso moral se está disolviendo, un consenso sin  el cual las estructuras jurídicas y políticas no funcionan; en  consecuencia, las fuerzas movilizadas para la defensa de estas  estructuras parecen estar destinadas al fracaso.
Excita –  la oración recuerda el grito dirigido al Señor, que estaba durmiendo en  la barca de los discípulos zarandeada por la tempestad y a punto de  hundirse. Cuando su palabra poderosa hubo aplacado la tempestad, Él  reprochó a los discípulos por su poca fe (cfr Mt 8,26 y par.).  Quería decir: en vosotros mismos, la fe se ha dormido. Lo mismo quiere  decirnos también a nosotros. También en nosotros la fe a menudo se  duerme. Pidámosle por tanto que nos despierte del sueño de una fe que se  ha vuelto cansada y que vuelva a dar a nuestra fe el poder de mover las  montañas -es decir, de dar el orden justo a las cosas del mundo.
"Excita, Domine, potentiam tuam, et veni":  en las grandes angustias, a la que hemos sido expuestos este año, esta  oración de Adviento me ha vuelto siempre al corazón y a los labios. Con  gran alegría habíamos comenzado el Año sacerdotal y, gracias a Dios,  pudimos concluirlo también con gran agradecimiento, a pesar de que se  llevara a cabo de forma tan distinta a como esperábamos. En nosotros los  sacerdotes, y en los laicos, y precisamente también en los jóvenes, se  ha renovado la conciencia de qué don representa el sacerdocio de la  Iglesia católica, que el Señor nos ha confiado. Nos hemos dado cuenta  nuevamente de qué bello es que los seres humanos hayamos sido  autorizados a pronunciar, en nombre de Dios y con pleno poder, la  palabra del perdón, y seamos así capaces de cambiar el mundo, la vida;  qué hermoso es que los seres humanos hayamos sido autorizados a  pronunciar las palabras de la consagración, con las que el Señor atrae  hacia sí un trozo de mundo, y en cierta forma lo transforme en su  sustancia; qué hermoso es poder estar, con la fuerza del Señor, cerca de  los hombres en sus alegrías y sufrimientos, tanto en las horas  importantes como en las horas oscuras de la existencia; qué hermoso es  tener en la vida como tarea no esto o lo otro, sino sencillamente el ser  mismo del hombre – para ayudarle a que se abra a Dios y que viva a  partir de Dios. Por eso hemos sido turbados cuando, precisamente en este  año y en una dimensión inimaginable para nosotros, hemos tenido  conocimiento de abusos contra menores cometidos por sacerdotes, que  trabucan el Sacramento en su contrario: bajo el manto de lo sagrado  hieren profundamente a la persona humana en su infancia y le acarrean un  daño para toda la vida.
En  este contexto, me venía a la mente una visión de santa Hildegarda de  Bingen que describe de forma conmovedora lo que hemos vivido este año:  “En el año 1170 después del nacimiento de Cristo estuve durante largo  tiempo enferma en la cama. Entonces, física y mentalmente despierta, vi a  una mujer de una belleza tal que la mente humana no era capaz de  comprender. Su figura se erguía desde la tierra hasta el cielo. Su  rostro brillaba con un resplandor sublime. Su mirada estaba dirigida al  cielo. Estaba vestida con una túnica luminosa y radiante de seda blanca y  un manto guarnecido de piedras preciosas. En los pies calzaba zapatos  de ónice. Pero su rostro estaba embadurnado de polvo; su vestido, por el  lado derecho, estaba desgarrado. También el manto había perdido su  belleza singular, y sus zapatos estaban ensuciados por encima. Con voz  alta y dolorida, la mujer gritó hacia el cielo: '¡Escucha, oh cielo, mi  rostro está manchado! ¡Aflígete, oh tierra: mi vestido está desgarrado!  ¡Tiembla, oh abismo: mis zapatos están ensuciados!’
Y  prosiguió: ‘Estaba escondida en el corazón del Padre, hasta que el Hijo  del hombre, concebido y dado a luz en la virginidad, derramó su sangre.  Con esta sangre, como dote suya, me tomó como su esposa.
Los  estigmas de mi esposo permanecen frescos y abiertos, mientras estén  abiertas las heridas de los pecados de los hombres. Precisamente el que  sigan abiertas las heridas de Cristo es por culpa de los sacerdotes.  Estos desgarran mi túnica porque son transgresores de la Ley, del  Evangelio y de su deber sacerdotal. Quitan el esplendor a mi manto,  porque descuidan totalmente los preceptos que se les impusieron.  Ensucian mis zapatos, porque no caminan por sendas rectas, es decir, en  las duras y severas de la justicia, y tampoco dan buen ejemplo a sus  súbditos. Con todo, encuentro en algunos el esplendor de la verdad’.
