domingo, 8 de novembro de 2009

EN PRO DE LA MISA LATINA - Dietrich von Hildebrand











Nota previa : DIETRICH VON HILDEBRAND murió el 26 de enero de 1977, así que este escrito es anterior al indulto de 1984 y al Motu Proprio "Ecclesia Dei", de 1988; pero conserva su esencia a todos los efectos prácticos, incluso ante la obstinada resistencia actualmente ofrecida por la mayor parte de los obispos de todo el mundo al Motu Proprio "Summorum Pontiificum" (2007) de Benedicto XVI.
Próximamante publicaremos una breve biografía del autor, nacido en 1889, sin perjuicio de incluir una corta autobiogría en inglés en una entrada aparte. Sus escritos autobiográficos, editados por su segunda esposa, Alice Jourdain, fueron publicasdos en 2000 por Ignatius Press; y ella escribió, además, una bibliografía de sus obras: Die Seele eines Löwen: Dietrich von Hildebrand (Prefacio de Joseph Kardinal Ratzinger) ISBN 3-936755-15-9
Fue llamado por Pío XII el filósofo católico del siglo XX.


Los argumentos a favor de la Nueva Liturgia han sido expuestos en detalle, y pueden conocerse ahora claramente:

La nueva forma de la Misa está diseñada para comprometer al celebrante y al fiel en una actividad comunitaria. En el pasado el fiel asistía a Misa en un aislamiento personal, haciendo cada adorador sus devociones privadas, o siguiendo los procedimientos con su misal. Hoy en día los fieles pueden comprender el carácter social de la celebración; pueden aprender a apreciarla como una cena de la comunidad. En el pasado, el sacerdote murmuraba en una lengua muerta, lo que creaba una barrera entre el sacerdote y el pueblo. Hoy en día todos hablan en inglés, lo que tiende a unir entre sí al sacerdote y al pueblo. En el pasado el sacerdote decía misa de espaldas al pueblo, lo que creaba el ambiente de un rito esotérico. Hoy, porque el sacerdote está de cara al pueblo, la misa es un acontecimiento más fraternal. Antes el sacerdote entonaba extra-ños cantos medievales. Hoy la asamblea entera canta tonadas fáciles y letras familiares, e incluso está experimentando con música popular. El argumento a favor de la Nueva Misa se reduce a éste: hace que el fiel se sienta más en casa en la Casa de Dios.

Por otra parte, se dice que estas innovaciones tienen la sanción de la autoridad: son presentadas como una respuesta obediente al espíritu del Concilio Vaticano Segundo. Esto se dice resistiendo que la Constitución Con-ciliar sobre la Liturgia no va más allá de permitir la lengua vernácula en los casos en que el obispo local así lo crea deseable; la Constitución claramente insiste en la conservación de la misa latina y aprueba enfáticamente el canto gregoriano. Pero a los “progresistas” litúrgicos no les impresiona la diferencia entre permitir y ordenar. Ni dudan ellos en autorizar cambios, tales como la recepción de la Sagrada Comunión de pie, que la Constitución no menciona para nada. Los progresistas arguyen que pueden tomarse estas libertades porque la Constitución es, después de todo, sólo el primer paso en un proceso evolutivo. Y parecen estar saliendo con la suya. Es difícil encontrar una misa Latina hoy en día en algún lugar, y en los Estados Unidos son prácticamente inexistentes También las misas conventuales en monasterios son dichas en lengua vernácula, y el glorioso Gregoriano es reemplazado por melodías insignificantes.

