MI FUNCION EN EL CONCILIO  
 
Pido  perdón si comienzo con algunas circunstancias personales, pero lo he  considerado necesario para una mejor comprensión del tema que debo  abordar. Fui profesor de Derecho Canónico e Historia de las leyes de la  Iglesia en la Universidad Salesiana y, durante 8 años, desde 1958 a  1966, su Rector. Como tal actué como consultor de la Sagrada  Congregación para los Seminarios y Universidades y, desde las tareas  preparatorias para la implementación de los reglamentos conciliares,  como miembro de la Comisión Conciliar dirigida por ese dicasterio.  Además, fui nombrado perito de la Comisión para el Clero. 
Poco antes  del comienzo del Concilio, el Cardenal Larraona, de quien yo había sido  alumno en la Laterana y que había sido nombrado prefecto de la Comisión  Conciliar para la Liturgia, me llamó para decirme que había sugerido mi  nombre para perito de esa Comisión. Objeté que ya me hallaba  comprometido para otras dos, como perito conciliar, sobre todo para la  de seminarios y universidades. 
Pero él insistió en que un canonista  debía participar debido a la significación del derecho canónico en los  requerimientos de la liturgia. Por lo tanto, y asumiendo una obligación  que no había buscado, viví la experiencia del Vaticano II desde el  principio. 
En general, la liturgia había sido colocada como el primer  tópico en el orden de los temas a tratarse. Fui nombrado en una  subcomisión que debía considerar los modi de los primeros tres capítulos  y tenía también que preparar los textos que se llevarían al recinto  conciliar para discusión y votación. Esta Subcomisión consistía de tres  obispos –el Arzobispo Callewaert de Gantes, como presidente, el Obispo  Enciso Viana de Mallorca y, si no me equivoco, el Obispo Pichler de  Yugoslavia– y de tres peritos: el Obispo Marimort, el claretiano español  Padre Martínez de Antoñana y yo. Pude conocer así, con  claridad, los deseos de los Padres Conciliares así como el sentido  correcto de los textos que el Concilio votó y adoptó.  EL CONCILIO Y EL NUEVO MISAL ROMANO.  
 
