MONACATO Y MÍSTICA
DIVO BARSOTTI
CISTERCIUM, nº 267
enero-junio 2017
Las personas no pueden decidirse a hacer algo sin proponerse
un fin para su acción. Se sienten terriblemente incómodas si
sus acciones son inútiles. Pero si todo lo que hacen tiene un fin,
¿será posible que la vida en sí misma tenga un fin propio? ¿Tiene
la vida un propósito? Si las personas alcanzaran ese fin durante su
vida, después de haberlo alcanzado, llegarían a una situación de
vacío en el que la vida ya no tendría más sentido. El fin de la vida,
si es que debe haber alguno, debe estar más allá de la vida.
El fin de la vida terrestre
Es precisamente por
esto por lo que las personas de hoy sienten
una angustia profunda.
¿Hay algo más allá de
esta vida? ¿Cómo se
puede alcanzar un fin si
la muerte es el fin? En
un mundo como el de
hoy, en que no se reconoce otra realidad que
la de las cosas visibles,
no puede desde luego
haber una vida más allá
de la vida.
Así, pues, las personas
contemporáneas viven
la angustia de una
existencia que no tiene
mayor sentido ni lleva a
ninguna parte. Se vive
para la muerte y la vida
se vuelve absurda. Pero, ¿habrá algún modo de soportar el peso
de semejante condición? Para escapar del absurdo de una vida LEER...
- E senti o espírito
inundado por um mistério de luz que é Deus e N´Ele vi e ouvi -A ponta da lança como chama que se desprende, toca o eixo da terra, – Ela estremece: montanhas, cidades, vilas e aldeias com os seus moradores são sepultados. - O mar, os rios e as nuvens saem dos seus limites, transbordam, inundam e arrastam consigo num redemoinho, moradias e gente em número que não se pode contar , é a purificação do mundo pelo pecado em que se mergulha. - O ódio, a ambição provocam a guerra destruidora! - Depois senti no palpitar acelerado do coração e no meu espírito o eco duma voz suave que dizia: – No tempo, uma só Fé, um só Batismo, uma só Igreja, Santa, Católica, Apostólica: - Na eternidade, o Céu! (escreve a irmã Lúcia a 3 de janeiro de 1944, em "O Meu Caminho," I, p. 158 – 160 – Carmelo de Coimbra)
sábado, 6 de abril de 2019
Brani da Don Divo Barsotti
19.08.2017 13:46

Discese agli Inferi di Don Divo Barsotti
Audiovisivi dalla Comunità dei figli di Dio CDF :
Sermoni di Don Divo Barsotti :
Maggiori informazioni https://uomo-fra-il-nulla-e-l-infinito.webnode.it/news/brani-da-don-divo-barsotti/
PLÁTICAS INSTRUCTIVAS (Dic rede der underscheidunge) ESTAS SON LAS PLÁTICAS QUE EL VICARIO DE TURINGIA, EL PRIOR DE ERFURT, FRAY ECKHART DE LA ORDEN DE LOS PREDICADORES, MANTUVO CON AQUELLOS HIJOS [ESPIRITUALES] QUE REUNIDOS CON ÉL PARA LAS COLACIONES LE PREGUNTABAN MUCHAS COSAS DURANTE ESTAS PLÁTICAS
1. De la verdadera obediencia.
La obediencia verdadera y perfecta es una virtud por sobre todas las virtudes y sin
ella no puede haber, ni ser realizada, ninguna obra por grande que sea; y [por otra parte]
por pequeña e insignificante que sea una obra, si se la hace en verdadera obediencia, es
más útil que decir misa, asistir a ella, rezar, contemplar o hacer cualquier cosa que te
puedas imaginar. Toma, en cambio, una acción lo menos valiosa que quieras, sea lo que
fuere: la verdadera obediencia te la ennoblece y la mejora. La obediencia opera siempre
lo mejor de lo mejor en todas las cosas. Ella, por cierto, no estorba ni descuida nunca lo
1que se haga, en ninguna cosa que surja de la verdadera obediencia, ya que no descuida
ningún bien. La obediencia jamás ha de preocuparse y tampoco le falta ningún bien.
Allí donde el hombre, en obediencia, sale de su yo y se deshace de lo suyo, justamente allí Dios, a su vez, debe entrar por fuerza; pues cuando alguien no quiere nada
para sí, Dios tiene que querer en su lugar, de la misma manera que para Él mismo.
Cuando me he desasido de mi voluntad [poniéndola] en manos de mi prelado2
, y cuando
no quiero nada para mí mismo, entonces Dios debe querer en mi lugar y si, al hacerlo,
descuida alguna cosa para mí, la descuida al mismo tiempo para Él mismo. Así sucede
con todas las cosas: donde yo no quiero nada para mí, Dios quiere en mi lugar. Ahora
¡presta atención! ¿Qué es lo que Él quiere para mí si yo no quiero nada para mí? En
todo aquello en que yo me despojo de mi yo, Él debe querer forzosamente todo cuanto
quiere para sí mismo, ni más ni menos; y del mismo modo que lo quiere para Él. Y si
Dios no lo hiciera —por la verdad que es Dios— Dios no sería justo ni sería Dios, lo
cual es su ser natural.
En la verdadera obediencia no se ha de encontrar ningún «lo quiero así o asá» o
«esto o aquello», sino tan sólo un perfecto desasimiento de lo tuyo. Y por lo tanto, en la
mejor de las oraciones que el hombre sea capaz de rezar, no se debe decir ni «¡Dame
esta virtud o este modo!», ni «¡Ah sí, Señor, dame a ti mismo o la vida eterna!», sino solamente: «¡Señor, no me des nada fuera de lo que tú quieras y haz, Señor, lo que quieres
y como lo quieres de cualquier modo!» Esta [oración] supera a la primera como el cielo
a la tierra. Y si alguien reza así, ha rezado bien: cuando en verdadera obediencia ha salido de su yo para adentrarse en Dios. Y así como la verdadera obediencia no debe saber
nada de «Yo quiero», tampoco habrá de oírse nunca que diga: «Yo no quiero»; porque
«yo no quiero» es un verdadero veneno para toda obediencia. Como dice San Agustín3
:
«Al leal servidor de Dios no se le antoja que le digan o den lo que le gustaría escuchar o
ver; pues su anhelo primero y más elevado consiste en escuchar lo que más le gusta a
Dios».
