- San Severino, Obispo y Confesor
- San Antonio María Claret, Obispo y Confesor
- San Teodoro o Teodoreto, Mártir
- San Severino Boescio, “Mártir”
- San Román, Obispo de Rouen
- San Ignacio, Patriarca de Constantinopla
- San Alucio, Patrono de Pescia
- Santos Servando y Germán, Mártires
- Beato Juan Buono, Religioso
- Beato Bartolomé, Obispo de Vicenza
- Beato Gregorio Celli, Religioso
 23 de octubre
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 |  SAN ANTONIO MARÍA CLARET,   Obispo y Confesor | 
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|    No sería           difícil encontrar quien, ignorando la vida portentosa del Santo que           conmemora hoy la Iglesia, se sintiera asaltado por la duda de si           Antonio Claret, a quien se oye llamar de mil modos, suficiente cada           uno para encarnar y cincelar toda una personalidad maciza y           exuberante, existió en realidad o fue una fantasía. El modelo de           obreros, el misionero apostólico, el taumaturgo, el escritor           inagotable, el gran director de almas, el fundador, el organizador           genial, el intuitivo "precursor de la Acción Católica, tal como           es hoy" (Pío XI), el catequista célebre, el prudente confesor           real, el abanderado de la infalibilidad pontificia y primer santo del           concilio Vaticano, el sagrario viviente, el apóstol cordimariano de           los tiempos modernos, el gran apóstol del siglo XIX, y también el           gran calumniado, existió y fue San Antonio María Claret.               Nació en           Sallent (Barcelona ) el día 23 de diciembre de 1807, de padres auténticamente           cristianos, que, al día siguiente, le llevaron al bautismo. "Me           pusieron por nombre -nos dirá en su autobiografía-Antonio Adjutorio           Juan: pero yo, después, añadí el dulcísimo nombre de María,           porque María Santísima es mi Madre, mi Madrina, mi Maestra y mi           todo, después de Jesús".    A los,           cinco años de edad aparecieron ya en la precoz inteligencia y en el           corazón naturalmente compasivo del niño Antonio las primeras señales           y gérmenes de su vocación al apostolado: "Las primeras ideas de           mi niñez de que yo tengo memoria son que, cuando tenía unos cinco años           de edad, estando en la cama, en vez de dormir, pues siempre he sido           poco dormilón, pensaba en los bienes del cielo y en las penas eternas           del infierno, es decir, pensaba en aquel "siempre" que no           tiene fin: me figuraba distancias enormes: a éstas añadía otras y           otras, y, no alcanzando el fin de ellas, me estremecía por la           desgracia de aquellos que tendrán que padecer penas eternas...: esta           idea quedó tan grabada en mí que, sea por lo temprano que empezó,           sea por las muchas veces que en ella he pensado, lo cierto es que nada           tengo más presente".    Son éstos           los primeros aleteos del misionero en ciernes: "Esta idea de la           eternidad desgraciada es la que me ha hecho, hace y hará trabajar,           mientras viva, en la conversión de los pobres pecadores, procurándola           en el púlpito, en el confesionario, por medio de libros, estampas,           hojas volantes, conversaciones, etc." Ha brotado la semilla del           apóstol, del misionero que, en un siglo calamitoso para la Patria,           luchará con su espíritu magníficamente universal, abierto,           eminentemente apostólico y práctico. Su programa de vida y actuación           quedó escrito de su puño y letra: "Trabajando constantemente y           aprovechando todas las circunstancias para dar gloria a Dios y atender           a la salvación de las almas, valiéndome de todos los medios".           El programa, en su ambiciosa sencillez, debía ser una obra perenne,           por, que, casi con las mismas palabras, se lo dejó en las           constituciones a la codicia apostólica de sus misioneros.    La infancia           de Antonio transcurre apacible entre la escuela, su casa, los juegos y           la iglesia. Los tiempos eran malos y revueltos, y las circunstancias           de la familia no consentían los gastos de pensión en el Seminario.           El muchacho hubo de incorporarse de lleno a los trabajos del telar           paterno, en espera de tiempos mejores. Golpe duro y definitivo, al           parecer, para las ilusiones de Claret. Acató resueltamente y con todo           amor la orden de su padre, pasando por todas las ocupaciones y labores           de la fábrica de tejidos, propiedad de su familia, y trabajando como           el que más en cantidad y calidad. Así, hasta que llega un momento en           que el trabajo de la fábrica paterna no tiene ya dificultades ni           secretos para él. Por eso, "deseoso de adelantar, dije a mi           padre que me llevase a Barcelona. Se extendió por aquélla ciudad la           fama de la habilidad que el Señor me había dado para la fabricación.           