Podrá  comprenderse mi asombro cuando comprobé que, de muchos modos, la  edición final del nuevo Misal Romano no se correspondía con los textos  Conciliares que yo conocía tan bien, y que contenía mucho que ampliaba,  cambiaba, y hasta iba directamente contra las provisiones Conciliares.  Como conocía con precisión todo el procedimiento del Concilio, desde las  muchas veces largas discusiones y el proceso de los modi hasta las  repetidas votaciones que llevaban a las formulaciones finales, como  también los textos que incluían las regulaciones precisas para la  implementación de la reforma deseada, pueden ustedes imaginar mi  estupor, mi creciente desagrado, y hasta mi indignación,  especialmente con respecto a contradicciones específicas y cambios que  necesariamente tendrían consecuencias duraderas. Por esto decidí ir a  ver al Cardenal Gut, quien el 8 de mayo de 1968 había  sido nombrado prefecto para la Congregación de los Ritos, en reemplazo  del Cardenal Larraona, quien había renunciado a la prefectura de dicha  congregación el 9 de enero de ese año. 
Le solicité una audiencia en  su departamento, que me concedió el 19 de noviembre de 1969 (aquí  quisiera hacer notar, incidentalmente, que la fecha de la muerte del  Cardenal Gut aparece, repetidamente, adelantada un año en las memorias  del Arzobispo Bugnini : 8 de diciembre de 1969, en vez de la correcta,  de 1970). 
Me recibió muy cordialmente, a pesar de que estaba  visiblemente muy enfermo, y pude, por decirlo así, abrirle mi corazón.  Me dejó hablar sin interrupción durante media hora, y entonces me dijo  que compartía plenamente mi preocupación. Enfatizó, de todos modos, que  la Congregación de los Ritos no tenía la culpa, ya que el trabajo de  reforma en su totalidad había sido efectuado por un Consilium,  que había sido nombrado por el Papa específicamente con ese fin, y para  el cual Pablo VI había elegido al Cardenal Lercaro como presidente y al  padre Bugnini como secretario. Este grupo trabajó bajo la supervisión  directa del Papa. 
He aquí que el padre Bugnini había sido secretario  de la Comisión Conciliar Preparatoria para la Liturgia. Como su trabajo  no había sido satisfactorio –había tenido lugar bajo la dirección del  Cardenal Gaetano Cicognani– no fue promovido a secretario de la Comisión  Conciliar. En su lugar fue nombrado Fray Ferdinando Antonelli OFM (más  tarde Cardenal). Un grupo organizado de liturgistas hizo ver a Pablo VI  esta postergación como una injusticia hacia el P. Bugnini, y se las  arreglaron para lograr que el nuevo Papa, que era muy impresionable ante  estos procederes, reparara la “injusticia” nombrando al P. Bugnini  secretario del nuevo Consilium responsable de implementar la reforma. 
Estos dos nombramientos, del Cardenal Lercaro y del P. Bugnini, para lugares clave en el Consilium,  hicieron posible que se oyeran voces que no habían sido oídas durante  el proceso del Concilio y, de la misma manera, se silenciaran otras que  sí lo habían sido. Además, el trabajo del Consilium se llevó a cabo en áreas de trabajo inaccesibles a quienes no fueran miembros de él.        Con el fin de establecer la coincidencia o la contradicción entre  las reglamentaciones del Concilio y la reforma tal cual fue llevada a  cabo, veamos brevemente las instrucciones Conciliares más importantes  relativas al trabajo de reforma. 
Las instrucciones generales, que  conciernen sobre todo a los fundamentos teológicos, están contenidas  principalmente en el artículo 2 de Sacrosantum Concilium. Aquí se  establecen primeramente la naturaleza terrenocelestial de la Iglesia, su  Misterio, tal como la liturgia debería expresarlo: todo lo humano debe  estar ordenado y subordinado a lo divino; lo visible a lo invisible; lo  activo a lo contemplativo; el presente a la futura Ciudad de Dios que  buscamos. De acuerdo con esto, la renovación de la liturgia debe ir de  la mano con el desarrollo y la renovación del concepto de Iglesia. 
 
El  artículo 21 deja asentada la condición previa para cualquier reforma  litúrgica: que hay en la liturgia una parte inmutable, pues fue  decretada por Dios, y partes que pueden ser cambiadas, o sea aquellas  que se introdujeron en el curso del tiempo en forma impropia o han  probado ser menos apropiadas. Los textos y los ritos deben  corresponderse con la orden establecida en el artículo 2, y por esto  pueden ser mejor entendidos y mejor experimentados por el pueblo. En el  artículo 23 aparecen sobre todo guías prácticas que deben ser seguidas  para lograr la correcta relación entre tradición y progreso. Debe  emprenderse una precisa investigación teológica, histórica y pastoral;  además, se deben considerar las leyes generales de la estructura y del  sentido de la liturgia, y la experiencia derivada de las reformas  litúrgicas más recientes. Luego, se deja establecido como norma general  que la innovación se puede introducir solamente si un genuino beneficio  para la Iglesia lo demanda. Finalmente, las nuevas formas deben surgir  orgánicamente de aquellas ya existentes. 
 
Conviene señalar las  normas prácticas para la tarea de la reforma que surgen de la naturaleza  didáctica y pastoral de la liturgia. De acuerdo con el artículo 33, la  liturgia es principalmente el culto a la majestad de Dios, por el cual  los creyentes entran en relación con Él por medio de signos visibles que  la liturgia usa para expresar realidades invisibles, signos que fueron  elegidos por Cristo mismo o por la Iglesia. Hay aquí un eco vibrante de  lo que el Concilio de Trento ya recomendaba con el fin de proteger su  patrimonio del vacío racionalista e insípido del culto protestante,  patrimonio que el Santo Padre en sus escritos a las iglesias orientales  ha caracterizado como su tesoro especial. Este “tesoro especial” también  merece ser una fuente de alimento para la Iglesia Católica. Se  distingue por ser rico en simbolismo, proveyendo de esa manera educación  didáctica pastoral y enriquecimiento, haciéndolo especialmente adecuado  hasta para la gente más sencilla. 
 