2
2. De la oración más vigorosa de todas y de la obra más sublime. La oración más vigorosa y casi todopoderosa para obtener todas las cosas, y la obra más digna ante todas, es aquella que procede de un ánimo libre. Cuanto más libre sea éste, tanto más vigorosas, dignas, útiles, elogiables y perfectas serán la oración y la obra. El ánimo libre es capaz de hacer todas las cosas. ¿Qué es un ánimo libre? Un ánimo libre es aquel que no se perturba por nada ni está atado a nada, ni tiene atado lo mejor de sí mismo a ningún modo, ni mira por lo suyo en cosa alguna, sino que está abismado completamente en la queridísima voluntad de Dios, luego de haberse despojado de lo suyo. El hombre no puede ejecutar jamás una obra, por insignificante que sea, sin que ésta reciba su fuerza y virtud de tal [disposición]. Uno ha de rezar con tanto vigor que desearía que todos los miembros y potencias del hombre, la vista como los oídos, la boca, el corazón y todos los sentidos, estuvieran dirigidos hacia esta [finalidad]; y no se debe terminar antes de sentir que uno está por unirse con Aquel a quien tiene presente, dirigiéndole su súplica, esto es: Dios. 3. De las personas no desapegadas que están llenas de propia voluntad. La gente dice: «Ah sí, señor, me gustaría que yo también estuviese en tan buenas relaciones con Dios y que tuviera tanta devoción y tanta paz para con Dios como otras personas, y querría que me pasara lo mismo [que a ellos] o que fuera igualmente pobre», o: «Conmigo las cosas nunca irán bien con tal de que no esté allá o acullá o haga así o asá, tengo que vivir en el extranjero o en una ermita o en un convento». De veras, en todo esto se manifiesta tu yo y ninguna otra cosa. Es tu propia voluntad por más que no lo sepas o no te parezca así: en tu fuero íntimo no surge nunca ninguna discordia que no provenga de la propia voluntad, no importa si se la nota o no. En todos nuestros pareceres de que el hombre debería huir de esa cosa y buscar otra —por ejemplo, esos lugares y esas personas y esos modos o esa multitud o esa actuación— en todo esto la culpa de la perturbación, no la tienen los modos [de proceder] ni las cosas: quien te perturba eres tú mismo a través de las cosas, porque te comportas desordenadamente frente a ellas. Por ende, comienza primero contigo mismo y ¡renuncia a ti mismo! De cierto, sino huyes primero de tu propio yo, adondequiera que huyas encontrarás estorbos y discordia, sea donde fuere. La gente que busca la paz en las cosas exteriores, sea en lugares o en modos o en personas o en obras, o en el extranjero o en la pobreza o en la humilla
ción, por grandes que sean o lo que sean, todo esto no es nada, sin embargo, y no da la paz. Quienes buscan así, lo hacen en forma completamente equivocada: cuanto más lejos vayan, tanto menos encontrarán lo que buscan. Caminan como alguien que pierde el camino: cuanto más lejos va, tanto más se extravía. Pero entonces ¿qué debe hacer? En primer término debe renunciar a sí mismo, con lo cual ha renunciado a todas las cosas. En verdad, si un hombre dejara un reino o todo el mundo, y se quedara consigo mismo, no habría renunciado a nada. Ah sí, cuando el hombre renuncia a sí mismo —no importa la cosa que retenga, riquezas, honores o lo que sea— entonces ha renunciado a todo. Con respecto a las palabras de San Pedro cuando dijo: «Mira, Señor, hemos renunciado a todo» (Mateo 19, 27) —y sin embargo, no había dejado nada más que una simple red y su barquito— advierte un santo4 diciendo: Quien renuncia voluntariamente a lo pequeño, no sólo renuncia a esto sino que deja todo cuanto la gente mundana puede obtener y hasta aquello que [sólo] puede apetecer. Pues, quien renuncia a su voluntad y a sí mismo, ha renunciado tan efectivamente a todas las cosas como si hubieran sido de su libre propiedad y él las hubiese poseído con pleno poder. Porque aquello que no quieres apetecer, lo has entregado y dejado todo por amor de Dios. Por ello dijo Nuestro Señor: «Bienaventurados son los pobres en espíritu (Mateo 5, 3), o sea, en la voluntad. Y nadie debe dudar de esto: si existiera un modo mejor, Nuestro Señor lo habría mencionado, así como dijo también: «Quien me quiere seguir que se niegue primero a sí mismo» (Mateo 16, 24); de esto depende todo. Presta atención a ti mismo; y allí donde te encuentras a ti, allí renuncia a ti; esto es lo mejor de todo. 4. De la utilidad del desasimiento que uno debe realizar interior y exteriormente. Has de saber que en esta vida nunca hombre alguno se ha desasido de sí mismo sin haber descubierto que debe desasirse más aún. Son pocas las personas que reparan bien en este hecho y perseveran en tal [actitud]. Se trata de un trueque equivalente y un negocio justo: hasta donde sales de todas las cosas, hasta ahí, ni más ni menos, entra Dios con todo lo suyo, siempre y cuando en todas las cosas abandones completamente lo tuyo. Comienza tú a hacerlo y permite que te cueste todo cuanto eres capaz de rendir. Ahí y en ninguna otra parte encontrarás la verdadera paz. La gente nunca debería pensar tanto en lo que tiene que hacer; tendrían que meditar más bien sobre lo que son. Pues bien, si la gente y sus modos fueran buenos, sus obras...
2. De la oración más vigorosa de todas y de la obra más sublime. La oración más vigorosa y casi todopoderosa para obtener todas las cosas, y la obra más digna ante todas, es aquella que procede de un ánimo libre. Cuanto más libre sea éste, tanto más vigorosas, dignas, útiles, elogiables y perfectas serán la oración y la obra. El ánimo libre es capaz de hacer todas las cosas. ¿Qué es un ánimo libre? Un ánimo libre es aquel que no se perturba por nada ni está atado a nada, ni tiene atado lo mejor de sí mismo a ningún modo, ni mira por lo suyo en cosa alguna, sino que está abismado completamente en la queridísima voluntad de Dios, luego de haberse despojado de lo suyo. El hombre no puede ejecutar jamás una obra, por insignificante que sea, sin que ésta reciba su fuerza y virtud de tal [disposición]. Uno ha de rezar con tanto vigor que desearía que todos los miembros y potencias del hombre, la vista como los oídos, la boca, el corazón y todos los sentidos, estuvieran dirigidos hacia esta [finalidad]; y no se debe terminar antes de sentir que uno está por unirse con Aquel a quien tiene presente, dirigiéndole su súplica, esto es: Dios. 3. De las personas no desapegadas que están llenas de propia voluntad. La gente dice: «Ah sí, señor, me gustaría que yo también estuviese en tan buenas relaciones con Dios y que tuviera tanta devoción y tanta paz para con Dios como otras personas, y querría que me pasara lo mismo [que a ellos] o que fuera igualmente pobre», o: «Conmigo las cosas nunca irán bien con tal de que no esté allá o acullá o haga así o asá, tengo que vivir en el extranjero o en una ermita o en un convento». De veras, en todo esto se manifiesta tu yo y ninguna otra cosa. Es tu propia voluntad por más que no lo sepas o no te parezca así: en tu fuero íntimo no surge nunca ninguna discordia que no provenga de la propia voluntad, no importa si se la nota o no. En todos nuestros pareceres de que el hombre debería huir de esa cosa y buscar otra —por ejemplo, esos lugares y esas personas y esos modos o esa multitud o esa actuación— en todo esto la culpa de la perturbación, no la tienen los modos [de proceder] ni las cosas: quien te perturba eres tú mismo a través de las cosas, porque te comportas desordenadamente frente a ellas. Por ende, comienza primero contigo mismo y ¡renuncia a ti mismo! De cierto, sino huyes primero de tu propio yo, adondequiera que huyas encontrarás estorbos y discordia, sea donde fuere. La gente que busca la paz en las cosas exteriores, sea en lugares o en modos o en personas o en obras, o en el extranjero o en la pobreza o en la humilla
ción, por grandes que sean o lo que sean, todo esto no es nada, sin embargo, y no da la paz. Quienes buscan así, lo hacen en forma completamente equivocada: cuanto más lejos vayan, tanto menos encontrarán lo que buscan. Caminan como alguien que pierde el camino: cuanto más lejos va, tanto más se extravía. Pero entonces ¿qué debe hacer? En primer término debe renunciar a sí mismo, con lo cual ha renunciado a todas las cosas. En verdad, si un hombre dejara un reino o todo el mundo, y se quedara consigo mismo, no habría renunciado a nada. Ah sí, cuando el hombre renuncia a sí mismo —no importa la cosa que retenga, riquezas, honores o lo que sea— entonces ha renunciado a todo. Con respecto a las palabras de San Pedro cuando dijo: «Mira, Señor, hemos renunciado a todo» (Mateo 19, 27) —y sin embargo, no había dejado nada más que una simple red y su barquito— advierte un santo4 diciendo: Quien renuncia voluntariamente a lo pequeño, no sólo renuncia a esto sino que deja todo cuanto la gente mundana puede obtener y hasta aquello que [sólo] puede apetecer. Pues, quien renuncia a su voluntad y a sí mismo, ha renunciado tan efectivamente a todas las cosas como si hubieran sido de su libre propiedad y él las hubiese poseído con pleno poder. Porque aquello que no quieres apetecer, lo has entregado y dejado todo por amor de Dios. Por ello dijo Nuestro Señor: «Bienaventurados son los pobres en espíritu (Mateo 5, 3), o sea, en la voluntad. Y nadie debe dudar de esto: si existiera un modo mejor, Nuestro Señor lo habría mencionado, así como dijo también: «Quien me quiere seguir que se niegue primero a sí mismo» (Mateo 16, 24); de esto depende todo. Presta atención a ti mismo; y allí donde te encuentras a ti, allí renuncia a ti; esto es lo mejor de todo. 4. De la utilidad del desasimiento que uno debe realizar interior y exteriormente. Has de saber que en esta vida nunca hombre alguno se ha desasido de sí mismo sin haber descubierto que debe desasirse más aún. Son pocas las personas que reparan bien en este hecho y perseveran en tal [actitud]. Se trata de un trueque equivalente y un negocio justo: hasta donde sales de todas las cosas, hasta ahí, ni más ni menos, entra Dios con todo lo suyo, siempre y cuando en todas las cosas abandones completamente lo tuyo. Comienza tú a hacerlo y permite que te cueste todo cuanto eres capaz de rendir. Ahí y en ninguna otra parte encontrarás la verdadera paz. La gente nunca debería pensar tanto en lo que tiene que hacer; tendrían que meditar más bien sobre lo que son. Pues bien, si la gente y sus modos fueran buenos, sus obras...