Y  escuché una voz del cielo que decía: 'Esta imagen representa a la  Iglesia. Por esto, oh ser humano que ves todo esto y que escuchas las  palabras de lamento, anúncialo a los sacerdotes que están destinados a  la guía y a la instrucción del pueblo de Dios y a los cuales, como a los  apóstoles, se ha dicho: Id a todo el mundo y anunciad el Evangelio a toda criatura’ (Mc 16,15)" (Carta a Werner von Kirchheim y a su comunidad sacerdotal: PL 197, 269ss).
En  la visión de santa Hildegarda, el rostro de la Iglesia está cubierto de  polvo, y es así como lo hemos visto nosotros. Su vestido está  desgarrado – por culpa de los sacerdotes. Así como ella lo vio y  expresó, lo hemos vivido este año. Debemos aceptar esta humillación como  una exhortación a la verdad y una llamada a la renovación. Sólo la  verdad salva. Debemos preguntarnos qué podemos hacer para reparar lo más  posible la injusticia cometida. Debemos preguntarnos qué era equivocado  en nuestro anuncio, en toda nuestra forma de configurar el ser  cristiano, de manera que una cosa semejante pudiera suceder. Debemos  encontrar una nueva determinación en la fe y en el bien. Debemos ser  capaces de penitencia. Debemos esforzarnos en intentar todo lo posible,  en la preparación al sacerdocio, para que una cosa semejante no pueda  volver a suceder. Éste es también el lugar para agradecer de corazón a  todos aquellos que se han empeñado en ayudar a las víctimas y en  devolverles la confianza en la Iglesia, la capacidad de creer en su  mensaje. En mis encuentros con las víctimas de este pecado, siempre he  encontrado a personas que, con gran dedicación, están al lado de quienes  sufren y han sufrido daño. Ésta es la ocasión también para dar las  gracias también a tantos buenos sacerdotes que transmiten en humildad y  fidelidad la bondad del Señor y que, en medio de las devastaciones, son  testigos de la belleza no perdida del sacerdocio.
Somos  conscientes de la particular gravedad de este pecado cometido por  sacerdotes y de nuestra correspondiente responsabilidad. Pero no podemos  tampoco callar sobre el contexto de nuestro tiempo en el que hemos  tenido que ver estos acontecimientos. Existe un mercado de la  pornografía que afecta a los niños, que de alguna forma parece ser  considerado por la sociedad cada vez más como algo normal. La  destrucción psicológica de niños, cuyas personas son reducidas a  artículo de mercado, es un espantoso signo de los tiempos. Escucho de  los obispos de países del Tercer Mundo una y otra vez que el turismo  sexual amenaza a una generación entera y la daña en su libertad y en su  dignidad humana. El Apocalipsis de san Juan enumera entre los  grandes pecados de Babilonia – símbolo de las grandes ciudades  irreligiosas del mundo – el hecho de practicar el comercio de los  cuerpos y de las almas y de hacer de ellos una mercancía (cfrAp 18,13).  En este contexto, se plantea también el problema de la droga, que con  fuerza creciente extiende sus tentáculos de pulpo en todo el globo  terrestre – expresión elocuente de la dictadura de Mammón que pervierte  al hombre. Todo placer resulta insuficiente y el exceso en el engaño de  la embriaguez se convierte en una violencia que destruye regiones  enteras, y esto en nombre de un malentendido fatal de la libertad en el  que precisamente la libertad del hombre es minada y al final anulada del  todo.
Para  oponernos a estas fuerzas debemos echar una mirada a sus fundamentos  ideológicos. En los años 70, la pedofilia fue teorizada como algo  totalmente conforme al hombre y también al niño. Esto, sin embargo,  formaba parte de una perversión de fondo del concepto de ethos.  Se afirmaba – incluso en el ámbito de la teología católica – que no  existían ni el mal en sí ni el bien en sí. Existirían sólo un “mejor  que” y un “peor que”. Nada sería de por sí bueno o malo. Todo dependería  de las circunstancias y del fin pretendido. Según los fines y las  circunstancias, todo podría ser bueno o también malo. La moral se  sustituyó por un cálculo de las consecuencias y con ello dejó de  existir. Los efectos de tales teorías son hoy evidentes. Contra ellas el  papa Juan Pablo II, en su encíclica Veritatis splendor de 1993, indicó con fuerza profética en la gran tradición del ethos cristiano  las bases esenciales de la actuación moral. Este texto debe ser puesto  hoy nuevamente en el centro como camino en la formación de la  conciencia. Es responsabilidad nuestra hacer nuevamente audibles y  comprensibles entre los hombres estos criterios como vías de la  verdadera humanidad, en el contexto de la preocupación por el hombre, en  la que estamos inmersos.