Cuando consideramos que las  iglesias Ortodoxas –a pesar de su separación de la roca de la Iglesia– a  través de la expresión simbólica y el desarrollo teológico que  continuamente se incorporaron a su liturgia han preservado las creencias  correctas y los sacramentos, toda reforma litúrgica católica debería  más bien aumentar la riqueza simbólica de su forma de culto en vez de  disminuirla – a veces hasta drásticamente–.   
El Concilio pidió, una y otra vez, que la reforma se adhiriera a la tradición. Todas las reformas, a excepción de la postconciliar, observaron esta regla básica. 
 
En  lo que concierne a las guías prácticas para partes específicas de la  liturgia –sobre todo para lo central, el sacrificio de la Misa– es  suficiente concentrarse en unos pocos puntos especialmente  significativos para la reforma del Ordo Missae. 
Para ello, deben  enfatizarse especialmente dos directivas Conciliares. En el artículo 50  se da, primeramente, la directiva de que en la reforma debe manifestarse  más claramente la naturaleza intrínseca de las varias partes de la Misa  y la conexión entre ellas con el fin de facilitar la activa y devota  participación de los fieles. 
Como consecuencia, se enfatiza que los  ritos deben ser simplificados pero manteniendo al mismo tiempo fielmente  su sustancia, y que ciertos elementos que habían sido duplicados en el  curso de los siglos o agregados de manera no especialmente oportuna,  debían ser nuevamente eliminados; mientras que otros, que habían sido  perdidos con el paso del tiempo, serían restaurados en armonía con los  padres Conciliares hasta donde pareciera apropiado o necesario. 
EL CONCILIO: ÉNFASIS ESPECIAL EN EL SILENCIO.  
 
En  lo que concierne a la participación de los fieles, los varios elementos  de compromiso exterior están indicados en el artículo 30, con énfasis  especial en el silencio necesario en los momentos debidos. El Concilio  vuelve a esto en más detalle en el artículo 48, con una nota especial  sobre la participación interior, a través de la cual la adoración a Dios  y la obtención de la Gracia, juntamente con el sacerdote que ofrece el  sacrificio y los demás participantes, logra sus frutos. 
 
EL LENGUAJE LITÚRGICO.  
 
El  Artículo 36 habla del lenguaje litúrgico en general, y el artículo 54  de los casos particulares de la Misa. Luego de una discusión que duró  varios días, en la cual se discutieron los argumentos a favor y en  contra, los padres Conciliares llegaron a la clara conclusión – en total  acuerdo con el Concilio de Trento– de que el Latín debía ser mantenido  como la lengua del culto para el rito Latino, aunque eran posibles y aún  bienvenidos los casos excepcionales. Volveremos sobre este punto en  detalle. EL CANTO GREGORIANO.  
 