sexta-feira, 5 de abril de 2019
Don Divo Barsotti. La fede: pietra miliare del rapporto con Dio
Don Divo Barsotti. La fede: pietra miliare del rapporto con Dio
Esercizi di Muzzano
(Luglio 1999)
Avete invitato l'assemblea a pregare e parto proprio da una invocazione, da una preghiera che voi avete fatto, che Dio cioè aumenti in noi la fede, la speranza e la carità.
Parlando dell'esperienza di Dio noi dobbiamo dire con ferma e assoluta certezza che soltanto la fede può stabilire un rapporto tra noi e Dio, fra Dio e noi.
Come non abbiamo un rapporto con le stelle fisse, così non potremmo avere un rapporto con Dio senza avere ricevuto il dono della fede.
Se non ci fosse la fede, saremmo nella impossibilità assoluta di pregare!
Anche se noi dicessimo le preghiere, le preghiere rimarrebbero, non salirebbero al di là delle nubi perché la nostra forza non è tale da poter spingerei al di là di tutto quello che è creato fino a Dio; pertanto, dobbiamo renderei conto, che una esperienza di Dio se esige le virtù teologali, le esige perché senza queste virtù l'uomo si trova nell'impossibilità di stabilire un qualsiasi rapporto con la divinità e il primo dono, il primo strumento che il Signore ci dà per stabilire con Lui un rapporto è la fede.
Se noi viviamo la vita religiosa, viviamo un certo contatto con Dio attraverso la fede, la fede che ci fa conoscere Dio, ci fa conoscere le sue esigenze. Ma l'anima ne ha paura. Siamo così poveri uomini, siamo creature cosi deboli, che rapporto possiamo avere con Dio? Egli ci chiede una santità che è al di fuori delle possibilità dell'uomo di essere raggiunta e tuttavia, anche se noi sentiamo che siamo dei poveri uomini, incapaci di tutto, ma soprattutto incapaci di rispondere alle esigenze di Dio, tuttavia noi ci sentiamo attirati da Lui e non possiamo fare a meno di Lui e quanto più lo conosciamo, tanto più ci attrae la Sua bellezza ci attrae il Suo amore e ci sentiamo come portati via, come trascinati da una forza alla quale non possiamo resistere, andiamo verso il Signore.
L'esperienza di Dio è prima di tutto questo!
Nasce dalla fede ed è insieme il timore e l'attrazione del desiderio. Sono due sentimenti che non sono mai l'uno senza l'altro! C'è sempre una certa paura, voi l'avete sperimentata prima di fare la consacrazione: quante volte ci sono delle persone che hanno fatto l'aspirantato per più di un anno, anche due anni e non sanno decidersi perché hanno paura.
Dove è la loro forza? Come fanno ad avere la sicurezza che poi saranno fedeli? Non riescono ad essere fedeli nelle piccole cose! Mancare di fedeltà a Dio una volta che ci si sia consacrati a Lui sembra tale cosa peccaminosa da far rifuggire la consacrazione e, tuttavia s'insiste, si continua a venire, si riesce a partecipare un po' alla vita della Comunità, perché, lo dicevo prima, ci sono sempre gli stessi due sentimenti: la paura e l'attrazione.
Questo distingue l'esperienza di Dio nella vita del cristiano. Conoscete voi Dio? Se voi non conoscete Dio non c'è né paura né attrazione: vivete una vita religiosa, si, però solo apparentemente: non vivete nulla, vivete soltanto una vita così, vuota, perché quel Dio a cui dovreste accedere è un Dio di carta, è un Dio che non è un Dio vivente, è un Dio che non fa paura perché è a vostra immagine e somiglianza, è un Dio che non vi attrae perché anche la vita religiosa che uno vive nei confronti di Dio è soltanto un riempire il vuoto della vita. Ma non è riempirla di amore, di un desiderio vivo di unione; si vivacchia, così, e non si vive né una vita umana, né una vita religiosa.
È il pericolo tante volte anche di coloro che vogliono vivere una vita religiosa, cioè che non vivono né una vita umana, né una vita religiosa; si trascinano giorno per giorno, anno per anno in una vita mediocre, una vita senza luce, senza desideri, senza aspirazioni, senza nemmeno paura, si va avanti come per forza di inerzia.Timore e ardore: sinonimi di vita nuova
Se c'è la fede, tutto nasce da lì: ecco, Dio non è più un Dio di carta, è il Dio vivente!
Lo conosci, ma lo conosci in quanto è una Persona, non lo conosci perché sai il catechismo, non lo conosci perché conosci la teologia, lo conosci perché l'hai veduto, perché Egli è entrato nella tua vita, perché Egli si è manifestato a te, e perché la manifestazione di Dio alla tua anima ha voluto dire per la tua anima un desiderio incoercibile di essere unita a Lui e, nello stesso tempo, una grande paura per il senso della tua debolezza, per il senso della tua impotenza, della tua povertà spirituale. Conoscenza di fede che è molto maggiore, molto più importante di una conoscenza teologica.
È soltanto così che nasce la vita religiosa, nasce da questa conoscenza di fede.
Un teologo può parlare della Santissima Trinità fumando una sigaretta, ed è una cosa spaventosa, se si pensa bene, ma lo può fare perché Dio è un Dio un po' di carta, un Dio con il quale si ragiona facilmente: è un Dio senza potenza, che non ha alcuna forza nella tua vita interiore. Perché? Perché la fede è poca, la fede è poca! Una persona, una donna, una semplice donna, magari analfabeta, che non conosce altro magari che un po' di catechismo può vivere una unione con Dio, può vivere una fede più viva, anche dei teologi.
Senza dubbio santa Teresa, o santa Gemma Galgani avevano più fede del vescovo della loro diocesi. Pensiamo santa Gemma Galgani e il vescovo di Lucca del tempo. È impressionante la differenza che vi è fra un vescovo buono ma mediocre, e questa anima che è totalmente presa dall'amore del Cristo, che non vede altro che Lui, che non pensa altro che a Lui, che vive una vita in cui veramente viene consumata dall'amore.
Certamente la fede di santa Gemma era molto più grande assai della fede del suo vescovo, anche se il vescovo era vescovo e Gemma Galgani era una povera scema, come lei si firmava.
Quello che conta nella vita religiosa, dunque, è la fede perché la fede è l'organo che ci mette in comunione con Dio. Vorrei sapere: è lo stesso guardare una fotografia della montagna o scalare la montagna?