Como  segundo punto quisiera decir algo sobre el Sínodo de las Iglesias de  Oriente Medio. Este comenzó con mi viaje a Chipre donde pude entregar el  Instrumentum laboris para el Sínodo a los obispos de esos países  allí reunidos. Permanece inolvidable la hospitalidad de la Iglesia  ortodoxa que pudimos experimentar con gran gratitud. Aunque la comunión  plena no nos ha sido dada aún, constatamos con alegría, con todo, que la  forma básica de la Iglesia antigua nos une profundamente unos a otros;  el ministerio sacramental de los Obispos como portadores de la tradición  apostólica, la lectura de la Escritura según la hermenéutica de la Regula fidei,  la comprensión de la Escritura en la unidad multiforme centrada en  Cristo y desarrollada gracias a la inspiración de Dios y, finalmente, la  fe en la centralidad de la Eucaristía en la vida de la Iglesia. Así  hemos encontrado de modo vivo la riqueza de los ritos de la Iglesia  antigua también dentro de la Iglesia católica. Tuvimos liturgias con  maronitas y con melquitas, celebramos en rito latino y tuvimos momentos  de oración ecuménica con los ortodoxos y, en manifestaciones imponentes,  pudimos ver la rica cultura cristiana del Oriente cristiano. Pero vimos  también el problema del país dividido. Se hacían visibles las culpas  del pasado y las profundas heridas, pero también el deseo de paz y de  comunión como existían antes. Todos son conscientes del hecho de que la  violencia no lleva a ningún progreso – ésta, de hecho, ha creado la  situación actual. Sólo en el compromiso y en la comprensión mutua puede  restablecerse una unidad. Preparar a la gente a esta actitud de paz es  una tarea esencial de la pastoral.
En  el Sínodo la mirada se extendió también a todo Oriente Medio, donde  conviven los fieles pertenecientes a religiones distintas y también a  múltiples tradiciones y ritos distintos. En lo que respecta a los  cristianos, hay Iglesias precalcedonenses y calcedonenses; Iglesias en  comunión con Roma y otras que están fuera de esta comunión, y en ambas  existen, uno junto a otro, múltiples ritos. En los desórdenes de los  últimos años ha sido turbada la historia de convivencia, las tensiones y  las divisiones han crecido, de modo que cada vez más con temor somos  testigos de actos de violencia en los que ya no se respeta lo que para  el otro es sagrado, sino que al contrario, se derrumban las reglas más  elementales de la humanidad. En la situación actual, los cristianos son  la minoría más oprimida y atormentada. Durante siglos vivieron  pacíficamente junto con sus vecinos judíos y musulmanes. En el Sínodo  escuchamos las sabias palabras del Consejo del Mufti de la República del  Líbano contra los actos de violencia contra los cristianos. Él decía:  hiriendo a los cristianos nos herimos a nosotros mismos. Por desgracia,  ésta y otras voces análogas de la razón, por las que estamos  profundamente agradecidos, son demasiado débiles. También aquí el  obstáculo es la unión entre la avidez de lucro y la ceguera ideológica.  Sobre la base del espíritu de la fe y de su racionabilidad, el Sínodo ha  desarrollado un gran concepto de diálogo, de perdón y de mutua acogida,  un concepto que queremos ahora gritar al mundo. 
El  ser humano es uno solo y la humanidad es una sola. Lo que en cualquier  lugar se haga contra un hombre al final daña a todos. Así las palabras y  las ideas del Sínodo deben ser un fuerte grito dirigido a todas las  personas con responsabilidad política o religiosa para que detengan la  cristianofobia; para que se levanten en defensa de los prófugos y de los  que sufren y revitalicen el espíritu de la reconciliación. En último  análisis, la curación podrá venir sólo de una fe profunda en el amor  reconciliador de Dios. Dar fuerza a esta fe, nutrirla y hacerla  resplandecer es la tarea principal de la Iglesia en esta hora.
