Quien se siente amigo de Cristo tiene el ánimo confiado y fortalecido porque descubre dentro de sí, como capacidad, algo que es activado y despertado por Alguien que viene desde fuera para quedarse muy dentro.
Monseñor Julián Ruiz Martorell
Obispo de Huesca y de Jaca
Otros artículos del autor:
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Queridos hermanos en el Señor:
Os deseo gracia y paz.
El Señor nos dice: “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos” (Jn 15,15).
El tiempo de verano que hemos comenzado nos permite cultivar con mayor intensidad la amistad con Jesucristo. Podemos leer buenos libros. Tal vez, disponemos de algunos días para realizar algún retiro o incluso unos Ejercicios Espirituales. Quien se siente amigo de Cristo tiene el ánimo confiado y fortalecido porque descubre dentro de sí, como capacidad, algo que es activado y despertado por Alguien que viene desde fuera para quedarse muy dentro.
La amistad con Jesucristo no es una ilusión, pues su objetivo es el fortalecimiento interior para asumir y afrontar la propia vida desde la nueva y definitiva luz del amor que se experimenta, se vive y se agradece. El amigo de Jesucristo vive desde una relación necesaria y personal con el Señor, en el cual descubre la raíz de la auténtica felicidad.
Ser amigo de Jesucristo es estar enraizado en un terreno de fe. Por ello, la persona de fe puede estar serena, porque la serenidad es también un sentimiento de seguridad profunda, un nuevo fundamento, una confianza creyente.
Un texto de la literatura de Medio Oriente, del primer o segundo siglo después de Cristo, que se titula Himno de la perla narra la historia de un joven príncipe enviado por su padre desde el Oriente, Mesopotamia, a Egipto, para recuperar una determinada perla, caída en manos de un cruel dragón, que la custodia en su caverna. Llegado al lugar, el joven se deja extraviar; come un alimento que le han preparado con astucia los habitantes del lugar y que le hace caer en un sueño profundo, sin fin. El padre, alarmado al prolongarse la espera, envía un águila, como mensajera suya, que lleva en su pico una carta escrita de su puño. Cuando el águila vuela sobre donde está el joven, la carta del padre se transforma en un grito, que dice: “¡Despiértate, recuerda quién eres, recuerda para qué has bajado a Egipto y a quién debes volver!”. El príncipe se despierta, vuelve a tomar conciencia, lucha y vence al dragón y, con la perla reconquistada, hace el camino de vuelta al palacio real donde hay preparado un gran banquete para él.
El joven príncipe es el hombre enviado de Oriente a Egipto, esto es, de Dios al mundo. A menudo nos dejamos engañar y vivimos en una especie de letargo, es decir, en el olvido de Dios, de nuestro destino eterno, de todo. Necesitamos escuchar al mensajero divino, el enviado del Padre, Cristo, que nos habla para despertarnosy recordarnos que estamos llamados a cultivar una relación de amistad.
Tenemos que acoger esa venida cotidiana de Cristo, la venida de la gracia, venida silenciosa, en la que el Señor llama discretamente a nuestra puerta con una palabra, una inspiración, con un acontecimiento.
Cristo está delante de nuestra puerta llamando (“Mira, estoy de pie a la puerta y llamo”: Ap 3,20). Es posible que en nuestra puerta hayan crecido zarzas y hierbajos. Pero Él no se cansa de llamar y está esperando un signo de respuesta. Tenemos que ser nosotros quienes abramos a Cristo desde nuestro interior. Él llama y espera.
+ Julián Ruiz Martorell, Obispo de Huesca y de Jaca
Os deseo gracia y paz.
El Señor nos dice: “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos” (Jn 15,15).
El tiempo de verano que hemos comenzado nos permite cultivar con mayor intensidad la amistad con Jesucristo. Podemos leer buenos libros. Tal vez, disponemos de algunos días para realizar algún retiro o incluso unos Ejercicios Espirituales. Quien se siente amigo de Cristo tiene el ánimo confiado y fortalecido porque descubre dentro de sí, como capacidad, algo que es activado y despertado por Alguien que viene desde fuera para quedarse muy dentro.
La amistad con Jesucristo no es una ilusión, pues su objetivo es el fortalecimiento interior para asumir y afrontar la propia vida desde la nueva y definitiva luz del amor que se experimenta, se vive y se agradece. El amigo de Jesucristo vive desde una relación necesaria y personal con el Señor, en el cual descubre la raíz de la auténtica felicidad.
Ser amigo de Jesucristo es estar enraizado en un terreno de fe. Por ello, la persona de fe puede estar serena, porque la serenidad es también un sentimiento de seguridad profunda, un nuevo fundamento, una confianza creyente.
Un texto de la literatura de Medio Oriente, del primer o segundo siglo después de Cristo, que se titula Himno de la perla narra la historia de un joven príncipe enviado por su padre desde el Oriente, Mesopotamia, a Egipto, para recuperar una determinada perla, caída en manos de un cruel dragón, que la custodia en su caverna. Llegado al lugar, el joven se deja extraviar; come un alimento que le han preparado con astucia los habitantes del lugar y que le hace caer en un sueño profundo, sin fin. El padre, alarmado al prolongarse la espera, envía un águila, como mensajera suya, que lleva en su pico una carta escrita de su puño. Cuando el águila vuela sobre donde está el joven, la carta del padre se transforma en un grito, que dice: “¡Despiértate, recuerda quién eres, recuerda para qué has bajado a Egipto y a quién debes volver!”. El príncipe se despierta, vuelve a tomar conciencia, lucha y vence al dragón y, con la perla reconquistada, hace el camino de vuelta al palacio real donde hay preparado un gran banquete para él.
El joven príncipe es el hombre enviado de Oriente a Egipto, esto es, de Dios al mundo. A menudo nos dejamos engañar y vivimos en una especie de letargo, es decir, en el olvido de Dios, de nuestro destino eterno, de todo. Necesitamos escuchar al mensajero divino, el enviado del Padre, Cristo, que nos habla para despertarnosy recordarnos que estamos llamados a cultivar una relación de amistad.
Tenemos que acoger esa venida cotidiana de Cristo, la venida de la gracia, venida silenciosa, en la que el Señor llama discretamente a nuestra puerta con una palabra, una inspiración, con un acontecimiento.
Cristo está delante de nuestra puerta llamando (“Mira, estoy de pie a la puerta y llamo”: Ap 3,20). Es posible que en nuestra puerta hayan crecido zarzas y hierbajos. Pero Él no se cansa de llamar y está esperando un signo de respuesta. Tenemos que ser nosotros quienes abramos a Cristo desde nuestro interior. Él llama y espera.