Vi sembra la stessa cosa? Vediamo, vi sembra davvero la stessa cosa? Non credo davvero, ebbene quelli che vivono, che parlano anche di Dio possono essere come quelli che guardano una fotografia. Altro è guardare la fotografia, altro è scalare la montagna, altro è vivere un contatto vero con Dio.
Guardate bene che la fede vi deve mantenere in un contatto reale con una persona vivente. . Dio è, Dio esiste, Dio è qui!
Dio, con tutta la sua esigenza di amore, con tutta la pienezza della Sua santità: Egli è qui, e l'anima ha un trasalimento grande. Non riesce a vivere insieme a questo Dio così grande, ne ha quasi paura, eppure dicevo prima, questa paura di Dio si unisce nell'anima a una impossibilità di fuggire perché si sente, nello stesso tempo, attirata da Lui e tu senti che la tua vita è soltanto nella risposta a questa attrazione che provi e che il Signore esercita su di te.
È, direi, proprio questa l'esperienza fondamentale: quando si parla dell'esperienza di Dio dobbiamo pensare che quello che distingue questa esperienza sono questi due sentimenti, mai uno senza l'altro. Può essere che qualche volta prevalga non so l'attrazione alla paura, altre volte la paura o almeno il senso del rispetto invece dell'amore, ma questi due sentimenti sono sempre presenti. Se non c'è il timore dovete avere paura, se non avete paura dovete avere paura perché Dio non è proporzionato all'uomo.
Ti senti di vivere insieme a un gigante, ti senti di vivere una santità che ti brucia, che ti consuma: ti getteresti volentieri nel fuoco? Non credo! Non ti sei mai gettato nel fuoco, ecco, non ti senti anche di gettarti in questo Dio. Un senso di timore nasce sempre nell'anima. Che cosa mi chiederà il Signore? Che cosa vorrà da me? Come potrò vivere io un rapporto con Lui?
Ed ecco allora si cerca di vivere una vita anche buona, ma la vita buona che vogliamo vivere, le virtù, sono una difesa contro Dio: se Lui mi lascerà in pace cercherò di dire le mie preghierine, farò quest'altra cosa, quest'altra così e Dio sarà contento e io vivo la mia vita lo stesso. Quando io gli ho dato un po' di qualche cosa di mio, credo di averlo accontentato e posso così vivere la mia vita.
Non è così che possiamo vivere una vita religiosa: se conosci Dio non puoi fare patti con Lui, è Lui che fa i patti con te, ma tu non puoi fare i patti con Dio. Anche se siamo nella religione dell'alleanza non siamo sul medesimo piano. Da una parte c'è Dio, Dio che tutto può pretendere, tutto può volere perché Dio non è proporzionato all'uomo: dall'altra c'è l'uomo con la sua piccolezza, con la sua incapacità, con la sua povertà, con i suoi peccati.
Vivere con semplicità la vita cristiana nella fede e nella speranza
In questo rapporto così strano, perché veramente è strano se noi ci pensiamo bene, l'anima vive una vita del tutto nuova nei confronti della vita degli uomini che non hanno fede.
Per un'anima che ha fede è impossibile accantonare questo Dio. Anche se tu cerchi di allontanarti, per la paura che hai, non ce la fai perché nello stesso tempo Egli ti attira.
Ed allora che cosa avviene? Avviene che la tua vita è una vita drammatica: gli altri possono vivere nella pace, ma è la pace della morte. Noi non viviamo la pace!
Lui lo ha detto: "Io non sono venuto a portare la pace, ma la guerra"!
È un dramma quello che si vive, è una lotta terribile quella che l'uomo vive, non solo perché l'uomo è l'uomo e Dio è Dio, ma perché l'uomo non è mai autonomo: o è in dipendenza da Dio o è in dipendenza dal maligno, dal male, e la vita cristiana è un combattimento, il campo di battaglia è il tuo cuore!
Da una parte c'è Dio che però non combatte ma si fa presente e la sua presenza vince tutti gli orrori del male. Dall'altra parte però c'è il maligno che si insinua e ti combatte, vuole prendere possesso di te. Oltre dunque che essere sentimento di paura e di attrazione la vita religiosa cristiana, nella sua esperienza, è anche una esperienza di una lotta che si svolge nel tuo intimo. Altro che pace! La pace si avrà, ma sulla sommità, quando si è arrivati in cima ti puoi riposare, ma durante il cammino guarda di non fermarti perché è pericoloso, puoi sdrucciolare e precipiti giù.
Puoi guardare ed avere il senso della paura nel vedere i dirupi che da ogni parte ti circondano. Nella nostra vita religiosa viviamo un combattimento terribile.
È Dio che permette, ed è il maligno che in tutti i modi vuol prendere possesso di noi ma Dio ci protegge ad una condizione, però: che noi abbiamo fiducia.
Oltre dunque alla fede ci vuole la speranza, quello che ha detto quella nostra sorella nelle preghiere di questa sera: "aumenta in noi Signore la fede, la speranza e la carità".
La fede non può andare da sola perché la fede ci dice le esigenze di Dio, ma non ci dà la forza di compierle, noi abbiamo bisogno di aver fiducia nell'aiuto di Dio, vi è un bisogno di credere che Dio non ci abbandona, abbiamo bisogno di sapere che Egli sarà pronto ad aiutarci nei nostri bisogni, nei nostri pericoli: guai se perdiamo questa fiducia nel suo aiuto! Da noi soli non possiamo nulla.
Abbiamo bisogno oltre che della fede, di una speranza viva.
La fede senza la speranza è comunque la morte perché la fede non stabilisce una unità nell'amore.
Ci dà il senso della grandezza di Dio, il senso della pochezza dell'uomo, ma come unire questi due, l'uomo e Dio, se non hanno nulla in comune?
In comune è la fiducia, la comunione di vita è la fiducia che la crea, perché l'anima che ha veduto Dio, che ha sentito il bisogno di tendere a Lui, ora si affida alla sua provvidenza, si mette nelle mani di Dio, si lascia portare, ma a una condizione: deve avere in Lui una fiducia cieca!
Noi dobbiamo chiudere gli occhi, non aver paura: soltanto così si compiranno le opere di Dio.
Se voi leggete la vita dei santi voi potete capire come questa esperienza sia una esperienza comune nella vita spirituale.
Quale esperienza? L'esperienza che Dio ci soccorre nella misura che noi ci fidiamo di Lui.
La vita cristiana vissuta come vincolo di amore.
Da noi non possiamo far nulla, da noi siamo incapaci di fare anche il più piccolo passo, ma se ci mettiamo nelle mani di Dio possiamo attraversare anche il mare. Basta chiudere gli occhi ed ecco allora c'è lo Spirito Santo che, come dice il Libro dell'Esodo, apre le sue ali e così che noi possiamo salire sulla groppa dell'aquila e lasciarci portare dall'aquila stessa: ma questo è possibile se c'è la fiducia altrimenti non lo facciamo!
Noi riusciremo ad andare di là, cioè a salvarci nonostante la lotta, nonostante il pericolo se sapremo fidarci di Dio.
Da una parte dunque la fede, non la fede però senza la speranza, perché è sì la fede che ci fa vedere le cose, ma non ci dà la capacità di unirci a Dio; ci fa vedere Dio, ma non rende possibile per noi la nostra unione con Lui. È Dio che stabilirà quell'unione, ma la stabilirà nella misura che noi lasceremo che Egli possa operare in noi ed Egli opererà in noi nella misura che noi ci abbandoneremo alla sua forza.
Vedete come è semplice la vita cristiana?
È grande la vita cristiana, è grandissima, ma è anche estremamente semplice. Si tratta di conoscere Dio e rimanere conquistati dalla sua bellezza. E conoscendo Dio impariamo a conoscere anche noi stessi, ma scopriamo anche di non sapere come potranno unirsi questi due esseri talmente diversi: da una parte Dio l'Onnipotente, da una parte Dio la santità stessa, da una parte Dio l'Infinito e dall'altra parte questo omuncolo che siamo noi. Come unire i due esseri?
