Llegados a este punto, quizá sea el momento conveniente de examinar rápidamente los grados de liberalismo que S. S. León XIII distinguió. Este esfuerzo del Papa se debe al deseo de ver claro en la intrincada malla de los «liberalismos». En efecto, una vez que León XIII ha expuesto el recto concepto de libertad, distingue entre liberalismo extremo, moderado y muy moderado. El primero, supone la plena soberanía de la razón que «se hace a sí propia sumo principio, y fuente, y juez de la verdad»; este liberalismo pretende que «en el ejercicio de la vida ninguna potestad divina hay que obedecer, sino que cada uno es ley para sí»; admitido que no existe autoridad sobre el hombre, «síguese no estar fuera de él y sobre él la causa eficiente de la comunidad y sociedad civil, sino en la libre voluntad de los individuos, tener la potestad pública su primer origen en la multitud»; cada uno es la propia norma y de ahí que «el poder sea proporcional al número, y la mayoría del pueblo sea la autora de todo derecho y obligación» (Libertas, nº 11).
Pero, como se ha visto en los textos de los padres del liberalismo moderno, muchos de ellos (desde Locke) aceptan los límites de la razón y aun la existencia de la ley eterna: «mas juzgando, sostiene León XIII, que no se ha de pasar más adelante, niegan que esta sujeción del hombre libre a las leyes, que Dios quiere imponerle, haya de hacerse por otra vía que la de la razón natural» (op. cit., nº 12).
Este racionalismo naturalista, pero deísta, que suprime el orden sobrenatural, puede seguirse desde los enciclopedistas hasta Kant, y desde éste hasta diversos liberales de nuestro tiempo. León XIII, con sagacidad hace ver la contradicción de esta posición que, por un lado, admite que se ha de obedecer a Dios como supremo legislador y, por otro, pone límites a esta misma potestad legislativa. En el fondo, este liberalismo es más contradictorio que el liberalismo ateo.
Por último, el liberalismo muy moderado, propio de aquellos que no quieren renunciar a su fe cristiana y que rechazan (o así lo creen) todo cuanto es contrario a la Revelación, sostienen, dice el Papa, que «se han de regir según las leyes divinas la vida y costumbres de los particulares, pero no las del Estado. Porque en las cosas públicas es permitido apartarse de los preceptos de Dios, y no tenerlos en cuenta al establecer las leyes. De donde sale aquella perniciosa consecuencia: que es necesario separar la Iglesia del Estado» (op. cit., nº 13).
Esta verdadera componenda, a la que León XIII señala también como contradictoria, implica la tesis de un Estado laico al que, cuanto más, lo cristiano podría serle adscripto como denominación extrínseca. En cierto sentido, este tipo de liberalismo es el más pernicioso de todos, porque conlleva una carga de enorme confusión y hace sentirse cómodos a aquellos cristianos que, en lugar de enfrentarse con el liberalismo, prefieren no perder la ola de la historia (según dicen algunos) y adaptarse a todo el «sistema», especialmente en la política.
Tanto el liberalismo extremo (ateo), como el liberalismo moderado (deísta) como el liberalismo muy moderado («cristiano»), admiten una zona (el orden temporal) de autosuficiencia del hombre: el primero porque niega la existencia de un orden trascendente al temporal; el segundo porque lo ignora y el tercero porque lo separa. En el orden práctico, viene a resultar lo mismo.