Mi preocupación no es acerca del estatus legal de los cambios. Y enfáticamente deseo que no se me entienda como si yo me lamentara de que la Constitución haya permitido que la lengua vernácula complementara el Latín. Lo que deploro es que la nueva misa está reemplazando la Misa Latina, que la antigua liturgia está siendo imprudentemente descartada, y negada a la mayor parte del Pueblo de Dios.
Me gustaría hacer varias preguntas a quienes están fomentando este emprendimiento: ¿acaso la nueva misa, más que la antigua, mejora el espíritu humano – acaso evoca un sentido de eternidad? ¿Ayuda a nuestros corazones a elevarse de las preocupaciones de la vida diaria, de los aspectos puramente naturales del mundo, a Cristo? ¿Aumenta la piedad y el aprecio de lo sagrado?
Por supuesto, estas preguntas son retóricas, y tienen su respuesta. Las he formulado porque pienso que todo cristiano pensante debe querer medir su importancia antes de llegar a una conclusión acerca de los méritos de la nueva liturgia. ¿Cuál es el papel de la piedad en una vida verdaderamente Cristiana, y sobre todo en una verdaderamente Cristiana adoración a Dios?

La piedad le da al ser la oportunidad de hablarnos: la grandeza última del hombre es la de ser capax Dei. La piedad es de capital importancia para todos los ámbitos fundamentales de la vida humana. Puede ser correctamente llamada “la madre de todas las virtudes” , porque es la actitud básica que todas las virtudes presuponen. El más elemental gesto de piedad es una respuesta al ser mismo. Distingue la autónoma majestad del ser de la mera ilusión de la ficción; es un reconocimiento de la consistencia íntima y positividad del ser, de su independencia de nuestros arbitrarios humores. La piedad le da al ser la oportunidad de manifestarse, de hablarnos; de fecundar nuestras inteligencias. Por lo tanto, la piedad es indispensable para un adecuado conocimiento del ser. Su profundidad y plenitud, y sobre todo, sus misterios, nunca serán revelados más que al alma piadosa.
Hay que recordar que la piedad es un elemento constitutivo de la capacidad de “asombro”, que Platón y Aristóteles afirmaban era condición indispensable para la filosofía. Más aún, la impiedad es una principal fuente del error filosófico. Pero si la piedad es la base necesaria para un conocimiento confiable del ser, es, más aún, indispensable para comprender y sopesar los valores arraigados en el ser. Sólo el hombre piadoso, que está dispuesto a admitir la existencia de algo superior a él, que desea estar en silencio y dejar que el objeto le hable, y que se abre a sí mismo, es capaz de entrar al sublime mundo de los valores. Además, una vez que ha sido reconocida una graduación en los valores, surge una nueva clase de piedad –una piedad que responde no sólo a la majestad del ser como tal, sino al valor específico de un ser específico y a su rango en la jerarquía de valores. Y esta nueva piedad permite todavía el descubrimiento de otros valores.

El hombre refleja su carácter esencialmente receptivo como persona creada exclusivamente en la actitud piadosa; la grandeza última del hombre es la de ser capax Dei. En otras palabras, el hombre tiene la capacidad de comprender algo más grande que él mismo, de ser afectado y fecundado por el, de abandonarse a el por su propio bien – en una respuesta pura a su valor. Esta habilidad de trascenderse a sí mismo distingue al hombre de la planta o el animal; éstos últimos luchan por desplegar su propia entelequia. Ahora: sólo el hombre piadoso puede conscientemente trascenderse y por ello conformarse con su condición humana fundamental y su situación metafísica.
¿Nos encontramos mejor con Cristo remontándonos hacia Él o buscándolo en nuestro mundo cotidiano?
El hombre impío, por el contrario, se acerca al ser bien con una actitud de arrogante superioridad bien con falta de tacto o hueca familiaridad. En ambos casos se ve perjudicado; es el hombre que por acercarse tanto al árbol o al edificio, ya no puede verlo. En lugar de mantenerse a una apropiada distancia espiritual, y mantener un piadoso silencio para dejar que el ser hable, se obstruye y, de esa manera, en efecto, silencia al ser. En ningún dominio es la piedad más importante que en la religión. Como hemos visto, afecta profun-damente la relación del hombre con Dios. Más aún, domina íntegramente la religión, especialmente el culto Divino. Hay un lazo íntimo entre piedad y sacralidad: la piedad nos permite experimentar lo sagrado, elevarnos de lo profano, la impiedad nos enceguece frente a todo el mundo de lo sacro. La piedad, incluso la admiración –verdaderamente, temor y temblor– es la respuesta específica a lo sagrado.