Li unirà la speranza, la fiducia, l'abbandono a Dio stesso che interviene nella nostra vita. La speranza non è atto dell'uomo, è un atto di Dio. Di un Dio che vive in te, di un Dio a cui devi abbandonarti, di un Dio dal quale devi lasciarti possedere. Allora se ti lasci possedere da Lui, tutto andrà bene, tutto si compirà secondo il tuo desiderio e secondo anche l'onnipotenza di Dio. Vedete come è chiara la vita religiosa nei suoi principi ed anche nelle sue forme? Non abbiamo bisogno di tante storie, di tanti discorsi, si tratta di conoscere, ma di conoscere Dio come un essere vero, non conoscerlo come da una cartolina, non conoscere Dio per sentito dire.
Ricordate come finisce il Libro di Giobbe? "Prima parlavo di Te per sentito dire, ma ora che ti ho conosciuto mi prostro nella polvere e nella cenere, in silenzio di fronte a Dio". Così anche per noi: avendolo conosciuto, sì, ora sappiamo che cosa voglia dire la vita religiosa, ma sappiamo anche che da noi non possiamo proprio fare nulla. È questo il passaggio dalla fede alla speranza, speranza che ci dona di poter essere portati a Lui e condotti dal Suo Spirito.
E poi la carità, che è il frutto di quello che la speranza avrà compiuto nella nostra anima, perché il desiderio e la speranza dell'anima non può essere che una sola cosa: che il rapporto che sembrava impossibile fra l'uomo e Dio si realizzi invece in una alleanza di amore. La vita cristiana è, dice San Tommaso D'Aquino: quaedam amicitia, è un legame di amore.
Di un amore che ha tutti i caratteri di ogni amore, di amore filiale da parte dell'uomo, di amore paterno da parte di Dio. È amore di sposo nei confronti di Dio che è lo sposo nei confronti dell'anima che è la sposa: è amore di amicizia perché Egli è un fratello nostro, Gesù si è fatto nostro fratello.
Tutti i rapporti che sono propri dell'uomo quaggiù e sono tantissimi, tutti sono realizzati nel nostro rapporto con Lui, talmente Dio ci prende totalmente, ci possiede e ci trasforma in Sé.
Accogliere l'amore per essere la gioia ed il fine di Dio
L' unione con Dio fa sì che noi siamo due in un solo corpo, siamo due in una sola vita.
Non si distrugge la distinzione personale di ciascuno di noi da Dio.
Io rimango Divo Barsotti anche dopo la morte; però non vivrò più la mia vita, vivrò la vita di Dio se avrò la fortuna, la gioia di poter andare in paradiso. Vivere la vita stessa di Dio!
Non avrò un mio essere particolare, il mio essere è Cristo perché sono inserito nel Cristo.
Il Cristo è glorioso, il Cristo è in Cielo, alla destra del Padre anche col suo corpo che è risorto. Allora se noi siamo nel Cristo voi capite che può continuare la vita anche corporale. In che senso possa avvenire questo è difficile capirlo, ma giustamente Rosmini aveva intuito che attraverso la morte l'uomo realizza il fatto di essere un solo corpo con Cristo Gesù.
Comunque quanto detto da Rosmini resta una affermazione che è sub judice, cioè non posso dire che sia la verità: si può studiare, può darsi che sia la verità, ma oggi come oggi la Chiesa non si pronunzia.
La cosa importante è però comunque un'altra: che attraverso la fede e la speranza l'uomo finalmente vive un rapporto di amore, di un amore che lo colma, di un amore che gli dona il senso di una pienezza, di una dolcezza ineffabile, il senso di una presenza viva di amore. L'anima si libera da ogni peso, non conosce più la propria povertà e i propri peccati, non conosce più che l'amore di Dio: tutta la sua vita è questa gioia di essere amata, tutta la sua vita è questa esperienza di essere il fine di Dio.
Sappiamo che Dio è il fine dell'uomo, che l'uomo non può trovare la sua pace e il suo fine che in Dio stesso ma una cosa molto più grande è vera: che noi siamo il fine di Dio perché se egli ci ama, l'amato per l'amante è il termine ultimo.
L'amante si ordina all'amato e Dio si ordina all'uomo e vive in tal modo che noi siamo, dobbiamo essere la sua ricchezza, e la sua gioia.
Dice sant'Ireneo, il più grande teologo dei primordi della Chiesa: Gloria Dei vivens homo, la gloria di Dio è l'uomo vivente. Perché?, Ma perché Dio vede nell'uomo il suo bene! Se veramente Egli ci ama non può non vedere in noi la Sua ricchezza.
Molte di voi sono sposate, vostro marito vi deve amare altrimenti non lo avreste nemmeno sposato, vostro marito si è innamorato di voi. Che cosa vuol dire innamorato di voi? Ha sentito che doveva realizzare la sua vita nell'unione con voi, perché voi eravate per lui la sua ricchezza e la sua gioia, senza di voi non poteva vivere! Quando si ama è così! Così è anche Dio, Egli ci ama, non può stare senza di noi, per questo si è fatto uomo, per questo ha vissuto la nostra vita, per questo vive anche oggi qui con noi ed è questa la carità come la viviamo nel tempo presente.
In paradiso ancora non so, non ho ancora l'esperienza della vita beata, ma ho l'esperienza della vita cristiana nel mondo. E qual è questa esperienza? Questa presenza di Dio come un amico, questa presenza di Dio come uno che mi ama, che vuole stare con me, che mi chiede soltanto di fargli posto nella mia vita, nel mio cuore: non mi disturba, non rende più pesante la mia vita, l'alleggerisce piuttosto, la colma di pace, dona alla mia anima un senso vivo di gioia; mi sento conosciuto e amato.
Dio si è fatto uomo come noi per farci una sola cosa con Lui
Noi avremmo avuto paura se non avessimo fatto questo cammino della fede, della speranza, fino all'amore, avremmo avuto paura di Dio: ma invece il cammino che ci ha condotto dalla fede alla carità ci fa vivere in unione con un Dio che si è fatto uomo come noi perché nessuna distanza ci separi da Lui, perché nessuna distanza separi noi da Lui e Lui da noi. E questa distanza è vinta perfino se noi siamo peccatori perché ha preso su di Sé il nostro peccato così che noi potessimo vivere con Lui senza timore: Egli è l'agnello che ha tolto, che toglie i peccati del mondo.
Quando io dico la Messa, subito prima della comunione, quando alzo il Corpo del Signore e dico: "Ecco l'agnello di Dio che toglie i peccati del mondo", ho l'impressione che in quel momento non esistano più peccati, non solo i miei, ma anche quelli di tutti gli altri uomini, né degli assassini, né degli adulteri: tutto è perdonato da parte di Dio!
Naturalmente c'è l'uomo, bisogna che accetti di essere amato, ci vuole un consenso dell'uomo che è libero di accogliere o meno: però da parte di Dio, tutto è già dimenticato perché Dio non vive che il suo amore senza limiti e senza misura; a noi resta soltanto aprirci a questo amore gratuito ed immenso!
Vogliamo essere amati? Vuoi essere amata? Vogliamo essere amati! Questa è la vita cristiana: aprirci ad accogliere Dio!
Un Dio che si fa uguale a noi, che prende sopra di Sé i nostri pesi, perché ha tolto da noi il nostro peccato per prenderlo sopra di Sé perché non voleva che noi fossimo accasciati sotto il peso delle nostre colpe, È L'amore, l'amore!
Dio ci ama in tal modo da essersi fatto uguale a noi, uno con noi. Domani Egli ci farà una sola cosa con Sé: ora Lui si è fatto uomo con noi. È un povero uomo, che vive per trenta anni nella casa di Nazareth; un predicatore itinerante che predica a degli umili contadini e pescatori; un uomo che è condannato a morte e muore sopra la croce. Ma domani Egli farà sì che noi siamo come Lui, nella gloria del Cielo, saremo figli di Dio in questa meravigliosa grandezza che ci è promessa, di essere veramente suoi figli. Non sappiamo che cosa questo voglia dire, però ci insegna San Giovanni nella Prima Lettera, che "allora lo vedremo così come Egli è perché saremo simili a Lui."