Me  gustaría hablar detalladamente del inolvidable viaje al Reino Unido,  pero quiero limitarme a dos puntos que están relacionados con el tema de  la responsabilidad de los cristianos en este tiempo y con la tarea de  la Iglesia de anunciar el Evangelio. El pensamiento sale ante todo al  encuentro con el mundo de la cultura en la Westminster Hall, un  encuentro en el que la conciencia de la responsabilidad común en este  momento histórico creó una gran atención, que, en el fondo, se dirige a  la cuestión sobre la verdad y la propia fe. Que en este debate la  Iglesia debe dar su propia contribución, era evidente para todos. Alexis  de Tocqueville, en su época, había observado que en América la  democracia había sido posible y había funcionado porque existía un  consenso moral de base que, yendo más allá de las denominaciones  individuales, unía a todos. Sólo si existe un consenso semejante sobre  lo esencial, las constituciones y el derecho pueden funcionar. Este  consenso de fondo procedente del patrimonio cristiano está en peligro  allí donde en su lugar, en lugar de la razón moral, se coloca la mera  racionalidad finalista de la que he hablado hace un momento. Esto supone  en realidad una ceguera de la razón hacia lo que es esencial. Combatir  contra esta ceguera de la razón y conservar su capacidad de ver lo  esencial, de ver a Dios y al hombre, lo que es bueno y lo que es  verdadero, es el interés común que debe unir a todos los hombres de  buena voluntad. Está en juego el futuro del mundo.
Finalmente,  quisiera recordar una vez más la beatificación del cardenal John Henry  Newman. ¿Por qué ha sido beatificado? ¿Qué tiene que decirnos? A estas  preguntas se pueden dar muchas respuestas, que ya se han desarrollado en  el contexto de la beatificación. Quisiera poner de manifiesto solamente  dos aspectos que van unidos y que, a fin de cuentas, expresan lo mismo.  El primero es que debemos hablar de las tres conversiones de Newman,  porque son los pasos de un camino espiritual que nos interesa a todos.  Quisiera subrayar aquí sólo la primera conversión: la conversión a la fe  en el Dios vivo. Hasta aquel momento, Newman pensaba como la mayoría de  los hombres de su tiempo y como la mayoría de los hombres de hoy, que  no excluyen simplemente la existencia de Dios, pero que la consideran  como algo inseguro, que no tiene un papel esencial en la propia vida. Lo  que a él le parecía verdaderamente real, como a los hombres de su  tiempo, era lo empírico, lo que es materialmente perceptible. Ésta es la  “realidad” según la cual se orientaba. Lo “real” es lo que es  aprehensible, son las cosas que se pueden calcular y tomar en la mano.  En su conversión Newman reconoce que las cosas son precisamente al  contrario: que Dios y el alma, el ser mismo del hombre a nivel  espiritual, constituyen lo que es verdaderamente real, lo que cuenta.  Son mucho más reales que los objetos perceptibles. Esta conversión  constituye un giro copernicano. Lo que hasta entonces le había parecido  como irreal y secundario se revela como lo verdaderamente decisivo.  Donde una conversión semejante tiene lugar, no cambia simplemente una  teoría, sino que cambia la forma fundamental de la vida. Todos nosotros  tenemos siempre necesidad de esta conversión: entonces estamos en el  buen camino.
La  fuerza motriz que le empujaba en el camino de la conversión, en Newman,  era la conciencia. ¿Pero qué se entiende con ello? En el pensamiento  moderno, la palabra "conciencia" significa que en materia de moral y de  religión, la dimensión subjetiva, el individuo, constituye la última  instancia de la decisión. El mundo se divide en los ámbitos de lo  objetivo y de lo subjetivo. A lo objetivo pertenecen las cosas que se  pueden calcular y comprobar mediante el experimento. La religión y la  moral se sustraen a estos métodos y por ello se consideran en el ámbito  de lo subjetivo. Aquí no existirían, en último análisis, criterios  objetivos. La última instancia que puede decidir aquí sería por tanto  sólo el sujeto, y con la palabra “conciencia” se expresa precisamente  esto: en este ámbito puede decidir sólo el individuo con sus intuiciones  y experiencias. La concepción que Newman tiene de la conciencia es  diametralmente opuesta. Para él “conciencia” significa la capacidad de  verdad del hombre: la capacidad de reconocer precisamente en los ámbitos  decisivos de su existencia – religión y moral – una verdad, la verdad.  La conciencia, la capacidad del hombre de reconocer la verdad, le  impone con ello, al mismo tiempo, el deber de encaminarse hacia la  verdad, de buscarla y de someterse a ella allí donde la encuentra.  