De aquí que algunos señores quisieran formar compañía con mi           padre. Me excusé... Y, a la verdad, fue esto providencial. Yo nunca           me había opuesto a los designios de mi padre. fue ésta la primera           vez, y fue porque la voluntad de Dios quería de mí otra cosa. Me           quería eclesiástico. El continuo pensar en máquinas y talleres me           tenía absorto. Era un delirio lo que tenía por la fabricación. En           medio de esto me acordé de aquellas palabras del Evangelio que leí           de muy niño: "¿De qué le aprovecha al hombre ganar todo el           mundo si finalmente pierde su alma?" Esta sentencia me causó           profunda impresión. Fue una saeta que me hirió en el corazón.           Pensaba y discurría qué haría".    Hay en su           alma una inquietud que no le deja sosegar y que va aumentando su tensión           con varios episodios sucedidos en pocos meses, a propósito para           desengañarle del mundo y avivar el interés por los negocios del           alma. Fueron los siguientes: "Un día que fui a la Mar Vieja, que           llaman, hallándome en la orilla, se alborotó de repente el mar y una           grande ola se me llevó y, de improviso, me vi mar adentro. Después           de haber invocado a María Santísima me hallé en la orilla, sin           saber nadar y sin haber entrado en mi boca ni una sola gota de           agua".    Un amigo le           llenó de amarguras el alma. Había condescendido a tener con él           compañía de intereses; pero, cediendo este desventurado a los           atractivos del juego, le estafó muchos miles de pesetas y se complicó           después en otras acciones delictivas, hasta parar en un presidio.           Antonio, aunque libre de toda complicidad, sintió hondamente el           percance.    "Iba           alguna vez a visitar a un compatricio mío. Un día la dueña de la           casa, que era una señora joven, me dijo que le esperase, que estaba           para llegar. Luego conocí la pasión de aquélla señora, que se           manifestó con palabras y acciones. Habiendo invocado a María Santísima,           y forcejeando con todas mis fuerzas, me escapé de entre sus brazos.    Tenía           veintidós años. Llevaba cuatro en Barcelona. Durante ellos había           llenado el ideal que pudiera proponerse, aun en nuestros días,           cualquier trabajador especializado: aptitud para la fabricación,           perito en dibujo, en el que consiguió repetidos premios; conocedor           del francés y del inglés, que hablaba con soltura; diestro en el           manejo de las matemáticas; hábil en la técnica textil, que no tenía           secretos para él; propuesto con insistencia para director de fábricas,           y, en medio de todo, piadoso, honrado, de bello porte y de un carácter           tan amable y alegre que era las delicias de sus compañeros, de sus           superiores y de sus subalternos. La vida le sonríe cuando abandona la           esperanzas de un porvenir brillante y decide ingresar en la Cartuja.           Pero, cuando se encamina al cenobio de Montealegre, una deshecha           tempestad puso a prueba la poca robustez de sus pulmones, fatigados           por la marcha y heridos por el trabajo, hasta expeler sangre. Por lo           visto, Dios no lo quería así. Una vez restablecidas sus fuerzas           marcha a sentarse entre los niños en el banco de un Seminario. Es lo           que hoy se llama -con frase no tan inexacta- una vocación tardía.    Y pasan los           años. Estudia filosofía y teología en el viejo pero glorioso caserón           del Seminario de Vich, con Balmes de compañero, y, por fin, el día           13 de junio de 1835 se ordena sacerdote, después de un mes de           ejercicios.    Ahora ya es           mosén Claret. Tiene veintisiete años cumplidos. Se conserva su           retrato de esta época. Bajo de estatura; un tinte amarillento colorea           su rostro; ojos grandes y tiernos, que tienden a cerrarse bajo unos párpados           carnosos, que naturalmente le inclinan a la modestia; pero cuando           miran la lejanía y las multitudes desde la altura del púlpito se           abren claros, animados por el alma fogosa de un apóstol, y le brillan           como dos brasas.    