Rudolf Otto ha elaborado claramente este punto en su famosos estudio, "La Idea de lo Sagrado". Kierkegaard también llama la atención sobre el papel esencial de la piedad en el acto religioso, en el encuentro con Dios. ¿Y acaso no temblaban los judíos en profunda admiración cuando el sacerdote llevaba el sacrificio dentro del sancta sanctorum? ¿No fue golpeado Isaías con temor divino cuando vio a Yahweh en el templo y exclamó, “¡Quién soy yo, estoy perdido! pues mis labios están sucios ... y mis ojos han visto al Rey?” ¿Acaso las palabras de San Pedro luego de la pesca milagrosa, “apártate de mi, Señor, porque soy un pecador,” no atestiguan que cuando la realidad de Dios se nos impone somos golpeados por el temor y la piedad? El Cardenal Newman ha mostrado en un sermón alucinante que el hombre que no teme y venera no ha conocido la realidad de Dios.
Cuando San Buenaventura escribe en Itinerum Mentis ad Deum que sólo un hombre de deseo (como Daniel) puede entender a Dios, significa que una cierta actitud del alma debe ser alcanzada en orden a comprender el mundo de Dios, hacia el cual Él quiere guiarnos.

Este consejo es especialmente aplicable a la liturgia de la Iglesia. El sursum corda, la elevación de nuestros corazones es el primer requisito para una verdadera participación en la misa. Nada puede obstruir mejor el encuentro entre el hombre y Dios que la noción de que “vamos al altar de Dios” como si fuéramos a una agradable y relajante reunión social. Por ello la Misa Latina con canto Gregoriano, que nos eleva hasta una atmósfera sagrada, es vastamente superior a una misa vernácula con cantos populares, que nos dejan en una atmósfera profana y meramente natural.

El error básico de la mayor parte de las innovaciones es imaginar que la nueva liturgia trae el santo sacrificio de la misa más cerca del fiel, que podada de sus antiguos ritos la misa entra ahora en la sustancia de nuestras vidas. Porque la cuestión es si encontramos mejor a Cristo en la misa remontándonos hasta Él o arrastrándolo hacia nuestro propio pedestre y cotidiano mundo. Los innovadores reemplazarán la sagrada intimidad con Cristo por una impropia familiaridad. La nueva liturgia amenaza actualmente con frustrar el encuentro con Cristo porque desalienta la piedad frente al misterio, excluye la admiración y casi extingue el sentido de lo sacro. Lo que realmente importa, con seguridad, no es si los fieles se sienten en casa durante la misa, sino si son sacados o no de sus vidas ordinarias al mundo de Cristo, si su actitud es o no la respuesta de mayor piedad: si están o no imbuidos de la realidad de Cristo.
Aquellos que hacen una rapsodia de la nueva liturgia hacen que a través de los años la misa haya perdido su carácter común y se haya convertido en una ocasión de culto individualista. La nueva misa vernácula, insisten, restaura el sentido de comunidad al reemplazar devociones privadas con participación co-munitaria. Sin embargo olvidan que hay distintos niveles y especies de comunión con otras personas. el nivel y la naturaleza de una experiencia común está determinado por el tema de la comunión, el nombre o causa porque los hombres se reúnen. Cuanto más alto es el bien que el tema representa, y que une a los hombres entre sí, más sublime y profunda es la comunión. El ethos y naturaleza de una experiencia común en el caso de una gran emergencia nacional es, obviamente, radicalmente diferente de la experiencia común de un cocktail. Y, por supuesto, las diferencias más chocantes entre las comunidades, se encontrarán entre aquellas cuyo tema es sobrenatural y aquellas en que es meramente natural. La actualización de las almas que están verdaderamente tocadas por Cristo es la base de una comunidad única, una sagrada comunión, una cuya calidad es incomparablemente más sublime que aquella de cualquier comunidad natural. La auténtica comunión del fiel, que la liturgia del Jueves Santo expresa tan bien con las palabras ”congrega-vit nos in unum Christi amor” , sólo es posible como el fruto de Mi-Vuestra comunión con Cristo mismo. Sólo una relación directa con el Dios-Hombre puede actualizar esta unión sagrada entre los fieles.