Conciencia y capacidad de verdad y de obediencia a la verdad, que se  muestra al hombre que busca con corazón abierto. El camino de las  conversiones de Newman es un camino de la conciencia – un camino no de  la subjetividad que se afirma, sino, precisamente al contrario, de la  obediencia a la verdad que paso a paso se abría a él. Su tercera  conversión, al Catolicismo, exigía de él abandonar casi todo lo que le  era precioso: sus bienes y su profesión, su grado académico, los  vínculos familiares y muchos amigos. La renuncia que la obediencia a la  verdad, su conciencia, le pedía, iba más allá. Newman había sido siempre  consciente de tener una misión hacia Inglaterra. Pero en la teología  católica de su tiempo, su voz apenas podía oírse. Era demasiado extraña  respecto a la forma dominante del pensamiento teológico y también de la  piedad. En enero de 1863 escribió en su diario estas frases  conmovedoras: “Como protestante, mi religión me parecía mísera, pero no  mi vida. Y ahora, como católico, mi vida es mísera, pero no mi  religión". No había llegado aún la hora de su eficacia. En la humildad y  en la oscuridad de la obediencia, tuvo que esperar hasta que su mensaje  fuera utilizado y comprendido. Para poder afirmar la identidad entre el  concepto que Newman tenía de la conciencia y la moderna comprensión  subjetiva de la conciencia, se hace referencia a su palabra según la  cual él – si hubiera tenido que hacer un brindis – habría brindado por  la conciencia y después por el Papa. Pero en esta afirmación,  “conciencia” no significa la última obligatoriedad de la intuición  subjetiva. Es la expresión de la accesibilidad y de la fuerza vinculante  de la verdad: en ello se funda su primado. Al Papa se le puede dedicar  el segundo brindis, porque su tarea es exigir la obediencia a la verdad.
Tengo  que renunciar a hablar de los viajes tan significativos a Malta, a  Portugal y a España. En ellos se ha hecho nuevamente visible que la fe  no es algo del pasado, sino un encuentro con Dios que vive y actúa  ahora. Él nos desafía y se opone a nuestra pereza, pero precisamente así  nos abre el camino hacia la felicidad verdadera.
"Excita, Domine, potentiam tuam, et veni!".  Hemos partido de la invocación de la presencia y del poder de Dios en  nuestro tiempo y de la experiencia de su aparente ausencia. Si abrimos  nuestros ojos, precisamente en la retrospectiva del año que llega a su  fin, puede hacerse visible que el poder y la bondad de Dios están  presentes de muchas maneras también hoy. Así todos tenemos motivos para  darle gracias. Con el agradecimiento al Señor renuevo mi agradecimiento a  todos los colaboradores. Quiera Dios concedernos a todos una Santa  Navidad y acompañarnos con su bondad en el próximo año.
Confío  estos deseos a la intercesión de la Virgen santa, Madre del Redentor, y  a todos vosotros y a la gran familia de la Curia Romana imparto de  corazón la Bendición Apostólica. ¡Feliz Navidad!
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Traducción de Zenit
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 inundado por um mistério de luz que é Deus   e N´Ele vi e ouvi -A ponta da lança como chama que se desprende, toca o eixo da terra, – Ela estremece: montanhas, cidades, vilas e aldeias com os seus moradores são sepultados. - O mar, os rios e as nuvens saem dos seus limites, transbordam, inundam e arrastam consigo num redemoinho, moradias e gente em número que não se pode contar , é a purificação do mundo pelo pecado em que se mergulha. - O ódio, a ambição provocam a guerra destruidora!  - Depois senti no palpitar acelerado do coração e no meu espírito o eco duma voz suave que dizia: – No tempo, uma só Fé, um só Batismo, uma só Igreja, Santa, Católica, Apostólica: - Na eternidade, o Céu!
inundado por um mistério de luz que é Deus   e N´Ele vi e ouvi -A ponta da lança como chama que se desprende, toca o eixo da terra, – Ela estremece: montanhas, cidades, vilas e aldeias com os seus moradores são sepultados. - O mar, os rios e as nuvens saem dos seus limites, transbordam, inundam e arrastam consigo num redemoinho, moradias e gente em número que não se pode contar , é a purificação do mundo pelo pecado em que se mergulha. - O ódio, a ambição provocam a guerra destruidora!  - Depois senti no palpitar acelerado do coração e no meu espírito o eco duma voz suave que dizia: – No tempo, uma só Fé, um só Batismo, uma só Igreja, Santa, Católica, Apostólica: - Na eternidade, o Céu!