La           parroquia de Sallent fue testigo de los primeros ardores de su celo           sacerdotal, de la ejemplaridad intachable de su vida, de sus virtudes           y de sus milagros. Pero este campo era demasiado reducido para el           corazón grande de mosén Antón. Buscando horizontes más amplios           para su celo se encamina a Roma, con el fin de ingresar en el Colegio           de Propaganda Fide. Los oficiales encargados no pueden decretar la           admisión sin la aprobación del cardenal prefecto, que, por aquellos           días, disfrutaba las clásicas vacaciones romanas de la Ottobrata.           Frente a este conjunto de dificultades decide Claret hacer los           ejercicios espirituales en una casa profesa de la Compañía de Jesús,           en espera de que las Congregaciones pontificias reanudaran sus           trabajos. El mismo religioso que le dirigió los ejercicios, viendo en           él cualidades no comunes, le propuso e insistió que ingresase en la           Compañía. Tanto le animaron y tan fácilmente se solucionaron todas           las dificultades, que, como él mismo nos dice, "de la noche a la           mañana me hallé jesuita. Cuando me contemplaba vestido de la santa           sotana de la Compañía casi no acertaba a creer lo que veía, me           parecía un sueño.    Pero los           designios de Dios son muy distintos: "Me hallaba muy contento en           el noviciado cuando he aquí que un día me vino un dolor tan grande           en la pierna derecha que no podía caminar. Se temieron que quedaría           tullido. El padre rector me dijo: "Esto no es natural. Me hace           pensar que Dios quiere otra cosa de usted; consultaremos al padre           general". Este, después de haberme oído, me dijo sin titubear,           con toda resolución: "Es la voluntad de Dios que usted vaya           pronto a España. No tenga miedo. Animo'. El padre Roothan tenía razón.    Regresa a           España y, al desembarcar en Barcelona, Claret deja de ser el mosén           Antón que partió a Roma para convertirse en el misionero padre           Claret. Exonerado de todo cargo parroquial, sus superiores le envían           "como nube ligera que, empujada por el soplo del Espíritu Santo,           llevase la lluvia bienhechora de la palabra divina a regiones secas y           estériles".    El ambiente           político no es nada propicio. Hace poco que ha concluido la primera           guerra carlista, guerra civil tenacísima y dura, que se ha prolongado           siete años, y precisamente Cataluña ha sido uno de los principales           teatros de la contienda. Esto no arredra al padre Claret. Más de cien           páginas de su autobiografía nos narran sus correrías apostólicas y           los estímulos que le movían a predicar incansablemente:           "Siempre a pie de una población a otra, por muy apartadas que           estuviesen, a través de nieves o de calores abrasadores, sin un céntimo           siempre, pues nunca cobraba nada", predicando seis y ocho horas           diarias y, el restante tiempo, confesando a miles de personas y, por           las noches, en lugar de descansar, la oración, las disciplinas, el           escribir libros y hojas volanderas, y sin comer apenas, lo que tenía           maravilladas a las gentes. Era un milagro del Señor el que sostenía           aquélla naturaleza. Las muchedumbres se agolpaban para oírle y el           fruto era enorme. El demonio, por su parte, le hacía una guerra sin           cuartel: en esta iglesia era una piedra que se desprendía del techo;           en aquel pueblo, un violento fuego que se declaraba mientras predicaba           el misionero. Pero éste descubría todas las astucias del enemigo.           "Si era grande la persecución que me hacía el infierno, era           muchísimo mayor la protección del cielo. Conocía           visiblemente -dice él mismo- la protección de la Santísima Virgen.           Ella y sus ángeles me guiaron por caminos desconocidos, me libraron           de ladrones y asesinos y me llevaron a puerto seguro sin saber cómo.           Muchas veces corría la voz de que me habían asesinado. Yo, en medio           de estas alternativas, pasaba de todo: tenía ratos muy buenos, otros           muy amargos. Habitualmente no rehusaba las penas, al contrario, las           amaba y deseaba morir por Cristo; yo no me ponía, temerariamente en           los peligros, pero sí me gustaba que el superior me enviase a lugares           peligrosos, para poder tener la dicha de morir asesinado, por           Jesucristo."    Puede           decirse que recorre todas las capitales y pueblos del nordeste de España.           