La impersonal “experiencia común” es una perversa teoría de la comunidad.

La comunión en Cristo no tiene nada de la autoafirmación que encontramos en las comunidades naturales. Respira gracias a la Redención. Libera a los hombres de toda auto-centralización. Más aún, tal comunión no despersonaliza al individuo; lejos de disolver la persona en esa vaguedad cósmica, panteísta, recomendada tan a menudo a nosotros en estos días, actualiza la verdadera identidad de la persona en una forma única. En la comu-nión en Cristo el conflicto entre la persona y la comunidad que está presente en todas las comunidades naturales no puede existir. Por lo tanto esta experiencia de la sagrada comunión está realmente en guerra con la imper-sonal “experiencia común” encontrada en las asambleas masivas y reuniones populares que tienden a absorber y evaporar lo individual. Esta comunión en Cristo que estaba tan plenamente viva en los primeros siglos Cristianos, en la que todos los santos ingresaron, que encontró una expresión sin par en la liturgia hoy atacada, esta comunión nunca ha mirado a la persona individual como un mero segmento de la comunidad, o como un instrumento a su servicio. Con relación a esto vale la pena notar que la ideología totalitaria no está sola al sacrificar lo individual por lo colectivo; algunas de las ideas cósmicas de Teilhard de Chardin, por ejemplo, implican el mismo sacrificio colectivista. Teilhard subordina el individuo y su santificación al supuesto desarrollo de la humanidad. Al momento en que esta perversa teoría de la comunidad gana adeptos, incluso entre los católicos, hay muchas y urgentes razones para insistir vigorosamente en el carácter sagrado de la verdadera comunión en Cristo. Yo propongo que la nueva liturgia sea juzgada por este examen: ¿Contribuye a lograr esta auténtica comunidad sagrada? Dando por sentado que busca un carácter de comunidad, ¿es este el carácter deseado? ¿Es una comunidad basada en el recogimiento, contemplación y piedad? ¿Cuál de las dos –la nueva misa o la Misa Latina con el canto gregoriano- evoca estas actitudes del alma con más efectividad y por lo tanto permite una más profunda y verdadera comunión? ¿No es claro que con frecuencia el carácter de comunidad de la nueva misa es puramente profano, que, como otras reuniones sociales, su mezcla de relajación casual y actividad bulliciosa excluye un piadoso y contemplativo encuentro con Cristo y el inefable misterio de la Eucaristía?

Por supuesto nuestra época está dominada por un espíritu de impiedad. Se lo nota en una noción distorsionada de la libertad que exige derechos mientras rechaza obligaciones, que exalta la propia indulgencia, que aconseja el “déjate llevar”. El habitare secuni de los Diálogos de San Gregorio -el vivir en la presencia del Señor- que presupone la piedad, es considerado hoy antinatural, pomposo o servil. Pero, ¿no es la nueva liturgia un compromiso con este espíritu moderno? ¿De dónde viene ese menosprecio por la genuflexión? ¿Por qué la comunión debería ser recibida de pie? ¿No es el estar arrodillado en nuestra cultura, la clásica expresión de la adoración piadosa? El argumento de que en una comida debemos pararnos antes que arrodillarnos es a penas convincente. Primero, esta no es la postura natural para comer: nosotros nos sentamos, y en tiempos de Cristo se comía acostado. Pero más importante, es una específica concepción irreverente de la Eucaristía el recalcar su carácter de comida en perjuicio de su carácter único como misterio sagrado. El subrayar la comida a expensas del sacramento traiciona, con seguridad, una tendencia a oscurecer la sacralidad del sacrificio. Esta tendencia aparentemente tiene su origen en la creencia infortunada de que la vida religiosa se hará más vívida, más existencial, si está inmersa en nuestro mundo de todos los días. Pero ello hace correr el peligro de absorber lo religioso en lo mundano, de borrar la diferencia entre lo sobrenatural y lo natural. Temo que representa una intromisión inconsciente del espíritu naturalista, del espíritu más plenamente expresado en el inmanentismo de Teilhard de Chardin.