Ora è Dio che si fa uguale a noi povero, nascosto, sofferente, morto. Domani farà noi simili a Sé: la gloria, la ricchezza del Cielo, la gioia infinita dell'amore, di un amore eterno! Ecco che cosa è, miei cari fratelli, l'esperienza di Dio nel Cristianesimo.
Don Divo Barsotti, Attraverso l’essere mio Egli si fa presente nella mia vita anzi, nel Cristo, Egli vive in me la Sua vita.
È precisamente attraverso questo processo che il cammino dell’umiltà coincide col cammino
di un amore che ci assimila a Dio.
Un atto è umano, quando per esso si realizza l’uomo nel suo valore più alto di creatura consapevole e libera e perciò responsabile. L’atto umano proclama la nobiltà dell’essere spirituale. È la volontà che fa umano l’atto compiuto dall’uomo.
Così, rinunciando a ogni sua volontà, se l’uomo si lascia possedere da Dio in tal modo che sempre più perfettamente si compia in lui la volontà del Signore, avviene che egli viva la stessa vita di Dio. “Vivo ego, iam non ego, vivit vero in me Christus. Vivo, ma non sono più io che vivo, è Cristo che vive in me” (Gal 2,20).
Un altro mi prende, usa di me come strumento di una sua volontà; e vive per me. Attraverso l’essere mio Egli si fa presente nella mia vita anzi, nel Cristo, Egli vive in me la Sua vita. La vita soprannaturale consiste in una conformità sempre più perfetta al divino volere, in una certa sostituzione della volontà di Dio alla volontà dell’uomo. Certamente “sostituzione” è un termine troppo forte: anche in nostro Signore rimane, con la volontà divina, la volontà umana; ma la volontà umana rimane per aderire e far posto al volere di Dio. Per questo nel Getsemani Gesù prega: “Non come voglio io, ma come vuoi Tu” (Mt 26,39).
L’esercizio della volontà umana è precisamente quello di rinunziare a se stessa perché si faccia presente Dio. L’uomo non vive la sua morte che per divenire l’organo del volere divino. * * * Il cammino della vita spirituale va dall’obbedienza all’abbandono perfetto. La perfezione dell’obbedienza sarà l’abbandono: come se l’uomo non avesse più desiderio, aspirazione, non avesse più volontà, egli si lascia possedere totalmente da Colui che ama.
Si dona a Dio totalmente perché Dio solo viva attraverso l’essere umano. L’adesione alla volontà divina nell’obbedienza suppone ancora uno sforzo, un’ascesi, una costrizione che l’uomo impone alla propria natura. Ancora gli istinti si oppongono alla volontà di Dio e l’uomo deve mortificarli, ma l’obbedienza è propria del servo.
Quando pian piano, nel crescere dell’amore, nulla più contrasta nell’uomo al volere divino, allora docilmente l’uomo asseconda la spinta che gli viene da Lui. Poi non basta più; la docilità suppone un consenso, che può essere più o meno facile, che può essere dato più o meno prontamente; al termine, l’anima non sembra conoscere più una sua volontà propria: Dio solo sembra agire attraverso di lei, puro strumento nelle mani di Dio, l’anima lascia che Dio faccia di sé tutto quello che vuole.
Dall’obbedienza all’abbandono: l’anima sale portata dall’amore quanto essa discende nell’umiltà; l’abbandono che realizza la sua pura trasformazione in Dio si identifica anche alla sua perfetta abnegazione. L’essere creato, certo, rimane: l’uomo è immortale; ma psicologicamente è come non fosse; non solo egli non prova più opposizione a Dio, ma nemmeno ha coscienza di sé se non in Dio. Non confuso con Lui, ma accordato a Lui pienamente, nella Sua luce egli si perde, come una piccola fiammella nella luce del sole.
La fiammella rimane, ma non si vede. In questa luce immensa ogni altra luce scompare; sussiste, ma è come non fosse. Così le stelle nello splendore del giorno. La vera umiltà coincide con la pienezza della vita in Dio. Non viene prima la purificazione e poi l’amore. Tanto l’uomo è purificato, quanto ama, e tanto ama quanto è purificato; al termine la purezza totale coincide con la visione di Dio. Al nulla dell’essere creato risponde la pienezza della vita divina. Pura capacità che accoglie Dio, non siamo che Lui in quanto si è donato. Come cristallo che accoglie in sé la luce del sole, s’illumina e la riflette su tutto
Un atto è umano, quando per esso si realizza l’uomo nel suo valore più alto di creatura consapevole e libera e perciò responsabile. L’atto umano proclama la nobiltà dell’essere spirituale. È la volontà che fa umano l’atto compiuto dall’uomo.
Così, rinunciando a ogni sua volontà, se l’uomo si lascia possedere da Dio in tal modo che sempre più perfettamente si compia in lui la volontà del Signore, avviene che egli viva la stessa vita di Dio. “Vivo ego, iam non ego, vivit vero in me Christus. Vivo, ma non sono più io che vivo, è Cristo che vive in me” (Gal 2,20).
Un altro mi prende, usa di me come strumento di una sua volontà; e vive per me. Attraverso l’essere mio Egli si fa presente nella mia vita anzi, nel Cristo, Egli vive in me la Sua vita. La vita soprannaturale consiste in una conformità sempre più perfetta al divino volere, in una certa sostituzione della volontà di Dio alla volontà dell’uomo. Certamente “sostituzione” è un termine troppo forte: anche in nostro Signore rimane, con la volontà divina, la volontà umana; ma la volontà umana rimane per aderire e far posto al volere di Dio. Per questo nel Getsemani Gesù prega: “Non come voglio io, ma come vuoi Tu” (Mt 26,39).
L’esercizio della volontà umana è precisamente quello di rinunziare a se stessa perché si faccia presente Dio. L’uomo non vive la sua morte che per divenire l’organo del volere divino. * * * Il cammino della vita spirituale va dall’obbedienza all’abbandono perfetto. La perfezione dell’obbedienza sarà l’abbandono: come se l’uomo non avesse più desiderio, aspirazione, non avesse più volontà, egli si lascia possedere totalmente da Colui che ama.
Si dona a Dio totalmente perché Dio solo viva attraverso l’essere umano. L’adesione alla volontà divina nell’obbedienza suppone ancora uno sforzo, un’ascesi, una costrizione che l’uomo impone alla propria natura. Ancora gli istinti si oppongono alla volontà di Dio e l’uomo deve mortificarli, ma l’obbedienza è propria del servo.
Quando pian piano, nel crescere dell’amore, nulla più contrasta nell’uomo al volere divino, allora docilmente l’uomo asseconda la spinta che gli viene da Lui. Poi non basta più; la docilità suppone un consenso, che può essere più o meno facile, che può essere dato più o meno prontamente; al termine, l’anima non sembra conoscere più una sua volontà propria: Dio solo sembra agire attraverso di lei, puro strumento nelle mani di Dio, l’anima lascia che Dio faccia di sé tutto quello che vuole.
Dall’obbedienza all’abbandono: l’anima sale portata dall’amore quanto essa discende nell’umiltà; l’abbandono che realizza la sua pura trasformazione in Dio si identifica anche alla sua perfetta abnegazione. L’essere creato, certo, rimane: l’uomo è immortale; ma psicologicamente è come non fosse; non solo egli non prova più opposizione a Dio, ma nemmeno ha coscienza di sé se non in Dio. Non confuso con Lui, ma accordato a Lui pienamente, nella Sua luce egli si perde, come una piccola fiammella nella luce del sole.