Su fama es grande; su predicación produce auténticas manifestaciones           de entusiasmo. El fruto es cierto y copioso. Son muchas las           conversiones sinceras. Menudean los milagros. El padre Claret,           incansable, tiene constantemente a flor de labios esta oración:           "¡Oh Corazón de María, fragua e instrumento del amor, enciéndeme           en el amor de Dios y del prójimo!".    De este           modo pasaron siete años, hasta que, en 1848, fue enviado a Canarias           para misionar en aquellas islas. Allí todavía más que en la Península,           las multitudes se desbordan, las iglesias son insuficientes para           contener a los que quieren escuchar la palabra del Padrito Santo, como           cariñosamente le llaman, y el misionero se ve obligado a predicar           bajo la bóveda azul del firmamento, en las plazas públicas o a las           orillas del mar.    El padre           Claret acarició toda su vida, como un bello ideal, la fundación de           una Congregación de sacerdotes que se dedicasen a la evangelización,           según él la comprendía y practicaba. Mas, por oposición de la política           y de las guerras, parecía todo un sueño que nunca habría de tener           realidad. A mediados de 1849 regresó a España. El ambiente nacional           había evolucionado mucho; los cielos de la política se serenaban; la           persecución ahogaba en la lejanía sus últimos rugidos. A favor de           todo esto las ilusiones claretianas volvieron a reverdecer. El santo           misionero adivinó llegada la hora y, después de vencer no pocas           dificultades, el día 16 de julio de este mismo año reúne a seis jóvenes           sacerdotes en el Seminario de Vich y queda echada la semilla de la           Congregación de los Misioneros Hijos del Corazón de María.    Poco           tiempo, sin embargo, pudo vivir con aquélla incipiente comunidad.           "El día 4 de agosto -nos dice-, al bajar del púlpito, me mandan           ir a Palacio. Y, al llegar allí, el señor obispo me da el           nombramiento para arzobispo de Santiago de Cuba. Quedé muerto con tal           noticia. Dije que de ninguna manera aceptaba. Espantado del           nombramiento, no quise aceptar, por considerarme indigno y por no           abandonar la Congregación que acababa de nacer. Entonces el nuncio de           Su Santidad y el ministro de Gracia y Justicia se valieron de mi           prelado, a quien tenía la más ciega obediencia. Este me mandó           formalmente que aceptara."    Mientras           que se tramitaba su consagración y preparaba el viaje a América el           celo del padre Claret continúa incansable y devorador; sigue sus           correrías apostólicas; escribe libros; funda la Librería Religiosa,           interviniendo personalmente en el montaje de las máquinas. Recibida           la consagración episcopal, nada cambió de su método de vida: el           mismo trato sencillo y humilde, el mismo vestido, la misma comida           pobre y escasa, y, sobre todo, el mismo celo apostólico. Es su pasión.           El gran fuego que le arde en las entrañas. Ninguna frase mejor que la           escogida por él para su sello episcopal: Caritas Christi urget nos.           Como otras muchas páginas de la autobiografía que nos dejó escrita,           esta que transcribirnos puede darnos una idea de su actividad           misionera y apostólica: "Arreglados mis negocios en Madrid, me           volví a Cataluña. Al llegar a Igualada prediqué. Al día siguiente           fui a Montserrat, en que también prediqué. Luego pasé a Manresa, en           que se hacía el novenario de ánimas: por la noche les prediqué y,           al día siguiente, di la sagrada comunión. Por la tarde pasé a           Sallent, mi patria, y todos me salieron a recibir; por la noche les           prediqué desde un balcón de la plaza, porque en la iglesia no           hubieran cabido; al día siguiente celebramos una misa solemne y, por           la tarde, salí para Sanmartí, donde prediqué. Al día siguiente por           la mañana pasé a la ermita de Fusimaña, a la que había tenido           tanta devoción desde pequeño, y en aquel santuario celebré y           prediqué de la devoción a la Virgen Santísima. De allí pasé a Artés,           en que también prediqué; luego a Calders, y también prediqué, y           fui a comer a Moyá, y por la noche prediqué. Al día siguiente pasé           por Collsuspina, y también prediqué, y después fuí a Vich, y también           prediqué. Pasé a Barcelona, y prediqué todos los días en           diferentes iglesias y conventos, hasta el día en que nos           embarcamos".    