El  artículo 116 habla extensamente sobre el canto gregoriano, haciendo  notar que éste ha sido el canto clásico de la liturgia católica desde el  tiempo de Gregorio el Grande, y que como tal debe ser mantenido. La  música polifónica también merece atención y estudio. Los demás artículos  del capitulo VI, sobre música sacra, hablan del canto y la música  apropiados para la Iglesia y la liturgia, y enfatiza espléndidamente el  im portante, ciertamente fundamental, papel del órgano en la liturgia  Católica. 
El artículo 107 analiza la reforma del año litúrgico,  poniendo énfasis en la afirmación o reintroducción de los elementos  tradicionales y reteniendo su carácter específico. Se enfatiza  particularmente la importancia de las fiestas del Señor y en general del  Propium de tempore en la secuencia anual, en el cual algunas fiestas  sagradas debían dejar su lugar para que la completa efectividad de la  celebración de los misterios de la redención no fuera menoscabada. 
Por  cierto que estas referencias sobre la reforma litúrgica a la luz de la  Constitución para la Liturgia no son completas en lo que concierne a los  distintos temas considerados ni a cómo fueron tratados. Seleccionaré  muchos y variados ejemplos que parecen necesarios para llegar a una  conclusión convincente. 
La Iglesia y la liturgia crecen y se  desarrollan juntas, pero siempre de modo que lo terreno se organice en  torno a lo celestial. La misa viene de Cristo; fue adoptada por los  apóstoles y sus sucesores como también por los Padres de la Iglesia. Se  desarrolló orgánicamente con el mantenimiento consciente de su  substancia. 
La liturgia se desarrolló conforme a la Fe que está  contenida en ella; por esto podemos decir con el Papa Celestino I, en  sus escritos a los obispos Galicanos en el año 422: Legem credendi lex  statuit supplicandi: la liturgia contiene y, en formas adecuadas y  comprensibles, expresa la Fe. En este sentido, el contenido de la  liturgia participa del contenido de la Fe misma y, ciertamente,  contribuye a protegerla. Nunca se ha visto, entonces, en ninguno  de los ritos cristianos católicos, una ruptura, una creación  radicalmente nueva – a excepción de la reforma postconciliar.  Pero el Concilio pidió, una y otra vez, que la reforma se adhiriera a la  tradición. Todas las reformas, comenzando con Gregorio I, a lo largo de  la Edad Media, durante el ingreso a la Iglesia de los pueblos más  dispares con sus variadas costumbres, observaron esta regla básica. 
Esta  es, incidentalmente, una característica de todas las religiones,  incluidas las no reveladas, que prueba que un apego a la tradición es  común a todo culto religioso, y por lo tanto es algo natural. 
No es sorprendente, por lo tanto, que cada brote herético de la Iglesia Católica haya generado una revolución litúrgica,  como es claramente reconocible en el caso de los protestantes y  anglicanos; mientras que las reformas efectuadas por los papas y  particularmente estimuladas por el Concilio de Trento y llevadas  adelante por el Papa San Pío V, como de las de San Pío X, Pío XII y Juan  XXIII, no fueron revoluciones, sino meramente correcciones  insignificantes, alineamientos y enriquecimientos. No debía  introducirse nada nuevo, como el Concilio dice expresamente refiriéndose  a la reforma deseada por los Padres Conciliares, salvo que lo demandara  el bien genuino de la Iglesia.  
MULTIPLICIDAD PRÁCTICAMENTE ILIMITADA.  
 
Hay  varios ejemplos de lo que la reforma postconciliar de hecho produjo,  sobre todo, en su mismo corazón, el radicalmente nuevo Ordo Missae. El  nuevo introito de la Misa asegura un lugar destacado a muchas variantes,  y por medio de posteriores concesiones a la imaginación de los  celebrantes con sus comunidades ha ido llevando a una multiplicidad  prácticamente ilimitada. De cerca le sigue el Leccionario, al cual  volveremos en conexión con otro asunto. 
EL OFERTORIO, UNA REVOLUCIÓN.  
 
Luego  de esto viene el Ofertorio, el cual, en sus textos y contenido,  representa una revolución. Ya no aparece como el antecedente del  sacrificio sino, solamente, como una preparación de los dones, con  sentido evidentemente humanizado, lo que nos impresiona como artificioso  del principio al fin. En Italia fue llamado el sacrificio de los  coltivatori diretti, esto es, de la poca gente que aún cultiva  personalmente sus pequeñas parcelas de tierra, mayormente antes y  después de su ocupación principal. Debido a los grandes medios técnicos a  disposición de la agricultura, que hoy sólo se pueden obtener por vía  de la industria, para la producción del pan se utiliza muy poco trabajo  del hombre. Desde la arada hasta la cosecha de la cual proceden los  granos de trigo son necesarias muy pocas manos humanas. La substitución  de la ofrenda de los dones para el sacrificio por realizarse es más bien  un desafortunado y anacrónico simbolismo que escasamente puede  reemplazar los varios elementos simbólicos genuinos que fueron  suprimidos. 
Se hizo también tabula rasa con los gestos altamente  recomendados por el Concilio de Trento y solicitados por el Concilio  Vaticano II, como también muchas Señales de la Cruz, besos al altar y  genuflexiones. fonte:una voce argentina  |