La fiammella rimane, ma non si vede. In questa luce immensa ogni altra luce scompare; sussiste, ma è come non fosse. Così le stelle nello splendore del giorno. La vera umiltà coincide con la pienezza della vita in Dio. Non viene prima la purificazione e poi l’amore. Tanto l’uomo è purificato, quanto ama, e tanto ama quanto è purificato; al termine la purezza totale coincide con la visione di Dio. Al nulla dell’essere creato risponde la pienezza della vita divina. Pura capacità che accoglie Dio, non siamo che Lui in quanto si è donato. Come cristallo che accoglie in sé la luce del sole, s’illumina e la riflette su tutto
Fr. Divo Barsotti, IS IT POSSIBLE TO LIVE LIKE A MONK IN THE WORLD?
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IS IT POSSIBLE TO LIVE LIKE A MONK IN THE WORLD?
A monk is one who seeks God alone in a radical way. The monastic life has always been associated with cloistered life, silence, solitude and austerity.
But are these things essential to be a Monk? For us, the model for monastic life is Jesus. Jesus alone lived, even in His human nature, with the same complete devotion to God the Father that He, being the Eternal Son of God, lives with for all eternity. However, this relationship with the Father did not draw Jesus away from a relationship with human beings whom He Himself called "brothers", and whose lives He chose to share.
If, therefore, we wish to live the monastic spirit, we must be united to Christ. In the Community of the Sons and Daughters of God, this union with Christ can be lived in the state of life in which God has placed us: as laypeople, either married or single, who live in their own homes and who come from all walks of life, or as diocesan Priests. The men and women religious of this Community, live in distinct monasteries under a specific monastic rule.
The distinguishing characteristic of a monk's life is continual prayer. This implies a constant search for God, renouncing one's self in order to welcome God into one's heart.
Our heart is the 'interior cell' in which we meet the Lord and abide with Him in an intimate relationship. Thus we speak of 'interiorized monasticism', inspired by Eastern Christianity, especially the Russian Orthodox tradition.
WHAT IS OUR COMMUNITY'S VISION? read...
quinta-feira, 4 de abril de 2019
The Universal Priesthood and Interiorized Monasticism
Desert Monks Living in the City: The Universal Priesthood and Interiorized Monasticism (The Relevance of Philokalic Spirituality for All Christians)
When picking up the Philokalia, we may wonder what relevance the lives and writings of the desert fathers have for us today. Why would we, monastics, secular clergy or laity living in the 21st century, read such a work? Especially in the West, we seem to have so clearly defined and set off one path from the other. Indeed, there is a kind of clericalism that exist today (among those living in the world) that perhaps inhibits a certain receptivity to the notion of the the universal priesthood of the laity. Christ’s call goes out to all: “You are not of this world, you are in the world.” ; a special form of ministry is given - to be a sign, a reference to “the wholly other.” While we hear of the “universal call to holiness” spoken of frequently in our day, in the West the demarcation between various states of life has often had the effect of breaking down this unique and absolute call of Christ and the Gospel. In the East, Evdokimov writes, there is a fundamental homogeneity to the spirituality that is in essence monastic. It is this spirituality that embodies the equivalent of martyrdom - the baptism of blood of the martyrs has passed over to the baptism of ascesis of the monks and becomes the framework for those seeking to respond to the total requirement that the Gospel address to all and everyone.
Admittedly, this my be hard for us to wrap our minds around at first. Evdokimov offers us a few thoughts from the Fathers to ponder. “‘When Christ, says St. John Chrysostom, ‘orders us to follow the narrow path, he addresses himself to all men. The monk and the lay person must attain the same heights.‘ We can see indeed that there exists only one spirituality for all without distinction as to its exigency, whether for bishop, monk, or lay person, and this is monastic spirituality. . . .In fact, according to the great teachers, the monks were only those who wished ‘to be saved’, those who ‘led a life according to the Gospel’, ‘sought the one thing necessary’, and ‘did violence to themselves in all things’. It is quite evident that these words define exactly the state of every believing lay person. . . .St. John Chrysostom said: ‘Those who live in the world, even though married, ought to resemble the monks in everything else. You are entirely mistaken if you think that there are some things required of seculars, and others for monks . . . they will have the same account to render.‘ Prayer, fasting, the reading of Scripture and and ascetic discipline are imposed on all by the same prescription.” Furthermore, Evdokimov writes, “When the Fathers spoke, they addressed themselves to all the members of the mystical body, without any distinction between clergy and laity; the spoke to the universal priesthood. The actual pluralism of the theologies of the episcopate, the clergy, religious and the laity, being unknown at the time of the Fathers, would be even incomprehensible to them. The Gospel in its entirety is applicable to every particular problem in any environment” (pp. 114-115).
Whether monk or lay person makes no difference: God wants all of us and our love. This understanding of the call to holiness and the character of the universal priesthood, Evidokmov tells us, we find in the thought of the monks themselves. For example, St. Seraphim of Sarov writes: “As to the fact that you are a lay person and that I am a monk, there is no need to think of that . . .The Lord seeks hearts filled with love for God and their neighbor. This is the throne on which he loves to sit and on which he will appear in the fullness of heavenly glory. ‘My child, give me your heart, and all the rest I shall likewise give you’, because it is in the heart of man that the kingdom of God exists . . .The Lord hears the prayers of the monk as well as those of a simply lay person, provided that both have a faith without error, are truly believers and love God from the depths of their hearts, for even if their faith is only a grain of mustard seed, both of them will move mountains.‘ Both, the monk and the lay person, are a sign and a reference to “the wholly other.” With even greater clarity, St. Tikhon of Zadonsk wrote: “Do not be in a hurry to multiply the monks. The black habit does not save. The one who wears a white habit and has the spirit of obedience, humility, and purity, he is a true monk of interiorize monasticism.”
Evdokimov sums it up this way: “The monasticism that was entirely centered on the last things formerly changed the face of the world. Today it makes an appeal to all, to the laity as well as to the monks, and it points out a universal vocation. For each one, it is a question of adaptation, of a personal equivalent of the monastic vows. The three monastic vows constitute a greater charter of human liberty. Poverty frees from the ascendancy of the material; it is the baptismal transmutation into the new creature. Chastity frees from the ascendance of the carnal; it is the nuptial mystery of the agape. Obedience frees from the idolatry of the ego; it indicates the sonship to the Father. All, whether monks or not, ask God for these things in the tripartite structure of the Lord’s prayer: obedience to the will of the Father; poverty of the one who is hungry only for the substantial and eucharistic bread; chastity, the purification from evil” (pp. 116-117).
I find Evdokimov’s remarks compelling for many reasons. Chief among them is St. Philip Neri’s view of himself as a desert Father living in the city of Rome. He sought first as a layman, and then only later as a secular priest to pursue without vow the liberty of which Evdokimov speaks as the distinct call to holiness received through the grace of baptism. He made that personal adaptation and sought first to embrace the universal priesthood and call to holiness. His heart burned for love of God and was truly His throne.
In future posts, we will address in detail how Evdokimov envisions this personal adaptation and interiorizing of monastic spirituality.
**All quotes from “The Struggle with God” by Paul Evdokmov
Interiorizing the Monastic Vows: Chastity, the Sacredness of Creation and the Virginity of Heart That Should Belong to All

Evdokimov begins his analysis in this way: “‘Thou shalt not tempt the Lord thy God.’ To tempt is to try. To tempt God means to try the limits of his magnanimity. Has he not created man ‘in his image . . . .?‘ ‘You are all gods, sons of the Most High.‘ Conscious of his greatness, this ‘little god‘ dares to claim the attributes of his high dignity. To tempt the Lord in this case is to make use of God . . .in order to satisfy all his desires.”
This command not to tempt God, not to sully and profane chastity touches all those created in God’s image - celibate and married. “This virtue goes beyond the physiological and expresses the entire and chaste structure of the human spirit. It constitutes the charism of the sacrament of marriage. In a wider sense, it inspires the meaning of the sacredness of every particle of God’s creation, inviolable in its expectation of salvation that is to come from the chaste man. The power of chastity is the contrary of the power of magic and signifies the return to the true ‘supernaturally natural power‘ of paradise. ‘Thou shalt not tempt thy God‘ means then that you shall not make your conformity to God the accomplice of your passions in anti-chastity.”