En Cuba se           mantiene el mismo ritmo misionero: persecuciones, puñales, incendios,           calumnias, que las fuerzas del mal desencadenaron contra el arzobispo;           pero éste siguió manteniéndose intrépido en la misma línea. Con           celo infatigable recorrió a caballo cuatro veces, en visita pastoral,           toda su diócesis, que era aproximadamente de 60.000 kilómetros           cuadrados. Las conversiones fueron innumerables. Los terremotos, la           peste y el cólera que azotaron la isla sirvieron al arzobispo para           arrancar infinitas almas al diablo, arreglar innumerables matrimonios           de amancebados, más de 10.000, y hasta para calmar las revueltas           populares. Durante su pontificado los americanos del Norte sirviéndose           de elementos revolucionarios, hicieron tres tentativas contra la isla           y las tres las desbarató el arzobispo con sólo predicar el amor y el           perdón. Los enemigos de España llegaron a pensar muy en serio quitar           la vida al que les hacía más daño que todo el ejército. Muchos           intentos fallaron. Por fin, uno acertó. El día 1 de febrero de 1856           el arzobispo era herido gravemente en Holguín. "Cuando salimos           de la iglesia—es el propio padre Claret quien nos lo cuenta—se me           acercó un hombre, como si quisiera besarme el anillo; pero, al           instante, alargó el brazo armado con una navaja de afeitar y descargó           el golpe con todas sus fuerzas..," Lo que menos importó al           herido fue la gravedad de aquellos momentos; a pesar de su presencia           de ánimo, estaba muy lejos de su cuerpo: "No puedo explicar el           placer, el gozo que sentía mi alma, al ver que había logrado lo que           tanto deseaba: derramar mi sangre por Jesús y María".              Restablecido milagrosamente, consiguió el indulto para su desgraciado           verdugo y todavía le pagó el viaje para que pudiese regresar a su           patria.    También           para el Santo había llegado la hora de retornar a España, y con ella           el periodo que constituye la plenitud de su vida. El día 13 de marzo           de 1857, estando predicando en una misión, recibió un comunicado de           la reina de España, Isabel II, que le llamaba a Madrid, sin           expresarle el motivo. El arzobispo termina apresuradamente las obras           de mayor envergadura que tenía iniciadas, como la Granja Agrícola de           Puerto Príncipe y el recién fundado Instituto Apostólico de María           Inmaculada para la Enseñanza. Llega a Madrid y se entera en la           primera entrevista con Isabel de que ésta le había llamado para           hacerle su confesor. El padre Claret, siempre reacio a aceptar           dignidades y grandezas humanas, no otorgó su consentimiento sino           después de haber consultado a varios prelados y, aun entonces, con la           expresa condición de no vivir en Palacio y de quedar libre para           dedicarse al ministerio. Ahora iba a ser apóstol de España entera.           Efectivamente, no tiene explicación humana lo que hizo en los diez años           que fue confesor real: misionó por todas las capitales y provincias           de España, aprovechando los viajes de los reyes: las tandas de           ejercicios al clero, religiosos y seglares fueron ininterrumpidas;           predica incansable: en una sola jornada llega hasta doce sermones; en           el confesionario emplea diariamente unas cinco horas; recibe por término           medio una correspondencia diaria de cien cartas, a las cuales responde           personalmente: publica libros y opúsculos; es presidente de El           Escorial, que restaura y donde funda un Seminario modelo: da vida           fecunda a la Academia de San Miguel, anticipo de la Acción Católica           de hoy. Todo esto sin contar su asistencia obligatoria a los actos           oficiales de Palacio y el trabajo que tenía como protector del           hospital e iglesia de Montserrat. Una labor, como se ve, capaz de           abrumar las fuerzas de muchos hombres.    Además,           estaba al corriente del movimiento teológico, filosófico y cultural           de Europa. Es ridícula la afirmación de los que presentan al padre           Claret como "un hombre que sólo sabía rezar y hablar sin           grandes pretensiones; hasta su aire era popular, por no decir           pueblerino..." La historia demuestra lo contrario y Pío XII ha           podido afirmar del padre Claret que era "un hombre singular,           nacido para ensamblar contrastes". Ya desde los primeros años,           en la escuela y en la Lonja de Barcelona, y posteriormente en el           Seminario, sus calificaciones fueron siempre máximas. A pesar de su           vida de actlvidad sorprendente y extensisima, es un lector           empedernido. Quedan datos y muestras