Nuevamente, ¿por qué la genuflexión en las palabres “et incarnatus est” del Credo han sido abolidas? ¿No era una noble y bella expresión de la adoración piadosa al profesar el misterio de la encarnación? Sea cual fuere la intención de los innovadores, ciertamente han creado el peligro, aún cuando sea sólo psicológico, de disminuir la conciencia del fiel y la admiración frente al misterio. Hay aún otra razón para dudar en hacer en la liturgia cambios que no son estrictamente necesarios. Los cambios frívolos o arbitrarios son aptos para erosionar un tipo especial de reverencia: pietas. La palabra latina, como la alemana Pietaet, no tiene equivalente en Inglés, pero puede ser comprendida como respeto por la tradición; honrar lo que nos ha sido legado por las generaciones pasadas; fidelidad a nuestros ancestros y sus obras. Nótese que la Pietas es un tipo derivado de reverencia, y por lo tanto no debe ser confundida con la reverencia primaria, a la que hemos descripto co-mo una respuesta al misterio mismo del ser, y fundamentalmente una respuesta a Dios. Se sigue que si el contenido de una tradición dada no se corresponde con el objeto de la reverencia primaria, no se merece la reverencia derivada. Así si una tradición encarna elementos malvados, tales como el sacrificio de seres humanos en el culto Azteca, entonces esos elementos no deben ser respetados con pie-dad. Pero ese no es el caso del Cristianismo. Aquellos que idolatran nuestra época, que se emocionan con lo moderno simplemente porque es moderno, que creen que en nuestros días el hombre finalmente ha llegado a la “mayoría de edad”, carecen de piedad.
El orgullo de estos “nacionalistas del tiempo” no es sólo irreverente, es incompatible con la verdadera fe. Un católico debe respetar su liturgia con piedad. Debería reverenciar, y por lo tanto temer abandonar, las oraciones, posturas y música que han sido aprobadas por tantos santos a lo largo de la era cristiana y que nos han sido dados como preciosa herencia. Para no ir más lejos: la ilusión de que podemos reemplazar el canto Gregoriano, con sus inspirados himnos y ritmos, no ya por música igualmente buena, sino mejor, traiciona una ridícula autosuficiencia y una falta de conocimiento de uno mismo. No olvidemos que a lo largo de la historia de la Cristiandad, el silencio y la soledad, la contemplación y el recogimiento, han sido consideradas necesarias para alcanzar un encuentro real con Dios. Este es no sólo el consejo de la tradición Cristiana, que debería ser respetada por piedad; sino que está arraigado en la na-turaleza humana. El recogimiento es la base necesaria para una comunión verdadera tanto como la contemplación, que provee la base necesaria para la verdadera acción en la viña del Señor. Un tipo superficial de comunión –la jovial camaradería de una reunión social– nos lleva hacia la periferia. Una verdadera comu-nión cristiana nos lleva a las profundidades espirituales.

El camino para una verdadera comunión cristiana: piedad, ... recogimiento, ... contemplación.

Por supuesto, deberíamos deplorar la devoción excesivamente individualista y sentimental, y saber que muchos católicos la han practicado. Pero el antídoto no es una experiencia común como tal, lo mismo que la cura para la pseudo-contemplación no es la actividad como tal. El antídoto está en fomentar la verdadera piedad, una actitud de auténtico recogimiento y contemplación devota de Cristo. Fuera de esta actitud no puede tener lugar una verdadera comunión en Cristo.
Las leyes fundamentales de la vida religiosa que gobiernan la imitación de Cristo, la transformación en Cristo, no cambian de acuerdo a los modos y hábitos del momento histórico. La diferencia entre una experiencia común superficial y una profunda experiencia común es siempre la misma.
Recogimiento y adoración contemplativa de Cristo que sólo la piedad hace posible será la base necesaria para una verdadera comunión con los otros en Cristo en todas las edades de la historia humana.
fonte:una voce argentina