One begins to see here why chastity should be loved and cherish so greatly by Christians. Our very beings become and have been made to manifest the very love of God and become the vehicles of mutual knowledge and self-donation. “Chaste love is attracted by the heart that remains virgin beyond every corporeal actuation. According to the Bible, there is a total ‘knowledge‘ of two beings, a conversation of spirit with spirit in which the body seems amazingly the vehicle of the spiritual. This is why St. Paul says that man should learn ‘to possess his vessel in holiness and honor.‘ As undefiled matter suitable for liturgical use, the chaste man is entirely, body and soul, the matter of the sacrament of marriage, with the sanctification of his love. The charism of the sacrament effects the transcendence of the self toward the transparent presence of one for the other, of one toward the other, in order to offer themselves together as a single being to God. Chastity integrated all the elements of the human being into a whole that is virginal and interior as to the spirit. . . .” St. Augustine speaks of interiorized chastity in this fashion: “He who is not spiritual in his flesh becomes carnal even in his spirit,” and again, “the virginity of the flesh belongs to a small number, the virginity of the heart should belong to all.”
Christ’s refusal to cast himself down shows us the way to ascend to the Father in love. “‘To throw himself from the pinnacle of the temple’ means to alienate himself and to render himself useless. The answer to this temptation and to the concupiscence that inclines a man to seize the power that Christ really possesses to the point of governing even the angels, is chastity. ‘To cast himself down’ designates the movement from the high to the low, from heaven to hell; this was Lucifier’s exact itinerary and that of the fall of man that brought concupiscence. Chastity is an ascension; it is the Savior’s itinerary, from hell to the Father’s kingdom. It is also an inward ascension toward the burning presence of God. It is within one’s mind that one throws himself into the presence of God, and chastity is only one of the names of the nuptial mystery of the lamb.”
May God’s love so shape and purify our hearts . . .
We will return to the interiorized vow of obedience in the next post.
**All quotes from “The Struggle with God” by Paul Evdokmov
Interiorizing the Monastic Vows: Obedience to God, Receptivity to the Spirit of Truth and the Creative Freedom of the Life of Grace
In this final post on the interiorizing of the monastic vows, Evdokimov continues to unfold for us the nature of the monastic vows in light of Christ’s temptation on the mount and how each Christian is called to a “personal adaptation of the three monastic vows.” In light of one of the comments made on a previous post, it is perhaps important to draw attention to the fact, that for the Fathers and in the view of Evdokimov these vows constitute not demands imposed nor something tied to the vocation to the religious life, but rather constitute “a great charter of liberty.” Our true freedom is to be found in God and the life of grace he has made possible for us. Certainly, Evdokimov is drawing out one aspect of this truth, but nonetheless one that I find quite compelling and beautiful.
Evdokimov takes us back up on the mount to reflect upon Christ’s response to the Tempter: “‘Thou shalt adore the Lord thy God and him only shalt thou worship.’ . . . True obedience to God implies the supreme freedom that is always creative. Christ shows this in his manner of accomplishing every law; he fulfills and raises the law to his own mysterious truth of being grace. Likewise the negative and restrictive form of the decalogue - ‘Thou shalt not’ - is fulfilled in giving place to the beatitudes, to the positive and limitless creation of holiness. Obedience in the Gospel is receptive of truth, and the latter sets one free.”
Such a view of things, Evdokimov tells us, has profound implications not only to how we view our lives in Christ, but how we understand something such as spiritual direction. He writes: “A spiritual father is never ‘a director of conscience’; he is before all else a charismatic. He does not engender his spiritual son, he engenders a son of God. Both, in common, place themselves in the school of truth. . . . All obedience is obedience to the Father’s will in sharing in the acts of the obedient Christ.” There must be “no idolatry of a spiritual father, even if he is a saint. . . . Obedience crucifies man’s own will in order to arouse the final freedom - the spirit listening to the Holy Spirit.”
When we consider closely what Evdokimov describes, what a beautiful invitation goes out to all of us and what pathways it opens up for us. He writes: “He who builds his life on the three monastic vows does so also on the three replies of Christ. By these three vows a Christian does not bind himself; he frees himself. He can then turn to the world and tell what he has seen in God. If he has learned how to grow to the stature of ‘the new man’, of the adult in Christ, the world will listen to him.”
**All quotes from “The Struggle with God” by Paul Evdokmov pp. 127-130
Interiorizing Monastic Vows: Poverty and the Primacy of Grace Over Necessity
In the last post on “Interiorized Monasticism”, we were considering Evdokimov’s remarks on the universal vocation of all baptized Christians and how each is called to a “personal adaptation of the three monastic vows.” These vows constitute a great charter of liberty: “Poverty frees from the ascendancy of the material; it is the baptismal transmutation into the new creature. Chastity frees from the ascendance of the carnal; it is the nuptial mystery of the agape. Obedience frees from the idolatry of the ego; it indicates the sonship to the Father. All, whether monks or not, ask God for these things in the tripartite structure of the Lord’s prayer: obedience to the will of the Father; poverty of the one who is hungry only for the substantial and eucharistic bread; chastity, the purification from evil.”
Beyond this, however, Evdokimov goes on to tell us that these three vows “reproduce exactly the three answers of Jesus” to Satan on the mount of temptation; the most categorical no to all compromise and to all conformity with the Tempter. “The interiorized monasticism of the royal priesthood finds its own spirituality in taking to itself the equivalent of the monastic vows.”
How so? What does this look like? Evdokimov’s analysis is beautiful and compelling. “Our Lord’s answer: ‘Not by bread alone does man live, but by every word that comes forth from the mouth of God,’ indicates the passage from the old curse: ‘In the sweat of your brow you shall eat bread,’ to the new hierarchy of values, to the primacy of spirit over matter, of grace over necessity. In the house of Martha and Mary, Jesus passed from the material repast and physical hunger to the spiritual banquet, to hunger of the one thing necessary. The version of the beatitudes in St. Luke’s Gospel accentuates the reversal of situations: ‘Blessed are the poor . . .those who hunger.’ Even physical poverty ‘in the sweat of your brow’ is no longer a curse, but a sign of election placed on the humble, the last and the least, as opposed to the rich and powerful. The ‘poor of Israel’ available for the kingdom, and more generally ‘the poor in spirit’, receive as a gift, gratuitously, ‘the wheat of angels’, the Word of God in the eucharistic bread. If the stones mentioned in the temptation had become bread, this miracle would have expelled ‘the poor man’ above all, not the beggar who is the object of charity bazaars, but the poor one who shares his being, his eucharistic flesh and blood. Thus, does every truly poor person ‘in the sweat of his heart’ share his being. . . . The Gospel requires what no political doctrine would demand from its adherents . . . True needs vary according to vocations, but the essential principle is found in independence in regard to all possessions. Absence of the need to have becomes a need not to have. The disinterested freedom of the spirit in regard to things restores its capacity of loving them as gifts from God” (The Struggle with God, pp. 122-123).
Every Christian, like the monk, is a cross-bearer and a Spirit-bearer, “for the cross is the the triumphant power of the Holy Spirit manifesting Christ crucified.” Such is the freedom and liberty of the children of God and Christ’s three answers in the desert must resound in our hearts and take flesh in our lives and actions. All true love is a victory of weakness and poverty. Like Christ, in our poverty we must be those who welcome the other without defenses - those who share our very beings, who trusting in the infinite love and tenderness of the Father, “descend ever more fully and joyfully into a realm in which we neither possess nor understand nor control anything.”
Further consideration will be given to the vows of chastity and obedience in future posts.
**All quotes from “The Struggle with God” by Paul Evdokmov
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