en su biblioteca particular, que           constaba de más de 5.000 volúmenes de última hora, y que es una de           las mejores y más completas de su tiempo. Voz corriente en los           sectores eclesiásticos contemporáneos era que la ciencia del padre           Claret parecía infusa. Tal vez, pero él mismo nos levanta un poco el           velo cuando escribe: "A mí me consta que lo poco que sabe ese           sujeto (Claret) lo debe a muchos años y muchas noches pasadas en el           estudio". Lo que pasaba es que su vocación al ministerio activo           no le pedía ni el escribir como científico ni el dedicar horas y           horas a investigaciones eruditas, aunque se haya encontrado entre sus           papeles alguna lucubración sobre la posibilidad de los vuelos           dirigidos. Su misión providencial era de más importancia y           trascendencia.    Tiene           Claret casi cincuenta años. Durante los diez que estuvo en la corte           la actualidad religiosa de España quedó centrada en la persona del           santo arzobispo. Su equilibrio humano se manifiesta ante las delicadas           circunstancias personales de su regia penitente. La prudencia           sobrenatural le mantiene alejado de todos los manejos políticos.           Claret tiene una influencia decisiva para el catolicismo español de           toda una época. Se ha dicho que su residencia en Madrid fue una           verdadera catástrofe para el movimiento revolucionario español",           influencia tan decisiva precisamente porque Claret no hizo nunca política.           Ante los frutos que reportaba la obra del confesor real no podía           Satanás dejar de ensañarse contra él, tratando de inutilizar su           ministerio por todos los medios. La persecución se desencadena de           manera metódica y perfectamente calculada: periódicos, libros,           teatros; hasta en tarjetas y cajas de fósforos se le calumnió de la           manera más baja y soez; se escribieron biografías que no eran sino           noveluchos indecentes, se falsificaron escandalosamente algunos de sus           libros más importantes, publicándolos con su nombre. Todo se ensayó,           con el fin de inutilizar su celo. Pero también todo resultó inútil,           pues el Señor tomó por su cuenta defender a su enviado e hizo           redundasen en bien de las almas los mismos medios que los sicarios ponían           en juego para impedirlo. Hasta doce veces intentaron asesinarle y, en           no pocas de estas ocasiones, los mismos iniciadores del crimen eran           los primeros en experimentar, por una sincera conversión, la benéfica           influencia de las virtudes y santidad del calumniado arzobispo.    La conducta           del santo padre Claret no puede juzgarse como la de un estoico           presuntuoso, sino como venida del don divino de la fortaleza. Se irguió           sereno, imperturbable ante la calumnia. No quiso defenderse. Tuvo           escrita una defensa sobria, verid'ica; pero se arrodilló ante el           crucifijo y prefirió callar, recordando las palabras del Evangelio:           Jesus autem tacebat: "Jesús, empero, se mantenía callado"           (Mt. 26,63). Es que desaparece el hombre para dejar paso al santo, a           quien se exigió el sacrificio de su reputación y de su buen nombre,           no sólo durante su vida, sino por largos años posteriores, tantos           que, todavía en 1934, cuando Pío XI le beatifica, hay una pluma           famosa en las letras patrias que, en son de arrepentimiento, escribe:           "Existen dos Claret: uno el forjado por la calumnia, otro el real           y efectivo. Aquél es totalmente inexistente. Este, Antonio María           Claret, es, sencillamente, un santo de la traza y pergeño de los           activos, infatigables, emprendedores".    En esta época           de su estancia en Madrid, cuando el trabajo ministerial acapara todas           sus horas, es precisamente cuando el padre Claret llega a la cumbre de           su vida espiritual, a la unión mayor que se puede dar: la           transformación total. Humildemente nos lo refiere el Santo: "El           día 26 de agosto, hallándome en oración en la iglesia del Rosario,           de La Granja, a las siete de la tarde, el Señor me concedió la           gracia de la conservación de las especies sacramentales y así tener           siempre día y noche al Santísimo Sacramento en el pecho".    ¡Admirable           consumación de amor, expresión manifiesta de la unión íntima,           transformante de un alma con el Divino Verbo! La revolución de           septiembre, que él había profetizado muchas veces, destronó a la           reina y arrojó a ella y a su confesor a un país extraño. Desterrado           de la madre patria, por la que tanto había trabajado, anciano,           cansado, consumido y enfermo, pero indomable, marcha a Francia y, poco           después, a Roma, para asistir al concilio Vaticano. Cuando se discute           la candente cuestión de la infalibilidad pontificia habla con           palabras que conmueven a toda la asamblea. Insinúa proféticamente           algunas escisiones en la Iglesia, por causa de esta cuestión, que           tuvieron exacto cumplimiento, y, después, señalando las cicatrices           que el atentado de Holguín dejó en su rostro y repitiendo la frase           del Apóstol: "Traigo en mi ,cuerpo los estigmas de mi Señor           Jesucristo" (Gál. 6,7), declara que está dispuesto a morir en           confirmación de esta gran verdad: "Creo que el Suma Pontífice           romano es infalible". Es la última llamarada           de una lámpara que se extingue. Vuelve a Francia y, camino de París,           se detiene, casi moribundo, en Fontfroide, una recoleta y tranquila           abadía cisterciense, cerca de Carcasona. Ni en su agonía le           dejan tranquilo las fuerzas del mal. Sólo la muerte le libró de           nuevas persecuciones y pesquisas policíacas. Su cuerpo se           desmoronaba: pero él, con el pie en las playas de la patria eterna,           escribía con pulso a un tiempo inseguro y vigoroso, esta definitiva y           para él obsesionante afirmación: "Quiero verme libre de estas           ataduras y estar con Cristo (Fil. 1,23), como María Santísima, mi           dulce Madre".    Así fue,           el día 24 de octubre de 1870. Después, sus funerales, entre el rumor           del canto de los monjes y el revoloteo de un misterioso pajarillo           sobre el féretro arzobispal, colocado en la severa iglesia           cisterciense. Sobre su tumba escribieron las palabras de San Gregorio           Magno: "Amé la justicia y odié la iniquidad; por eso muero en           el destierro". Bajo aquella losa descansaron los restos del padre           Claret durante veintisiete años, hasta que los Misioneros los           trasladaron, con afecto filial, a su iglesia de Vich (Barcelona). El           cerebro y el corazón habían resistido la acción devoradora de la           humedad y de la cal.    El 25 de           febrero del año 1934 el papa Pío XI le declaraba Beato y el 7 de           mayo de 1950 Pío XII le elevaba al supremo honor de los altares. Su           mejor semblanza, la que de él hizo Su Santidad Pío XII en unas           palabras pronunciadas horas después de la canonización: "Alma           grande, nacida como para ensamblar contrastes; pudo ser humilde de           origen y glorioso a los ojos del mundo; pequeño de cuerpo, pero de           espíritu gigante; de apariencia modesta, pero capaz de imponer           respeto incluso a los grandes de la tierra; fuerte de carácter, pero           con la suave dulzura de quien conoce el freno de la austeridad y de la           penitencia; siempre en la presencia de Dios, aun en medio de su           prodigiosa actividad exterior: calumniado y admirado, festejado y           perseguido. Y entre tantas maravillas, como luz suave que todo lo           ilumina, su devoción a la Divina Madre". ARTURO TABERA ARAOZ | 

 inundado por um mistério de luz que é Deus   e N´Ele vi e ouvi -A ponta da lança como chama que se desprende, toca o eixo da terra, – Ela estremece: montanhas, cidades, vilas e aldeias com os seus moradores são sepultados. - O mar, os rios e as nuvens saem dos seus limites, transbordam, inundam e arrastam consigo num redemoinho, moradias e gente em número que não se pode contar , é a purificação do mundo pelo pecado em que se mergulha. - O ódio, a ambição provocam a guerra destruidora!  - Depois senti no palpitar acelerado do coração e no meu espírito o eco duma voz suave que dizia: – No tempo, uma só Fé, um só Batismo, uma só Igreja, Santa, Católica, Apostólica: - Na eternidade, o Céu!
inundado por um mistério de luz que é Deus   e N´Ele vi e ouvi -A ponta da lança como chama que se desprende, toca o eixo da terra, – Ela estremece: montanhas, cidades, vilas e aldeias com os seus moradores são sepultados. - O mar, os rios e as nuvens saem dos seus limites, transbordam, inundam e arrastam consigo num redemoinho, moradias e gente em número que não se pode contar , é a purificação do mundo pelo pecado em que se mergulha. - O ódio, a ambição provocam a guerra destruidora!  - Depois senti no palpitar acelerado do coração e no meu espírito o eco duma voz suave que dizia: – No tempo, uma só Fé, um só Batismo, uma só Igreja, Santa, Católica, Apostólica: - Na eternidade, o Céu! 

